«Preferí quedarme, por cierto, con la segunda alternativa. Es mejor estar sumergido en el océano creyéndose una ballena azul que emerger y descubrirse sardina. Sé que es una posición cómoda, que la voz oficial predicada por la religión del emprendimiento y la prostitución de uno mismo indica que es mejor lanzarse a la piscina sí o sí, que hay que atreverse, que es mejor fracasar intentándolo que quedarse con la duda. Yo he preferido quedarme con la duda. La duda me mantiene vivo. Las certezas oprimen como lápidas.»
Hoy, al desayuno, mi tía Norma me preguntó si pensaba publicar alguna vez mis escritos. Quizá sería bueno, sugirió. Para qué, le pregunté y sin darle tiempo a responder agregué que no me interesaban ni la fama ni el público, menos promocionarme a mí mismo, no quiero ser mi propio hombre sándwich. La tía abrió extremadamente sus oscuros ojos de garza, que brillaron intensos ante el rosa plomizo, enfermizo, de sus párpados. Enseguida opinó que se trataba de cobardía. ¡Cobarde! ¡Cobarde!, susurró sonriendo como una niña, cosa que a sus cincuenta y tantos –y con ese maquillaje– no le hizo ningún favor. Después, mientras aplicaba, primero, una gruesa capa de mantequilla y luego otra, más fina, de mermelada de ciruela a su tostada, señaló que lo lógico es que un escritor dé a conocer su obra al público, solo así sabrá si tiene llegada o no.
Tras el desayuno, vegetando en mi dormitorio me puse a pensar que la tía quizá tuviese algo de razón. No en cuanto a que mis relatos tuviesen o no aceptación entre el público, eso no me importaba, sino a que debía publicarlos. Era lo lógico, sin embargo me interesaba saber, antes, si valían o no la pena literariamente hablando, pues quería escribir algo que durase más de tres veranos, no una tonterita a la moda o un esperpento con aire naif. Había, por cierto, únicamente dos posibilidades. La primera, que mis relatos fuesen basura. La segunda, que tuviesen algún valor literario, pero que a causa de mi falta de interés y constancia para darlos a conocer, es decir, de la carencia del espíritu de encargado de marketing y ventas de mí mismo, pasaran inadvertidos. Preferí quedarme, por cierto, con la segunda alternativa. Es mejor estar sumergido en el océano creyéndose una ballena azul que emerger y descubrirse sardina. Sé que es una posición cómoda, que la voz oficial predicada por la religión del emprendimiento y la prostitución de uno mismo indica que es mejor lanzarse a la piscina sí o sí, que hay que atreverse, que es mejor fracasar intentándolo que quedarse con la duda. Yo he preferido quedarme con la duda. La duda me mantiene vivo. Las certezas oprimen como lápidas.
Me puse a escribir.
Al rato sentí golpes en mi puerta. Era otra vez la tía Norma. Sin mayores rodeos me pidió que buscará pega. Luego me recordó que llevaba tres años en su domicilio viviendo gratis, que cuando su hermana, mí madre, decidió expulsarme de su casa por considerarme un vago disfrazado de escritor, ella, que es profe de artes plásticas, me dio alojamiento porque creía en mí, en mi talento, que de chico había advertido. Pero a la fecha no he visto nada. ¿Realmente escribes? Le mostré la pantalla del notebook. Había allí uno de mis cuentos. Quiero leerlo, dijo. Respondí que no. Entonces como sabré si realmente es tuyo o es un texto que copiaste por ahí para que parezca que estás escribiendo. Mientras decía esto se acercaba a la pantalla. No soy tan falso, le aclaré. Déjame leerlo entonces –insistió– estando ya junto al computador. No, le grité. Cómo vas a saber si yo lo escribí o no. Hay miles y miles de cuentos, no creo que los hayas leído todos. Ella se puso junto a la pantalla, empujándome. Y trató de comenzar a leer. Entonces la empujé yo a ella. Y se me pasó la mano. La tía Norma cayó al piso con estruendo. La oí quejarse, tenía una herida en la cabeza, una herida que sangraba, pero solo un poco, no se trataba de un río de sangre, aunque me alarmé al ver sus párpados rosa plomizo, enfermizo, tiñéndose de rojo. Entonces tomé el notebook, que ella misma me había regalado, lo metí en mi mochila y salí corriendo.
Corrí por las calles de San Miguel hasta llegar a la plaza donde se yergue la estatua de Condorito. Allí, sentado sobre el pasto me dije que no volvería jamás donde la tía Norma. No estaba dispuesto a tolerar sus humillaciones. Necesitaba rodearme de gente que creyese en mí sin pruebas. Recordé que hace poco había visto un posteo en instagram anunciando un recital de tres poetas mediocres, pero que eran calificados como tremendos. Eso necesitaba: adoración ciega. Después puse los pies en la tierra y me di cuenta de que tendría que llamar a mi hermano, el ingeniero comercial, para pedirle ayuda. Un escritor no puede vivir del aire. Carlos. Charles como le gusta que lo llamemos, es gerente de algo en una clínica privada. Cuando consiguió su primer empleo, años atrás, me dijo que ante cualquier problema lo llamara. No dudes, hermano. Y así lo hice. Hemos perdido más plata que la mierda con el juicio por sobreprecios, capaz que terminemos hasta quebrando, se quejó casi sin saludar. El cáncer, tan rentable, la artritis, la apendicitis, la osteoporosis–nombraba enfermedades como si ofertaste papas o lechugas en una feria– incluso los partos, los putos partos, que nos generaban una rentabilidad promedio más alta que la mierda, del orden del 47% anual, se fueron a la cresta. Después me preguntó cómo andaba. Bien. Le respondí y colgué. Cómo tenía algo del dinero que mi madre me mandó para mi cumpleaños número veintitrés, me fui a tomar unos tragos. Había leído muchas novelas donde los protagonistas recurren al alcohol en casos como este.
Caminando por Gran Avenida llegue a un bar penumbroso y solitario ubicado cerca de un topless. Creyéndome un personaje de novela de detectives –que, de paso, debo señalar, son todas iguales– entré y pedí un whisky con soda. Sentado en un rincón sombrío, lleno de carteles de marcas de licor, motos, autos F1, pilotos, pin ups y espejos, comencé a beber. Al rato saqué el notebook de la mochila y lo abrí. Me puse a leer uno de mis cuentos. Lo haría con todos. La idea: saber si valían o no la pena. Era el momento de tomar una decisión. Si el asunto no andaba bien, tendría que trabajar como cualquiera. Guardia de cementerio era el oficio que, por descarte, tenía como prioridad en tal caso. El relato hablaba de un tipo joven, admirador de Balzac, que estaba en un bar huyendo de su tía Norma, quien lo espiaba. En ese momento entró una mujer de unos treinta, morena, labios rojos, párpados verdes, cuerpo sinuoso y gastado. La vi hablando con el encargado. Estaban en el mesón. Ella le encendió un cigarrillo. Él se rió elaborando una actitud de conejo regalón y le sirvió una cerveza de barril. Después la morena vino directo a mi mesa y me observó detalladamente.
Hola computín, saludó enseguida.
