Perfiles | Un regalo de navidad

«Constantemente experimentaba crisis en las que sufría por no estar segura de sus sentimientos. Es una gran tragedia –afirmaba con tristeza– la ausencia de un instrumento que certificara la existencia del amor. O que, en su defecto, dictaminara la presencia de afectos menores: querer, calentar, gustar, apreciar, estimar, reconocer. Por mi parte, dado mi carácter introvertido y poco expresivo, no aportaba demasiado a profundizar la relación, pues me costaba –y me sigue costando– sacar a flote mis emociones, que parecen navegar en un submarino.»

¡Si describir una desgracia fuese tan fácil como vivirla!

E.M. Cioran

 

Diciembre. La parafernalia navideña arreciaba y yo, que andaba deprimido por mi reciente ruptura con la Maca, odiaba con más fuerza que nunca esta fiesta del consumo que los comerciantes han hecho del nacimiento de un redentor que entre otras cosaspromovía lo espiritual por sobre lo material; un redentor que mandó a la chucha a los mercaderes del templo, es decir, que le dio sus buenas patadas en el culo a los Luksic, a los Solari, a los Angelini, a los Ponce Lerou, a los Matte, a los Paulmann y demás comerciantes de la época. Yo no creía, por cierto, en la existencia de tal redentor, era una fantasía más producto del miedo, el oportunismo y la ignorancia, pero me llamaba la atención el enorme grado de contradicción entre el mensaje original y lo que se observaba en la realidad. Por las noches, después de la pega, dejaba de lado mi alergia navideña, se trata una fiesta cultural, me decía, y me enfrascaba en la lectura de Cioran ese pozo negro de la filosofía quien calmaba mi despecho por lo de la Maca con pensamientos del tipo: “Amar al prójimo es algo inconcebible. ¿Acaso se le pide a un virus que ame a otro virus?”. Imposible, repetía en la soledad de mi casa. El amor a otros, por tanto, no era una alternativa cierta. Eso significaba que estaba todo bien, que nunca había amado a la Maca ni ella a mí y que, en consecuencia, no tenía por qué pasarlo mal. Llegaba a esas conclusiones mientras tomaba hasta quedar imbécil y desmemoriado, hasta convertirme en un virus. Por las mañanas, tipo siete am, despertaba con migraña y tras beber café, comer unas tostadas e ingerir algunos analgésicos partía, desde la Recoleta Roja, a mi trabajo en la municipalidad de una comuna cuica, específicamente en la corporación de educación, donde funcionaba como uno de los asistentes del director, un UDI católico hasta la médula de los huesos, experto en birlar fondos públicos, promover el embarazo adolescente, castigar a los chiques rebeldes y condenar a los ladrones de izquierda.

Andaba mal, pero disimulaba, pues como escribe Cioran en Ese maldito yo, resulta “imposible asistir más de un cuarto de ahora sin impaciencia a la desesperación de alguien”. Y yo no quería impacientar a nadie. Mi vida, para los demás, parecía funcionar correctamente. Cuando me preguntaban cómo estai, yo respondía bien ¿y tú?, sabiendo que recibiría por respuesta bien igual, gracias. Tal era el protocolo. Una palabra más significaba enfermedad mental. Me mostraba amable, serio, responsable, aunque sentía que mi interior era una especie de mar congelado, un pedazo de vacío quebradizo y hostil donde podría ahogarse el universo entero. Me volví un mago de la simulación, un actor de primera desarrollando el rol de un tipo que, en una época donde la palabra culo ha reemplazado a la palabra corazón en las canciones de moda, no pierde el tiempo en estupideces románticas. Entendía los códigos. Funcionaba. Eso era lo importante. Hasta participé en el amigo secreto de la pega y tuve tiempo para comprar regalos navideños a mi familia. A mis padres y a mis dos hermanos, dos tipos exitosos, alegres, prácticos, sin compromisos sentimentales y de pocos escrúpulos. Uno es abogado, el otro arquitecto y les va la raja. Al menos estás cerca del poder, ironizaban cuando nos encontrábamos en la casa paterna y yo me quejaba de mi presente laboral. Tenís que mamársela al jefe, esa es la forma de escalar, me aconsejaban riendo y haciendo la mímica de una felatio cuando mi madre iba por el postre. Ante esto mi padre, que es una especie de ausencia con bigotes, movía la cabeza negativamente al tiempo que sonreía, quedando bien, simultáneamente, con mis hermanos y conmigo, el perdedor que había optado por la pedagogía. Después venían las preguntas acerca de si conocía o no al director de obras o al encargado del departamento legal del municipio, a los que les podrían ofrecer sus buenas lucas, cada uno en su especialidad, por algunos favorcitos.

