Integrante de la generación del 38, Fernando Alegría Alfaro (Santiago, 1918) fue un prolífico narrador, crítico y poeta chileno conocido ampliamente por la publicación de novelas como “Lautaro, joven Libertador de Arauco” (1944) y “Caballo de Copas” (1957), así como por su extenso trabajo académico y crítico que desarrolló principalmente en universidades de Estados Unidos, país donde falleció en 2005. Agregado cultural durante el gobierno de Salvador Allende y coautor junto a Ángel Parra de un disco de cuecas, la poesía de Fernando Alegría -menos difundida que el resto de su obra- muchas veces se mezcla con los anhelos populares y nuestro folclore, dando cuenta de demandas que en el Chile de hoy aún no encuentran respuesta. Le debemos, además, una magnífica traducción del poema “Aullido” de Allen Ginsberg.
SELECCIÓN DE TEXTOS
LIBERTAD BAJO FIANZA
Hoy le vi cara al pueblo.
Le estreché la mano,
reí con él, lloré con él.
¿Quién es el pueblo?
Preguntad a estos hombres,
que tengo frente a mí
y no preguntéis en voz baja.
Alzad la voz, mirad con orgullo;
os responderán valientemente.
He aquí a ciertos presos.
No temáis ni su arrogancia ni su humildad,
y la muerte que lleva cada uno
como un halcón sobre el hombro.
¿Quién es el pueblo?
Es la voz que se quiebra en un sollozo
y se afirma en un puño cerrado.
Es la mano que cae sangrando de la cruz
y recoge en el surco la esperanza.
Es el ojo estupefacto y triste que de pronto me mira
y saca a un héroe del barro.
Es un corazón de greda
y un ídolo de rojos geranios
que se echan a caminar por mi patria.
¿Quién es el pueblo?
Soy yo, facón de zapatero
que clavó una estrella contra la madrugada.
Soy yo, hoz iletrada que cortó de un golpe
la yugular de un latifundio.
El hombre que calentó el invierno en un tarro
y bebió la angustia con el hervor del vino, la naranja y la canela.
El hombre, tal como lo veo hoy,
de pie, anónimo, atento, exigiéndome la vida
porque la vida le quitaron
para hacerlo mi hermano.
¿Quién es el pueblo?
Es el mástil de Chile que navega en una botella.
Es la mujer que cruza los viejos muros de adobe,
el niño, la fruta, el cigarro y el álamo,
la tierra seca y la extensa helada,
el rancho abierto, la vaca, el cura y la campana,
el juez y la puñalada
Allí está el pueblo frente a mí
en esta mañana de agosto,
y me pregunto: ¿Es que yo también soy pueblo?
¿Soy aquél que ellos desean y esperan?
¿Traigo acaso la palabra justa, o la palabra hombría,
la palabra honrada o la palabra dignidad?
Si traigo vanas abstracciones o elegantes amuletos
me quedaré solo entre los muros de esta cárcel.
Pero puede ser que traiga la vida que estos hombres olvidaron allá afuera.
Traigo muerte para el simulador,
vergüenza para el que destapó la vida como una botella
y se arrinconó a beber su propia conciencia.
A quien le duele la vida como una sarna
no puedo hablarle de lujosas plagas y pasárselas por vida.
A quien escupe el amor sobre una pared desnuda
no puedo fingirle amores entre colchas privilegiadas.
Ni puedo cantar la soledad a quien la tuvo entre las piernas
cinco años y un día.
Dejo pues la letra muerta y tomo mi vida para encuadernarla en llamas.
Mis nuevos compañeros llevan en los ojos
la madrugada del hijo pródigo.
Conversemos entonces en este gran día de los presos
y nuestra conversación sea sobre la libertad del hombre.
Nos entenderemos combatiendo, riendo, llorando, blasfemando.
Sé que escribo para el pueblo porque mi palabra ya se ha hecho hombre
y este hombre se siente para siempre libre.
Escribir para el pueblo es crecer
como un árbol de amplia copa,
envolver en raíces la tierra y el cielo,
poner sangre y luz en el corazón de esta cárcel.
Escribir para el pueblo es quedarse vibrando
como un álamo al amanecer,
ardiendo como un bosque en el sur de Chile,
entrando como una lenta marea a la vida.
