«La intención del fraile dominicano, quien luchó constantemente por los derechos de los nativos, era que Felipe II conociera las atrocidades que se estaban llevando a cabo en América en nombre de la corona y del dios católico, a fin de lograr medidas que implicaran una relación justa y humanitaria con los colonizados, dado que el trato que se les daba en las conquistas: “hechas contra aquellas indianas gentes, pacíficas, humildes y mansas que a nadie ofenden, son inicuas, tiránicas, y por toda ley natural, divina y humana condenadas, detestadas y malditas”».
La irrupción del Imperio Español en América no consistió –por cierto– en un “descubrimiento” o en un “encuentro de dos mundos”, como se le ha llamado eufemísticamente tantas veces, dando la impresión de que personajes como Hernán Cortés y Moctezuma –por nombrar a un par de protagonistas de la época– poco menos que se reunieron a tomar té, a comer panecillos con jamón y a jugar una partida de brisca, sino de una invasión armada, de una ocupación violenta –y asimétrica– que no solo ambicionaba riquezas, fama y poder, sino también imponer una cultura, una forma de vida y de organización urbana –como plantea Ángel Rama en La ciudad letrada–, así como una religión, la católica.
Testimonio de la violencia con que se dio este fenómeno es la obra Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que su autor, el fraile dominicano Fray Bartolomé de las Casas (1484–1566), publicase en 1552. En este texto, dirigido al futuro rey del Imperio Español, Felipe II, de las Casas da a conocer innumerables abusos y crueldades cometidos por los ocupantes contra los indígenas, acciones que llegaron –incluso– a producir el genocidio total de pueblos como los taínos y los caribes. La intención del fraile dominicano, quien luchó constantemente por los derechos de los nativos, era que Felipe II conociera las atrocidades que se estaban llevando a cabo en América en nombre de la corona y del dios católico, a fin de lograr medidas que implicaran una relación justa y humanitaria con los colonizados, dado que el trato que se les daba en las conquistas: “hechas contra aquellas indianas gentes, pacíficas, humildes y mansas que a nadie ofenden, son inicuas, tiránicas, y por toda ley natural, divina y humana condenadas, detestadas y malditas”, como señala en una carta –dirigida al futuro monarca– que adjunta a la obra (que autores como Ramón Menéndez Pidal y Julián Marías –ambos españoles– han puesto en cuestión puesto que conformarían “una leyenda negra para España”).
Les dejo, a continuación, algunos párrafos de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, donde se puede apreciar –en un español aún en formación– parte del horror que los colonizadores –todos declarados católicos, todos creyentes en Cristo– provocaron en pueblos que tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino de odio, codicia, perversión y brutalidad, imponiendo no solo su poder durante siglos, sino implantando a la fuerza una creencia religiosa que, paradójicamente, aún subsiste y representa la verdad para muchos descendientes de los pueblos violentados.
Selección de textos
Apuestas
Los cristianos, con sus caballos y espadas y lanzas comienzan a hacer matanzas y crueldades extrañas en ellos. Entraban en los pueblos ni dejaban niños, ni viejos ni mujeres preñadas ni paridas que no desbarrigaban y hacían pedazos, como si dieran en unos corderos metidos en sus apriscos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría el hombre por medio o le cortaba la cabeza de un piquete o le descubría las entrañas. Tomaban las criaturas de las tetas de las madres por las piernas y daban de cabeza con ellas en las peñas. Otros daban con ellas en ríos por las espaldas riendo y burlando, y cayendo en el agua decían: “¿Bullís, cuerpo de tal?”.
Andad con cartas
Otras criaturas metían a espada con las madres juntamente y todos cuantos delante de sí hallaban. Hacían unas horcas largas que juntasen casi los pies a la tierra, y de trece en trece, a honor y reverencia de nuestro Redentor y de los doce apóstoles, poniéndoles leña y fuego los quemaban vivos. Otros ataban o liaban todo el cuerpo de paja seca; pegándoles fuego así los quemaban. Otros, y todos los que querían tomar a vida, cortábanles ambas manos y dellas llevaban colgando, y decíanles: “Andad con cartas”, conviene a sabe: “Llevá las nuevas a las gentes que estaban huidas por los montes”.
