Patio de luz | Incursiones

«Justo en la entrada de una de las estaciones de metro, vi a un chico (de 23 años, supuse), delgado, rubio, de ojos verde claro, más alto que yo, que sonreía y era bastante directo. Hola, me dijo, ¿quieres compañía?. Le respondí afirmativamente, y agregué: ¿tienes algún amigo que se una a un trío?. Espera un poco, respondió. Bajó unos escalones de la estación del metro, y volvió con un muchacho que tendría entre 23 y 25 años. Era un poco más moreno, atractivo, de ojos vivaces. ¿Sirve él?. Por supuesto, dije.»

Noviembre comienza su desfile y yo desgrano migas para los pájaros: aquellas navecitas de trinos alegres y vivaces que cortan el sonambulismo de vehículos que veo pasar a través de la ventana. El sol lanzó sus pétalos de maravilla hacia atrás, y los cerros se encienden como una burbuja de lavalozas que declinará, no tan lentamente como quisiéramos. En el duelo de escribir o no escribir ganó la partida el lápiz, tan icónico como la Estatua de la Libertad, que se repite en estampillas y ofrecimientos de viajes a medio costo hacia la gran tarántula del norte.

Acabo de bajar de un recorrido. No de clase turista ni de tercera. Sino del vuelo más rápido y ampuloso entre tantos que puede entregar internet. Desciendo de la gran corruptela de Grindr. La cabeza llena de adjetivos y superlativos. Imágenes que nunca quise y de todas formas me enviaron, peticiones de cita sexual casi como una llamada de urgencia a la ambulancia, porque alguien se desangra en plena calle. Fotos definidas, indefinidas, o bien, inexistentes. Un hombre escondido detrás de un paisaje, de una cita altruista de algún filósofo venido a menos, símbolos, signos, una brutal síntesis de siglas y un largo etcétera que no terminaría de escribir. Activos, pasivos, modernos, bisex, osos, nutrias, látex, cueros, transexuales, héteros curiosos que anhelan ser pasivos. Todos ofreciendo su mercadería un tanto añosa y decadente (no añosa por la edad de los oferentes, porque hay algunos jovencísimos, sino por la reiteración de frases como casas prefabricadas, que pueden levantarse en cualquier parte). Y, entre tanto ofrecimiento de safe sex o sexo a pelo, surge el silencioso negocio de la droga, oculto tras un perfil inexistente de 20, 30 o indecibles años. Fruta, hongos, clona, weed, de la buena, 3×15 y algunas categorías que, a pesar de mi experiencia, no alcanzo a descifrar. Ahí ya pasan definitivamente del sexo, o lo ponen como un ingrediente de regalo para quien dé el machacazo con una compra bien jugosa. Para quienes pisen el palito.

Con lugar, sin lugar. Te paso el culo. Te lo chupo. Quiero leche. Casado mamador. Estoy solo. Sólo maduros. Buscando orgías. Uno para trío. Soy tu esclavo por unas chelas. Dotvers*lllks. Confieso que esta última denominación me costó bastantes minutos para descifrarla, para saber qué ofrecía el que estaba al otro lado de la pantalla de un celular, porque para este tipo de implementaciones ya no se ocupa el computador. Con la duda en la lengua, envié un tímido ¡hola!, el cual me respondieron casi al unísono. Pregunté: ¿Eres dotado versátil? Me respondieron: sí. ¿Y cobras? La respuesta también fue afirmativa, y se desplegaron ante mí cinco fotos bastante decidoras. Era un chico de 28 años, estudiante, según él, cobraba $40.000 la hora y sólo iba a domicilios u hoteles. Esas fotos me quedaron dando vueltas, y esperaba encontrarlas en algún pequeño rincón de la memoria. Me parecía conocido. Pero ningún recuerdo vino a mí. Era excitante. Con algunos tatuajes mal hechos, el cabello rizado, un bello pene estrangulado por su mano, y un trasero tan real, tan sin gimnasio, con algunos vellos adornando su redondez, que me quedé sin palabras. Y descifré su presentación “dotado versátil por lucas”. Hubiera sido mejor ofrecerse así que en una concatenación de letras y signos que dejarían impávidos a los menos entendedores de esos enredos internetianos. Era hermoso el chico, sin ninguna duda. Sólo no me gustaron sus labios, que parecían una explosión de carne que no alcanzó a cuajar, y, por lo tanto, estaban desdibujados.