Escribir para el pueblo es escribir con la mano que siembra,
que cosecha, que combate, que ama.
Escribir con la mano que hoy estrecha a la mía
con la sonrisa que me alienta
con el brazo compañero que se extiende sobre mis hombros.
EL PAÍS DEL MOVIMIENTO
He aquí que la tierra tembló
y las montañas submarinas cambiaron de lugar.
Los volcanes se abrieron rugiendo y sangrando
para cubrir de fuego y cenizas la escarcha de los lagos.
Los ríos perdieron su curso
y ganaron en cambio el camino de la ciudad.
Las islas, finalmente, levantaron ancla al amanecer.
Intranquilo recogí mis redes.
A veces en las redes se viene el recuerdo de mi pueblo.
Con la primera ola cayó la catedral.
Repicando, repicando pasó el campanario
en dirección a altamar.
Pasaron luego generaciones tras generaciones,
casas que durante siglos vivieron en silencio
de la caridad de las ballenas.
Pasaron ensartados, tal como se oye,
ensartados en un cable de galeón,
como un collar de ónix,
viejos fueguinos arrastrando cofres de oro.
Se cose la inmensa rada amarilla,
cosa que parece increíble,
y en la noche resplandecieron las estrellas de barro
repletas de perlas.
Pasó velozmente un bombero a caballo en la torre edilicia.
De la Plaza del Pueblo partió un teatro
cargado de gentes hacia Magallanes.
En cuanto a mí, pasé también río abajo
a mayor velocidad aún,
encerrado en el comedor con mi familia
flotando a la par de corpulentas encinas.
Los vecinos se saludan,
la muerte dejó perdido a su remolcador.
Así pasa la vida,
como pequeñas golillas de espuma roja,
como ligeras cabezas de hombres, de corderos,
de mujeres, de vacunos.
Rizada subiendo del archipiélago.
He aquí, me dije, un país que cae de su pedestal de hielo
y se hinca a observar las grietas de su mano.
En la madrugada una nube de polvo flota y se ilumina.
Dado que los muertos saltaron de sus tumbas
y las familias cayeron al pie de gruesas marquesinas,
el Club de Leones comenzó a levantar un censo en el zoológico.
He aquí la oración de los damnificados:
Que se calme el país del movimiento.
Que los crueles latifundios permanezcan sumergidos.
Que el pan alumbre sin demora el fogón del campesino.
Que el cobre se haga escuela y el salitre casa obrera.
Que la población callampa se levante como un árbol, florezca y ande.
Que regresen los vecinos que salieron a navegar en sus casas.
Que se retire el mar.
Que se sequen y funcionen los mercados, las fábricas y las minas.
Que enciendan la cruz del sur
y se ponga en marcha la provincia.
Porque, a decir verdad, la tierra ya deja de temblar,
el mar se mete en su cueva de arena.
Y en lo que a mí me toca,
la red se me está llenando otra de vez de peces familiares.
