Trastienda | Un puñado de palabras al vuelo de «El obsceno pájaro de la noche»

«El afuera es la intemperie que se aleja y nos asedia con su presión indefinida, transmutada en violencia, en policía que controla los límites y golpea, en religión decadente, en búsquedas y creencias que están fuera de nuestro alcance. Pero aún más, es el abismo y el laberinto de las máscaras, de los mitos, del ser alguien. Algo que sostenga lo real, que sostenga la posición en la vida.»

La novela El obsceno pájaro de la noche de José Donoso marca un desvío en la literatura realista y diría en la literatura de representación. Es un espectro lúcido de los procesos literarios y de identidad desfondada. Es el roce con la materialidad en la lengua, como si su orientación de sentido fuese intervenida y dislocada por esa materialidad que comienza a ocuparla.

Máscaras, mitos, cuerpos, transfiguraciones, sexo hechizado, castraciones, reposiciones, intercambios, mutilaciones, injertos. Movimientos de un mundo en constante desplome. Rostros de cartón piedra o deformes como el grotesco. Imbunches y brujería. Un perro amarillo como fondo permanente, recorrido de una mirada animal que lo transforma todo. Y lo que queda es el despojo hecho cenizas. Una vida que se esfuma al borde del río que cruza una historia, las historias que se desvanecen, como un río de palabras, la misma narración del mudito. Un mundo oculto y grotesco. Y la necesidad de la máscara, de ser alguien aunque el tiempo termina barriendo con todo y hay quienes nunca tuvieron una máscara y pudieron habitarlas todas. El desamparo de los sospechosos sin nombre, de los que no tienen lugar, y la calle es su abismo, los expulsa, los mueve en la incomodidad animal, en el porte de su miembro que los mantiene en la excreción de vida a como dé lugar. Una violencia permanente en los muros de adobe que contienen una mirada, una pregunta desesperada, una venganza contra toda la significación idiota de un país que no termina de ser. Del barrio la Chimba hacia su propia intemperie, lo único que queda es la desprotección absoluta de todos esos fantasmas que pueblan las palabras y la conjuración atormentada de alguna fuerza sobrenatural (la artificialidad del collage de carne, del mosaico religioso a los fragmentos de cuerpos y vidas ajenos, injertos y mutilaciones) que no hace más que cortar y pegar carne contra carne, monstruos con monstruos, deformaciones y palabras. En los bordes de la representación no hay país posible, no hay identidad. Y está el grito desasosegado de ser alguien, de vestirse con la ropa que los jutres imponen, para hacerse visible, ser reconocido. Y lo más interesante de ese abismo de la identidad, es el abismo de la escritura. Esos mismos cortes son los procesos portentosos de una novela de esta magnitud, un monstruo de cortes que son los signos, las palabras como injertos arrastrados por la fuerza que los impulsa. El mostrar lo que no vemos, la necesidad de la máscara que se ha hecho parte de la piel, que reconocemos como propia, es un proceso sin terminar. Un ocultamiento que solo pueden ver los que han quedado al margen, porque no se reconocen, porque sus máscaras se notan y notan la tuya y la de todo lo que está en escena, es la mirada obscena de este pájaro de la noche que no deja de vernos.

La literatura chilena ha tenido como obsesión la identidad. Representarse el ser chileno como aquel ente civilizado idealista que con su voluntad (liberal) puede construirse una vida decente, o como el que lucha contra la naturaleza y sobrevive por su fuerza (Latorre) y se autoconstruye, pero esas imágenes fracasan y exigen una figura que sostenga la imagen que nos damos. Desde Manuel Rojas el deslizamiento fantasmal de los contornos poco precisos del ser chileno abren un desfondamiento en el desamparo de no ser sino una caída. Un puñado de palabras que no pueden sino hundirse con el rio y desaparecer en el silencio del viento cordillerano. Un silencio mineral donde las piedras que estuvieron antes que nosotros lo estarán cuando no haya nada. Donoso abre la herida con la fuerza poética de su prosa. La abre hasta el vértigo. En las casas de tierra, adobe, en las casas patronales, en las extensiones de una pesadilla. En el deslizamiento, como el hechizo de un soplo, de un ruido, sonidos y carne que se van desgajando, desmintiendo, anulando la importancia de cualquier forma de superioridad de casta. Notable momento en que el resentimiento de Jerónimo emerge, por el hermoso pañuelo hecho por la Peta Ponce, y nos sumerge en el odio resentido contra la vida. Una vieja y su colchón pudriéndose, no podría producir esa belleza. Ese momento reconocible de la oscuridad de una clase que se fabrica su superioridad de casta, se impone construyendo muros que nos separen, de tal modo que nadie los cruce si no tiene el aspecto de su propia invención. Pero por las rendijas, por las miradas, por las palabras, por medio de esas manos gastadas aparece algo que nos sorprende por su belleza. Siempre asediados por los de afuera como si entre los muros aparecieran los brazos que los tironean fuera de la ilusión de su investidura. Investidura que se teje en las relaciones, y aparece cuando esas relaciones tocan su tejido, una ficción jerárquica. Así sucede con la escritura. Una ontología que sigue los pasos de una sustracción irremediable. La sacralidad de la que emana lo que mueve las búsqueda de un reconocimiento beato rechazado.

