«Adentrándome un poco más en el amplio espacio, noté que había ciertos objetos aparentemente de factura romana. Unas tinas de metal con patas ensortijadas, una especie de reposaderos que en verdad parecían de mármol y algunas molduras que bregaban por quedarse en su lugar antes de caer al piso, que las haría trizas. Minutos después de mirar el contorno, me percaté que desde los halos de humo aparecían hombres completamente desnudos, y otros que sujetaban una toallita tapando sus partes pudendas. Había mucho para impresionarse: de lo pequeño a lo grande…y a lo inmenso. Me entró un cierto gozo y a la vez cierto temor de principiante en esas lides.»
En mi historia de Papas y Cardenales, con vestiduras blancas o rojas, recamadas de oro y encaje, mitras, crucifijos y grandes anillos de rubíes, zafiros o esmeraldas, que se pavonean por la Plaza de San Pedro. O desde el balcón del Vaticano si ha salido humo blanco, saludando a una multitud de alucinados que se han hecho flagelar durante largos años (porque el reino está cerca). O están ahí porque tal vez piensan que un rayo celestial o un ovni los llevará a la tierra prometida, nunca experimenté nada.
En las procesiones de curas con inciensos, velones y aguas benditas, mientras se representaba la pasión de un Cristo que todavía no sabemos científicamente si existió o no, junto al gran panfleto de los Evangelios, he tenido (no en la plaza de Roma ni en las dichas procesiones), acercamientos al paraíso que me han llenado el cuerpo y el alma.
Si quiero remover un poco las hojas del calendario, donde hoy día existe una multitienda erigida cerca de la Estación Central, en Santiago, en el albor de los 80, conocí el primer paso al paraíso al que cualquier enterado tenía acceso. Una mujer desdentada, de risa burlona, recibía el tributo para ingresar a la sobrenatural experiencia. Por supuesto la desdentada no era la Virgen María, ni una de sus siervas. Ni menos aún el palomo que le acribilló su virginidad con frases laudatorias.
El paraíso se llamaba “Las Delicias”. Y nunca un nombre fue tan perfecto para definir lo que ofrecía. Que no era ventas de indulgencias ni un recorrido guiado por los lindes del cielo y el infierno. Después de pagar el tributo me pareció entrar a una especie de subterráneo, pero iluminado, húmedo, con bocanadas de vapor que salían de alguna parte. La higiene no era el blancor excepcional que promueven los detergentes para la ropa, ni el olor a limón de los lavalozas. Se sentía más bien una especie de alcantarilla que se hubiese abierto por algún descuido impertinente.
Adentrándome un poco más en el amplio espacio, noté que había ciertos objetos aparentemente de factura romana. Unas tinas de metal con patas ensortijadas, una especie de reposaderos que en verdad parecían de mármol y algunas molduras que bregaban por quedarse en su lugar antes de caer al piso, que las haría trizas. Minutos después de mirar el contorno, me percaté que desde los halos de humo aparecían hombres completamente desnudos, y otros que sujetaban una toallita tapando sus partes pudendas. Había mucho para impresionarse: de lo pequeño a lo grande…y a lo inmenso. Me entró un cierto gozo y a la vez cierto temor de principiante en esas lides.
Algunos de los hombres desnudos parecían héroes de Las Galias; porque otros eran réplicas exactas de esperpentos del averno. Uno de la altura y el grosor de las Galias se acercó y me dijo: ¿quieres un masaje?, a lo que respondí sin vacilar: sí. Me retiró la toallita de pudor y me dirigió a uno de los que he llamado “reposaderos”. Tenía como 60 centímetros de alto. Levantando una pierna, mi humanidad completa cabía en ese frío marmolesco que era suprimido un poco por el calor que emanaba de las recias columnas de mi héroe.
Me tendí boca abajo, porque mi sexo reclamaba una erección que sería demasiado notoria si lo hacía mirando al techo y a los ojos de quien comenzaba a fregar mis hombros y espalda con sus amplias manos. A medida que hacía su trabajo sobre mi piel algo erizada, se acercaba más y más a los bordes del reposero, para que mis brazos tocaran sus piernas y se enteraran a la perfección de su anatomía del bajo vientre. Mi cabeza y mi gozo querían explotar, deshacerse del cardumen de pececillos que empujaban el glande.
Poco a poco sus manos fueron descendiendo, hasta llegar a las nalgas…y comencé a sentir una tibia humedad que penetraba por mi flanco desierto. Un dedo se colaba por esa rendija, enloqueciendo el elástico que se abría y cerraba. Entonces me dijo: “date vuelta”. Le respondí “no puedo” (por razones obvias, ¿no creen?). Y sugirió “vamos al segundo piso”. Yo no tenía la más empolvada idea de lo que habría en el segundo piso, pero le dije que bueno.
La escala del paraíso era maltrecha. Me dio la impresión que muchos ángeles habían rodado por entre esos peldaños para dejarla en tal estado. Pero no me importó. Seguí al héroe o arcángel hasta donde su voluntad me llevara. Subida la escala, al lado derecho se apreciaba un mesón detrás del que se encontraban unos hombres. El de las Galias pidió dos tragos y dijo a uno de los que atendían el bebedero: “pásame la llave de la tres”. Nos bebimos el trago y nos dirigimos a esa “tres” que mi pensamiento trataba de entrever como cuando se completa un puzle, sin acertar.
Llegamos al número tres y la mano que se paseó por mi espalda y más abajo, abrió la puerta. Era una cabina tipo casas “COPEVA”, con rendijas por donde entraba la luz y se veía a cualquier parte. Un tablón hacía de cama (por lo menos estaba cepillado), lugar donde me senté y comencé a acariciar al héroe de las Galias. Me puse de pie. Nos besamos con el calor asfixiante que emanaba de los cuerpos. Lo abracé, lo toqué, y dejó que recorriera su extensión completa con mi lengua. Su sexo comenzó a inflamarse hasta tomar su verdadera dimensión. Y su intención me pareció tan digna como una mañana en la misa, o haciendo abluciones para atravesar sin problemas un domingo de gloria; o repetir unas letanías, o rezar el rosario para seres que te prohíben hasta las malas palabras y ni siquiera existen. Entonces probé el otro enorme, grueso, duro paraíso que me dejó en éxtasis…derramando algunas gotas de sangre, como la imagen del Cristo que han hecho recorrer siglo tras siglo, continente por continente, escuela por escuela.




