Me gasté los tres primeros diez por cientos en arreglarme el caracho. Estaba ajado, demacrado, ojeroso, triste y gracias a un reportaje de TVN -el canal de todos los chilenos- tomé la decisión de mejorar mi apariencia, pues como señaló allí un cirujano plástico “es un derecho humano verse bien”, cosa que me pareció totalmente lógica. Me aboqué, primero, a la parte dental. Me puse las muelas y los dientes que me faltaban, quedando, tras dolorosas sesiones odontológicas, con una risa tipo Luis Miguel. Fui, después por el rostro. Me hice un lifting facial en una clínica para cuicos. Me anestesiaron, me cortaron, me sacaron lonjas de piel, me estiraron, me cosieron. Tras la intervención estuve varios meses con la cara hecha un desastre, llena de vendas, cicatrices y costras, recibiendo pomadas, inyecciones y otros actos de tortura. Al final todo estuvo bien, al final mi cara quedó perfecta y contando con cinco décadas de vida parecía un tipo de treinta. Algo achinado eso sí, pero de treinta.
Cuando retomé mi vida de siempre, se me habían acabado las vacaciones sin goce de sueldo, fui blanco de bromas de parte de mis colegas de trabajo. Me preguntaban – mediante chistes, groserías y malintencionadas pullas- de qué me valía tener una cara perfecta si el resto de mi cuerpo -aludiendo principalmente a mi pene, estaban obsesionados con mi pene- seguro que no me funcionaba igual de bien. Yo no los tomaba en cuenta, los ignoraba y continuaba con mi labor, inmerso en esa cárcel llena de celdas que es el Excel. Mi única persona amiga en la empresa, la señora Alma Pura, una abuela de setenta que trabajaba lavando inodoros, me decía que si ella pudiese estirarse la cara también lo haría. Se ve súper bien, se ve más rico que el Benja Vicuña, es pura envidia lo de sus compañeros, agregaba, mientras entrecruzaba sus manos -cubiertas con guantes de goma amarilla- como una santa o una virgen piadosa. Cuando estaba solo, eso sí, me miraba al espejo y no me reconocía, ese que estaba allí no era yo, era un farsante de dientes blancos, una especie de Sebastián Piñera que con su risa de esmalte sintético vende basura a la gente. Había algo innatural en mi cara. Era una especie de muñeco, una figura digna de un museo de cera: me parecía demasiado a Ben Brereton en el comercial de Pepsi. Mis colegas de la oficina, afortunadamente, no descubrieron este horrendo detalle y el espectro de sus bromas siguió girando en torno al pene.
Con respecto a las mujeres el experimento, debo consignar, sí que funcionó. Después de años logré ir con una fémina a un motel. Y luego con otra. Y con otra. Se trataba de mujeres maduritas, no tanto como la señora Alma Pura, se entiende, sino cuarentañeras o cincuentañeras divorciadas, liberalizadas, hambrientas de pasión y cariño. Ninguna, debo decirlo, me gustó demasiado. Yo tenía en mente aún el cuerpo maravilloso de la Giovanna, mi ex mujer, que ahora vive en Antofagasta con un venezolano con lucas. La culpa es de Maduro, diría Schalper, ese diputado acartonado que se dedica -con éxito- a practicar y promover la idiotez. No, echarle la culpa al dictador bolivariano sería un error: la culpa es completamente mía, me mandé puros condoros, fui agresivo, bebedor y grosero, faltó poco para que Carlos Cabezas hiciera una canción con mis confesiones. Por suerte la Giovanna se fue de la casa. Estuve tres años marchito, bajoneado, chamuscado, desde que tomó sus weas y se subió al Suzuki Baleno de su nuevo amorcito.
Ahora, con mi cara nueva, debería sentirme mejor. Es lógico, pues, como dijo el médico de la tele verse bien es un derecho humano y yo, gracias a los primeros retiros de las afps, estoy al día en tal aspecto. La fealdad, en consecuencia, no me vulnera. Soy un muñeco atractivo para el segmento de minas pre-sarcófago. Me siento, sin embargo, extraño e incómodo. No me operé para consolar a señoronas divorciadas: padecen de cólicos y sinusitis, sufren de hinchazones y cefaleas, hablan, además, de cosas que no me importan en lo más mínimo: de la suerte de tener trabajo, de remodelar la cocina y el baño, de las series turcas, del aumento de la delincuencia, de cruceros a lugares paradisiacos que para mí son infiernos y principalmente de sus hijos, que parecen ser unos imbéciles. Con la Giovanna, debo señalar, no fuimos padres, no tuvimos hijos dada mi incapacidad para procrear, pues soy un plátano oriental sin capacidad de engendrar frutos, sin capacidad de engendrar alergias.
Ayer había quedado de salir con una funcionaria administrativa de TECSA SA, una mujer cuyo sueño más sentido es instalar ventanas tipo termopanel en su dormitorio y cuyo hijo único, que estudia ingeniería en logística en un IP, colecciona figuritas de Mickey Mouse. Íbamos a ir ella y yo, es decir, su cirugía estética y la mía, a un rico restaurante peruano y después, seguro, a un motel arribista. No fui, sin embargo, capaz de asistir a la cita. Antes de salir me miré al espejo, mis dientes relucían y mi cara achinada parecía la de un hombre feliz. Interiormente, no obstante, deseaba volver a los días en que echaba de menos a la Giovanna, necesitaba esa sensación, no a la Giovanna, a ella ya la perdí, pero mi cara no me acompañaba. ¿Dónde están mis ojeras, mi piel sobrante, mi demacración? ¿Habrá alguna manera de recobrar mi rostro verdadero? ¿Un plan de FONASA o ISAPRE? ¿Me ayudará el gobierno, la Convención Constitucional, Farkas, las Naciones Unidas o algún programa de la tele a deshacer lo andado y sumergirme, otra vez, en la acogedora penumbra de mi tristeza?





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