Sergio Sarmiento

Signos vitales | Subalterno

«A lo lejos, en el carro contiguo, veo la cara de mi exjefa, que abordó el mismo tren. Está sonriendo, siempre está sonriendo. ¿He progresado desde ese tiempo hasta ahora? ¿Puedo hablar por mí mismo hoy en día? Poco, me digo, poco he progresado, puesto que sigo siendo un subalterno, alguien que, lamentablemente, debe dejar sus objetivos personales de lado cuando entra en la empresa, sustituyéndolos por los intereses corporativos. Un tipo que no tiene voz en el discurso hegemónico, como diría Gramsci. Un tipo como Sorel, un puto como Sorel.» Salgo del trabajo, son las siete de la tarde. Estamos en enero y el sol aún pega fuerte sobre el pavimento cercano a Estación Los Héroes. En el camino paso por una tienda de artículos católicos, abarrotado shopping para aquellos y aquellas que aún creen en el Vaticano y sus melosos soldados. En la vitrina veo figuritas bíblicas perfectamente pintadas. Figuritas de caras rosadas, figuritas con corazones rojos que, tal como el pecho de Flash, se encuentran atravesadas por un rayo color oro, figuritas martirizadas, crucificadas, ensangrentadas, aunque prolijamente mantenidas. Se hallan envueltas en nylon no solo para que no se llenen de polvo, sino para que la gente común y corriente que entra al local no las manche con sus manos sucias, grasientas, pecadoras. La mugre y la santidad, todos los sabemos, no se llevan muy bien. Cuánto costará una virgen, me pregunto. Y sigo caminando. Quiero llegar a casa, abrir una cerveza, comer algo y seguir con la lectura de Rojo y Negro, de Stendhal, novela que releo con avidez. Santiago está medio vacío. Todo aquel que pudo escaparse del calor de enero, de los 34 grados que te cuecen el cerebro y hasta los huevos, seguro que ya no está aquí. Los que se quedan son aquellos que deben laborar, así como aquellos y aquellas que gozan de su período anual de descanso, mas no cuentan con dinero para vacacionar y deben hacerlo, como escribió el poeta Héctor Figueroa, por la tele. O por las redes. Principalmente subalternos -explotados o auto explotados- que deben observar, en la pantalla, programas acerca de playas y lagos donde la preocupación central es la economía: cuánta es la ocupación hotelera, cuántos turistas extranjeros han llegado, cuánta plata ha ingresado al país y su exhaustiva comparación con años anteriores. No las gaviotas o el sonido del mar, no el crecer de las docas o del quillay, no el pasear de los que se aman y/o desean por el fresco borde marino, no los ojos de los niños que junto a las olas -alegres e inconscientes- construyen maravillosos universos de vacío, agua salada y arena.  ¿Cabe Julián Sorel, protagonista de Rojo y Negro, en la categoría de subalterno? me pregunto mientras dejo atrás las vírgenes y los cristos envasados. Me hago la pregunta porque el arribista personaje central de la novela (que en su momento el Vaticano prohibió por mostrar, entre otras cosas, el lado turbio de la mafia católica) debe mantener sus ideas napoleónicas en secreto mientras que en público se muestra partidario de la aristocracia y la religión comandada por el Papa. ¿Puede hablar Julián Sorel?, me pregunto, parodiando a la Spivak. Sigo avanzando. En los muros amarillos del edificio donde antaño funcionó la embajada de Brasil, veo un grafiti en homenaje a Pogo, cantante punk fallecido recientemente, tipo poco común para nuestra sociedad que, entre otros, se hizo conocido por un tema que rezaba: Chichiolina, yo te amo, yo te adoro, porque eres cochina. Me encuentro, luego, con un hombre pequeño y sonriente, como sacado de la parte pastoril del Quijote, tocando inocentes melodías con una flauta dulce. Me pregunto cuánto demorará en desaparecer de la memoria de los otros un hombre común y silvestre, un hombre sin hits como Pogo. Me pregunto, después, si desaparecer de la memoria de los otros es como no haber existido. Continúo mi camino. En los muros veo, ahora, unos carteles anticigarrillos ilegales. Traficar cigarrillos es un crimen dice la enorme pieza gráfica tamaño mercurio a todo color. Nadie firma la declaración. Lo más lógico es que provenga del monopolio del tabaco. El tabaco también mata, me digo. Por eso me parece tan absurdo el cartel. Un cartel hecho por un cartel. Un crimen denunciado por un criminal. Recuerdo, enseguida, que