Trasandino | Caminar calma la mente


«El café me calentó el cuerpo un poco, pero la noche cada vez estaba más fría. De las 30 fotos que tomé sólo 4 me gustaron, esas las subí a las historias de Instagram. Pagué la cuenta y caminé por la Cañada como un romántico viendo las diferentes formas de las ramas de las tipas a contraluz del alumbrado público. Sucede que caminar calma la mente cuando el spleen atribula.»


Esta noche el frio del otoño aparece en los gestos de los transeúntes de la Avenida Colón. Se guarnecen en sus ropas esperando el bondi en las paradas. El viento caótico arrastra tierra, colillas de cigarrillos, hojas secas verdes y amarillas. Le saqué una foto a una abuelita jorobada que intentaba a duras penas subir un carro lleno de cebollas a un trolebús. Después de un día de problemas, buscaba fotografiar con el celu situaciones que me permitiesen pensar la cotidianidad, salir de mí o reflejar finalmente lo que me pasa: fragmentos de la ciudad, el deterioro de los rostros, el vigor de un ademán, el cansancio de los cuerpos en la noche cordobesa. No sé si flaneur o voyerista, o un sujeto proclive a ver la realidad del bajo mundo, sin ínfulas de querer replicar personajes locos de Dostoyevski, ni la crueldad de «El Niño proletario» de Osvaldo Lamborghini, ni tampoco la suavidad de “El Aguinaldo de los Huérfanos” de Rimbaud. Solamente inquirir en la fuerza del gesto que la fotografía puede arrancar de la realidad. Una manera intempestiva de estar en el mundo, en donde el instinto, y no la técnica, haga la captura; entregarse a lo accidental. Este último tiempo, antes de salir a caminar, he recurrido a ver fotos de Daido Moriyama, a su Osaka de los 60, escuchando el álbum “Blue in green” de Bill Evans, sólo para entrar en una danza que me haga pensar en el estímulo provocativo de una imagen, en el ritmo de la ciudad que dialoga con lo fortuito. Simulando ese impulso, como ocurre cuando uno lee un poema que lo asombra e intenta emular esa emoción escribiendo, doblé por San Martín hasta encontrarme con Humberto Primo. El centro antiguo de la ciudad, zona roja que le dicen, en donde por los alrededores personas duermen en la calle con este frio otoñal, rostros marginales pasean silenciosos, trabajo sexual de cuerpos que se contornean sensualmente por los alrededores de Mercado Norte. En el 2014 vivía a dos cuadras de acá, en la Rioja 45. Y me paseaba por estas pasarelas para conversar con una trabajadora sexual, una trans que se hacía llamar Thalía. Había noches buenas, en donde me comentaba de su vida y reíamos fumando flores hasta que un auto se estacionara o se la llevara por un rato, y otras malas, que eran la más (por eso el fin de nuestra amistad), en donde estaba muy empastillada y me mandaba a la mierda. Recuerdo que le gustaba escribir cartas a sus romances fugaces, poemas con fragancia de amor, expresaba; mientras camino por la oscuridad de estas calles se me viene a la mente lo orgullosa que estaba de haberse pagado con su laburo las tetas y el culo, con este orto he amarrado a varios Brad Pitt, decía, y se subía la falda para mostrarme su culo redondo de metracril. Le saqué una foto, con el celu a escondidas, a dos trans: fumaban porro y reían afuera de una carnicería sombría. En Rivera Indarte le tomé una foto a un canillita que dormía afuera de un edificio. Descansaba con la boca abierta, abrazado a su perro y tapado por una frazada morada hasta el cuello. Cuando llegué a la esquina de Av. Colón y Gral. Paz, un taxi frenó violentamente golpeando la rueda trasera de una bicicleta de un repartidor de Rappi. ¡Pasá por encima si tenés los huevos! ¡Salí de ahí culiadazo que te mato! La escena se veía a pedazos porque no paraban de pasar vehículos coloridos. Una rubia alta y flaca, con pinta de cheta, que pertenecía al grupo de personas que esperábamos que el semáforo se pusiera en verde, hablaba con un aire despectivo sobre que los de las bicis siempre se andan cruzando. Al lado mío un joven anémico y cabizbajo, con la remera de Joy División, se sacó los audífonos para decir que el taxista era el que estaba locazo, creo que lo afirmó por el cuarteto que acoplaba los parlantes del taxi: la Mona Jiménez y su reversión de “I was made for lovin you” de Kiss. Los dos eran jóvenes. ¡Pedime disculpas pelotudo! ¡Andá hacete culiar! El de Rappi, moreno de mediana estatura, le daba golpes a palma abierta al capó del vehículo. El otro, algo gordo e irritado, agitaba la mano afuera de la ventana diciéndole que se saliera o lo iba a atropellar. ¡Ahí caen los ropa prestada! habló una chica desde atrás, una morocha de falda corta, negra, con una remera escotada, que vestía igual que sus tres amigas para ir al baile. Una pareja de canas se bajaron de una camioneta de balizas azules para calmar el asunto. Cruzamos la calle. Saqué una foto al altercado. 

Como suele suceder mi caminata se detuvo en el Café-Bar Las Tipas, que está enfrente de la Cañada. La helada hizo que la mayoría de los viejos que ríen, se bardean, y gritan como locos mientras juegan al ajedrez, estuviesen ahora adentro, a puerta cerrada tras el ventanal, moviendo los alfiles, los caballos, jugando al truco y al mismo tiempo atentos a un partido de Talleres vs Sporting Cristal. Me senté afuera. Pedí un café simple y una tostada de jamón y queso. Por mientras que esperaba me puse a revisar las fotos que había sacado. De pronto un linyera borracho apareció pidiéndome unos pesos para comprarse un vino. Por su cara parecía que el frío no lo tocaba, vestía un jean azul 3/4 que estaba muy rasgado, y con una remera negra de “Fuck the Sistem” de Exploited. En uno de sus antebrazos tenía tatuada la famosa portada de “Rayuela” de ediciones Sudamericana; acompañada del nombre Lautaro y Flor. Le di plata y le pregunté si le gustaba Cortázar. Me respondió confuso, con la mirada perdida, que sí, que hace mucho leía y lo hacía pensar. Habló de la Maga con nostalgia y se refirió a Oliveira como un tarado fino. Que le gustaba un cuento en especial. Uno en que un tipo llegaba a un pueblo, se pedía un café, conocía una mochilera, pegaba onda con ella, pero al final la dejaba sola y se iba en auto y chocaba en la carretera. Perdió la vida porque andaba pensando en otra cosa, sentenció. Cuando llegó la dueña del local con lo que había pedido, el linyera se despidió de mí con los pulgares hacia arriba. El café me calentó el cuerpo un poco, pero la noche cada vez estaba más fría. De las 30 fotos que tomé sólo 4 me gustaron, esas las subí a las historias de Instagram. Pagué la cuenta y caminé por la Cañada como un romántico viendo las diferentes formas de las ramas de las tipas a contraluz del alumbrado público. Sucede que caminar calma la mente cuando el spleen atribula.  Hace algunos días le dije a un amigo escritor que me sentía triste y lo más absurdo es que no sabía el por qué, él me respondió que en el fondo la sociedad chilena era así. Pensé en la dictadura, en que jamás se condenó al viejo de mierda de Pinochet, pensé en la identidad fisurada de un pueblo; en la pared de una esquina estaba escrito: ¿Dónde está el Rubio del pasaje?; pensé en el Gatillo Fácil, en la impunidad, en Facundo Rivera Alegre, en que la policía lo desapareció; y luego volví a pensar en mí. En que llegué a la literatura por accidente, en que a Bajtín le faltaba una pierna, en que tengo que hacer una lectura más profunda de Benjamín, que Elizabeht Bishop  le escribió un poema hermoso a Pound, poeta que recibió un premio de poesía estando en el manicomio, en que sólo existe una foto del poeta Isidore Ducasse, en que Enrique Pichon-Riviére estaba asustado ante el misterio que cargaba Lautréamont: a todo el que se acerca demasiado a su obra le sucede una desgracia imprevista (suicidios, muertes extrañas y ataques de demencia), en que Enrique Lihn escribió Diario de Muerte muriendo, y pidió, estando sin fuerzas ni para hablar y ni para mover su cuerpo, que le amarrasen un lápiz a una mano para seguir anotando esa experiencia hasta perecer, pensé en que no puedo sacarme de la cabeza la imagen de Gabriela Mistral iracunda contra su dios, defendiendo desde la tumba las osamentas de su enamorado, pensé en que Kawabata se suicidó mirando el mar. Llegué hasta el rio Suquía. Dos chicos se besaban apasionadamente sobre sus bicicletas antes de pedalear por caminos diferentes; taxis circulaban de vez en vez por la calle Mitre. Pasada la medianoche estaba todo más tranquilo. Crucé el puente Antártida y escuché unas risas debajo de la pasarela. Miré hacia abajo y sólo vi tres sombras. La luna apenas se reflejaba en la delgada línea negra del afluente pampeano. 

 

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