Signos vitales | Una visita a la tierra de la Mistral


«Mientras avanzaba a través de los enormes montes, perdiéndome en los quiebres y requiebres del camino, comprendí el sentido exacto de la palabra «encerrado», dándome cuenta de que el vocablo no equivale, por ejemplo, a estar dentro de una celda, pieza o container, dado que estar entre cerros no significa perder la vista del cielo, el cielo está siempre presente, el cielo, físico o incluso bíblico, es la vía de escape para quien se encuentra en tal situación.»


Llegué a Vicuña de noche. Venía cansado. Unas cuantas horas antes había buscado albergue en unas cabañas que prometían una experiencia maravillosa, pero instantes después una cotona gris echó a andar una estridente motobomba. Es un ratito nomás, dijo la dueña del lugar. Es para vaciar la piscina. El ruido, sin embargo, se extendió por más de dos horas y el nivel del agua no bajaba. Puse la tele para aminorar el ruido. Y nada. Lo curioso es que parte importante de mi viaje tenía como objeto descansar de mis vecinos metropolitanos -casos fallidos de socialización primaria- que a diario escuchan (y obligan a escuchar) a sus ídolos sin cerebro a máximo volumen. Cuando comenzó a oscurecer decidí irme. Sin muchas ganas ordené mis cosas y manejé sin parar hasta llegar a Vicuña, donde quedé encantado con los farolitos románticos, de luz amarillenta, que alumbran el puente de entrada. Sentí que retrocedía en el tiempo, sentí que era un espectro decimonónico. 

Una vez en la ciudad, recorrí las calles buscando alojamiento, lo que no fue fácil, puesto que estaba todo ocupado. A tope. Finalmente llegué a un motel de película gringa. Era un edificio largo, de dos pisos, tapizado de puertas que por decenas se sucedían iguales una tras otra. Me acomodé, me duché y tipo once pm decidí salir. El dependiente me había informado que se celebraba el aniversario 201 del nacimiento de la ciudad y habría un espectáculo en la ex Plaza de Armas, hoy denominada Gabriela Mistral en homenaje a la escritora premio Nobel 1945. Pensando en la tan cacareada magia del Valle de Elqui, así como en las resonancias poéticas de la autora de “Desolación” en la zona, me fumé un cogollo antes de salir. La idea: intensificar la magia. Dejé el auto en el motel y me fui a pie hacia el lóbrego y anticuado centro vicuñense. Quería estirar las piernas después de tanto manejar. En estas ciudades chicas, además, es sabido que todo queda cerca. Mientras caminaba miré el cielo buscando las famosas estrellas del valle. Pero no las vi, las ocultaban las luces del alumbrado público y una espectacular luna creciente. Al rato llegué a la plaza. Estaba repleta de gente, turistas principalmente, y un montón de pacos. En el escenario en vez de un espectáculo mágico, poético, me encontré con los dobles de los dobles de Chayanne y Marc Anthony. Todo mal. Muchas mujeres chillaban. Desilusionado, volví al motel y me tomé una petaca de vodka para pasar el mal rato. La habitación no tenía más que una ventana, la del baño, así que me senté en la taza del wáter a mirar el pedazo de cielo vacío que el pequeño rectángulo dejaba ver. 

A la mañana siguiente fui nuevamente a la plaza, que ahora estaba en calma. Los dobles de los dobles se habían ido. Ahora estaban los originales, los anónimos. Y Gabriela Mistral, en tamaño natural, sonriendo, sentada un escaño justo al centro del área verde. Los turistas se acercaban a la réplica de la poeta y se acomodaban a su lado y sonriendo la abrazaban y se fotografiaban. Contemplé la sesión fotográfica por un rato recordando que, en su niñez, la Mistral llegó a la ciudad a terminar sus estudios preparatorios, siendo injustamente acusada de robar material escolar, motivo por el cual sus compañeritas -cero sororidad- la apedrearon en varias ocasiones. El capítulo terminó con la expulsión de la poeta -ahora condenada a sonreír per sécula en su escaño atrapa turistas- expulsada de la escuela superior primaria de Vicuña, viéndose forzada a aprender de forma autodidacta. 