la misma campaña también está en las radios, incluso en la “Cooperatibia”, emisora ensalzada por su rol en la época dictatorial de Pinochet y sus socios de derecha, que hoy, lamentablemente, hace programas de la mano de las AFPs y publicita a empresas turbias como SQM. A eso hemos llegado. La gran empresa -que fue la que financió la campaña proegoísmo “con mi plata no”- hace lo que se le da la gana. La gran empresa sí que puede hablar. Cabrones y llenos de dinero se meten sin permiso en el cerebro de la gente, en el inconsciente colectivo, que es algo así como entrar en dormitorio de alguien sin permiso. Y nos violan. Entro al metro. Me recibe una oleada de calor húmedo. Pongo mí tarjeta bip y bajo las escalas hacia el andén. A la distancia veo a una excolega, Cecilia Azúcar, trabajadora social que ejercía la jefatura de carrera en un organismo de educación superior donde años atrás hice clases. Una mujer de trato dulce como su apellido, pero capaz de traicionar a su madre por mantener su puesto. Gracias a ella, junto a otros seis docentes, fui despedido por "agitar el gallinero" pidiendo algunas cosas básicas como un lugar donde almorzar, contratos de trabajo (no a honorarios) y un pago más digno por hora de clases realizada. También -en plena democracia- se me acusó del “delito” de motivar a los estudiantes a formar un centro de alumnos, algo consagrado en la ley de educación superior. Eludo a mi ex colega de engañoso y dulce apellido y espero el tren a unos prudentes diez metros de distancia, la distancia que separa al subalterno del poder. Enseñaba -por esos tiempos-

Signos vitales | La esperanza no ha muerto

«Años más tarde, transitando ya en la adultez, mi perspectiva cambió y lo que me tocó ver, mayoritariamente, fue gente desesperanzada haciendo filas en bancos o locales -estilo Sencillito- para pagar o repactar la cuenta eléctrica, la del agua, la del teléfono, la del gas, la del crédito de consumo, la del crédito hipotecario, la de la tarjeta de crédito, la de la casa comercial tipo Falabella, Paris o Hites, la del supermercado, la del instituto, preu o universidad, la de la operación de vesícula, riñón o cadera. Internet, por suerte, nos evitó esa pérdida de tiempo, aunque también nos quitó esa especie de socialización de la desesperanza, esa constatación de ser un perdedor más entre muchos que uno experimentaba en las filas de cobranza. De la derrota colectiva se pasó a la derrota individual, del rostro del otro se pasó al reflejo del rostro propio en la pantalla.» Todos los atardeceres, al volver del trabajo, paso frente a una gasolinera ubicada en la Panamericana Norte. He hecho esto durante un par de años, pero, distraído como dicen que soy, no me había dado cuenta de que cada día se forma una larga fila de vehículos esperando pasar por la ventanilla del AutoMac que opera en el lugar. Pensaba que se encontraban allí por bencina, no por el local de Mc Donalds, puesto que había llegado al convencimiento, no sé cuándo, no sé bien por qué, pero hace mucho, de que la famosa cadena gringa ya no atraía demasiado a los chilenos, que había pasado la novedad, que todo el mundo tenía claro que se trataba, por lo bajo, de una estafa alimentaria. Hace poco, sin embargo, me di cuenta de mi error. Detenido frente a la gasolinera a raíz de un taco vi que la larga fila de vehículos no culminaba en los surtidores de combustible, sino en el local de comida rápida, justo a una hora propicia para la once o cena.    Adentro de cada auto -descubrí- había seres humanos, había mc padres, había mc madres, había mc abuelos, había mc pololos y mc pololas, había mc hijos y mc hijas, esperando ansiosos la mc mercancía: hamburguesas, papas fritas, gaseosas de fantasía, productos principales de esta mc empresa nacida, como cierta mafia, como cierto neoliberalismo, en la norteamericana ciudad de Chicago. Me pregunté esa vez, y me sigo preguntando cada vez que paso por el sitio, qué hace que estas mc personas consuman -a mc precios nada bajos- mc alimentos que, como todos sabemos hace mc décadas, es vox populi, nutren poco y tienden a dañar la salud, agregándose hoy en día un estudio que asocia el consumo de comida chatarra a un incremento en el deterioro cognitivo. Es decir, pagas para volverte fofo, insalubre y poco listo. ¿Por qué entonces esta marca sigue floreciendo? No tengo idea, pero la respuesta debe ser parecida a las razones que la gente tiene para escuchar a Bad Bunny, viajar al Caribe a emborracharse a diario en un resort o votar por la Dra. Cordero. Cuando estoy de mala los pongo en mi categoría de imbéciles 24×7, esa sería la razón. Y punto. Cuando estoy más cuerdo atribuyo el fenómeno a asuntos como la derrota de la educación pública o el amplio triunfo del neocolonialismo en nuestro país, que como escribió Parra, es más bien paisaje.    