Amplié las fotografías lo más que pude, para ver el detalle de sus vellos levemente rubios, los centímetros de su instrumento, y la redondez de sus bolas con pequeños hoyitos, que me resultaban una delicia. Pero, entre los tatuajes de los brazos, creí ver varias cicatrices, como aquellas autoflagelaciones que se hacen los drogadictos, o ciertas personas con problemas mentales más o menos serios. No me importó. Sólo pasaría una hora con él. Entretanto alguien pregunta ¿Eres dotado? No soy animal de feria, respondo. Y sigo pensando en esas nalgas dignas de acariciar, lamer, morder, y por fin terminar penetrando esa entrada oculta entre pared y pared. ¡La otra vez me culiaste tan rico! ¿Te gustaría culiarme de nuevo? Espeta alguien detrás de un perfil que reconozco de hace seis años.

Ya no puedo pensar. Las ideas obsesivas por ese joven me llenan el espacio de los sentidos, y me desvinculo de la aplicación. Cansa toda esta fantasía erótica o heroica (heroica para quien la resiste, tengo que aclarar). Las redes sociales son un fenómeno que nos atrapa, ya sea lentamente, o de un tirón. No queda resistencia frente a ellas, aun cuando no hace muchos años que se implantaron por todo el planeta, capturando las neuronas más o menos aprensivas. “Quedamos en tal parte, a tal hora” y la cita ya está lista. “Invita a otros para una orgía”, y el plan está caminando como una pieza de reloj que no se come ni un segundo. “¿Te molestan los aditivos?”, “Me gustaría usar lencería cuando estés conmigo”, “¿Fisteas?”, “¿Lo harías con mi esposa mientras yo miro?”. Continúa el recuerdo de las conversaciones que dejé de leer hace poco.

A propósito, con el chico que se identificó como dotvers*lllks, quedé de encontrarme en una plaza entre la calle Valparaíso y el estero. En su perfil decía que era pelirrojo. Le consulté si era cierto eso. Me respondió que ya no, que ahora era castaño claro su cabello de olas que caía hasta sus hombros. Esperé. Pero nunca llegó. Disculpa, no pude salir (tal vez intervino su proxeneta), algo así me respondió, tras lo cual lo dejé bloqueado para siempre. Con mucha rabia, regresé a mi casa. Le había hecho una buena oferta, aparte de pagar la hora en el motel, cancelar su publicación en “Sexo Urbano” por cuatro meses, con sus fotografías dando vueltas por un mes entre los hambrientos de sexo de la primera a la última región del país, a cambio de una mísera hora con él al mes. En fin, él se lo perdió. Y aquí me viene un comentario que he escuchado muchas veces en las juntas de orgías a las que comencé a asistir antes de la pandemia. “Yo nunca pagaría por sexo”. Sin comentarios, pero con una sonrisa burlona.

¿Y cómo era el asunto antes de las redes sociales? ¿Cómo se entretejían estas historias un poco soeces y también macabras? Digo macabras porque ya se han conocido asesinatos, robos, desapariciones de personas que han quedado con una cita a través de Grindr. Para mí antiguamente Grindr eran la Plaza de Armas de Santiago, los terminales de buses de distintas ciudades del país, los sitios eriazos, las márgenes y los puentes del estero Marga Marga en Viña del Mar. En verdad, un grindr de presencia, sin aviso previo, que se vivía en esos lugares, los que yo probé desde La Serena hasta Puerto Montt. El encuentro perfecto del hola y adiós. Solía ir semanalmente a mirar a los muchachos que se vendían, porque eran distintos de los demás; el ademán, la forma de sentarse o estar de pie, las miradas que dirigían, o la frase típica con que buscaban acercar a sus eventuales clientes. Sí. La plaza de Armas, con su gran catedral y las infaltables palomas era el Grindr que se conocía entre la población de desesperados por el sexo en pleno Santiago centro.

