«Mientras saboreaba la empanada, y trataba de no escuchar a la segunda enfermera, que seguía tintineando como si las campanitas fuesen eternas, me percaté que el jardinero y mecánico del dueño de casa, me miraba a mí, que estaba a su extremo izquierdo, y a una de las nanas, que se encontraba al otro extremo. Simultáneamente hacía el movimiento de los ojos, tocándose el labio inferior con el dedo índice. Casi pude leer el pensamiento del hombrón corpulento y atractivo: “¿a quién se lo pongo primero, a la nana peruana o a ese mariconcito que parece dulce de La Ligua?”»
I
La familia Cerda tenía su mansión incrustada en los faldeos del cerro Santa Lucía. Era una construcción de cuatro pisos, que en su tiempo de esplendor y bautismo (digamos los años 30), debió ser imponente al estar acompañada por otras construcciones grandiosas. A la vez, era una especie de fortaleza entre las piedras que asomaban del cerro, porque nunca acerté a saber dónde guardaban el BMW, a menos que fuera en un telón de acero negro que nunca vi abierto.
Recibido hacía un año del curso de Asistente de Enfermos, mi profesora se comunicó conmigo para un posible trabajo.
El jefe de la familia (o familión), era el señor Cerda. Hombre corpulento, alto, gordo, a quien se le atrofiaron las piernas y ya no podía caminar; por lo tanto, se servía de una silla de ruedas para trasladarse en los paseos cercanos. O de su automóvil con chófer cuando decidía que le llevaran a visitar a uno de sus vástagos.
El señor Cerda había procreado ocho hijos: tres mujeres y cinco hombres, los que hasta ese momento le habían regalado con treinta nietos. Es posible que este dato sea incorrecto, porque los números para mí son mero argumento de algo que siempre olvido. Y no creo en eso que el ministro Marcel lanza por la tele a toda la ciudadanía: que retirar el 10 % de los ahorros previsionales hace caer la macroeconomía y atrae la inflación. Por tanto, el familión pudo ser mucho más amplio, o no.
Ahí, enquistado en el frondoso pulmón del Santa Lucía, el señor Cerda vivía con una de sus hijas. Y era ella justamente la que debía completar el staff de cuidadores para su padre, que se componía de dos enfermeras y dos ayudantes masculinos.
Decir enfermeras es decir mucho, porque ambas damas habían hecho el mismo curso que realicé yo, y con la misma profesora. Es decir, teníamos la misma formación y grado. Las enfermeras se dividían en dos: la primera, que era la jefa (no sé por qué razón), delgada, de lentes, estólida. Nunca se reía y en todo instante parecía estar molesta. La otra, morena, con más cuerpo que la anterior, era pura risa y chacharacheo. Hablaba a kilómetros por segundo, hasta que mis oídos caían en inopia.
Llegué a la hora convenida gracias a un Uber, porque de lo contrario, todavía estaría dando vueltas por el paso bajo nivel que conducía a la sinuosa calle de la mansión Cerda.
La amable señora me esperaba. De inmediato me condujo a la cocina, que correspondía al reducto de la servidumbre. Una nana peruana preparaba merengue con azúcar granulada. Era el toque para el “Suspiro Limeño”, creo. Luego rompió una bolsa plástica para hacer de manga y lanzar los mojoncitos de merengue sobre las copas.
Le pregunté a la dueña de casa si debía lucir uniforme para realizar mis funciones. Eufórica me respondió que sí, y me condujo por una escalera ciega de la cocina hasta el cuarto piso, donde estaba mi habitación y la sala de baño que ocuparía.
Solo en el cuarto me puse aquel uniforme “adoncellado”, que nunca me gustó. Menos aún con esa pechera blanca maternal que ostentaba mi nombre bordado prolijamente. Descendí por la misma ruta, o desanduve la misma. La señora casi aplaudió de alegría al verme tan formalito y con tanta distinción, porque mis compañeras de trabajo no portaban ningún distintivo, aparte de sus caras reconocibles por la razón o el cansancio.
Mi patrona tenía que salir, así que me dejó en la cocina donde crucé algunas palabras con la nana peruana. Me contó que se turnaba con otra cocinera, que vendría del campo, y de seguro conocería mañana. Me puso al tanto que el señor Cerda era un hombre muy querido por todos y el mundo entero le respetaba por su religiosidad y su fortaleza.
Me faltaba sólo esperar unas horas para conocer al puntal de mi sueldo, pues venía de sus dominios rancagüinos con el chófer, el mozo y una de las enfermeras que completaría su turno por la mañana.