Me sorprende también, cada vez que paso frente a la gasolinera, el hecho de que las mc personas sean capaces de hacer fila, de esperar pacientemente en sus mc autos, incluso con alegría, los mc combos de la franquicia norteamericana sabiendo que, en la sociedad actual, de lo inmediato, del aquí y el ahora, esperar es una experiencia ampliamente desvalorizada. Desde mis tiempos de infancia, cuando iba todos los domingos a misa de doce a la iglesia de Fátima, en Independencia, cerquita del Hipódromo Chile, que no me tocaba ver tanta gente esperanzada haciendo filas o colas, como se les llamaba antaño. Los feligreses -en esa época- ponían su esperanza en el retorno de un ser amado, en mejorarse de alguna enfermedad, en pagar una cuota a tiempo, en evitar el embargo de una casa, en la aparición de un familiar secuestrado por los milicos. Por eso se comulgaba, es decir, se recibía, sin ser aparentemente violado o violada, el cuerpo de Cristo en la propia carne, representada por la hostia, que es otro alimento poco nutritivo. Después venía la ofrenda, el pago, que se depositaba en un canastito que olía a incienso, a misterio. Años más tarde, transitando ya en la adultez, mi perspectiva cambió y lo que me tocó ver, mayoritariamente, fue gente desesperanzada haciendo filas en bancos o locales -estilo Sencillito- para pagar o repactar la cuenta eléctrica, la del agua, la del teléfono, la del gas, la del crédito de consumo, la del crédito hipotecario, la de la tarjeta de crédito, la de la casa comercial tipo Falabella, Paris o Hites, la del supermercado, la del instituto, preu o universidad, la de la operación de vesícula, riñón o cadera. Internet, por suerte, nos evitó esa pérdida de tiempo, aunque también nos quitó esa especie de socialización de la desesperanza, esa constatación de ser un perdedor más entre muchos que uno experimentaba en las filas de cobranza. De la derrota colectiva se pasó a la derrota individual, del rostro del otro se pasó al reflejo del rostro propio en la pantalla.   Hoy por hoy, en este presente eterno en que vivimos, en este barco sin mar en que navegamos, la esperanza, para muchos, sin embargo, parece haber renacido. O nunca murió y yo, terco, no quise darme cuenta. Esta esperanza es el Mc Donalds. Allí, en vez de bancas de oscura madera hay un mobiliario práctico y colorido; en vez de aburridos santos hay un payaso sonriente; en vez de vetustos y seriotes sacerdotes de sotana negra hay alegres jóvenes vestidos con ropa deportiva entregándonos el cuerpo del capitalismo -la hamburguesa- en higiénicos envases que nos permitirán echarnos nosotros mismos

Signos vitales | Desmalezando

«Desmalecé hasta el mediodía. En algún momento la loica se desprendió del polín y voló junto a una compañera (de pecho rosado) que no había visto, perdiéndose bajo el cielo inmensamente azul. Volví después a casa y me dispuse a escribir este texto, que delineé mientras arrancaba de la tierra yuyos, malvas, teatinas y otras especies -ya secas- cuyo nombre ignoro.» ¿Qué canta el canto? Nada. El canto canta, el canto canta,  no como el pájaro, sino como el canto del pájaro.  Pablo de Rokha   Hoy, mientras realizaba la agotadora tarea de desmalezar, vi una loica parada en la punta de uno de los polines del cerco. Frecuentemente estas aves, propias de Chile y Argentina, aparecen por Lo Fontecilla, pequeño caserío -limítrofe con el humedal de Batuco- donde vivo hace más de dos décadas. Su pecho colorado, específicamente el de los machos -pues se trata de una especie dimorfa- las hace especiales, diferentes, llamativas, siendo la causa de su inclusión en un sinfín de leyendas, tanto de los pueblos originarios como de los posteriores ocupantes de este sector del planeta. Según Alonso de Ovalle, los indígenas que habitaban lo que hoy por hoy es Chile atribuían al canto de esta ave la capacidad de pronosticar la muerte, las enfermedades y otras desgracias, fenómenos que afectarían a quien la escuchase o a sus parientes. Sería, por tanto, un ave de mal agüero. Para el actual poeta mapuche Lorenzo Aillapán, en cambio, la loica sería una anunciadora, pero de visitas y al mismo tiempo una ayudante de el o la machi, es decir, un ser positivo, casi new age. Pese a este rol de “anunciantes”, estos pájaros “pechicolorados” -así los llamaban los españoles- históricamente han estado asociados más bien a leyendas vinculadas a la sangre. En estas narrativas, el rojo líquido que corre por nuestras venas y arterias, que ha sido derramado de abundante forma en nuestro país pasillo (como lo llama Bolaño), es metaforizado, romantizado, endulzado, envasado, permitiendo que podamos digerirlo, procesarlo, incorporarlo, incluso nutrirnos vampirescamente de él, para luego seguir adelante, como se dice eufemísticamente. En “Historia de por qué la Loica tiene el pecho colorado”, texto publicado durante los sesenta en “Las historias de mama Tolita”, Marta Brunet recopila una de estas leyendas, específicamente aquella que señala que pese a temer al hombre y “su malignidad que se distrae matando”, la loica, que asume el rol de una piadosa TEN emplumada, cuida a un cazador que la quiso matar y tuvo problemas con su escopeta, le salió el tiro por la culata y se pegó -inepto- un tiro en su propio pecho, quedando agónico en un descampado. El contacto del ave -de mentalidad cristiana- con la sangre del cazador, por tanto, sería la causa de su plumaje colorado, color que en el texto fue aprobado ever for ever nada menos que por el mismo San Pedro, que “había bajado a la Tierra a tomar un poquito de fresco a la sombra de unos hualles y había visto todo lo pasado” (cosa extraña eso de que el personaje bíblico bajase “a tomar un poquito de fresco”, pues se supone que el calor extremo se da en el infierno, no en el paraíso, que es un sitio bacán como Hawai, Miami o Isla de Pascua, aunque -espero- sin blancos, gente abc1, uniformados ni yanaconas). En los mismos años sesenta, en un poema titulado “Loica”, incluido en su “Arte de Pájaros”, Pablo Neruda le pregunta al ave de pecho rojo: “Por qué me muestras cada día tu corazón ensangrentado?” // “Qué culpa llevas suspendida / qué beso de sangre indeleble, / qué disparo de cazador?” En este último verso, el poeta nacido como Neftalí Reyes y hoy tachado, eliminado del juego, por violar a una sirvienta en Ceilán, dialoga, sin duda, con la leyenda recopilada por la Brunet, aunque en su poema parece no haber problemas de carácter técnico con la escopeta y la loica ha sido baleada, transformándose de alma caritativa en víctima. Un flash forward, sin duda, del gran poeta de Parral, dado que al comienzo de la siguiente década el cazador, vestido de uniforme gris azulino, aviones de guerra y gafas negras, dispararía contra el corazón del pueblo, ensangrentaría su pecho, convirtiendo a Chile entero en una especie de loica. La imagen de la víctima vuelve a aparecer en los tiempos actuales, específicamente en el poema-denuncia “La loika” de Graciela Huinao, donde la poeta huilliche se pregunta: “¿Por qué canta la loika? / Si le han cortado el árbol / donde solía cantar (…) // ¿Por qué canta la loika? / Si le han robado la tierra / donde iba a anidar (…) // ¿Por qué canta la loika / Si no le dejan migajas / para comer” (…) //- Canto por mi árbol, migajas, tierras, / por lo que fue mío ayer. / -Canto por la pena de perderlo…” En este texto, la loica o loika funciona como una analogía respecto del pueblo mapuche y su tragedia, que a estas alturas parece inmanente, incluyendo además una dimensión no considerada por la Brunet o por Neruda: lo ecológico.  Desmalecé hasta el mediodía. En algún momento la loica se desprendió del polín y voló junto a una compañera (de pecho rosado) que no había visto, perdiéndose bajo el cielo inmensamente azul. Volví después a casa y me dispuse a escribir este texto, que delineé mientras arrancaba de la tierra yuyos, malvas, teatinas y otras especies -ya secas- cuyo nombre ignoro. Para informarme busqué algunos datos en Internet. En ese navegar, junto con su poema “La loika”, me crucé con una entrevista que la Huinao dio a Álvaro Miranda, texto que aparece en la página del “Festival de Poesía de Medellín” y que aparentemente corresponde al año 2009. La poeta huilliche, primera integrante indígena, además, de la Academia Chilena de la Lengua, señala allí que la loica “es un pájaro originario del sur de Chile que está a punto de extinción.”  Preocupado por el destino del ave, pensé que pronto no la

Signos vitales | Migraña

«En una casa donde habitualmente ponen reguetón ahora escuchan música orquestada tipo Orfeón de Carabineros. Una música de mierda que reemplaza a otra música de mierda. Después recuerdo unos temas que escuchaba un jefe bien vacío, bien arribista, bien funcional, que tuve años atrás: “Werner Muller, tributo a Elvis” o algo parecido. Era un asco por donde se le mirase. Un asco orquestado.»  Hoy, mientras me recupero de la resaca de la noche anterior -una regada reunión con amigos durante la víspera del “Día de Todos los Santos”- pienso que lo único que me gusta de las religiones son los feriados. En eso consiste su milagro. Nada más habría que agradecerles. Lo demás es una carga de tonteras y violencia intragable. La existencia del universo -hasta ahora- no tiene ninguna explicación. Eso es lo único que se puede asegurar. Quien crea en Dios que lo demuestre. De lo contrario que deje de cacarear. Si yo asegurase que existen caballos invisibles de doce patas tendría que demostrarlo, exhibir pruebas. Más aún si tengo la osadía de indicar que tal bestia es la creadora del mundo, de cada uno de los seres que lo pueblan y de las normas que los rigen.   Doce del día. Voy camino al almacén por una pastilla para la migraña. Me duele la cabeza producto del alcohol. Afortunadamente hoy es martes, martes feriado, y todavía me queda bastante tiempo libre. Horas que puedo orientar a mis objetivos y no a los de la empresa donde me arriendo, sociedad anónima educacional donde soy un dispositivo destinado a formar otros dispositivos. O peor todavía: un repuesto destinado a formar otros repuestos. El sistema, como dice un amigo, se reproduce a sí mismo. El asunto es que la cosa siga funcionando. Que no se detengan las fábricas, ni los ministerios, ni los regimientos, ni los bancos, ni las iglesias, ni las escuelas. Tampoco las cárceles, tampoco los manicomios. Da lo mismo si se logra o no el bien común, excusa con la cual se creó todo este cuento. Pasa un auto y toca la bocina a un tipo que cruza la calle despreocupadamente. El chofer y el peatón -que viste una polera que dice “Denver”- se miran con rabia, están a punto de insultarse, pero se quedan callados. A través de los vidrios del auto se observa un ramo de flores amarillas. No habrá violencia, no habrá bates de béisbol, es “Día de Todos los Santos”.    La calle está vacía otra vez. En una casa donde habitualmente ponen reguetón ahora escuchan música orquestada tipo Orfeón de Carabineros. Una música de mierda que reemplaza a otra música de mierda. Después recuerdo unos temas que escuchaba un jefe bien vacío, bien arribista, bien funcional, que tuve años atrás: “Werner Muller, tributo a Elvis” o algo parecido. Era un asco por donde se le mirase. Un asco orquestado. Hasta la película es mejor. Sigo caminando. Me quedan unas veinte horas de libertad antes de entrar -otra vez- a la fábrica de repuestos. Es un lugar, lleno de normas y currículums, que da la idea de seriedad, de que las cosas son de tal manera porque hay una verdad detrás de ellas, no un interés. El mundo, sin embargo, no es serio. Si el mundo fuese serio no tendríamos a tipos como Trump, Kast, Parisi, Bolsonaro, Putin, Maduro o Fontaine, por nombrar unos pocos, en la política. Tampoco habría cientos de miles o millones de personas apoyándolos, votando incluso por ellos. Si el mundo fuese serio no se trataría de artistas a seres como Bad Bunny, Lucho Jara, la Rancherita o Paloma Mami, ni de grandes emprendedores a herederos como Luksic y Angelini. Si el mundo fuese serio no habría realeza ni pobreza, ni se dedicarían fortunas completas a fabricar armas de destrucción masiva en vez de apoyar a los países pobres a salir adelante. Si el mundo fuese serio no habría miles de detenidos desaparecidos desde hace décadas. Si el mundo fuese serio la tele no nos diría que para que la economía funcione es necesario que los conglomerados empresariales controlen todo y los demás vivan en el subdesarrollo. Pasa una moto ruidosa. Es alguien que no tiene otra forma de hacerse notar. Y me distraigo. Y olvido mis pensamientos, pues no los tengo en la punta de la lengua. O en un archivo pdf. Da igual. Aflorarán cuando sea necesario. Miro el cielo otra vez y lleno mis pulmones de aire. Y sigo caminando.     