Perfiles | Cerrado por inventario

 

«Ojalá no suene el timbre. Sería súper incómodo abrir la puerta y descubrir, con terror, quién viene a visitarte. Sería otre decidiendo por ti y a ti gusta escoger tus propias juntas. Si pudieras elegir, estoy seguro, tampoco te sería fácil, has tenido muchas posibilidades y ninguna te hizo gracia o, como piensas con más cuidado, te desagradó por completo. Una de ellas es Danitza, la enfermera de pelo rojo. Hubiese sido fácil para ti llamarla e invitarla a beber unas cervezas, quizá también a comer unos rolls, y llevarla a tu cuarto y conducir allí su boca también roja hasta tu pene. Era una chica liberal, moderna, sin complejos. Y se notaba que le gustabas. Se notaba que ese huevito quería sal.»

 

 

Estás solo y no quieres estar solo, tampoco sabes si quieres estar acompañado. Has tenido la oportunidad de mezclarte con diversos seres humanos, hombres, gays, mujeres, principalmente mujeres, pero te mantienes solo y no sabes si quieres o no estar solo. Miras desde tu ventana de aluminio 100×100 cms las nubes. Hay nubosidad parcial y no tienes idea si las nubes son muchas o es una sola dividida en partes. Te preocupa mucho más, en todo caso, que la manilla plástica de la ventana esté quebrada y no cierre adecuadamente. Podría entrar alguien por ahí. Alguien como un ladrón en la noche, te dices, recordando la época en que ibas a la iglesia. Eras niño y todo te asustaba. Jesús y las vírgenes te asustaban. Preferías los maniquíes de las multitiendas, que estaban limpios, iluminados y vestían a la moda. Además, sonreían. La gente con túnicas o sayas nunca te gustó. Se hallaban siempre en la penumbra de las iglesias, con rostros de angustia, acechando. Querían tu alma y tú ni siquiera sabías qué era un alma. Sospechabas, sí, que era algo valioso, algo como un mineral que yacía en tu cuerpo, una bendición que la iglesia -como hace Angloamerican con el cobre- aspiraba extraer para acrecentar su imperio. Podría entrar -por la ventana- viento helado también. Podría entrar una pulmonía o tu rostro chueco por la corriente de aire, como te advertía tu madre cada invierno. Pero no quieres nada ni a nadie en tu cuarto. Te gustaría estar con todo el mundo en tu cuarto, es verdad, sería espectacular, pero no quieres nada ni nadie en tu cuarto. Ojalá no suene el timbre. Sería súper incómodo abrir la puerta y descubrir, con terror, quién viene a visitarte. Sería otre decidiendo por ti y a ti gusta escoger tus propias juntas. Si pudieras elegir, estoy seguro, tampoco te sería fácil, has tenido muchas posibilidades y ninguna te hizo gracia o, como piensas con más cuidado, te desagradó por completo. Una de ellas es Danitza, la enfermera de pelo rojo. Hubiese sido fácil para ti llamarla e invitarla a beber unas cervezas, quizá también a comer unos rolls, y llevarla a tu cuarto y conducir allí su boca también roja hasta tu pene. Era una chica liberal, moderna, sin complejos. Y se notaba que le gustabas. Se notaba que ese huevito quería sal. Verías sus mejillas sonrosadas, verías sus pupilas brillando mientras su lengua te traslada a un lugar muy placentero que no es el paraíso. Estarías en tu cama, sobre el plumón verdeamarillo que te regaló Anita, tu hermana menor que trabaja en Hites, junto al velador y la basura que acumulas allí: monedas de diez pesos, cucharas con restos de café, lápices pasta sin pasta, boletas de compraventa, fósforos quemados, colillas de THC, tiras de analgésicos, conchitas de algún viaje a la playa. Te preguntarías por qué estás con Danitza, la de pelo rojo, si nunca te gustó. Tiene las piernas demasiado gruesas para ti. Y lo senos muy pequeños y una risa estridente, algo vulgar incluso. No es muy letrada, además. Para qué hablar de lo confianzuda que es. No, Danitza no es para ti, no va con tu estilo, te dices. Luego te preguntas por qué entonces pensar en su cabello y su lengua roja surfeando en tu pene te lo ha puesto duro, ¿eres una bestia acaso? Recuerdas, entonces, aquella vez que intentaste forzar a la Fernanda Salazar, una colega de tu empleo anterior -trabajabas con ella en una consultora de desarrollo humano- a tener sexo en el montacargas. Era una chica pecosa, inteligente, de ojos verdes y cara especial para promocionar yogur u otro alimento sano. En ese tiempo tu padre había caído en desgracia y te tocaba lavarle el culo y ponerle pañales limpios. Lo hacías temprano en la mañana y al atardecer, cuando llegabas de la pega. Tenías unos guantes de goma especiales para tal labor. Unos guantes amarillos que debías remojar en cloro, antes de proceder a su lavado. Era cosa de todos los días. La pequeña pieza de tu padre, que ahora está en el cementerio, en un lugar más pequeño aún, olía de lo peor. No te quedaba otra. Eras el menor de la familia, tus hermanas se habían ido a vivir con sus amantes y follaban felices. La Fernanda Salazar dijo que no varias veces, dijo incluso que te iba a denunciar a los pacos, pero tú insististe e incluso la tomaste de forma brusca de las manos para proceder a hacerle al amor. ¿Es que nadie hoy en día quiere hacer el amor?, preguntaste en voz alta, creyéndote ingenioso. Había, en el montacargas, un contenedor de basura que don Ramiro, el egipcio, como lo llamaba tu burlesco jefe de sección, tenía que transportar al patio posterior. Estaba lleno y olía a caca, olía a papá. Huele mal aquí, dijo Fernanda, mientras tratabas de darle un romántico beso. Después te golpeó, te hundió las uñas en la cara y saliste corriendo con los pantalones abajo. Fue una época muy desgraciada. Por suerte Fernanda no fue a la policía y todo quedó ahí. Después vino lo del penoso fallecimiento de tu padre y comenzaste a estar mejor, tu vida se alivianó. ¿Lo echas de menos? Claro, por supuesto, pero cuando estaba bien, es decir, cuando era capaz de ir al baño y defecar por sí mismo. Ahora te sientes solo y no quieres compañía. O quieres, pero no sabes qué compañía te haría bien. Es como elegir entre un remedio o una droga. Piensas en Evelyn, la psicóloga que tenía una mano paralítica y no había podido curarse a sí misma. Su pelo era negro ensortijado y sus ojos redondos como la luna llena. Estuviste saliendo con ella solo porque querías saber cómo se sentía que una mano rígida te masturbase. Lo habías hecho con un palo santo una vez, era lo más cercano, y no estuvo mal. Recuerdas que fueron a la playa, a conocer la casa de Neruda y luego se quedaron en una cabaña decorada con fotos de gatos. Una cabaña Baudelaire. Lo pasaste bien con Evelyn, principalmente porque le gustaba el sexo anal y tú estabas obsesionado con el tema. Sus comentarios, no obstante, te molestaban profundamente. Que a propósito de las colecciones de cachivaches del nacido en Parral dijese -creyéndose aguda- que el autor de Crepusculario tenía el mal de Diógenes te pateó las weas, como se dice vulgarmente. Ella seguía, y se le notaba, la escuela de Maslow, las más tonta de las escuelas psicológicas, según tu parecer de estudiante a medias de cuatro carreras. Era una idiota, pero fuiste amable porque estabas obsesionado con su culo o colita, como se le llama amorosamente a esa parte de la anatomía humana. La hiciste fumar marihuana, ella no lo hacía, y de a poco intentase llegar al tema. Te sentiste ridículo cuando ella sin más te lo propuso. Sodomízame, pidió como si nada y tu quedaste de una pieza porque no esperabas algo así de una seguidora del humanismo. No sabías que sus fronteras disciplinares llegasen tan lejos. Estaba, además, el asunto de su mano. Fue una tarde magnífica, es verdad. No tienes claro, eso sí, si quisieras repetirlo. Estuvieron saliendo unos meses y fue la raja, pero de eso ha pasado tiempo y ya no sabes si quisieras estar con Evelyn otra vez. Te ha mandado unos correos, pero no le has respondido. ¿Qué podrías decirle? ¿Que siga a Lacan, que está de moda entre los arribistas? La recuerdas, eso sí, con afecto, especialmente su colita y su mano dura -tipo Anna O- que resultó mucho más efectiva que el palo santo. Podrías también llamar a Enrique, un poeta gay que se te insinuó en el baño de un restaurante donde, meses atrás, fuiste con unos colegas a beber. Qué cositas no haría yo con ese puñal, dijo coquetamente, mientras miraba tu pene. Y si bien no te excitó, te preguntas ahora que hubieses sentido si le hubieses dado luz verde. Podrías también llamar a tus amigos, los poetas borrachos. Y curarte y pelar a otres poetas e intercambiar citas de autores con ellos, como haciendo un gallito cerebral. Pero estas solo en tu cuarto y no tienes ganas de ver a nadie. Horrible sería descubrir un cuerpo excitado en tu cama, sobre el cobertor verdeamarillo que te regaló tu hermana Anita que trabaja en Hites. Afuera las nubes se vuelven oscuras, parecen carbón. Quisieras percibir algo de calor humano, lo necesitas. Entra un poco de aire frío por la ventana. No sabes sin embargo si estar con alguien te haría bien o si te sentirías más solo aún. Podrías agarrar una pulmonía, podrías quedar desfigurado. Y sigues recordando, como si hicieras un inventario, a personas que nada te costaría llamar para que vinieran ahora mismo a acompañarte, aunque sabes, está claro, que ni loco lo harás. 

 


 

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