Signos vitales | La patria bajo el puente

«¿Qué función cumplía la bandera, entonces? ¿Era una especie de talismán?, ¿una expresión de amor a la patria? No supe responder. Tampoco tuve otras hipótesis. En cualquier caso, era obvio, la tricolor no funcionaba como talismán, no alejaba el infortunio ni atraía buenas vibras, pues sus inquilinos estaban en el corazón mismo del fracaso, desprovistos de todo, tan a la deriva como aquellos inmigrantes que caminando por el desierto cruzan la frontera hacia Chile.»

Ayer, al pasar junto al puente que lleva a la Estación Mapocho –cuyo nombre recuerda a Manuel Rodríguez– debajo de su estructura pude ver un frágil ruco. Lo habían levantado con cuatro palos, alambres oxidados, restos de muebles de cocina, pedazos de nylon y otros innumerables (e indescifrables) residuos. Se hallaba en el lecho del río, a un par de metros de la barrosa corriente, en un lugar húmedo e insalubre, a unas ocho cuadras del palacio de La Moneda, donde una larga fila de presidentes y dictadores han pasado prometiendo un futuro esplendor. A un costado de la precaria construcción, más precaria aún a causa de la mañana fría y nublada, un par de jóvenes flacos y deslavados –que me recordaron a los personajes de la novela El río de Alfredo Gómez Morel– hacían una fogata con algunos de los abundantes desechos que santiaguinos y santiaguinas –cuya formación, al parecer, fue un fracaso social y ecológico– arrojan cotidianamente a la corriente del río, usándolo en modo vertedero. Sobre el puente, construido en el mismo sitio donde los colonizadores españoles, mediante trabajos forzados, levantaron el puente Cal y Canto, una media docena de ambulantes ofertaban audífonos, papelillos, cargadores de baterías, pañuelos desechables, pipas, pinches, encendedores y otras menudencias de primera necesidad, mientras cientos de apurados transeúntes alternaban su mirada entre la mercancía y el ruco, algunos indiferentes ante una situación ya normalizada, otros, con una mezcla de miedo y desconfianza al identificar a los jóvenes deslavados con la amenaza del momento: la delincuencia. 

Me acerqué a la baranda. Al mirar el ruco con mayor detalle me llamó la atención el hecho de que en uno de los palos que sostenían la frágil construcción flameaba una ajada banderita chilena. Obviamente no se trataba de una toma, nadie se toma un lugar que meses más tarde estará inundado pues la toma, se sabe, busca una permanencia, una solución. ¿Qué función cumplía la bandera, entonces? ¿Era una especie de talismán?, ¿una expresión de amor a la patria? No supe responder. Tampoco tuve otras hipótesis. En cualquier caso, era obvio, la tricolor no funcionaba como talismán, no alejaba el infortunio ni atraía buenas vibras, pues sus inquilinos estaban en el corazón mismo del fracaso, desprovistos de todo, tan a la deriva como aquellos inmigrantes que caminando por el desierto cruzan la frontera hacia Chile. Como expresión de amor a la patria tampoco parecía funcionar, dado que no era correspondido, no era bidireccional, no había amor de vuelta. No obstante, la bandera estaba allí, en el abandono absoluto, flameando coqueta, grácil y orgullosa, como diría un locutor deportivo en su momento poético, justo antes de pasar a los comerciales de baterías de autos. Me acordé, en ese momento, de una canción de Violeta Parra –"Yo canto a la diferencia"– donde la artista, nacida en San Carlos en 1917, señala: "el pueblo amando la patria / y tan mal correspondido, / la bandera por testigo.”

¿Qué es la patria? me pregunté más tarde. Y pensando en el vínculo entre el surgimiento de muchas democracias latinoamericanas –entre ellas la chilena– y la revolución francesa, me allegué a la definición de Voltaire (1694– 1778), que fue uno de los inspiradores de esos tiempos agitados (donde la plebe veía rodar cabezas de aristócratas y no pelotas de fútbol), para ver qué tal nos había ido con la idea después de dos siglos de implementada. La patria, establece este pensador francés –que creía 100% en la razón– es “el estado libre del que somos miembros y cuyas leyes garantizan nuestras libertades y nuestra felicidad”. En la misma sintonía de Voltaire, pero en el plano local, en agosto de 1812 la Aurora de Chile publicó un artículo llamado “Sobre el amor a la patria”, donde se indica: “Para que haya patria y ciudadanos, es preciso, que ella sea una madre tierna, y solicita de todos: (…) que todos tengan alguna parte, alguna influencia en la administracion de los negocios publicos, para que no se consideren como extrangeros, y para que las leyes sean á sus ojos los garantes de la libertad civil. Pero lo que es aun mas necesario, lo que es mas dificil de existir fuera de las republicas, es una integridad severa en hacer justicia à todos, y en proteger al debil contra a la tirania del rico.” (sic) 