Estuvo bonito Halloween, me comenta amablemente la mujer que atiende el almacén. Claro, le digo, mientras pienso que mediante el famoso ¿dulce o travesura? los niños de la Colonia Chile, disfrazados de horrendos y tiernos monstruos, aprenden, año a año, los fundamentos de algo muy mafioso: la extorsión. Aumentarán los secuestros y los chantajes en el futuro, eso lo doy timbrado. Aumentarán como han aumentado los crímenes mediante armas de fuego tras décadas de tener a nuestros niños viendo, en películas y series, gente baleada en el cráneo como si nada, o de matar gente, también como si nada, en plataformas de video. En eso consisten esos juegos y esa diversión infantil, en prepararse para la vida adulta. En aprender a matar. A eliminar al otro. Y ganar puntos.   Pido agua mineral y remedios para la migraña. Enseguida emprendo el camino de regreso. La casa está llena de vasos sucios y colillas de cigarrillos. Voy a la cocina y me tomo las pastillas con el agua mineral. Y me recuesto en la cama. Sobre las sábanas, extenuado, pienso que este día no tiene ni tendrá jamás nada que ver conmigo, pues hoy se recuerda a quienes, según la Cosa Nostra católica (institución que, según los entendidos, le “expropió” la festividad a los pueblos originarios de América), se han purificado en el purgatorio y se encuentran en el paraíso. Mañana, dos de noviembre, que es “Día de Todos los Difuntos”, tampoco será mi momento, puesto que en tal fecha los pocos seguidores que

Signos vitales | En la sala de operaciones

«Son bellas las banderas, todas las banderas, aunque luego de perder sus colores, de rasgarse, de deshilacharse en los pabellones de la paz o en un conflicto bélico, se suman al montón de toneladas de residuos que contaminan el territorio. A los descarados que usan el amor a la bandera que profesa una parte del pueblo -bastante grande- como instrumento de pastoreo, de orientación, de “coaching” de masas, este deterioro, sin embargo, no les preocupa demasiado, es puramente incidental, marginal, puesto que para ellos es fundamental mantener encendidos los corazoncitos patrioteros, que son como estufas a parafina de las más económicas, que son una fuente de energía barata, silenciosa, sumisa, que les permite calefaccionarse, mantener el café caliente, incrementar la producción y obtener atractivas rentabilidades.» Pesada y gris como un buque de guerra, la tarde capitalina cae. La pileta del paseo Bulnes lanza sus monótonos -aunque encantadores- chorros de agua. Al fondo, cual un paciente tendido en la sala de operaciones (aquí recuerdo a Elliot) se ve nuestra casa de gobierno, la Moneda, relumbrando iluminada por un set completo de potentes luces blancas. Entremedio una bandera nacional enorme -digna de un amante del rodeo, de un país sudaca diseñado por Disney o del loco Pool- ondea en el viento helado de mediados de septiembre, obstaculizándome la visión. Es hermosa la bandera nacional, tan parecida a la de Texas, EEUU, pienso, aunque rápidamente me doy cuenta de que prefiero las pequeñas, esas que se ponen en los autos, en las tumbas y en los escritorios de los burócratas, o aquellas que vienen en tiras y se cuelgan en los restaurantes, en los emporios, en las fondas, puesto que, por su menor tamaño, ocultan u oscurecen menos que una bandera gigantesca -como la que ondea frente a la Moneda- que tapa un buen pedazo de territorio, que lo llena de sombras, de sobras. ¿La habrá financiado la Coca Cola? No tengo idea, me digo, mientras recuerdo una frase de Baltasar Gracián: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, que le vendría bastante bien a este mundo guiado por el vacío y su necesidad, creciente, de llenarse la panza. Son bellas las banderas, todas las banderas, aunque luego de perder sus colores, de rasgarse, de deshilacharse en los pabellones de la paz o en un conflicto bélico, se suman al montón de toneladas de residuos que contaminan el territorio. A los descarados que usan el amor a la bandera que profesa una parte del pueblo -bastante grande- como instrumento de pastoreo, de