«Ahora que he vuelto, ordeno la casa y me deshago de los trastos, encuentro sábanas deslavadas, hilos casi flotantes en el esplendor de la mañana, en los cuartos deshechos de pena, donde alguna vez fueron reinas.»
Dedicado a Patricio, Adriana, Susana, Julio, Nelson…porque están muy cerca. Y a quienes de la generación del 80 que todavía sueñan.
La vida de las sábanas: solas, mojadas, dando vueltas en la lavadora, en el líquido espumoso que les devolverá el frescor y tensará, un poco, de manera que piensen en sus mejores años.
La historia nuestra de las sábanas. A veces teníamos. Otras, no había ninguna. Entonces acudíamos a la vecina para pedir prestadas esas alas volátiles, el emparedado en que se moverían las personas que llegaron a la casa sin avisar. Los cuerpos y las almas con su bochorno cotidiano de viajes y fatigas.
Recuerdo las primeras: hechas con sacos harineros, que salían de la máquina todopoderosa de mi madre. La aguja sonaba mientras el hilo iba rociando su potestad sobre el blancor de los sacos con letras azules. Aquel aparato futurista para los ojos inquietos de un niño, que sacaba de los apuros económicos principalmente para las grandes fiestas, cuando los clientes iban a buscar costuras terminadas, y los niños podíamos comer, al sonar las 12, el puré con bistec y ensalada de porotos verdes, que era el gran premio al recibir los villancicos; o en la noche iluminada por el ingenio de fuegos de artificio que cubrían los cerros.
Las sábanas que se van replegando y nunca se ponen de acuerdo conmigo. Se recogen. Me faltan o me sobran. Y se sueltan del colchón como un silencioso tiro de honda.
No sé en qué época entraron por mi casa aquellas sábanas diferenciadas de colchón y tapa.
Las sábanas improvisadas que alguna vez encontré con sangre, y me sorprendí porque no supe de ninguna de mis hermanas herida.
Las sábanas meadas, que se secaban y endurecían bajo el sol. Las otras, de los sueños húmedos, que infundieron temor y angustia en un entorno pacato de misa dominical.
Las sábanas de los primeros amores, que aún tremolan de suspiros y se cuentan confidencias de las novias quitándose el vestido, y callan todo lo que ocurrió después, cuando apagaron la luz.
Las sábanas de los románticos, que plasmaron poemas grabados con lágrimas, con suave carmín, o la palidez exangüe de Violeta Valéry.
Las sábanas de mis amantes, que se amotinaban de la cama y nos hacían rodar hasta el piso. Aún unidos en ese cordón de exaltación, calor y transpiraciones saladas. Los amantes se empeñan en estar juntos, sin soltarse: uno dentro del otro, porque no saben si volverán a verse. Porque ignoran si un día se encontrarán en ese tráfago de estampados o bordados inútiles. Entonces la alfombra era una nueva sábana para mis amantes. Y las más volanderas, las verdaderas, se desprendían de un cabello rizado, del moreno, del rubio o el de ojos de avellano que se quedó como un paisaje en la pared del subconsciente.
Las sábanas que acogieron a mi padre y mi madre, cuando yo era criatura entre ellos y me movía dentro de una oscuridad siniestra, porque sabía que algo iba a suceder; como cuando la niebla se disipa, cortada por un rayo de luz, que viene a quebrar la marea de los barcos en reposo.
Las apercancadas, las que se debían hervir en agua con jabón. Y luego el almidón les daba una impresión de hostias o golillas pisiúticas.
Mi abuela, que guardaba sus sábanas en un mueble de madera impenetrable, lugar que a los dedos pequeños se les prohibía husmear.
Las blancas sábanas del recuerdo aromatizadas con violeta, o un aroma que ya no alcanzo a discernir. También el baúl de la memoria nos borra los datos…que tal vez podrían haberse guardado en un pendrive.
Ahora que he vuelto, ordeno la casa y me deshago de los trastos, encuentro sábanas deslavadas, hilos casi flotantes en el esplendor de la mañana, en los cuartos deshechos de pena, donde alguna vez fueron reinas.
Los cadáveres de sábanas, que al deshacerse guardan una enorme diferencia con la vida. Sin el hedor del muerto, y tan volantineras, que parecen haber transfigurado en sus almas.
Las sábanas de broderie, de polar, de seda, de satín, de nailon, de organza, de encaje o muselina. Las de 155 hilos. Las sábanas chinas, que en un momento cubrieron las necesidades de casi todos los países.
Las sábanas que no lo son, y se enorgullecen por cumplir la santa tarea de albergar los cuerpos cansados del trabajo de toda una jornada, o de los juegos que despertarán al mundo de su estólida mentira y su endogamia de valores abstrusos. Los juegos que no son el “Mambrú” ni “El Perro Judío”.
Las fábricas de sábanas que sucumbieron con la dictadura. Que sintieron las metrallas y los tanques, con los coleópteros de acero destruyendo la Moneda. Terminando con nuestra dicha y la de ellas. Las que fueron mortajas de asesinados, que lloraron lágrimas rojas y nunca se pudieron desmugrar y llevan la mancha despiadada y traicionera de obispos y generales. Aquellas que continúan en secreto o vagan sin paradero.
Las sábanas de los hospitales en los que yací, que me vieron surgir de la anestesia. Las proletarias, las solidarias, que pertenecen a todos.
Las de las clínicas que escondieron mis años de locura. Que se retorcieron conmigo bajo la fiebre; se me revelaban contra los fantasmas y los ladrillos que atormentaban la cabeza, llenándome de psicotrópicos hasta quedar sordo de mareas.
Aquellas donde me enamoré, porque el amor es cosa de locos… y él era un chico tan apuesto que se cortaba las venas. Y las sábanas protegían sus vendajes tan cerca de mí… ¡y a la vez tan lejos! Porque el amor es cosa de locos totales, no de aquellos de temporada. Y había que seguir por los espinos, con las cápsulas multiformes, para no saltar del octavo piso o para llamar a alguien que me llevara donde vivía, porque había olvidado el camino.
Entonces olvidé más de lo que quería.
La prudencia de las sábanas campesinas que me alojaron sin preguntas, sumándome el hálito de pinos con atardeceres de paltos y azucenas.
Las sábanas distraídas de los hoteles extranjeros, reverberantes de idiomas, impersonales. Calladas como monedas sin uso.
Las sábanas del Vaticano: entretejidas de oro, oscuras y malditas. Que huelen a leche de niño y a fornicaciones de curas con musulmanes, rumanos, paquistaníes, o cualquier chapero o indocumentado que camine por las plazas cercanas de Roma.
Las sotanas que se transformaron en rostros de niños, en frágiles figuras que reclaman su hallazgo y su justicia.
Las últimas sábanas de los Papas, que son de plomo, porque Dios no existe y sus votos fueron falsos. Juraron a sabiendas a un demonio que los espera en la fragua de todas las orgías.
Las sábanas que tiende un amigo para que yo descanse en la baranda del mar y de la cordillera, que se asoman al balcón junto a la luna.
Las sábanas de esta ciudad y de los continentes enteros, que cualquier noche esperan a sus ocupantes, que deliran de sueños en un posible mañana. Mientras el Universo reclama a grandes gritos su diezmo, y prepara la guillotina.
30 de julio de 2022