El trabajo, según me explicaron antes, precisaba fuerza por la magnitud del señor Cerda. Yo reemplazaría a un macho alfa, que renunció maliciosamente. Debía permanecer quince días en el caserón, luego de los cuales sería sustituido por otro macho recio. El sueldo era de $500.000, libres de alimentación y vivienda.
Para un desocupado, en el 2018, no estaba nada mal. Mas aún cuando me encontraría a pasos del centro santiaguino, pasando por la fuente de Neptuno, que ornamenta el espacio vegetal por donde se desemboca a la calle Merced.
Cuando ya comenzaba a declinar la luz borrosa de Santiago, me avisaron que el señor Cerda había llegado y tenía que comenzar a ejercer mis deberes. Salí de la casa y me dirigí hacia el automóvil estacionado muy cerca. Divisé a la comitiva: la enfermera estólida, un hombre pequeño y pelirrojo que más adelante supe era el sirviente; el chófer de planta, que era un hombre sencillo y campechano junto a mi patrona; una silla de ruedas cercana al auto, y el señor Cerda con toda su humanidad dentro del mismo. Su hija le dijo algunas palabras que no escuché, pero que claramente se relacionaban conmigo. Mirarme y odiarme al primer avistamiento fue la reacción del caballero.
Había que ponerse a la labor de bajar a ese tonel del automóvil y posarlo delicadamente en el aparato de motricidad. Intenté hacerlo de la forma en que me habían enseñado en el famoso curso, y el viejo me mandó unos mangazos inofensivos. Recepción similar tuve de la primera enfermera, que se quejó diciendo “yo no estoy para hacer fuerza”.
Con la colaboración del mozo y el chófer pudimos montar al gran abuelo en la silla de ruedas. Entonces me correspondía la función de guiar el aparato con el costal adentro, hasta el pequeño ascensor interno de la residencia Cerda. Tan pequeño, que apenas cabía el aparato mecánico conmigo, apretándome las tripas. La enfermera prepararía a su paciente para bajarlo a la hora de la cena.
Volví a la cocina. Poco después llegó la primera enfermera, la estólida con olor a fastidio. La nana peruana nos sirvió de comer, mientras en la gran sala del comedor la cena se desarrollaba entre campanita y campanita.
En el tercer piso de la mansión Cerda había una pequeña capilla con algunos vitrales, santos y vírgenes que se encuentran por doquier, dispuestos como en un verdadero altar. La familia tenía la costumbre de rezar el rosario después de cenar. Diariamente, incluyendo a la servidumbre, debíamos repetir los Ave María y los Aleluyas a la voz cantante de mi patrona, que repetía de memoria los misterios fueran gloriosos o dolorosos. La mise en place duraba una hora, luego de la cual supuestamente salíamos renovados y con un paso más cerca de la entrada al cielo.
Después de aquella virtuosa purificación, conduje al señor Cerda a su habitación, franqueado por la primera enfermera. El honorable quiso que le leyeran un pasaje de la biblia. Como no había nadie a mano, y según escuché, el lector oficial juntaba las letras apenas, me ofrecí para la prueba. “¡Qué bien lee!” Escuché a alguien que dijo por ahí. “Demasiado bien”, dijo la estólida, al terminar la lectura.
Desde entonces pasé a ser “el que lee” para el señor Cerdo. Si no congeniaba conmigo, si me daba manotazos por mi torpeza, o me gritaba “usted no sabe” mientras lo llevaba saltando por los adoquines y las veredas hacia la basílica de La Merced, o a la iglesia de la Vera Cruz, ya que el caballero era de misa diaria, y de mañana y tarde, por lo menos me había ganado el título “el que lee”, como mencionaba cada vez que quería oír una lectura “¿dónde está el que lee?”. Convirtiéndome casi en un artefacto sin nombre ni forma. Un sirviente con una capacidad tal vez poco común.
Era hora de acostarse. La enfermera primera me dijo que no debía utilizar ese uniforme. Y me fui feliz a mi dormitorio, porque podría sacarme esa lacra de vestimenta. Pero como mi orientación espacial es lo peor que tengo, me perdí entre tanto recoveco de piezas y máquinas que hacían ruidos infernales. Había una especie de lavadora, o turbina que sonaba sin parar, mañana tarde y noche. Todo estaba casi oscuro. A tientas iba y venía por si encontraba alguna puerta, y nada. Hasta que por fin, después de botar un tarro que se puso en mi camino, apareció la enfermera. Me preguntó qué quería. Le conté que me había perdido, que no sabía cómo llegar a mi habitación. Entonces ella hizo el único gran gesto de caridad que le conocí: me mostró cómo llegar a la pieza.
