«Recordemos que era el tiempo de la editorial “Quimantú”, de la revista “Cabro Chico”, del medio litro de leche, de las jocosas historias de Isabel Allende, que escribía con tanta naturalidad, antes de convertirse en una productora de libros. Era el tiempo de la cultura popular, donde la gente reía arriba de los buses, en la calle, en las reuniones de vecinos o en las concentraciones para ver los artistas de la generación que estaba surgiendo, o había surgido sin que todos nos diéramos cuenta.»
(Dedicada al “Negro” Óscar. Él sabrá por qué)
Éramos pobres. Paupérrimos. Vivíamos en uno de los tantos cerros (entonces poco poblados, con gran vegetación y saltos de agua), marginados del gran centro urbanístico de la “Ciudad bella”, “Ciudad del Turismo”. Ciudad del famoso festival de la canción, de la gaviota, y del temido “monstruo” que fue y después no fue más. Ciudad cuya postal favorita y obligatoria para el visitante, era el Reloj de Flores.
A pesar de tener muy poco de cuanto se llamara “material”, teníamos, yo y mis seis hermanos, unos padres presentes. En especial, una madre que se preocupaba de que estuviésemos al día de lo que ocurría en el mundo. De lo que guardaban las grandes ciudades. Que nos hablaba de libros, música, cines, iglesias. De ella la conversación surgía cálida y con una emanación de ternura que nos cautivaba. Como si, al entregarnos lo que existía, nos estuviera arrullando hacia un sueño que nosotros pudiéramos alcanzar…y realizar. Aun así, ella, contrariamente a mi padre, no nos permitía faltar a la escuela…aunque lloviera.
Era la época dorada. Y en Santiago de Chile se celebraría el gran acontecimiento de la inauguración de la UNCTAD III, en su edificio flamante, construido en tiempo récord por muchos trabajadores. En el colegio del barrio nos hablaron del gran suceso con anterioridad. Recuerdo que a una de mis hermanas mayores (que ya asistía al liceo de niñas, bajando una escala de más de 400 peldaños y caminando un medio centenar de cuadras para llegar a él), en el tiempo que se rendía la famosa Prueba Nacional, y los sujetos estudiantes eran derivados según su puntaje, a liceo o escuela industrial o comercial. Es decir, el tiempo en que sólo podía estudiar un tipo de “elite” bastante atípica; tuviese o no recursos económicos, y que comprendía al 10% de la población en edad escolar.
Pues bien; a mi hermana le dieron como tarea en la asignatura de Artes Plásticas realizar un trabajo que tuviese relación con la UNCTAD III. Ella llegó a casa con su obra, que mostró a todos los desapercibidos en ese momento. Había pintado, con lápices de colores, una sala de reuniones vista desde atrás, en la cual aparecían cabezas de personas con el pelo verde, rojo, morado, azul. Se había sacado un 7. Yo quedé muy sorprendido, pues a mis once años, jamás había visto a ninguna persona con cabello de aquellos colores. Concluí en que la profesora sintió lástima por mi hermana, y a eso correspondía la nota.
En esa época de oro de mi infancia, que se prolongó más de lo que suele ocurrir con un cristiano común, mi madre nos comunicó una espléndida noticia: viajaríamos a Santiago, a conocer el edificio de la UNCTAD, que estaba abierto a todo tipo de público. La idea del viaje me produjo una gran emoción, y arrebatado júbilo a mis hermanas. La noche se fue más de prisa entonces. Al otro día endilgamos hacia Santiago, con nuestras mejores pilchas.
El tren era un espacio de ciegos con acordeón cantando canciones lastimeras, al borde de cortarse las venas. El “Pobre Payaso” también era un emblema local, para quienes oyeran, miraran por la ventana, comieran sus huevos duros o los dulces de La Ligua. El olor misceláneo de las comidas se mezclaba con el viento que remecía los árboles y entraba hacia los vagones, a confundirlo todo. El ruido insistente de la ferrería aportaba una nota más trágica a los cantores ciegos. Era una gran orquesta que acompañaba con su diapasón sanguinoso y truculento el “Amor de pobre solamente puedo darte…”
De ese momento no recuerdo más, hasta que estuvimos en las inmediaciones del edificio inaugurado. Era sorprendente ver la cantidad de gente que circulaba por las veredas. Igual la variedad de tipos humanos que, por primera vez, estaban frente a mis ojos. Parecía que todas las razas hubiesen confluido en ese sector. Era emocionante el colorido del vestuario de las gentes de color; eran como una explosión de primavera cubriendo sus cuerpos, sin ninguna arrogancia ni el vergonzoso impulso de mi ciudad beata, donde el rosario era pan de cada día, igual como cruzaba el horizonte, cortando la bruma marina, el “Argonauta” de mis niñeces.