Añadiré dos historias con las que coronaré este relato, que tal vez parezcan de una ingenuidad nívea después de analizar el transcurso de mis años y de mi confrontación con cuerpos de hombres que llegan a un alto número. Un cierto día, no recuerdo ya el año (sería sábado, o domingo tal vez), dejando la timidez de lado, las endilgué para el conocido centro capitalino, con hambre de verdad. Comencé a mirar a las gentes que se encontraban en los escaños, para tratar de vislumbrar algún galán de media hora. Entre los asientos, no descubrí nada. Comencé a pasearme por el contorno de la plaza: el odeón, los árboles, las esquinas que mostraban hombres sin nada de particular. Tampoco tuve suerte. Luego comencé a mirar una vidriera de una de las tiendas aledañas, y en el reflejo de los vidrios, coincidí con un tipo de mi estatura, de consistencia fuerte, de buen ver por delante y por detrás. Ignoré la imagen y continué caminando hacia otros negocios. A los minutos el tipo estaba a dos pasos míos. Me entró miedo, y caminé un poco más allá, hacia una calle vecina. De nuevo el mismo, cerca de mí. Ahora sí que me asusté (absurdamente), y quise encontrar un refugio proteccionista, y doblé por una esquina. Caí, sin saberlo, en el lugar preciso del cual ya no podía escapar. En este minuto el hombre se acercó y me dijo hola. Le respondí lo mismo. ¿Andas buscando acompañante?, dijo mirándome fijo a los ojos. Mi respuesta fue: sí, pero no sé dónde ir. Vamos a un motel, agregó. No conozco ninguno, le dije. Pero yo sí, sentenció. Entre el miedo y el poco de valor que pude coger, asentí con la cabeza. Y lo miré de cerca, a la cara. No era atractivo. O sí, pero todo su atractivo se concentraba en la manera de cerrar los puños, de caminar y de moverse entre la gente con total decisión. Pero llamó más mi atención eso de empuñar las manos y soltarlas a cada paso que daba. Grandes y potentes manos.

Caminamos dos cuadras, creo. Entramos a una construcción de no más de cuatro pisos. Al cruzar la puerta, había una pequeña cabina con una mujer que nos pidió los documentos. Mi Adán pasajero reclamó que era la primera vez que se los pedían. Así será, dijo la mujer, pero ambos tienen que dejar su carnet aquí. Yo entregué mi cédula sin dudarlo. El que sería mío replicó un poco, pero igual entregó su papel. Cancelé. Le entregaron una llave de la habitación, subimos las escaleras de dos pisos. El miedo mío no consistía en que fuera a acostarme con un hombre, sino que se me venía a la memoria que andaba trayendo en mi billetera todo el sueldo de un mes de trabajo, aparte de otros billetes disimulados en la bolsa plástica que andaba trayendo. Y miedo a los combos que podían proferir esas manos. Yo era muy delgado en esa época, y cualquiera me tumbaría con un golpe de puño.

Llegamos al número de la habitación. El hombre abrió. Entramos. Había como una pequeña salita de recepción, una mesita adornada con un florero; más allá se veía la entrada hacia el baño, frente al lecho nupcial. Dejé mi bolsa de los tesoros sobre la mesita. Mi “peor es ná”, me dijo con rigor: voy al baño, espérame. En ese justo instante el casi miedo se convirtió en horror. Una vez hubo cerrado la puerta del baño, pesqué raudamente mi bolsita, bajé corriendo las escaleras, eufórico de la prisa le dije a la mujer que me entregara mi carnet. ¿Pasó algo? preguntó. Páseme mi carnet, por favor. ¿O sea que no lo conocía? Inquirió la de la boletería. No, le dije. Me entregó el documento, y eché a correr por cuanta calle se me atravesaba. Sabía que tenía que llegar al lugar más lejano posible, donde una micro me llevara a otro sitio, devolviéndome el sosiego y la respiración normal. ¿Qué haría un hombre en el baño, antes de cumplir con su deber? Insólito