Me alejé de la marketinera escultura y recorriendo los bordes de la plaza conocí un bello árbol de fruto dulce y redondo, el chañar, y me quedé admirando su delicado ramaje por unos minutos. Enseguida me dirigí al museo dedicado a la poeta. Caminé unas tres o cuatro cuadras, llegué al portón de entrada. Y estaba cerrado. Era un sábado, un sábado de verano, momento más que propicio para facilitar el acceso a nuestra literatura a aquellos que, con poca plata, pueden salir solo los fines de semana. Pero la burocracia piensa de otra forma, la burocracia tiene poco cerebro, cosa no tan extraña, hay que decirlo, puesto que el término está emparentado con la palabra “burro” (me refiero a la acepción coloquial de la palabra  y no al noble animal), por lo tanto comete, con frecuencia, burradas. Para compensar la pérdida, me dirigí hasta un pequeño museo de entomología e historia natural que había visto mientras recorría la plaza. A fin de cuentas, un insecto y un o una poeta no son tan diferentes, me dije a modo de consuelo. 

Pagué la entrada y entré al museo. Funcionaba en una casona antigua, de adobe, con piso de tablas que rechinaban. Las infografías -adosadas a las paredes- eran bellas, pero de épocas pretéritas, de tecnologías pretéritas, poco atractivas para un público habituado a lo digital. De todas formas, había una extensa cola para entrar. Familias enteras, con niños cubiertos con poleritas de Marvel y adolescentes disfrazados de cantantes de k pop, trap o reggaetón, esperaban su turno. Es lógico, pensé, el turista es un ser que necesita ocupar su tiempo en cualquier cosa -le interese de verdad o no- que le permita tomarse una selfie y luego postearla y convencer a los otros que lo está pasando la raja, que tiene plata para pasear, que es feliz. Si se instalara un museo de tapitas de gaseosas, del neumático usado o de la caca, imaginé, no hay duda de que también estaría lleno. 

Recorrí a paso lento las dos salas que componen el museo. Examiné, en ese andar, concienzudamente las viejas vitrinas de madera y vidrio -tipo bazar o paquetería de los años ochenta- donde se exhiben mariposas, libélulas, escarabajos y otros maravillosos insectos, así como algunos pájaros medio apolillados. Me encontré, además, con algunas piezas arqueológicas y minerales de la zona. Media hora después crucé la puerta de salida y me dirigí a la plaza. Al rato, mientras recorría sus frescos caminos interiores, me crucé con un nuevo museo. Está vez se trataba de un museo católico, ubicado junto a la centenaria iglesia de la Inmaculada Concepción. En su interior, como el irreverente lector se podrá imaginar, había puras webadas: estolas, casullas, cíngulos, copones, sotanas. Pensé, por un rato, en el semen pedófilo que, probablemente, impregnó tales artículos mientras fueron usados para dar a conocer la palabra de dios. Y sentí una mezcla de pena y asco. Más allá, en una esquina perdida del museo, se exhibía la pila bautismal, de mármol, dónde se supone fue bautizada la Mistral. A su lado, una especie de certificado lo atestiguaba. Observé por un rato la pieza que contuvo, hace más de un siglo, el cráneo todavía tierno de la poeta intentando sentir algo, pensar algo, figurarme algo. Y no sentí ni pensé ni me figuré nada. Luego me despedí de la anfitriona, una mujer mayor, crucifijo al cuello, que me hizo recordar esa canción de Víctor Jara que habla de “los amores del sacristán”.

Al día siguiente partí a Montegrande, pueblo donde se encuentra la casa escuela en la que Gabriela Mistral viviese en su infancia, así como la tumba donde reposan sus restos. El camino era sinuoso, lleno de curvas y se internaba entre secos y monumentales cerros. "Padrinos tremendos", "animales con ijares soñolientos", dice de ellos la poeta. El tránsito era intenso. Una caravana de autos rugía bajo el cielo elquino. Todo el mundo parecía dirigirse a Montegrande. Claro, es que este es un país muy cultural, muy lector, muy amante de la poesía, me dije irónicamente. En el camino me detuve en diversos pueblitos "muy mononos, muy tiernuchos", como opinó, en Paihuano, una chica con el pelo del mismo color rosa que el algodón de azúcar. Sus sesos, imaginé, deben ostentar igual tono y dulzor. Mientras avanzaba a través de los enormes montes, perdiéndome en los quiebres y requiebres del camino, comprendí el sentido exacto de la palabra "encerrado", dándome cuenta de que el vocablo no equivale, por ejemplo, a estar dentro de una celda, pieza o container, dado que estar entre cerros no significa perder la vista del cielo, el cielo está siempre presente, el cielo, físico o incluso bíblico, es la vía de escape para quien se encuentra en tal situación. 