Después de responder a su saludo le aclaré que no era un computín, sino un escritor. A mí me han dicho que soy súper computina, no sé por qué, bromeó, entrecerrando los ojos como si le hubiese entrado una basurita. Soy Tamy, dijo luego, bajando la voz. Enseguida se me apegó y me preguntó de que se trataba lo que escribía, mientras situaba una de sus amistosas manos en mis muslos. Asediado no solo por su cuerpo, también por su perfume exagerado y su aliento alcohólico, intenté responder a su interrogante. Ella se encantó con la idea. Eres como un fotógrafo, dijo, haciendo el gesto de quien enfoca y aprieta el obturador. Después rió y me di cuenta de que era hermosa, que solo estaba algo apaleada por la vida, con machucones. Fotógrafo de la retaguardia, me sentí obligado a precisar. Déjame leer un poco, no seas malito, me pidió ella, ignorando mi precisión, mientras le daba el bajo a su cerveza y luego a mi whisky, que estaba a medias. Cuando le pasé el notebook me besó en los labios y se puso a leer. Fantástico, dijo al rato. Hay que celebrar ¿Tomemos otra cosita? Claro, yo invito. Pedí dos whiskys. El conejo amable llegó con los tragos, agregando, por parte de la casa, un pequeño plato de maní. Te vas a hacer famoso, dijo Tamy, e hizo un gesto como de contar billetes. Brindamos y al rato tuve deseos de orinar. Voy al baño, linda. Vaya mi escritorazo, dijo, y se acercó otra vez a la pantalla. Seguro que tenía ganas de seguir con el relato, estaba atrapada y eso era un buen signo.
El baño se hallaba limpio, aunque con una mantención bastante irregular. El sello anticucarachas estaba vencido casi un año. El espejo, trizado, lo mismo el lavamanos. El estanque del sanitario se encontraba sin tapa y para tirar la cadena había que accionar una cuerda que terminaba en un pequeño trozo de madera, húmeda y pegajosa. Me miré al espejo. Y me vi bien, contento, con ganas de iniciar una nueva vida. Me sumergirá en el bajo mundo de mano de Tamy. Ella sería mi guía. Me convertiría en el nuevo Méndez Carrasco. Cuando volví a mi mesa Tamy no estaba, tampoco mi notebook. Lo único que encontré fue un lápiz pasta, seguro que lo había dejado ella, era del merchandising de una cadena de carnicerías. Le pregunté al encargado por Tamy. La señorita se fue. Pagué los tragos y salí a la calle. Estaba vacía. Fui al topless y pregunté por Tamy. Me dijeron que no había ninguna Tamy. La describí físicamente. No hay morenas, son todas rubias, algunas platinadas. ¿Quiere entrar? ¿Quiere verlo con sus propios ojos? Pague la entrada.
Crucé la calle y me senté en una banca cerca del bar. Me sentía como si me hubiese atropellado un camión de Chuqui. Recordé a la tía Norma, la pintora frustrada, y me sentí mal por haberla empujado. ¿Habrá sanado su herida? ¿Habrá recuperado el rosa plomizo, enfermizo, de sus párpados? Cosas así pensaba cuando de pronto vi a Tamy. Venía por mi misma vereda, sin mi notebook y con dos tipos de esos que usan camisas floreadas hasta en invierno. Tropicalistas. Me paré delante de ellos y le pregunte a Tamy por mi computador. No te conozco, dijo ella. Cómo que no, comencé a reclamar, cuando sus acompañantes comenzaron a golpearme en silencio. Lo único que se escuchaba eran mis gemidos al recibir las patadas y los combos. Sangrando llegué a casa. Me recibió mi tía Norma con la cabeza vendada. La vi llorar mientras le explicaba que me habían robado el notebook con toda mi escritura. Soy yo la culpable por dudar de ti, por presionarte, dijo, y me pidió perdón, agregando que mañana mismo me compraría otro. Y con más memoria. Yo me levanté cómo pude, me dolían mucho las costillas, y le besé la frente, perdonándole el pecado. No le dije que tenía todos los escritos respaldados en una nube. Para qué, todo dios necesita de sus misterios, de eso vive. Comenzaré de nuevo, tía, no te preocupes, me esforzaré el doble, le prometí, sabiendo que había ganado, al menos, tres años más de su paciencia, tres años más para indagar si estaba haciendo literatura de verdad o no, tres años para estar sumergido en el mar profundo de la intrascendencia sin el estrés de saberme ballena o sardina. Los golpes, finalmente, no habían sido en vano. ¡Gracias Tamy!, hubiese querido gritar, pero la tía Norma, siempre tan criteriosa, en ese momento me felicitaba por mi espíritu emprendedor. Es lo que hace falta en estos tiempos, dijo, antes de ir a la cocina a prepararme un cafecito.