Los chicos del ruco, sin duda, son la prueba de que el nivel de logro de estas ideas, que variadas repúblicas adoptaron y plasmaron, además, en sus floridos, fantasiosos y belicosos himnos nacionales (cuyas letras, que piden sangre, no sería malo reescribir) es bastante bajo, insuficiente. El concepto se maleó aún mas con las intervenciones de diversas facciones derechistas –dictatoriales y no dictatoriales– que poco a poco fueron adueñándose de la palabra, de origen griego, que etimológicamente significa “la tierra de los padres”, para ligarlo al burdo nacionalismo. El dictador alemán Adolf Hitler –a quien Tarantino por fin logró ajusticiar en Bastardos del paraíso– escribió: “Para mí y para todos los verdaderos nacionalsocialistas no existe más que una doctrina: la de nacionalidad y patria.” En nuestro país, Jaime Guzmán, difunto líder de la UDI, participante cinco estrellas de la dictadura pinochetista y cerebro de una constitución que dejó como rehén de la derecha y el gran empresariado al pueblo chileno, elaboró una definición donde, fiel a las ideas de su maestro Adolf, une los conceptos de patria y nacionalidad: "La patria es el hogar espiritual donde se gesta y desarrolla la identidad nacional, basada en principios morales, tradiciones y valores compartidos que nos unen como chilenos.” Me pregunté, a raíz del texto de Guzmán, si el ruco era o no un lugar espiritual, un tibio útero metafórico. Y me contesté que no, pues ni el espíritu ni los tibios úteros metafóricos, hasta donde sé, crían ratas o bacterias. Me pregunté, luego, si todos y todas –acá en Chile– compartimos los mismos valores, principios morales y tradiciones y me respondí, otra vez, que no, que si fuera por eso habría que crear muchas patrias pequeñas, muchas comunidades en vez de un solo estado cabrón y homogeneizador. Una de esas patrias pequeñas, imaginé, sería el ruco.  

El experimento de las repúblicas y sus democracias representativas, a todas luces, no ha sido un éxito. Se suponía que era la razón la que se instalaba en el poder, pero finalmente terminamos viviendo en un mundo más bien irracional, donde los que se subieron al trono no cambiaron la esencia del régimen anterior, no protegieron al débil contra la tiranía del rico, ni permitieron una participación amplia del pueblo en la administración del país, como se planteaba –entre otros aspectos– en la Aurora de Chile. Doscientos años es demasiado tiempo para que aún haya personas durmiendo a la orilla del río. Y para que haya cientos de miles que, no estando físicamente a la intemperie, sí lo están frente a un poder económico global que maneja Chile –y otros países– con la lógica de un criadero de aves. Los jóvenes del ruco podrían ser perfectamente los chicos de la novela de Gómez Morel, que es de 1962, es decir, de hace 62 años. Chicos abandonados que muchas veces terminan teniendo problemas con la ley, que cometen delitos para sobrevivir porque carecen de las herramientas éticas, psíquicas y formativas que la patria, tantas veces comparada con una madre, debería procurar que reciban. Mucho hemos avanzado en lo tecnológico, mucho capital se ha acumulado, incluyendo mucho capital humano, pero poco hemos avanzado en lo estrictamente humano, sin apellidos o prefijos, sin que ser persona suene a contabilidad de costos. En Chile, y en muchos países latinoamericanos, a diferencia de Heráclito, sí que nos bañamos dos o más veces en el mismo río, detenido, estancado. Y la bandera sigue flameando, coqueta, grácil y orgullosa, como diría un periodista deportivo en su momento poético, justo antes de pasar a los comerciales de baterías para autos.

 

 

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