Jóvenes de pelo largo que hacían acrobacias, otros tocando la guitarra en una esquina, leyendo poemas en voz alta, o mostrando artesanías inexplicables. Surgían, de repente, mujeres con hábito hindú, otra con grandes turbantes. Ya sea en negro o en blanco, hombres corpulentos con largas chaquetas bordadas en dorado. La vida, en su mejor esplendor y en su diferencia natural, abría sus venas para que bebiéramos de ella.
Entrando ya al edificio, nos impactó la monumentalidad de éste. El hormigón armado que se convertía en escaleras cortadas a noventa grados mientras subían, los accesorios de cobre, la enorme puerta del mismo material, la alegría de la gente del pueblo que asistía a una cita con la historia. Allí almorzamos gratis. Nos sentamos en aquellas sillas que eran novísimas, de color salmón, de material más resistente que el plástico, pero tal vez de la misma familia, y armazón de tubos de aluminio (aunque no sé si era aluminio u otro entuerto de metales aliados).
Mi madre junto a mí, ya que mis hermanas estaban desgreñadas por otros rincones, dedicamos varios minutos a mirar cada una de las esculturas que poblaban tanto el jardín como la propia construcción. Ya fuera arcilla, piedra o metal, las piezas hablaban del humanismo, el universo y el arraigo nacional, según comprendí, ya que en esos momentos no entendía bien el hecho artístico.
La visita al edificio de la UNCTAD III marcó un antes y un después de mis somnolientos años. Un día de perfección. Un día de percatarme que estábamos dentro de un mundo diverso. Tan diverso como son las aspiraciones propias, y a la vez tan ingenuo como un jazmín que florece en medio del desierto. Recordemos que era el tiempo de la editorial “Quimantú”, de la revista “Cabro Chico”, del medio litro de leche, de las jocosas historias de Isabel Allende, que escribía con tanta naturalidad, antes de convertirse en una productora de libros. Era el tiempo de la cultura popular, donde la gente reía arriba de los buses, en la calle, en las reuniones de vecinos o en las concentraciones para ver los artistas de la generación que estaba surgiendo, o había surgido sin que todos nos diéramos cuenta. Al igual que la acción del funesto Partido Nacional, al cual se plegaron dos de mis hermanas mayores. Alegría y esperanza era lo que se manifestaba en las poblaciones. Después se acabó el sueño. La ilusión quedó atrapada cuando cayó la cortina de acero, nublando los territorios de la patria y el cóndor se hizo más cóndor, desplazando al huemul, expulsándolo del mapa.
Desde hace años, y a menudo, pienso en cuánta razón tuvo mi hermana al pintar esas cabezas de múltiple colorido, y en la nota que una profesora con criterio le puso por su trabajo: diariamente desfilan ante mí cabezas azules, verdes, moradas, de color rosa. Además, muchachas y muchachos que adhieren a sus vestimentas largas colas de animales, orejas, hocicos y otros etc.
Y como estamos en un tránsito tan crucial de nuestra historia, quisiera volverme a los rostros de mi generación. A quienes compartimos aulas, amistades y secretos en aquellos años de la UTE, luego USACH. Volverme a sus rostros y preguntarles: compañeros, amigos ¿ustedes tuvieron un día similar al mío? ¿Visitaron el edificio de la UNCTAD, en el momento que fue, no después, cuando se convirtió en otras cosas? ¿Qué sintieron? ¿Qué les motivó? Si no pudieron vivir ese momento ¿Qué piensan de esta cháchara vivencial útil o inútil? ¿Dónde estaban? ¿Qué pensaban? Les invito a opinar en relación a aquella época que nos tocó en la infancia y tal vez quedó escondida en el corazón o en el subconsciente, que se niega de continuo.
¿Qué pasó, compañeros de generación? ¿No hemos sido capaces de reivindicar la memoria de Allende? ¿Estuvimos tantos años callados, tantos reprimidos, tantos absurdamente pisoteados para llegar a un presente indeciso? ¿Nos olvidamos de los traidores, que han transmigrado en apellidos Rincón, Walker, Lagos? ¿En la vieja de los botones grandes, y de las otras que parecen moais cincelados por la mano de Gutenberg Martínez, que fueron títeres de gobiernos pusilánimes, vendidos a una transición que más bien fue una nueva traición al pueblo y su frustrada alegría? ¿Acaso el amarillismo de Warnken nos atrapó con su manto de literatura añeja y su privilegio de estúpido enciclopedista que amontona libros leídos, pero no distingue entre una raíz de un árbol, y menos una esperanza de futuro por el corsé eufémico y mentiroso del pasado con botas y fusiles?
¿No somos capaces de mirar a nuestra infancia y esclarecer preguntas que debieran estar respondidas ya? Tenemos que dejar de presumir lo que somos y volver a nuestra identidad moral, a nuestra pureza elemental, fuera de títulos, diplomas, que al final no nos hacen mejores personas. Debemos mirar hacia atrás, volver a la fuente, para salvar a este mundo en ruinas. Y matar a los gigantes egoístas, antes que nos engullan.