Delante de todos me mostraba fuerte, indiferente a la partida de la Maca. Estoy como tuna, respondía cuando en la familia o en la pega alguien me preguntaba cómo me sentía. No quería bromas, especialmente de mis hermanos, expertos en festinar con la desgracia ajena. Me hallaba, sin embargo, más bien débil, machacado, pues durante nuestros seis años de convivencia reiteradamente la Maca se fue a vivir a Pudahuel, donde sus padres, alegando no entender sus emociones. Regresaba meses después, con los ojos brillantes y el corazón enamorado. Entonces nos reconciliábamos. Todos esos años estuve en una especie de montaña rusa cuyos efectos nada positivos se fueron acumulando en mi sistema nervioso. Me confundió, creo, con un terminal de buses o con un aeropuerto. Constantemente experimentaba crisis en las que sufría por no estar segura de sus sentimientos. Es una gran tragedia afirmaba con tristeza la ausencia de un instrumento que certificara la existencia del amor. O que, en su defecto, dictaminara la presencia de afectos menores: querer, calentar, gustar, apreciar, estimar, reconocer. Por mi parte, dado mi carácter introvertido y poco expresivo, no aportaba demasiado a profundizar la relación, pues me costaba y me sigue costando sacar a flote mis emociones, que parecen navegar en un submarino.

La Maca, apenas entraba en crisis, decidía irse donde sus padres. Empacaba sus cosas, guardaba algo de ropa en una mochila y se marchaba con los ojos enrojecidos. Por lo general me lo comunicaba el mismo día, informándome que don Efraín, su padre, vendría mañana o pasado a buscar sus demás pertenencias. Al día siguiente me enviaba un whatsapp con el horario en que su progenitor acudiría con la camioneta a mi casa. Recuerdo que la primera vez que don Efraín llegó a buscar las cosas de su hija lo invité a una cerveza. Era un tipo simpático y sencillo supervisor de obras en una constructora que se mostraba maravillado de que las cosas entre nosotros fuesen tan civilizadas, de que no nos golpeáramos ni insultáramos al momento de abrirnos. La segunda vez volvimos a beber. Y la tercera y la cuarta y las que vinieron. Se nos hizo una costumbre y a veces pensaba que lo pasaba mejor con don Efraín que con su hija. Hablábamos de fútbol, de política, de la familia, de la pega, mientras nos bajábamos tres o cuatro latas cada uno y un café al final, para que se despejara antes de conducir hasta Pudahuel. Nos encontrábamos también en los retornos de la Maca, cuando debía trasladar nuevamente las cosas de su hija, ahora desde Pudahuel a Recoleta. Viví la escena del regreso un montón de veces. Era una especie de rutina, motivo por el que, debo confesar, aún guardaba (en secreto) la esperanza de que la Maca volviese. Se había ido en septiembre, a fines del invierno, aduciendo, esta vez, que no sabía si realmente éramos el uno para el otro, que era muy joven, tenía treinta y dos, y había experimentado poco. Esas eran las razones para dudar, ahora, de sus sentimientos hacia mi persona. La vi irse con su mochila a cuestas. Atravesó los árboles de la calle, que estaban desnudos y plomos, perdiéndose en la niebla amarilla de las siete de la tarde. 

Pocos días antes de la navidad, cuando me preparaba para mi lectura nocturna de Cioran (junto a un tinto de precio medio bajo) sonó mi teléfono. Era ella. Quería que nos juntásemos lo antes posible, pues tenía algo importante que decirme. De más está decir que me sentí la raja y hasta el espíritu navideño, que me parece absurdo, se metió en cada una de mis células, desbancando al instante las ideas de Cioran. Quedamos para el veintidós de diciembre en la Plaza de Armas. Dudé, durante esos días, si llevarle un regalo o no, pero finalmente descarté la idea, porque, era obvio, la navidad aún no llegaba. Ya habría tiempo para eso. Me permití, eso sí, una buena dosis de contento anticipado imaginando que pasaría la navidad con ella y su familia, lejos de mis hermanos y sus desagradables bromas. Nos encontramos bajo la estatua del difunto Cardenal Silva Henríquez, cuya cabeza se hallaba cubierta de caca de palomas. El centro estaba atiborrado de adornos: renos, enanos, viejos pascueros, nieve falsa, pesebres, pinos de plástico, luces de colores y hasta me topé con un desfile navideño de la coca cola, orientado a meterse en el corazón de los niños y envenenarlos con su empalagosa agua negra. La Maca venía con un vestido ajustado que dejaba ver su cuerpo sinuoso. Llevaba el cabello suelto y se había delineado con rímel negro los ojos, resaltando así sus pupilas pardas. Yo, por cierto, iba preparado para un nuevo reencuentro, pues luego de auto prometerme, como siempre, que no habría más reconciliaciones, había respondido, también como siempre, a su llamada. Había hecho, incluso, un rápido aseo en mi casa. Limpié, recuerdo, con un paño húmedo el piso flotante, le quité el polvo y las arañas a los muebles, tiré botellas de vino y latas de cerveza a la basura, le eché medio litro de cloro a la taza del baño y puse sábanas limpias después de casi un mes. 