La segunda historia de ese Grindr, ocurrió cuando ya había hecho frecuente esa costumbre. De nuevo la plaza de armas, con Valdivia en su caballo. Justo en la entrada de una de las estaciones de metro, vi a un chico (de 23 años, supuse), delgado, rubio, de ojos verde claro, más alto que yo, que sonreía y era bastante directo. Hola, me dijo, ¿quieres compañía?. Le respondí afirmativamente, y agregué: ¿tienes algún amigo que se una a un trío?. Espera un poco, respondió. Bajó unos escalones de la estación del metro, y volvió con un muchacho que tendría entre 23 y 25 años. Era un poco más moreno, atractivo, de ojos vivaces. ¿Sirve él?. Por supuesto, dije. Pregunté cuánto me cobrarían por una hora, pero ya ni recuerdo. Les dije, está bien. ¿Tienen lugar donde ir? Hablaron entre ellos y citaron un apellido. Sí, dijeron, es aquí cerca. Acordada la transacción, nos dirigimos hacia la galería que está frente al odeón de la plaza. Subimos algunos escalones y el chico rubio golpea la puerta de un departamento. Abre un señor bastante parecido al dirigente del MOVILH. Entramos. El dueño del lugar nos dice que tendremos que esperar un poco porque el dormitorio está ocupado por una pareja. Cruzamos algunas palabras mientras observo la decoración de una ventana próxima. Una colección de autos en miniatura atiborra ese espacio. El dueño del lugar del amor está con un amigo bastante coqueto. Se nota que ambos son de la familia. Me dan a entender que también debo desembolsar por ocupar el dormitorio. Alcanzo el billete solicitado (ahora razono que en ese tiempo tenía bastante plata…). Se desocupa el dormitorio. Veo salir a un extranjero despeinado con un chico “de la plaza”. Llego a la conclusión que ese era el pulmón donde iban a tomar aire todos los desesperados de penes, culos y más. Justo a pasos de la plaza con su catedral. El dueño del departamento tenía la mina de oro de los desesperados por desahogarse.

Entramos al dormitorio. Se abre ante mí una especie de carpa de las mil y una noches, con su camastro enorme, rodeado de cojines de seda, con adornos en dorado en las paredes para que relucieran como el oro. Un segundo demoramos en quitarnos la ropa, y ahí estábamos los tres aventureros, entregándonos al juego de la pasión. Las tres bocas en un solo beso. Las lenguas recorriendo los cuerpos por toda la extensión. Penes junto a penes ardientes, lamidos de culo fantásticos. Como un director de escena, comencé a dar órdenes a mis dos contratados: tú, rucio, méteselo a tu amigo, y él hacía caso. Luego: cambio de posiciones. Rucio, entrega tu hoyito al moreno. Y seguían mis instrucciones. Ahora, al trencito, y los tres entregados al juego de vagones que se descarrilan y cambian, para que los tres gozáramos lo uno de los otros. Seguían los besos, las lamidas de culo, los abrazos de a tres, las bocas que nunca se secaban con el contacto de las otras, el pre cum, y la leche que se escapaba por entre volcán y volcán. La temperatura subió con ese ejercicio, y la transpiración, y vuelta al combate. En eso fuimos tres expertos; cada uno entendiendo al otro, sabiendo qué quería y dándoselo efusivamente. De pronto, unos golpes en la puerta anuncian que la hora ha concluido. Me pongo algo de la ropa que traía, salgo del dormitorio despidiéndome de mis acompañantes y solicito al empresario del mismo que me dé su número telefónico, para volver en otra oportunidad. Y salgo a la monotonía cultural del centro santiaguino, mientras las campanas de la catedral gritan ¡pecador! ¡pecador! ¡pecador!.

 

 

Comentarios
Compartir: