Patio de luz | De regreso a la UTE

«Vinieron a mí los jardines de rosas exquisitas, alzadas sin ultraje de caída. Cada una vestida con su color, para humanizar al visitante. También la gran entrada de la JAN, la escalera que llevaba a las salas superiores. Y la caída de panfletos y papeles anunciando una concentración o algún punto de encuentro para combatir a la dictadura. Entonces veo al profesor Pulido desesperado por tal aberración, diciéndonos: ¡no los recojan, no los lean! Mientras él destruía unos cuantos que le quedaron cercanos»

 

 

Una tarde del 2004, mientras miraba la línea horizontal del mar desde mi balcón. Ese mar donde se posaban como sombras de duda los barcos, inmóviles; sin país, sin pertenencia, un destello de sol iluminó una lámpara de señas, y me llevó por una puerta secreta a una edad anterior, cuando todavía me debatía entre la adolescencia y mis ansias de juventud, perseguido por el horrible temor de ser un deficiente mental, ya que era tan diferente a todos, y el mundo me parecía un gran globo cerrado que me había dejado fuera de sus contornos. En ese despertar de medusa en su laberinto, buscando ojos ajenos para convertir en piedra, volví a recorrer el Paraninfo, con su abracadabra de paredes que se abrían o cerraban. Sus escalinatas, por donde alguno de los estudiantes rodó en más de una ocasión, con gran estruendo. Los profesores dictando sus lecciones con esa hetero normalidad que nadie juzgaba en el eterno nombramiento de hombre y mujer; o haciendo preguntas de acertijo que nos dejaban con las bocas abiertas.

 

Vinieron a mí los jardines de rosas exquisitas, alzadas sin ultraje de caída. Cada una vestida con su color, para humanizar al visitante. También la gran entrada de la JAN, la escalera que llevaba a las salas superiores. Y la caída de panfletos y papeles anunciando una concentración o algún punto de encuentro para combatir a la dictadura. Entonces veo al profesor Pulido desesperado por tal aberración, diciéndonos: ¡no los recojan, no los lean! Mientras él destruía unos cuantos que le quedaron cercanos. De igual forma me vinieron los árboles y los arbolillos cercanos al Paraninfo, pero casi secretos, donde solía sentarme a conversar con Nicolás, cuyos ojos azulmente inquisidores, y su cabello rojizo, contrastaban con mi vestimenta de “hermanito Francisco”, como él me llamaba.

 

Y entre esas idas y venidas de floración primaveral, caminando diariamente hacia el casino, se me viene al pecho Jorge, como una gran mordedura. Jorge, el hombre para la vida plena. El hombre con el que habría compartido la hora de humedad y el tedio. El hombre al que le hubiese hecho abluciones sólo para rendirme esclavo, porque a su lado no podría ser otra cosa. Voz melodiosa y casi tímida en un cuerpo fornido. Pequeña barba que comenzaba a rizar o desperdigarse por el espacio digno que guardaba la boca. Cuerpo de las mejores maderas venidas del sur. Que parecía ofrecer al caminante un descanso entre sus piernas. O un juego de manos que recorrería esas columnas siempre cubiertas por mezclilla. 

 

El fragor de la ciudad era distinto a esta escena idílica, a ese bucólico existir que teníamos dentro de las aulas. Afuera solía haber humo, bocinazos desesperados, irrupción de vehículos por las calles cercanas. El grito y la protesta despertaban a la realidad que estaba viviendo Chile bajo la bota opresora. Las manifestaciones se acrecentaban hacia la Estación Central, donde el cruce de las barricadas con el aparato oficial de uniformados semanalmente iba en aumento. Y la participación de los estudiantes más osados, también. Pero en mi irrealidad, en mi incomprensión del momento histórico de la patria, me refugiaba en el sueño de Jorge. Sus pequeños dientes, que se entregaban de inmediato a la sonrisa, y la manera de acercarse a la gente con quien conversaba. ¡Así estuve con él tantas veces! A la distancia de un cigarro, o de una bebida en el casino. O en alguno de los cafés literarios alumbrados a vela y vino navegado. Hombre que entregaba la confianza de manera natural, al momento de ser presentado. Su cuerpo entero parecía querer decir que le tocaran. Todo su rostro incitaba a una caricia profunda a lo largo de sus brazos, de su abdomen, y más abajo también. ¡Cuántas veces me entregó esa sensación! Como pidiéndome que le rindiera pleitesía y honores. Porque lo único que le faltaba, era una corona. Pero no metálica, sino vegetal. De savia fluctuante, como el semen. Y así al mismo tiempo, de adormidera. 

 

En este trueque de remembranza y ensoñación, aparece Óscar con su guitarra, cantando hermosas canciones de humanidad bajo el atardecer cansado de las velas. Los asistentes coreaban o algunas parejas se entristecían y se tomaban de las manos.

 

Jorge, a pesar de tener su amor (la infaltable mujer que lo engañaba con toda la facultad), ofrecía ese rescoldo de hogar dispuesto, seguro. Y más que a nadie, a mí. No sé por qué confabulación. Muy cerca estuvieron mis manos de sus músculos, y a él no le importó. Muy cerca mis brazos de su pecho, y le hizo gracia. Porque era una criatura tremendamente tierna y visceral. En el fondo, pienso que sufría como quien, en este, en otro país u otra ciudad, es engañado. Y se entrega a una búsqueda de unión que eche paletadas de masilla entre los quiebres. Criatura que busca y nunca sabe. Que no supo o no entendió del todo que para eso estaba yo, esperando que su mano me acercara a su cuerpo, y el mundo quedara afuera del más absorto beso.

 

Me viene como una ola de buenas vibras, de amistades, de paseos hacia el sur, de una vegetación y zoología ignorada para alguien nacido en uno de tantos cerros que miran al océano. Y la memoria me trae el compañerismo del negro Óscar, cuando me decía “Esta tarde habrá problemas, es mejor que te vayas a tu casa”. Y yo obedecía como un caracol que se salva de las envestidas militares, del humo, del fuego, sin entender por qué no me quedaba ahí, a parecerme a los otros. La tarde del 2004 se desvanecía entre tanta nube de sensaciones diversas, entre tanto amor, acertijos y negaciones. Por el balcón aún bullía el mar de todas las latitudes. Los barcos se van. Pero el gran mar, y los recuerdos, se quedan.

 

 

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