Decidimos tomar café en el Big Ben, un restaurante popular cercano a la plaza. Hablamos allí de nuestras vidas actuales, nos pusimos al día. Ella seguía en su cargo de trabajadora social en un liceo de Renca, donde había vivido cosas maravillosas, muy crecedoras, que la habían hecho reflexionar. Yo, para estar a tono, le hablé de mis experiencias laborales simulando un fervoroso entusiasmo. Hicimos luego algunos recuerdos de nuestra vida en común, especialmente del viaje que hicimos a Punta Arenas al comienzo de nuestra relación, cuando parece que éramos felices. Todo fluía, todo estaba bien hasta que, vacías las tazas, la Maca adoptó un tono solemne para anunciar, por fin, por qué me había pedido que nos juntásemos. Yo esperaba que me dijera, como tantas veces, que había recapacitado y que ahora sus emociones estaban claras y en realidad quería seguir conmigo porque me amaba. Eso entre lágrimas. Sin embargo, abrió su bolso y durante unos segundos buscó algo que, imaginé, era un regalo anticipado de navidad, idea que me hizo sentir mal pues yo no le llevaba nada. Entremedio de sus cachivaches, mientras hurgaba, vi un libro de Judit Butler y tuve miedo. Un aire helado congeló mis testículos. Cuando al fin encontró lo que buscaba me di cuenta de que no se trataba de un regalo, sino de unas cajas de medicamentos. Me explicó, luego, que había ido al ginecólogo. Yo pensé, con terror, en un hijo no deseado, pero no. El asunto era que mi ex había adquirido una enfermedad venérea y responsablemente, como dijo, había decidido hablar conmigo e incluso comprar ella misma los remedios, con su plata, puesto que el facultativo, que es súper buena onda, le había dicho que posiblemente haya adquirido la infección en un periodo de tiempo que abarcaba nuestra última etapa juntos. 

Fue como dicen habitualmente los periodistas deportivos ingeniosos siempre un balde de agua fría. Yo, que me había acostado solo con ella desde el inicio de nuestra relación, me puse pálido, pero nada dije ni pregunté. Era su cuerpo, era su tiempo. Ella no perdió la compostura. ¿Te sientes bien? preguntó. Claro, respondí, mientras imaginaba qué hacía la Maca durante sus crisis para poner a prueba sus emociones. Las ideas que surgieron no me agradaron para nada. La imaginé follando con tipos sin rostro mientras ella me explicaba, pedagógicamente, que debía tomarme las pastillas blancas cada ocho horas durante una semana y las amarillas cada doce horas durante diez días. Lo peor, no era recomendable que bebiese alcohol, pues podría producirse un efecto negativo. Otro. Quise preguntar de qué enfermedad de transmisión sexual estábamos hablando, pero con la conmoción del momento lo olvidé. Guardé los medicamentos y después pedimos la cuenta. Al salir del local, que estaba decorado con guirnaldas brillantes y bolas de colores, mientras pensaba que Cioran tenía razón, que el amor entre virus es inconcebible, me despedí rápidamente. Ojalá nos veamos otra vez, te he echado harto de menos, dijo con voz dulce cuando le di un beso de adiós y rocé su cuerpo sinuoso. No fui capaz de responderle y enfilé hacia el paradero. En el camino escuché los villancicos que salían de un mall. En la entrada, debajo de un pino gigante, había cajas de regalos, seguramente vacías, a manera de decoración. Cajas vacías cómo el corazón de la Maca, me dije con desaliento. Entonces sentí un ligero picor en mi pene. ¿Estaría infectado o solo sería una sugestión? Palpé mis bolsillos. Las cajas de remedios se encontraban allí. Eran mi regalo de navidad. No había de qué preocuparse, todo estaba bajo control. Claro, porque la Maca, como decía siempre don Efraín, era súper responsable, era una profesional de primera y no iba a permitir que me pasara nada malo. 

 

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