Qué somos, parece decir la novela de Donoso, y ahí está lo obsceno, todo lo que no entra en escena y que asedia y aparece asoma en la lengua de Donoso, es aquello que se disimula tras los muros, el tiempo, las viejas, la pesadilla, la locura, el cuerpo y el sexo, el fondo de una santa ausente y el mito de un origen puro, la acumulación cabalística de cajas insertadas unas en otras hasta el infinito. Cómo si de ese modo las viejas invocaran el infinito de la carne triste y del retorno vacío. Desarmado, descubierto por la novela, como ausencia de identidad, como vagabundos pasmados buscando placer, y cuerpos ateridos de desamparo sosteniéndose en la posibilidad de un origen sacro. Ni copia ni jardín del Edén. Solo proliferación de pasillos, laberinto de una pesadilla llamada… ¿Chile, vida, cuerpo, tiempo, vacío?. ¿Dónde estamos? y ese resto de una voz que se apaga, se transforma, escucha, escribe, no habla. Un resto material que se achica y rueda por los bordes de la miseria, el río Mapocho, hasta convertirse en cenizas, hasta que las conjuras, las brujas, los hechizos no sean sino el silencio al que no asistimos. Dicen que en el funeral de Donoso apareció una perra amarilla, quizás, como La continuidad de los parques, el texto donosiano, su textura, nos envuelve y nos involucra de modos que no somos capaces de aceptar. El horizonte se abre entre muros de tierra y la espera de la muerte, entre lujos y juegos vanos. El silencio del mudito es la narración en la que ya estamos. Solo aquel que no es nada puede escenificar lo que somos cuando nos representamos. Es una respuesta a la narrativa de la identidad, es una reflexión sobre el ser y su abismo, es una herida y un país que no lo es, es un resentimiento poético y lleno de fuerza y lenguaje. Donosiano, dionisiaco. El sueño se abre a su pesadilla con muros de adobe y ventanas tapiadas. El afuera es la intemperie que se aleja y nos asedia con su presión indefinida, transmutada en violencia, en policía que controla los límites y golpea, en religión decadente, en búsquedas y creencias que están fuera de nuestro alcance. Pero aún más, es el abismo y el laberinto de las máscaras, de los mitos, del ser alguien. Algo que sostenga lo real, que sostenga la posición en la vida. Lo insoportable se muestra, monstruo que emerge como protuberancia, como máscara, como viejas, cajas infinitas y brujería, como el mudito sin fondo y en silencio, torrente de palabras. El que no habla tiene todas las palabras y no tiene ninguna, lo tienen a él como en un hechizo, una purga de males inacabados. Y lo que aparece es un deslizamiento hacia la desaparición brutal de un remanente material que algo piensa, algo dice y luego se hunde en el murmullo marrón o se vuela y se esparce en el aire del silencio mineral sin que nadie la note. Literatura, vida, ser y no ser, materia muda que nos retira su sentido cuando emerge, como si la piedra fuese el abismo y nombrarla no fuera suficiente. Donde los nadie no pueden nada sobre la historia y los Azcoitía hacen todo lo posible por hacer perdurar su usurpación, su máscara sagrada, en una herencia que se desfigura, una herencia maldita que no se reconoce y se aparta, se enclaustra para ocultar su deformidad. Una separación que se pretende sagrada por su ocultamiento y solo es un afuera informe posesionado en la corporalidad dislocada. Si la literatura se lleva a su límite, El obsceno pájaro de la noche representa ese límite del representar, donde la identidad se desdibuja, dónde el acto mimético del arte está ahí donde no hay lugar, desde una nada que se transfigura, muestra. Es una imagen grotesca del propio arte de escribir. Cómo un viaje al fin de la noche donde quedamos colgados de una peña oscura como de un ala de piedra.

Comentarios
Compartir: