«Tenía el cuerpo flaco, el rostro enjuto, le faltaban varios dientes, estaba sucio, barbudo y muy despeinado. Parecía un santo. Pal vicio, le oí confesar mientras agitaba una botellita de refresco de 500cc –rellena con un líquido amarillo jabonoso– al tiempo que le mostraba su risa desdentada al conductor de un spark blanco con aire de cajero de panadería.»
Hoy viajé al centro de Santiago porque me inscribí en un curso de interpretación de saxo. No tengo idea de cómo tocar el saxo ni tengo uno, pero en la Mingus Jazz Academy me aseguraron que ellos cuentan con instrumentos para aquellos alumnos que no los poseen, por lo general gente que parte de cero y con cierta tardanza, como yo, que recién a los veintisiete años de edad –y después de un buen tiempo escuchando música sincopada– me atreví a tomar esta crucial decisión. Así los alumnos los pueden conocer y luego les será más sencillo comprar uno que se acomodé a sus gustos y capacidades, me informó la simpática funcionaria que me matriculó, una morena cuyo rostro me recordó al de Nina Simone. Emocionado por mi primer día de clases, cerca de la nueve de la mañana –la sesión comenzaría a las diez y media– tomé un bus que me dejó junto al río Mapocho, justo a la altura de la antigua estación de ferrocarriles. Desde allí caminaría al centro.
Me bajé y en la calle, entre los autos detenidos o a media marcha por el eterno taco del sector, un indigente ofrecía limpiar los parabrisas a cambio de unas monedas. De fondo podía verse el Cuartel Borgoño, edificio con aire señorial construido a inicios del siglo XX con el objetivo de mejorar la infraestructura de la salud pública chilena –como averigüé en Internet alguna vez– y que durante los tiempos de Pinochet fue usado para una de sus grandes diversiones patológicas: secuestrar, torturar y matar opositores. Ante el edificio, hoy ocupado por la policía de investigaciones, que dicen que también secuestra, tortura y mata, el indigente iba y venía sorteando el tráfico. Tenía el cuerpo flaco, el rostro enjuto, le faltaban varios dientes, estaba sucio, barbudo y muy despeinado. Parecía un santo. Pal vicio, le oí confesar mientras agitaba una botellita de refresco de 500cc –rellena con un líquido amarillo jabonoso– al tiempo que le mostraba su risa desdentada al conductor de un spark blanco con aire de cajero de panadería. Recordé en ese momento algo que escribió uno de esos seres superiores que da a veces el universo, hablo de William Blake, mi poeta y guía espiritual de cabecera, quien en sus Cantos de Experiencia planteó la idea de que la santidad se puede alcanzar tanto por la vía del exceso como por la de la abstención. En lo concerniente a la droga, el indigente –que claramente era un consumidor de pasta base– se podía considerar como un fiel ejemplo de la primera vía. En cuanto a la alimentación y el aseo personal, de la segunda. Un santo por partida doble, concluí con emoción. Lamenté luego que el autor inglés, como cualquiera que pensara mucho, no estuviese en el currículo del instituto profesional donde impartía clases de lenguaje, un lenguaje funcional y vacío, extremadamente básico, destinado a jóvenes que en vez de personas saldrían convertidos en capital humano.
Mientras el indigente limpiaba el vidrio del spark y el conductor lo miraba con la resignación propia de un cajero de panadería (que no es pequeña y tiene la forma de un bollo de centeno), me percaté de que junto al edificio de investigaciones se hallaban sus pertenencias: una silla plegable en ruinas, un carro de supermercado cargado con latas de gaseosas, un raído trozo de espuma plástica que de seguro usaba como colchoneta y unas frazadas grasientas. Silla y carro estaban asegurados con una gruesa cadena y un candado, lo que me pareció extraño puesto que se encontraban junto al edificio policial y uno se imagina que, por su ubicación, se trata de un sitio extremadamente seguro. El indigente, me dije, resguarda sus bienes como si la policía no existiera. La policía, a su vez, ignora el origen del carro, seguramente robado –como vi en un reportaje de la tele– dado que no se venden a personas particulares. Y se abstiene de apresarlo. El indigente, pensé, está más allá del bien y del mal. Realmente es un santo, pensé, y sentí que mi corazón se agitaba.
Moviéndome peligrosamente entre los vehículos en movimiento avancé hasta su lado y al llegar toqué su venerable cabeza. Necesitaba sentirme bendecido, bienaventurado o algo así, especialmente en ese momento clave de mi vida, ese momento que me haría ir más allá de mis límites, haciendo estallar ¡por fin! el dique que me contenía y me impedía expresarme con la fluidez de un Charlie Parker o un Sonny Rollins. Dejaría así de ser parte de una industria educacional, presuntamente de nivel superior, que en el ámbito del lenguaje funcionaba como una fábrica de tornillos. Un profe gendarme. Un profe supervisor. Un profe aplanador. Un profe que enseñase a escribir mails de presentación laboral donde los jóvenes debían describirse de manera parecida al ganado cuando se pone en venta. Eso se esperaba de mí. Para eso me pagaban. El lenguaje, estaba claro, había sido controlado por los cabrones del gran capital. El lenguaje había muerto. La música, afortunadamente, sería mi salvación. Mi puerta de escape. Me veía en un escenario compartiendo mi alma con gente ansiosa de libertad de verdad, no de aquella que consiste en emborracharse en un resort caribeño, follar con una mulata y creer haber alcanzado el éxito, la culminación. Cuando el indigente sintió mi mano en su cabeza, debo decirlo, no me otorgó su bendición sino que me dio un empujón y me expulsó de su espacio de trabajo. Chao, sapo culiao, busca tu camino, me gritó reiteradas veces, mientras agitaba la botella de gaseosa, de la que surgía una especie de rocío jabonoso. Con un poco de ese rocío impregnado en la piel, y entre los furiosos bocinazos de los automovilistas, escapé del lugar.
Minutos después, yendo por calle Bandera me encontré con un montón de mujeres inmigrantes, colombianas, venezolanas, peruanas, vendiéndose en la vereda. Estaban frente a una fuente de soda, con su caras de catástrofe maquillada, carteritas brillantes, muslos de jabalí y calzas ajustadas, entusiasmando a los tipos que pasaban por allí. Vamos papi, proponían. Y ponían ojos patéticamente calentones. Eludiéndolas caminé un par de cuadras hacia la Alameda y como aún era temprano entré a un restaurante y pedí un café. Mientras bebía y trataba de seguir, infructuosamente, el ritmo de una canción que tocaban en la radio, una canción de esas donde la gente ama y sufre más de la cuenta, me puse a pensar que era ridículo que intentara aprender saxo. Una cosa era que amase la música y otra creerme músico. Cuando adolescente, recordé, mi madre me regaló una armónica. Nunca entendí cómo funcionaba y terminó en un cajón, olvidada junto a los calcetines huachos.
No tengo talento musical, me dije en voz baja, frase que repetí una y otra vez, cada vez con mayor velocidad, sintiendo, en algún momento, que alcanzaba un cierto ritmo. Un ritmo monótono, como de ventilador o motobomba entendí después. Y extrañamente me sentí tranquilo, relajado, liviano, pues me di cuenta de que ya no tendría que aprender a tocar saxo ni ningún otro instrumento, me había liberado de esa pesadilla que comenzó cuando fui expulsado de la orquesta del liceo por arruinar el concierto de fin de año y perdí a mis amistades. En ese tiempo tocaba guitarra. O lo intentaba, al menos. Me tildaron de irresponsable, de llegar así nomás, sin ensayar. Pero esa vez ensayé hasta que mis dedos sangraron, sentía que tenía que ir más allá del dolor. Atribuí mi fracaso al nerviosismo. Mi madre me recordó lo de la armónica. ¿No será que lo tuyo es otra cosa? Yo, mi amor, lo veo más cercano a los libros, agregó. Y le encontré toda la razón, yo era un lector ávido, un devorador de novelas, cuentos y poemas, aunque nunca lo había visto como una vocación. Como existía la carrera de lector me metí a estudiar pedagogía en lenguaje. La carrera me gustó pero no tanto. Te enseñaban técnicas para la enseñanza, pero poco acerca de qué enseñar. No era necesario, comprendí con el tiempo, pues el estado o una empresa privada pondrían los contenidos, los currículos, y una mente con ideas diferentes podría convertirse en un problema, no ser el simpático muñeco de ventrílocuo que se espera del egresado o egresada. Por eso –quizá– el ambiente era bastante simplón, nadie leía a William Blake, pero todos conocían la canción del pollito Pío. Y la tarareaban sonriendo. La música, entretanto, me seguía penando. Iba detrás mío como una novia angustiada. Así, cuando conocí el bebop y el free jazz gracias a una amiga que tuve un par de años atrás, un amiga que ahora está en Barcelona, le di otra explicación a mi fracaso: no se debía al nerviosismo sino a que la música que tocaba la orquesta del liceo era muy estructurada y yo, que me considero un espíritu libre, necesitaba menos orden, menos estrofa uno, estrofa dos y estribillo. Así finalmente llegué a soñar con tocar saxo, instrumento que fluía libre e impredecible como el ramaje de los árboles ante el viento primaveral que recorría la ciudad. Era como la voz de un ángel.
Salí del restaurante preguntándome cómo había llegado a la certeza respecto de mi falta de talento musical, de dónde había salido la repentina lucidez que me había abrazado y quitado ese peso, esa piedra que mantenía una parte mía en un limbo constante. Entonces me di cuenta que se la debía a mi contacto con el indigente, ese hombre santo que afortunadamente pude tocar y que me purificó arrojándome su líquido jabonoso amarillo. Es verdad que me había echado de su lado, que me expulsó y me insultó, pero el hombre también me instó a buscar mi camino. No es necesario, concluí, ser amable para ser un santo, basta ver al papa, a las monjas, a los pastores y ese tipo de gente siempre tan modosa, siempre tan positiva, tan sonriente, tan limpia, pero tan poco santa, tan de bendecir armas, tan de besar los anillos del poder, tan de mantener todo como siempre. Caminé vuelta al paradero y me acerqué otra vez al indigente, necesitaba agradecerle mi iluminación, pero otra vez me expulsó de su lado y me insultó y me arrojó detergente en la cabeza, gesto que agradecí calladamente, humildemente. Apenas llegué a casa llamé a la Mingus Jazz Academy para cancelar mi inscripción y pedir, si es posible, la restitución del dinero que pagué por la matrícula. Les recordé que en el país era posible rescindir las compras en un plazo de hasta sesenta días. Quedaron de responderme. Llamé después al instituto donde actúo de muñeco de ventrílocuo y señalé que estaba enfermo y que no podría asistir a las clases vespertinas que tenía programadas para ese día. Después fui al patio y tendido en una silla de playa, entre las primaverales flores de octubre, cubiertas de abejas, mariposas anaranjadas y típulas, me serví una copa de vino y puse música de Coltrane. Mirando la exuberante naturaleza se me ocurrió, no sé por qué, que lo mío en realidad era la pintura, que quizá ahí podría por fin sintonizar mi cuerpo y mi espíritu con el mundo. Recordé que en el liceo, en Artes Plásticas, mis trabajos de pintura eran tan complejos que incluso mi profe me recomendó que fuese donde un psicólogo para interpretarlos. Se ven muchas cosas ahí, dijo. Me vi en un taller completamente blanco creando telas que despertarían la supraconciencia de los espectadores, que los harían iluminarse interiormente y esa luz iluminaría también el mundo. Me vi exponiendo en Europa, me vi exponiendo en Nueva York. Ya no era un ventrílocuo, ya ni siquiera era un hombre, ahora era un faro encendido. Apenas salí del embrujo busqué en mi teléfono academias de bellas artes y llamé a una cualquiera, Francis Bacon Factory, creo, y concerté una entrevista de admisión. Me sentí gozoso al emprender este nuevo camino. Tenía aún la piel impregnada con el líquido pegajoso del santo. Seguro que ahora todo andaría bien.