II
Al otro día, vestido con mi ropa de trajín, bajaba por la gran escalera principal, en donde se encontraba mi patrona con su marido. Ella me miró y dijo “¿y qué pasó con su uniforme?” Le contesté que la enfermera me había dicho que no lo usara más. Me respondió: “no. Usted tiene que usar ese uniforme”. O sea, yo con esa vestimenta era el chiche, la atracción principal de la hija Cerdiana.
Mientras volvía a la pieza, para calzar la vestimenta doncellezca, pensé en la escena que vi a mitad de la escala, y llegué a la conclusión que el marido de la señora Cerda era casi un ente de ficción. Se me imaginó una pieza de ajedrez (un peón), que cualquiera podía mover a su antojo. Tenía poca materialidad. Nunca lo escuché emitir una opinión. Para nada encajaba dentro del enjambre Cerdil. Era el tipo de bohemio frustrado que solo preocupa porque echa sombra…y no mucha, porque era delgado, de bigotes, como aquellos personajes secundarios de una novela del siglo XVIII. Al contrario de su esposa, que era toda gestualidad, prisa, conversación, telefonazos, multitud social.
Ese día habría una reunión familiar en la casa de un hijo del señor Cerdo. Al momento de levantarse, el caballero se sentaba en la cama y miraba, a través de la puerta abierta del dormitorio, un retrato que estaba en el pasillo, justo a la altura de su vista. Era su esposa, la señora Concha, que había muerto hace algunos años. La enfermera me pidió que ayudara a vestirlo. Concluí poniéndole los zapatos. Retrocediendo un poco, al momento que la parlanchina peinaba al señor Cerda, me di cuenta de que le puse los zapatos al revés…me vino un ataque de risa que tuve que ocultar. Sin que paciente y ayudante se dieran cuenta, me acerqué a cambiar los zapatos, que se veían tan cómicos. Luego comenzaría el barullo conocido de la silla de ruedas, el ascensor, el auto, el gran abuelo y la segunda enfermera, que no le daba recreo a la lengua ni por medio segundo.
Antes que todo eso ocurriera, me puse a observar el segundo piso de la casona. El parquet lucía impecable, brillante como no hubiese otro. Pero todo lo demás: pinturas, paredes, esculturas, parecían deslavadas. Incluyendo el gran piano que alguna vez alegraría ese decadente salón, ya desvencijado. Me dijeron que esa era la pieza de los niños. O sea que los cabros chicos hacían de las suyas en ese espacio, y se estaban deglutiendo de a poco todo el pasado artístico que alguna vez tuvo valor. ¡Increíble demencia dejar que destruyan un patrimonio, o no tener idea de lo que se tiene! Pero ese piso a nadie le importaba. Los niños iban a jugar ahí los días domingo. ¡Y que se cayera el mundo mientras la familia rezaba!
Ya en el automóvil, nos adentramos por calles y pasos subterráneos que jamás había visto. Nos dirigíamos a la zona oriente de Santiago, léase La Dehesa y más lejos aún. Al sector donde no llegaban micros de locomoción colectiva y sólo se veía una u otra que acercaba a las nanas y trabajadores de la construcción hasta cierto punto. De ahí hacia el lugar de destino, ¡a patita los boletos!
Las casas diferían poco unas de otras. El estilo era simple, porque lo más ostentoso eran los prados cuidadísimos, como niños de primera comunión, las piscinas y las canchas de golf. Y dentro de las casas, gerentes de bancos que fumaban puros y cataban los más finos licores.
Estaban todos los hermanos Cerda esperando a su padre, en la puerta del dueño de casa. Entramos. Como siempre, los sirvientes derechito a la cocina. Sólo yo podía entrar al living atropellando alfombras persas o hindúes con la silla de ruedas, para dejar apostado al gran papá en la mesa, con sus vástagos, un poco desconcertados con mi uniforme y la mala cara que ponía el señor Cerdo al mirarme o al referirse a mí. Lo dejé en la mesa y fui a mi lugar, en la cocina, con la chusma, mientras el chófer avisaba que comeríamos de las mejores empanadas de Santiago. Dos nanas peruanas se afanaban sirviendo a los señores y señoras entre campanita y campanita, que indicaban el comienzo y el final de la sopa, del plato de fondo, del postre, y quién sabe qué más.