Parrillas
Comúnmente mataban a los señores y nobles desta manera: que hacían unas parrillas de varas sobre horquetas y atábanlos en ellas y poníanles por debajo fuego manso, para que poco a poco, dando alaridos, en aquellos tormentos desesperados se les salían las ánimas. Una vez vide que teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales señores (y aun pienso que había dos o tres pares de parrillas donde quemaban otros) y porque daban muy grandes gritos y daban pena al capitán o le impidían el sueño, mandó que los ahogasen, y el alguacil, que era peor que verdugo, que los quemaba (y sé cómo se llamaba y aun sus parientes conocí en Sevilla) no quiso ahogallos, antes les metió con sus manos palos en las bocas para que no sonasen, y atizóles el fuego hasta que se asaron de espacio como él quería.
En el reino de Xaragua
El rey y señor dél se llamaba Behechio. Tenía una hermana que se llamaba Anacaona. Estos dos hermanos hicieron grandes servicios a los reyes de Castilla e inmensos beneficios a los cristianos, librándolos de muchos peligros de muerte, y después de muerto el rey Behechio quedó en el reino por señora Anacaona. Aquí llegó una vez el gobernador que gobernaba esta isla con sesenta de caballo y más trecientos peones, que los de caballo solos bastaban para asolar a toda la isla y la tierra firme, y llegáronse más de trecientos señores a su llamado, seguros, de los cuales hizo meter dentro de una casa de paja muy grande los más señores por engaño, y metidos les mandó poner fuego y los quemaron vivos. A todos los otros alancearon y metieron a espada con infinita gente, y a la señora Anacaona, por hacelle honra, ahorcaron. Y acaecía algunos cristianos, o por piedad o por cudicia tomar algunos niños para mamparallos, no los matasen, y poníanlos a las ancas de los caballos; venía otro español por detrás y pasábalo con su lanza. Otro, si estaba el niño en el suelo, le cortaba las piernas con el espada. Alguna gente que pudo huir desta tan inhumana crueldad pasáronse a una isla pequeña que está cerca de allí ocho leguas en la mar, y el dicho gobernador condenó a todos estos que allí se pasaron que fuesen esclavos porque huyeron de la carnicería.
El fin de una estirpe
Y la cura o cuidado que dellos tuvieron fue enviar los hombres a las minas a sacar oro, que es trabajo intolerable, y las mujeres ponían en las estancias, que son granjas, a cavar las labranzas y cultivar la tierra, trabajo para hombres muy fuertes y recios. No daban a los unos ni a las otras de comer sino yerbas y cosas que no tenían sustancia; secábaseles la leche de las tetas a las mujeres paridas, y así murieron en breve todas las criaturas; y por estar los maridos apartados, que nunca vían a las mujeres, cesó entre ellos la generación. Murieron ellos en las minas de trabajos y hambre, y ellas en las estancias o granjas de lo mesmo, y así se acabaron tantas y tales multitúdines de gentes de aquella isla, y así se pudiera haber acabado todas las del mundo.
Genocidio en San Juan y Jamaica
Pasaron a la isla de San Juan y a la de Jamaica (que eran unas huertas y unas colmenas) el año de mil y quinientos y nueve los españoles, con el fin y propósito que fueron a la Española, los cuales hicieron y cometieron los grandes insultos y pecados susodichos, y añidieron muchas señaladas y grandísimas crueldades más, matando y quemando y asando y echando a perros bravos, y después oprimiendo y atormentando y vejando en las minas y en los otros trabajos hasta consumir y acabar todos aquellos infelices inocentes, que había en las dichas dos islas más de seiscientas mil ánimas, y creo que más de un cuento, y no hay hoy en cada una docientas personas, todas perecidas sin fe y sin sacramentos.
Razia en las islas de los Lucayos
Las islas de los Lucayos, que están comarcanas a la Española y a Cuba por la parte del norte, que son más de sesenta, con las que llamaban de Gigantes y otras islas grandes y chicas y que la peor dellas es más fértil y graciosa que la Huerta del Rey de Sevilla y la más sana tierra del mundo, en las cuales había más de quinientas mil ánimas, no hay una sola criatura: todas las mataron trayéndolas y por traellas a la isla Española, después que vían que se les acababan los naturales della.
El cacique Hatuey
Este cacique y señor anduvo siempre huyendo de los cristianos desde que llegaron a aquella isla de Cuba, como quien los conocía, y defendíase cuando los topaba, y al fin lo prendieron. Y sólo porque huía de gente tan inicua y cruel y se defendía de quien lo quería matar y oprimir hasta la muerte a sí y a toda su gente y generación, lo hobieron vivo de quemar. Atado al palo decíale un religioso de San Francisco, santo varón que allí estaba, algunas cosas de Dios y de nuestra fe (el cual nunca las había jamás oído), lo que podía bastar aquel poquillo tiempo que los verdugos le daban, y que si quería creer aquello que le decía, que iría al cielo, donde había gloria y eterno descanso, y si no, que había de ir al infierno a padecer perpetuos tormentos y penas. Él, pensando un poco, preguntó al religioso si iban cristianos al cielo. El religioso le respondió que sí, pero que iban los que eran buenos. Dijo luego el cacique, sin más pensar, que no quería él ir allá, sino al infierno, por no estar donde estuviesen y por no ver tan cruel gente. Ésta es la fama y honra que Dios y nuestra fe ha ganado con los cristianos que han ido a las Indias.
Oro y fuego
…estando los indios en sus pueblos y casas seguros, íbanse de noche los tristes españoles salteadores hasta media legua del pueblo, y allí aquella noche entre sí mesmos apregonaban o leían el dicho requerimiento, diciendo: “Caciques e indios desta tierra firme de tal pueblo, hacemos os saber que hay un Dios y un Papa y un Rey de Castilla que es señor de estas tierras: venid luego a le dar la obediencia, etc. Y si no, sabed que os haremos guerra y mataremos y cativaremos, etc.”. Y al cuarto del alba, estando los inocentes durmiendo con sus mujeres e hijos, daban en el pueblo poniendo fuego a las casas, que comúnmente eran de paja, y quemaban vivos los niños y mujeres y muchos de los demás antes que acordasen. Mataban los que querían, y los que tomaban a vida mataban a tormentos por que dijesen de otros pueblos de oro o de más oro de lo que allí hallaban, y los que restaban herrábanlos por esclavos. Iban después, acabado o apagado el fuego, a buscar el oro que había en las casas.
El diablo
Una vez, saliéndonos a recebir con mantenimientos y regalos diez leguas de un gran pueblo y llegados allá nos dieron gran cantidad de pescado y pan y comida, con todo lo que más pudieron. Súbitamente se les revistió el diablo a los cristianos, y meten a cuchillo en mi presencia (sin motivo ni causa que tuviesen) más de tres mil ánimas que estaban sentados delante de nosotros, hombres y mujeres y niños. Allí vide tan grandes crueldades que nunca los vivos tal vieron ni pensaron ver.
Violación
…comenzaron a entender los indios que aquellos hombres no debían de haber venido del cielo. Y algunos escondían sus comidas; otros sus mujeres e hijos; otros huíanse a los montes por apartarse de gente de tan dura y terrible conversación. Los cristianos dábanles de bofetadas e puñadas y de palos hasta poner las manos en los señores de los pueblos. E llegó esto a tanta temeridad y desvergüenza, que al mayor rey, señor de toda la isla, un capitán cristiano le violó por fuerza su propia mujer.
Espadas en las barrigas
Otra vez, yendo a saltear cierta capitanía de españoles, llegaron a un monte donde estaba recogida y escondida por huir de tan pestilenciales y horribles obras de los cristianos mucha gente, y dando de súbito sobre ella, tomaron setenta o ochenta doncellas y mujeres, muertos muchos que pudieron matar. Otro día juntáronse muchos indios e iban tras los cristianos peleando, por el ansia de sus mujeres e hijas; y viéndose los cristianos apretados, no quisieron soltar la cabalgada, sino meten las espadas por las barrigas de las muchachas y mujeres, y no dejaron de todas ochenta una viva. Los indios, que se les rasgaban las entrañas de dolor, daban gritos y decían: “Oh, malos hombres, crueles cristianos, ¿a las iras matáis?”. Ira llaman en aquella tierra a las mujeres, cuasi diciendo: “Matar las mujeres señal es de abominables y crueles hombres bestiales”.