ENTRE PONERLE Y NO PONERLE
Entre ponerle y no ponerle, más vale ponerle, digo yo. ¿Ponerle vino? ¿Ponerle el hombro? Ponerle, pues, ponerle. Así fue el chileno siempre, y así ha de ser ahora. Pero, ¿y si no hubiera ya qué ponerle? ¿Ha de ponerle el alma al frío, la vergüenza a su miseria? ¿Qué va a ponerle? ¿La familia al terremoto?¡Vaya, vaya! Vaya mi tren por los campos de Loncoche, vaya quebrando el hielo sobre el anca de las yeguas. Que corra al pie de los volcanes, entre la cordillera y el mar. De la noche, entre alambres de púa, saldrán los huasos, de luto, arreando la vaca colorada que ha de parir la mañana. Que cumpla el sol su rodeo de gala y salga el rancho, de sus quinchas, como un tejo de piedra, a morder la helada. Allí estarán los niños que peinó el invierno, tiesos como estacas, para marcar la muerte. Entre ponerle y no ponerle, dirán, ponerle niños al invierno. Que el viejo se carbonice en el brasero y la madre destete a la loba del frío. ¡Pongamos niños en la ruta! dirán… Pero… Llegará la primavera al Valle Central, Valdivia sacará las patas del barro, caerán un escombro y una estrella en Concepción, tantas estrellas como temblores, tantos temblores como veranos. Correrán potentes los ríos y con ellos correrán los puentes. Correrá el lodo lustroso sobre un potro negro, toserá un niño, morirá un anciano, parirá una mujer y echarán su humo las chimeneas de Santiago. Así será; envuelto en la bruma, con mi abrigo y mi bufanda, mi sombrero negro y mi aguardiente, estaré también, en la elipse del parque, pelada como cabeza de reo. A pequeños martillazos crecerán las fondas en la niebla nocturna. Se encenderá un brasero, y una cantora, y una guirnalda tricolor, y una gallina blanca, y un chuico de chicha y un arpa de plata. Clavarán el cielo con tachuelas, pegarán las nubes rojas con engrudo, taparán el hambre con ramas de sauce, y la soledad y
la vergüenza con albahaca. Se acostará el niño junto a la guitarra, y la abuela junto a su rosario. Dejará el minero su sarcófago de piedra y vendrá marchando para matar el hambre. Vendrá el caballo ciego y la mujer preñada. Vendrá el niño con su tarro y en su tarro flotará una estrella. Se acercará en la noche el ferroviario de gorra oscura. ¡Al parque! ¡Al parque! Con la fogata de cijo y el costillar ardiendo, se traerá en el bigote la niebla de los puentes y la cansada lluvia de Arauco. ¿Ponerle jolgorio al finado? Ponerle tiempo a la muerte, eso digo yo. Cortemos ancla y sacudamos la Cruz del Sur. ¿Ponerle? Ponerle el pecho al agiotista, el hombro al terremoto, el puño a la traición. Llegará el día de septiembre para el hombre de todo el año. La vid para sus sienes, el trigo para sus manos, la esmeralda y el carbón para sus hijos. Cantarán en el parque y brotará del sauce el verano. Saldrán jinetes de su guitarra y la cordillera seguirá dando sus soles como uvas. ¿Ponerle?, ¿No ponerle? ¡Pongámosle chicha al cacho, alegría a la sementera, luz al carbón, justicia al cobre! ¡Pongámosle libertad a la patria, sonrisa al niño, dignidad al atardecer, y amor, amor a la vida! Porque entre ponerle y no ponerle, más vale ponerle…digo yo.
OBRAS
Recabarren, 1938
Ideas estéticas de la poesía moderna, 1939
Leyenda de la ciudad perdida, 1942
Lautaro, joven Libertador de Arauco, 1944
Ensayos sobre cinco temas de Thoman Mann, 1949
Camaleón, 1950
La poesía chilena, 1954
Walt Whitman en Hispanoamérica, 1954
Amérika, amérika amérika, 1954
El poeta que se volvió gusano, 1956
Caballo de copas, 1957
Breve historia de la novela hispano americana, 1959
El cataclismo, 1957
Las noches del cazador, 1961
Las fronteras del realismo, 1962
Gabriela Mistral, 1964
Mañana los guerreros, 1964
Novelistas contemporáneos hispanoamericanos, 1964
Novelas que hablan, novelas que cantan, 1966
La novela hispanoamericana del siglo XX, 1967
Literatura chilena del siglo XX, 1967
Como un árbol rojo, 1968
Los días contados, 1968
Darío y los comienzos del modernismo en Chile, 1968
La maratón del palomo, 1968
Los mejores cuentos de Fernando Alegría, 1968
Literatura chilena contemporánea, 1969
La venganza del general, 1969
Literatura y revolución, 1970
La prensa, 1973
La ciudad arena, 1974
Literatura y praxis en América latina, 1974
Nueva historia de la novela hispanoamericana, 1974
El paso de los gansos, 1975
Relatos contemporáneos, 1979
Coral de guerra, 1979
Instrucciones para desnudar a la raza humana, 1979
Una especie de memoria, 1983
Cambio de siglo, 1984
Los trapecios, 1985
Antología personal, 1987
Nos reconoce el tiempo y silba su tonada, 1987
Allende, mi vecino, 1990
Creadores en el mundo hispánico, 1990
La rebelión de los placeres, 1990




