Signos vitales | ¡Viva Chile!

Salgo de casa y me encuentro con la ciudad embanderada a raíz de la celebración del dieciocho de septiembre. Edificios, autos y casas lucen con orgullo la bandera tricolor, hay -incluso- parasoles, jockeys y mascarillas pandémicas con los colores del emblema que algunos –imbuidos por una mezcla de ingenuidad, disfuncionalidad estética y sentido de la competencia- consideran el más bello del mundo. Se celebra la independencia de nuestro país: doscientos y tantos años de vida libre y autónoma, tal es el motivo de la colorida efusión nacionalista. No estoy, sin embargo, tan seguro de que seamos independientes. El estallido social y la instalación de la convención constituyente son signos que apuntan en tal sentido. En la realidad concreta, no obstante, dependemos de más de veinte tratados internacionales firmados por los turbios próceres –civiles y militares- que nos han gobernado en las últimas décadas; vivimos, además, aún bajo un sistema político instaurado bajo la mano de la intervención norteamericana en Chile; nuestras riquezas naturales, en tanto, son explotadas por transnacionales que pagan impuestos ridículos; en la localidad costera de Con Con, específicamente en el fuerte Aguayo, ha operado una base militar gringa destinada “a entrenar fuerzas policiales y militares chilenas y de la región en acciones de ´guerra urbana´ de conformidad con las doctrinas contrainsurgentes de la Casa Blanca, la CIA y el Pentágono”, como indicó en 2012 el Centro de Estudios Políticos para las Relaciones Internacionales y el Desarrollo (CEPRID). En 2018, Sebastián Piñera, primer mandatario del país y reconocido ladrón de bancos, acudió a una cita con el presidente Trump -otro sinvergüenza- portando una bandera norteamericana que contenía, como un subconjunto, la bandera de Chile. A ese nivel de sumisión hemos llegado. Culturalmente, por otra parte, la violenta razzia postgolpe y luego la globalización hicieron pebre gran parte de nuestras manifestaciones artísticas y nuestras formas de vida y hoy en día los artistas subviven gracias a los fondos de cultura o a las donaciones (con censura incluida) de uno que otro empresario, sin que sus obras atraigan una cantidad de espectadores o lectores que les permitan la independencia económica, pues el país forma preferentemente mano de obra funcional, de pensamiento concreto y éxito asociado al dinero, para la cual el arte es una lata (y no de cerveza o cocacola). Se trata, en el fondo, de una especie de beneficencia, de caridad. El artista es un enfermo mental, un indigente, un tipo con capacidades diferentes, un cacho, un puto, un representante de una etnia avasallada, un niño con alzhéimer, un inútil. La idea de cultura nacional -en este escenario- se ha ido asimilando principalmente a la comida. Los programas de esta índole –conducidos por idiotas alegres y pachangueros- se dedican a mostrar los distintos platos que se cocinan en Chile, como si lo único relevante de nuestra identidad fuese aquello que se dirige al estómago, dando la idea de que no tuviésemos cerebro o espíritu. En lo demás campea el concepto de cultura entretenida, es decir, de una cultura cuyo objetivo es “distraer a alguien impidiéndole hacer algo”, como define la RAE a la palabra “entretener”. Las calles están embanderadas. Hay ambiente de fiesta. Pronto vendrán los asados, la familia unida en torno a la parrilla como antes lo hicieran los agentes de la DINA y la CNI. El secreto es que lo prepares pensando que te lo vas a comer tú mismo, dice un chef en la tele. El secreto es el egoísmo. Sin embargo, como escribe el poeta José Ángel Cuevas: “un asado no soluciona nada. / Yo ya no creo en los asados. / El verdadero problema es otro.” Y le creo cien por ciento, concuerdo con él pues, como dicen que decía el filósofo cínico Diógenes de Sinope -un tipo que se atrevió a mandar a la cresta al mismísimo Alejandro Magno- vivimos de espaldas a la realidad, nos engañamos a nosotros mismos para seguir en el espacio de confort, subordinación y aplanamiento que nos otorga un sistema que solo nos ve como consumidores. Para ser independientes -señalan autores como Habermas- no se requiere sólo de autonomía personal, sino también vivir en una sociedad autónoma. Rainer Maria Rilke, otro poeta, señaló que nuestra verdadera patria es la infancia. Y en nuestro país tal frase adquiere toda su dimensión, pues los infantes, se sabe, son seres más que dependientes. Dieciocho millones de niños, entre ellos yo, viviremos alegremente la fantasía de la independencia este dieciocho. ¡Viva Chile!

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