Signos vitales | Subalterno

«A lo lejos, en el carro contiguo, veo la cara de mi exjefa, que abordó el mismo tren. Está sonriendo, siempre está sonriendo. ¿He progresado desde ese tiempo hasta ahora? ¿Puedo hablar por mí mismo hoy en día? Poco, me digo, poco he progresado, puesto que sigo siendo un subalterno, alguien que, lamentablemente, debe dejar sus objetivos personales de lado cuando entra en la empresa, sustituyéndolos por los intereses corporativos. Un tipo que no tiene voz en el discurso hegemónico, como diría Gramsci. Un tipo como Sorel, un puto como Sorel.»

Salgo del trabajo, son las siete de la tarde. Estamos en enero y el sol aún pega fuerte sobre el pavimento cercano a Estación Los Héroes. En el camino paso por una tienda de artículos católicos, abarrotado shopping para aquellos y aquellas que aún creen en el Vaticano y sus melosos soldados. En la vitrina veo figuritas bíblicas perfectamente pintadas. Figuritas de caras rosadas, figuritas con corazones rojos que, tal como el pecho de Flash, se encuentran atravesadas por un rayo color oro, figuritas martirizadas, crucificadas, ensangrentadas, aunque prolijamente mantenidas. Se hallan envueltas en nylon no solo para que no se llenen de polvo, sino para que la gente común y corriente que entra al local no las manche con sus manos sucias, grasientas, pecadoras. La mugre y la santidad, todos los sabemos, no se llevan muy bien. Cuánto costará una virgen, me pregunto. Y sigo caminando. Quiero llegar a casa, abrir una cerveza, comer algo y seguir con la lectura de Rojo y Negro, de Stendhal, novela que releo con avidez.

Santiago está medio vacío. Todo aquel que pudo escaparse del calor de enero, de los 34 grados que te cuecen el cerebro y hasta los huevos, seguro que ya no está aquí. Los que se quedan son aquellos que deben laborar, así como aquellos y aquellas que gozan de su período anual de descanso, mas no cuentan con dinero para vacacionar y deben hacerlo, como escribió el poeta Héctor Figueroa, por la tele. O por las redes. Principalmente subalternos -explotados o auto explotados- que deben observar, en la pantalla, programas acerca de playas y lagos donde la preocupación central es la economía: cuánta es la ocupación hotelera, cuántos turistas extranjeros han llegado, cuánta plata ha ingresado al país y su exhaustiva comparación con años anteriores. No las gaviotas o el sonido del mar, no el crecer de las docas o del quillay, no el pasear de los que se aman y/o desean por el fresco borde marino, no los ojos de los niños que junto a las olas -alegres e inconscientes- construyen maravillosos universos de vacío, agua salada y arena. 

¿Cabe Julián Sorel, protagonista de Rojo y Negro, en la categoría de subalterno? me pregunto mientras dejo atrás las vírgenes y los cristos envasados. Me hago la pregunta porque el arribista personaje central de la novela (que en su momento el Vaticano prohibió por mostrar, entre otras cosas, el lado turbio de la mafia católica) debe mantener sus ideas napoleónicas en secreto mientras que en público se muestra partidario de la aristocracia y la religión comandada por el Papa. ¿Puede hablar Julián Sorel?, me pregunto, parodiando a la Spivak.

Sigo avanzando. En los muros amarillos del edificio donde antaño funcionó la embajada de Brasil, veo un grafiti en homenaje a Pogo, cantante punk fallecido recientemente, tipo poco común para nuestra sociedad que, entre otros, se hizo conocido por un tema que rezaba: Chichiolina, yo te amo, yo te adoro, porque eres cochina. Me encuentro, luego, con un hombre pequeño y sonriente, como sacado de la parte pastoril del Quijote, tocando inocentes melodías con una flauta dulce. Me pregunto cuánto demorará en desaparecer de la memoria de los otros un hombre común y silvestre, un hombre sin hits como Pogo. Me pregunto, después, si desaparecer de la memoria de los otros es como no haber existido.

