Patio de luz | Sexo y paraíso (III)

«Buscando antiguas direcciones, preguntando por los chats que abandoné en un momento dado, sólo obtenía contradicciones, invitaciones que me ofrecían a través de una cámara web algo virtual, lo que jamás me gustó. No. El sexo debe ser algo real, piel con piel, aunque no sepas el nombre de aquel con quien te acostaste. Palpable, con olor y sudor, con rabia, con gemidos que nunca traspasarían las pantallas. Con besos que nunca chorrearían saliva, ni transmitirían el escalofrío que provocan los labios al desplazarse por el cuerpo desnudo.»

Después de un tiempo, huérfano de paraíso, sin saber qué hacer, recorriendo las plazas públicas por si veía algún rostro conocido; yendo a los lugares donde se encontraban los acompañantes nocturnos, sin encontrar respuestas. Verificando que el comercio había cambiado, que ofrecía sólo materia prima extranjera, de dudosa categoría, fui entrando en una espiral de miedo y confusión. Incluso porque ya en ningún lugar se decía que el reino estaba cerca. Por el contrario, existía la conformidad a nivel de la masa que el tal reino por el cual tanto tiempo se especuló, no existía, y había una laxitud entre aquellos que antaño pregonaban, que parecían ir sin destino atravesando calles, buscando en los kioskos de periódicos cierta señal que los iluminara. Que buscaban en las vidrieras, en el sonido de las campanas que siempre tañían desde muy lejos. Demasiado lejos para el oído secular, que estaba acostumbrado a los sonidos rimbombantes.

Buscando antiguas direcciones, preguntando por los chats que abandoné en un momento dado, sólo obtenía contradicciones, invitaciones que me ofrecían a través de una cámara web algo virtual, lo que jamás me gustó. No. El sexo debe ser algo real, piel con piel, aunque no sepas el nombre de aquel con quien te acostaste. Palpable, con olor y sudor, con rabia, con gemidos que nunca traspasarían las pantallas. Con besos que nunca chorrearían saliva, ni transmitirían el escalofrío que provocan los labios al desplazarse por el cuerpo desnudo. Anclando en el pene, en los testículos, con dedos que penetraran los orificios más deseosos y ocultos en entrega total. Sibarita desposeído, aun así, no aceptaba la idea de una entrega virtual, de una penetración que no llegaba a su fin, que nada más se satisfacía con una mano manchada de semen, desprolijamente usada, sin intención. A veces, incluso, sin deseo.

En una de esas tardes peculiares se me ocurrió buscar en internet “orgías en Santiago”. Se desplegó una cantidad enorme de entradas. Las más eran datos pasados, recuerdos de una noche de hotel, de una casa escondida no sé dónde. Luego de un rato, di con un sitio que era real, sólo había que marcar el número telefónico y preguntar la dirección. Lo hice con la prisa de un principiante, pensando que tal vez nadie respondiera. Pero no. Una voz, al otro lado del celular, me respondió animosamente. Me indicó la dirección y el horario de funcionamiento. Además, me incluyó en un whatsapp, donde me llegaría la información necesaria cada semana.

Era a las once de la noche, en pleno centro de la capital. Allí estaba la entrada a un paraíso que nunca imaginé. Era un departamento en el quinto piso. Al momento de entrar, había que sacarse la ropa, quedando sólo en bóxer, guardando las pertenencias en una bolsa con un número. Luego se ingresaba a un pequeño bar, donde varios hombres tomaban su trago, conversaban, se besaban. Ocupé uno de los pisos del pequeño bar. El anfitrión se acercó a mí, diciéndome “aquí puedes comerte todo lo que quieras”, mirando a un joven que estaba frente a mí. “Depende”, dijo el joven, que se levantó de su sitio y atravesó una cortina que llevaba al cuarto oscuro.

Enseguida de tomar un trago, comer unas papas fritas y maní, me di valor para ingresar en aquel cuarto del que salían gemidos y algunos grititos de asfixia. El panorama era maravilloso: culos a la vista, bocas que buscaban penes, penes que eran masturbados por múltiples manos. Parejas, tríos desatados sobre una enorme cama. Me quité el bóxer, dejando mi sexo erecto a escrutinio de cualquiera. Mi sorpresa mayor fue que el joven del bar tomó mi pene, lo llevó a su boca y luego se puso en posición para que lo penetrara. Sin duda había pasado la prueba. Pero el chico era obstinado y goloso. Pidió a un segundo para que lo penetrara. Así participé de mi primera doble penetración, mientras me besaba con el otro hombre y recorrían mi espalda manos y labios, hasta llegar al punto del suceso: los penes que entraban y salían de aquel insaciable agujero.

Esa fue una noche récord. Recuerdo haber penetrado a 27 hombres distintos, o 27 hoyos ávidos de semen. De vez en cuando salía del cuarto para tomar un poco de aire, o saborear una bebida. También para recuperar fuerzas. Ahí se podía llegar hasta el hartazgo. Salí feliz, liviano, sonriente. A las cinco de la madrugada estaba esperando locomoción a un costado de la iglesia de La Merced.

Me convertí en asiduo visitante. Cada vez los asistentes eran distintos, y durante la noche se iban despidiendo algunos y llegaban otros, llenos de bríos. Entre la primera y la segunda vez de esos encuentros, me pareció ser el más viejo de quienes asistían allí, pero cada vez me hacía más feliz la idea que, justamente por esa razón, me aceptaban y me convertía en algo prodigioso para compartir el sexo desenfrenado, sin fronteras. Allí coincidíamos chilenos, argentinos, peruanos, venezolanos, cubanos, y de otras nacionalidades que nunca quise desentrañar.

En una de esas tantas orgías de noche manifiesta, o de tardes con invitados especiales, acuñé mi (tal vez), nombre de batalla “Te lo puse, y te olvidé”Así de simple, sin ninguna relación más estrecha que el darme a los hombres que querían ser visitados por mi instrumento; ya fueran novios, casados, viudos, separados, padres o abuelos. Lo mismo daba: les entregaba esa felicidad a través del placer que ya casi habían olvidado.

Un cierto día recibí un mensaje (e-mail) casi en clave, que me entregaba un nombre para que escribiera a esa persona. Formalmente escribí a un tal “fantasma”, que resultó regente de otro paraíso santiaguino. Había más tentación. Había más frotamiento de sexos y lenguas que lo daban todo por reconocer cada centímetro de los penes. En ese lugar, sí, se bajaba (o subía), otro escalón. El de los juguetes sexuales, el sadomasoquismo. Pero, el amo del lugar era el fisting.

Confieso que nunca me agradó mucho la idea del fisting. Por tal motivo merodeé el lugar, hasta que una buena noche toqué el timbre y traspasé la entrada. El ambiente era sombrío, casi alucinante. En el cuarto de los placeres había mucho de aquello adorado por los sadomasoquistas: cadenas, látigos, bolas de billar, consoladores de todo tamaño y grosor, muebles, enormes pelotas de goma, un sling, una gran cama; todo aquello para practicar sexo. Y lubricante.

Esa primera noche fue brillante. En el cuarto había un hombre que se paseaba algo intranquilo, cerca de mí. De pronto, entró el dueño del local y se puso en posición de ser penetrado, apoyándose en el sling. Nos fuimos a turnos con el hombre intranquilo. Un rato cada uno fregando nuestro placer en ese culo solícito. Cuando el otro acabó, continué yo solo, hasta sentir la leche derramada. Y no quería parar. Introduje un dedo en aquel hoyo chorreante, luego dos. Ayudado por el lubricante, metí la mano, sintiendo cómo se abría esa caverna. Mi puño daba vueltas por esa oscuridad, tanteando zonas de placer extremo. Poco a poco, metiendo y sacando el antebrazo se sumó a esa loca carrera. ¡Me fisteaste! Dijo feliz el dueño del local.

Estuve tardes, noches y madrugadas incontables en ese antro, que era una fiesta de excesos. Allí también la diosa blanca tenía su dominio, la marihuana, el poppers. Pero nunca le hice a las drogas, ni a las bebidas alcohólicas, así que pasé por alto aquello. El extremismo de los sentidos se vertía allí, sin duda. Y el gozo me invadía. Tal vez la escena más excitante que viví ahí, fue cuando me percaté de un treintañero de culo maravilloso, que estaba siendo penetrado por un hombre mayor. Me acerqué a ellos, y sin decir palabra, metí mi mano en ese culo fascinante. Ya dentro, tomé el pene del hombre que lo penetraba y comencé a masturbarlo, sin soltar el falo ni salir del entorno que nos aprisionaba, hasta que el líquido caliente comenzó a salir hacia las entrañas del joven, mojándome la mano, la cual, al liberarla, lucía cuajos de leche espesa. Y la noche siguió en ese carrusel de nata por muchos meses.

Cuando ando las calles, nadie me reconoce, a pesar que reconozco a todos los tipos con los cuales he tenido un encuentro fortuito. O me complazco cuando alguno me reconoce y quiere que nos juntemos de nuevo. Pero el clima del mundo está muy malo. Las instituciones se caen a pedazos. El viejo orden parece haber sido acuchillado y los gigantes de pies de barro se van al suelo.

No. Ya no hay reino, ni salvación de parusías, ni mirada eterna y fija del Creador. Porque aquello es mentira, y, además, él mismo nos dejó fuera de la lista. Por eso le digo a los lectores aún indecisos: yo soy el camino, vengan a mí y les daré todas las llaves del paraíso.


 

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