Mientras saboreaba la empanada, y trataba de no escuchar a la segunda enfermera, que seguía tintineando como si las campanitas fuesen eternas, me percaté que el jardinero y mecánico del dueño de casa, me miraba a mí, que estaba a su extremo izquierdo, y a una de las nanas, que se encontraba al otro extremo. Simultáneamente hacía el movimiento de los ojos, tocándose el labio inferior con el dedo índice. Casi pude leer el pensamiento del hombrón corpulento y atractivo: “¿a quién se lo pongo primero, a la nana peruana o a ese mariconcito que parece dulce de La Ligua?”. Creo que me puse colorado, porque me dio calor, al mismo tiempo que me bajaron deseos de ir al baño. Mi compañera de labor me indicó dónde se encontraba el baño más cercano, pero el jardinero mecánico me dijo: ven al mío. Obedecí y salí tras de él. Había como tres automóviles en el patio trasero, de esos que llaman “de alta gama”. El hombre, con sus brazos fuertes descubiertos, me mostraba los autos, pero parece que también quería mostrarme otra cosa… en un determinado momento lo llamaron de la casa, así que tuvo que devolverse, señalándome dónde estaba el lugar para hacer mis necesidades. Olía a él mismo: a hombre despreocupado, libre, porque el orden estaba ajeno en ese espacio, donde se apreciaban unos bóxer usados y unas toallas humedecidas que, sin duda, habrían secado su virilidad poco antes.
Una vez terminada la reunión familiar en la casa del hijo Cerda, nos dispusimos a volver a la casa del Santa Lucía. Estaba oscureciendo. De uno en uno se iban despidiendo hijos y demases del señor Cerdo. Una vez llegado el turno del jardinero-mecánico, éste me miró como diciendo “y no pasó ná”; y yo le respondí con una mueca que significaba “para otra vez será”
III
Me encargaron comprar pan por la mañana. Aunque eso no estaba en mis deberes, acepté, porque la señora Cerda, es decir mi patrona, era más que atenta conmigo y parecía tenerme cierta piedad.
En plena mañana, con ese uniforme que me daba tirria, me dirigí al líder express, que quedaba cerca de la casa. Los transeúntes me veían como algo urgente, hacían espacio para que yo pasara, para que me atendieran antes. Me sentía ridículo como una ambulancia. Pero a la vez tomaba en consideración que cualquier uniforme tiene su peso.
Volví a la casa luego de comprar y dejé el vuelto sobre una mesa de la cocina. Era mi tercer despertar en ese punto de la geografía santiaguina y me inquietaba la duda en relación a mi desempeño en el trabajo. No me sentía bien; hasta el momento había hecho todo mal, a excepción de las lecturas, cuestión que para nada me satisfacía. Mi relación con el señor Cerdo naufragó antes de comenzar, y a cada momento él me discutía o refunfuñaba por mi aparente torpeza. Rebobinando la historia, desde el primer día conjeturé acerca de quedarme o irme por la puerta ancha.
El caso es que no pude seguir en estas meditaciones porque la señora Cerda me comunicó que iríamos al fundo que poseían en la sexta región, ya que su padre quería presenciar la marcha de sus negocios.
Pronto me vi en el BMW, sin recordar calles, porque nunca he manejado el sartal de nombres que se extienden más allá de la Alameda hacia el río Mapocho. Pero de lo que sí puedo dar fe, es que dejábamos atrás el Mercado Central y la Vega Chica, endilgando hacia una carretera que alguna vez conocí de cerca.
Guiaba el coche la señora Cerda, mientras yo iba en el asiento trasero. El gran mastodonte había partido antes, seguro en otro de los autos que aparecían misteriosamente desde el telón negro. Iría acompañado por la segunda enfermera. ¡Qué descanso no tener que oírla parlotear durante el trayecto! Ya dejando atrás la ciudad, la señora Cerda comenzó a desgranar su rosario. Y dele yo repitiendo los padres nuestros, los ave maría y las salve, entre uno y otro misterio recitado; como si la señora quisiera borrar el camino, los automóviles, la carretera, en un conjuro verbal que la llevaría hasta el cielo.
No me pidan que les dé el nombre del fundo al cual llegamos después de los rosarios desperdigados. No tengo tanta memoria, y apenas doy con unos cuantos nombres importantes de mi pasado. Una de mis grandes distracciones es el olvido.