Llegué finalmente a Montegrande, que es pueblito mínimo, de una calle, y lo primero que vi fue una escultura de la Mistral junto a dos niñes. Es una pieza de gran tamaño, blanca, aparentemente de concreto, ubicada justo donde se estacionan los SUV, los 4×4 y los demás vehículos último modelo de la mayoría de los visitantes que llegan al lugar. Vista desde lejos, la poeta parece una pastora de autos caros, no la señorona que nos trató de vender la dictadura ni la disidente sexual que el feminismo hoy en día resignifica. Otra cosa que me llamó la atención fueron los restaurantes del lugar, todos llenos de visitantes tomando copao sour y almorzando platos costosos con música basura de fondo. La gente gasta mucho en almuerzo, me dije. Para eso debe trabajar también mucho y esto les impide disponer de tiempo para leer, para pensar de una manera no funcional e incluso hasta para comprar libros. Con todo, si quisieran hacerlo, en Montegrande, cuna de una premio Nobel de Literatura, no podrían concretar tal idea. Esto porque en los puestecitos adyacentes a la pequeña plaza del lugar, ubicados a pocos metros de la gran escultura blanca de la Mistral, se venden artesanías, golosinas, ceniceros, mermeladas, pipas para marihuana, papelillos y chucherías varias, pero no libros. Lo más cercano: un cartel con los códigos QR de las publicaciones de la poeta disponibles en la Biblioteca Pública Digital, lo que se agradece. 

Recorrí rápidamente los puestos artesanales y enseguida me dirigí a la pequeña casa escuela -hoy museo- donde la Mistral, Lucía Godoy Alcayaga por ese tiempo, pasara su infancia junto a su madre y su hermana Emelina, quien fuese además su profesora. En la larga fila de ingreso, una pareja que estaba delante de mí, ambos profes, ignoro especialidad, mantenía una profunda conversación acerca de cremas. Desde chico mi mamá me acostumbró a la crema. Sin crema me siento incómodo, inquieto, nervioso, decía el hombre, un tipo de unos treinta y cinco años, con cara de ardilla depilada. Por suerte, se alegró ella, una rubia L’Oreal de similar edad, hoy en día hay cremas inteligentes que te protegen todo el día ¡Cómo ha progresado la ciencia! Son cremas de la era espacial, cremas para astronautas, bromeó él, no como la vieja Nivea que usaba mi Nina, que te dejaba la cara como papiro egipcio. Es verdad, dijo ella, mi abuelita usaba Lechuga y la cara le brillaba como bolsa de nylon. ¡Qué mala eres! la reprendió él. ¡Malo tú! le dijo ella. Y se abrazaron. Y se dieron un piquito.

Tras una media hora en la cola, pagué la entrada y entré en la casa escuela. Sentí, apenas crucé el umbral, algo parecido a lo que experimenté en el museo entomológico de Vicuña. Todo estaba a maltraer, mal conservado, dejado, como se dice, “a la mano de dios”, que, al parecer, que no es una mano muy prolija. Las fotos, los documentos de época, los textos informativos, exhibidos en fotocopias desteñidas, amarillentas, daban más que pena. De todas formas, conmovedora me resultó la pequeña casa de adobe con sus pupitres y sus antiguas camas de bronce. La palabra compromiso, la palabra amor, surgieron en mi mente al ver las pobres condiciones en que junto a su madre y hermana vivió y se educó la Mistral en sus primeros años. 

Algo entristecido salí de la casa escuela y de inmediato me dirigí a la tumba de la poeta. A medio camino, sin embargo, opté por devolverme. Había una fila kilométrica en el lugar y no tenía ganas de escuchar más conversaciones acerca de cremas. Me subí al auto, eché a andar el motor y mientras manejaba pensé en lo obvio: por qué no se invierte más en cultura. La gente viene a este lugar en gran medida por la fama de la Mistral, pero se encuentra con un espacio bastante patético, desolado, lo que no favorece el acercamiento al arte, a la literatura. Lo que florece es el comercio, los restaurantes, las ferias artesanales, los sitios de degustación de pisco y el negocio de las cabañas para turistas. Pese a su aporte a lo único que importa en Chile: el crecimiento económico, la imagen-país, el fortalecimiento del PGB, los y las poetas se dejan a su suerte, tal como ocurre con los insectos en Vicuña.

 

 

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