Continúo mi camino. En los muros veo, ahora, unos carteles anticigarrillos ilegales. Traficar cigarrillos es un crimen dice la enorme pieza gráfica tamaño mercurio a todo color. Nadie firma la declaración. Lo más lógico es que provenga del monopolio del tabaco. El tabaco también mata, me digo. Por eso me parece tan absurdo el cartel. Un cartel hecho por un cartel. Un crimen denunciado por un criminal. Recuerdo, enseguida, que la misma campaña también está en las radios, incluso en la “Cooperatibia”, emisora ensalzada por su rol en la época dictatorial de Pinochet y sus socios de derecha, que hoy, lamentablemente, hace programas de la mano de las AFPs y publicita a empresas turbias como SQM. A eso hemos llegado. La gran empresa -que fue la que financió la campaña proegoísmo “con mi plata no”- hace lo que se le da la gana. La gran empresa sí que puede hablar. Cabrones y llenos de dinero se meten sin permiso en el cerebro de la gente, en el inconsciente colectivo, que es algo así como entrar en dormitorio de alguien sin permiso. Y nos violan.

Entro al metro. Me recibe una oleada de calor húmedo. Pongo mí tarjeta bip y bajo las escalas hacia el andén. A la distancia veo a una excolega, Cecilia Azúcar, trabajadora social que ejercía la jefatura de carrera en un organismo de educación superior donde años atrás hice clases. Una mujer de trato dulce como su apellido, pero capaz de traicionar a su madre por mantener su puesto. Gracias a ella, junto a otros seis docentes, fui despedido por "agitar el gallinero" pidiendo algunas cosas básicas como un lugar donde almorzar, contratos de trabajo (no a honorarios) y un pago más digno por hora de clases realizada. También -en plena democracia- se me acusó del “delito” de motivar a los estudiantes a formar un centro de alumnos, algo consagrado en la ley de educación superior. Eludo a mi ex colega de engañoso y dulce apellido y espero el tren a unos prudentes diez metros de distancia, la distancia que separa al subalterno del poder.

Enseñaba -por esos tiempos- economía de mercado sin creer en ella. Era un predicador en crisis. Por suerte no intenté lo mismo que Sorel para escalar en el instituto. Sólo pensar en acostarme con la Cecilia Azúcar me daba asco. Entro al carro, el calor adentro es sofocante. Un venezolano canta acompañado de un cuatro. Nadie lo toma en cuenta. Pasa un vendedor de agua embotellada y congelada. En vez de ojos, periscopios. A lo lejos, en el carro contiguo, veo la cara de mi exjefa, que abordó el mismo tren. Está sonriendo, siempre está sonriendo. ¿He progresado desde ese tiempo hasta ahora? ¿Puedo hablar por mí mismo hoy en día? Poco, me digo, poco he progresado, puesto que sigo siendo un subalterno, alguien que, lamentablemente, debe dejar sus objetivos personales de lado cuando entra en la empresa, sustituyéndolos por los intereses corporativos. Un tipo que no tiene voz en el discurso hegemónico, como diría Gramsci. Un tipo como Sorel, un puto como Sorel. Articular dos discursos al mismo tiempo y no sufrir, prostituirse con eficiencia y dedicación, sin complicarse, eso es lo que nos queda. Claro, porque en esta obra teatral que es la democracia chilena uno no tiene la posibilidad de escribir el guion, uno solo tiene que actuar. Los medios y la educación obligatoria nos permiten internalizar los textos mientras lo pasamos bien o creemos crecer como personas o profesionales. No todos, por cierto, estamos conformes con nuestro rol o con la estructura de la obra, pues muchos actores secundarios desean ocupar el rol principal y otros, conscientes de la imposibilidad de que todos triunfen en un esquema donde solo hay un protagonista, optan por reescribir los textos, por reformar o transformar. Un murmullo surge de ellos, un murmullo que a veces se multiplica y se vuelve un tsunami que estalla sobre la ciudad para después retirarse. Luego todo sigue igual. 

En la estación Santa Ana Cecila Azúcar se baja. Al pasar frente a la puerta del carro que me contiene me mira y me saluda. Yo también la saludo, no puedo evitarlo. Pero el saludo que me sale es el mismo que hacen los pacos ante sus superiores: sin saber por qué me llevo la mano a la cabeza, al sitio donde debería estar la visera. Cecilia Azúcar sonríe. ¿Puede hablar Cecilia Azúcar? No, pero sonríe. Su sonrisa es el último vestigio de un cuerpo -otrora autónomo- ya casi totalmente ocupado. Sonreír, además, es productivo, sonreír mejora los equipos de trabajo, sonreír, como diría Byun Chul Han, aporta positividad a la sociedad del rendimiento. El carro parte y me quedo pensando que fui débil, que no debería haberla saludado, pero qué podía hacer, soy un subalterno, no tengo, voz, soy parte de la tropa que callada se cuadra, la tropa que murmura y de vez en cuando, “harta de estar harta”, inunda la ciudad. 

 

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