Coincidimos con el gran señor en la casa patronal. La casa típica del campo chileno…con la salvedad de que ésta ostentaba enormes pinturas (copias) mal colgadas, como si hubiese pasado un ventarrón dejándolas en desequilibrio completo. Todos los que ahí estaban eran enteros huasos y huasas que alababan al gran patrón, preparando primicias para la hora de almuerzo, la siesta y otras engañiflas dignas de la costumbre, de la servidumbre de decenas de años.
Entonces se vería el gran espectáculo: el señor Cerdo caminando. Así como en las ferias, los circos, los llegados a la casa esperaban esta escena. Dos huasos corpulentos, uno a cada lado de la silla de ruedas, levantaba del brazo al señor Cerdo, y este, con gran gallardía, quedaba de pie, dando un famélico paso que el mundo entero aplaudía y gozaba. Los hombres estaban atentos a que no se desplomara el amo, y la silla de ruedas lo seguía centímetro a centímetro…por si acaso. El gran artífice volvía exhausto a su posición original para que “el que lee” lo llevara a la mesa.
Era bochornoso estar entre tanta gente idiotizada con ese personaje por el cual se desvivían, o por el cual vivían, no sabría decirlo fehacientemente. Pero esta visión colmó el poco de paciencia que me quedaba. Decidí que tenía que hablar con mi patrona, sin que pasara un día más.
Por la tarde tuve que pasear al caballero por sus dominios. Me percaté que el señor Cerdo tenía su propia capilla, su propio cura, sus propios feligreses, que le alargaban flores y un sinfín de palabras benevolentes. Por otro lado, su hija repartía evangelios, rezos, libros de canciones e invitaba a la comunidad ambulante a la misa que se llevaría a cabo dentro de un rato. Hacía rápidas reuniones de comunidad, de catecismo, preguntaba por el funcionamiento de los grupos que había formado, como un gran cardenal que visitara a su diócesis (cosa que los prelados, envueltos en sedas y oros relumbrantes, nunca han hecho). La vitalidad de esta señora me dejaba traspuesto, casi próximo al desmayo. Desmayo que no podía ocurrir porque llevaba con mis pocas fuerzas a la reliquia del imperio.
Guie al señor Cerdo por las oficinas, donde sus trabajadores le rendían homenaje y él, con un lenguaje gutural, preguntaba el avance y las ganancias de una y otra cosa. En realidad, dudo que estuviese mentalmente lúcido. Lo que hacía era rememorar y copiar lo que en su juventud llevara con esmero, al igual que otros antes que él. En fin, era como una farsa de sí mismo que aún creía estar a la cabeza de un trono del que hacía tiempo lo habían destronado. Me enteré entonces de que el trabajador al cual yo sustituía había birlado cuatro millones de pesos desde la oficina de recaudación, sin darse cuenta que lo vigilaba el ojo de una cámara de seguridad. Algunos ingenuos se preguntaban por qué habría hecho eso, si de seguro el gran organizador de vidas le hubiese prestado la plata. La ingenuidad del campesinado continúa siendo su gran lacra, que cada vez los hunde más.
Sonaron las campanas de la torre y me dirigí con el cabezal de generaciones hacia la capilla. Como de costumbre (ya fuera en la iglesia de La Merced, como en la Vera Cruz), tenía que ocupar el primer banco a la izquierda del sacerdote. Los rezos y el monocorde desarrollo de la misa se llevaron a efecto hasta el final de ésta, momento en el cual la señora Cerda me indicó que sacara a su padre de la edificación porque se realizaría una reunión importante. Hice caso a mi jefa, girando la silla por el pasillo central hacia la puerta. Pero, al señor Cerdo no le agradó para nada este desaire. Empezó a gritar “por qué me saca de aquí” y a darme manotazos en los que una o dos personas embobadas se sentían como en el séptimo cielo viendo pasar al personaje lleno de cólera.
A mí me entró la verdadera indignación e hice que fuera más difícil el camino de salida: chocando la silla con cualquier piedra ayudadora, o acercándola a los baches de tierra que se acumulaban hasta llegar a la casa. Ahí dejé al viejujo, junto a la cocinera que le hacía mimos y era la única que sabía a la perfección la manera de prepararle el pan como a él le gustaba. Salí a uno de los jardines para relajarme. Aproveché la oportunidad, ya que mi jefa pasaba por aquel lugar, para decirle que necesitaba conversar con ella. Me respondió “está bien. En una hora más”
Había tomado la decisión de renunciar al trabajo.
Una vez dentro de la casa, me aparté del resto de los comensales y me tendí en un sillón de mimbre. Luego llegó la señora y me preguntó sobre qué quería hablar. Le dije que no podía continuar trabajando ahí. ¿Ha tenido problemas con las enfermeras? No, le respondí. El problema es sólo mío, no tengo la fuerza necesaria para transportar a su papá, aparte que a él no le caigo bien, nunca puedo darle en el gusto. “¡Ay, mi papá es siempre así en los primeros días, pero verá que después se acostumbra y van a llevarse muy bien!” le respondí que no, que simplemente no estaba capacitado para realizar esas actividades. Me dijo, “está bien, pero por lo menos tendrá que esperar una semana mientras encuentro a otra persona”. Le dije no, quiero irme hoy. “Veré si puedo hacer algo”, dijo mientras se acercaba al grupo de gente que no entendía mi comportamiento.
Pasaron esos minutos que a uno le parecen la historia de la tierra, en los que sin embargo no sucede nada.
Al rato la señora se acercó a mí y habló: “ya está solucionado, uno de los chiquillos de aquí se encargará de mi papá” El alivio me sumergió como en una piscina de burbujas. “Mañana temprano puedo ir a dejarlo al terminal” concluyó la señora.
No tengo la más remota noción de cómo pasé esa noche en la casa patronal. No puedo asegurar si dormí en cama o simplemente no existió la noche. Recuerdo, sí, despedirme de la señora antes de tomar un bus que me llevaría de Rancagua a Santiago, alargándome unos billetes. “Pero si no hice nada”, le argüí. “Es lo que le corresponde por su trabajo”, dijo, mientras yo subía la escalerilla del bus alejándome para siempre del espectro de la familia Cerda.
IV
Mientras hilvano esta historia me surgen varias preguntas que no alcanzo a responder. Aparte de decir que batí un récord al durar apenas 3 días en un trabajo.
Aunque estuve mirando el árbol genealógico de los Cerda (junto a los Concha), no me enteré en qué siglo se posó en el mundo el primero de esta dinastía, que hacía referencia entre España y Portugal. Menos supe cuándo habrían llegado a Chile.
Me pregunto ¿habrá entendido algo de aristocracia la familia Cerda? ¿Habrán sido alguna vez aristócratas reales? Me refiero al pasado, cuando asistían a una fiesta y eran presentados al momento de llegar: “el señor y la señora Cerda”. O “el señor Cerda y la señora Concha”. Imagino que el populacho, en las calles, comentaría algo como “mira, la señora Concha de Cerda”, o “el señor Cerda y su Concha” o tal vez “Cerda por su padre y Concha de su madre…” porque pudo ocurrir.
Hubo algunos elementos que observé y pueden caber (no sé hasta cuándo), en el ámbito de la aristocracia chilena perdida. Por ejemplo: las 3 hermanas Cerda lucían collares de perlas naturales, cosa inaudita en la actualidad. La familia completa reservaba el gran comedor sólo para ellos y para recibir a sus invitados. A la hora de las comidas diarias hacían sonar esa campanita para que el mozo se aprestara a retirar los platos, o para que llevaran el otro bocado, hasta que la famosa campanita dejaba de sonar y los sesos comenzaban a desinflamarse. La servidumbre no podía relacionarse con los invitados. Y lo más recalcitrante: aquellas jornadas de rezos, rosarios y estampas tanto dentro como fuera de la casa. Altares, genuflexiones, reverencias y lecturas del gran libro que parece un guion cinematográfico.
Ciertamente, alguna vez rozaron los sitiales de la aristocracia criolla, pero en el breve tiempo en que yo estuve con ellos, inmerso en esa casa con rasgos de museo venido a menos, todo era como una fotografía en sepia, o el negativo de una fotografía que nunca alcanzó a revelarse. Quizá fueran los últimos fuegos de una época que se negaba a desaparecer. O simples fantasmas que actúan una pieza de teatro interminable, que están a punto de volverse cartón o ceniza. Acaso la ilusión de una época que no volvería a repetirse y quedó anclada en ese caserón del cerro Santa Lucía.
Ahora un aviso para los caballeros que han llegado a este punto de la lectura y estén solitarios. Como dije, soy asistente de enfermos. Si existe alguno que necesite de compañía, de que le preparen sus cosas, sus tragos, que deseen hacer sus paseos en compañía (pero no en silla de ruedas), y quieran escuchar lecturas bien leídas, o tal vez un masaje con final feliz, contáctenme por este mismo medio. Y… ¿quién sabe?