orientación, de “coaching” de masas, este deterioro, sin embargo, no les preocupa demasiado, es puramente incidental, marginal, puesto que para ellos es fundamental mantener encendidos los corazoncitos patrioteros, que son como estufas a parafina de las más económicas, que son una fuente de energía barata, silenciosa, sumisa, que les permite calefaccionarse, mantener el café caliente, incrementar la producción y obtener atractivas rentabilidades. Las banderas, para ellos, son equivalentes a las banderillas que los toreros clavan en el lomo de las bestias de sacrificio. O a las que los astronautas plantan en nuestro único satélite natural. La bandera es conquista. La bandera es dominio. Si el rio deja de correr, si el zorzal deja de volar, si el niño come pan radioactivo, si el anciano vive en el infierno, les da igual. Lo importante es que la bandera esté bien planchadita, como decía una antigua canción. Ojalá con un soldado de penacho tricolor abajo, resguardando las inversiones, destiñéndose bajo el sol. Al patriotero le han hecho creer algo absurdo: que la gente que nace en determinado lugar es mejor, por ese solo hecho, que la gente nacida en otros lugares. Le han dicho también que hay “malos y buenos chilenos”, siendo, justamente, él parte de los buenos, de los que nunca se equivocan, de los honestos, de los puros de corazón. Es bipolar el patriotero. La bandera, para él, contiene una emoción. Un sentimiento tipo sexto básico que se conecta con los maniqueos valores morales y patrios que en esa época en la escuela nos inculcan y que en la adultez vemos desmoronarse en los demás y en nosotros mismos (esto nos cuesta un poco más verlo), mientras transitamos -desde séptimo básico en adelante- por una ambigüedad creciente que alcanza su clímax en la adultez. El patriotero, por cierto, se queda para siempre en sexto básico, en el acto del 18, en el acto de la “independencia”, midiendo a los demás con una vara ética que ni él mismo cumple, que nadie cumple. Dejo de mirar la bandera -la bandera que es un calmante, como escribió Violeta Parra- y yendo una media cuadra más allá de la Librería del Fondo de Cultura Económica, que estando en un barrio militar se encuentra rodeada de armerías (aquí cabe perfecto el cursi dicho: me armo de libros, me libro de las armas), me siento en un escaño, junto a un tipo que toma un café y escucha a viva voz temas de un personaje que resulta ser Marcianeke. Es una música espectacular, maravillosa, pues me permite ver qué hay en una mente expuesta desde la infancia y casi sin filtros educativos al modelo neoliberal chileno. Una especie de crash test dummy.  Tras un rato de escucha me doy cuenta de que se trata de una mente con un grado de psicosis mediano. Un tipo cuyo comportamiento, usando un término de moda, carece bastante de bordes. Sus letras usan un idioma español cruzado por el inglés. O al revés. Ambos idiomas, como diría un amante de la pureza lingüística, se articulan y pronuncian de manera deficiente, gutural, estirando harto el hociquito, como dice un amigo ultra que declara odiar la imbecilidad. Los textos, por otra parte, están llenos de marcas de ropa y de otros artículos de consumo (su logos es un logo, podría decirse), dándole a uno la idea de estar ante el basurero de un mall o de un supermercado. El contenido es simple y directo: droga pa pasarlo rico, asalto pa hacernos

Signos vitales | Kilómetro cero

«Casi en el centro de la plaza me encontré con el “Monumento a la libertad americana”, obra en mármol blanco del italiano Francesco Orselino, instalada allí hace casi doscientos años (específicamente en 1836, mediante la autorización del procaz y turbio y cabrón Diego Portales). En ella una mujer de rasgos europeos libera a una indígena latinoamericana, también de rasgos europeos, que se encuentra de rodillas.» Habitualmente paso por la Plaza de Armas de Santiago. Por lo general a la hora del almuerzo, cuando arranco del casino de mi lugar de trabajo y busco un lugar diferente donde comer, donde existir, donde respirar, donde ser algo más que un simple factor productivo; o cuando tengo que hacer -apurado- algún trámite en el centro. Atravieso, en esas ocasiones, las calles interiores del lugar que acá, en la Colonia Chile, marca el kilómetro cero. Y me encuentro con una fauna plurinacional compuesta por prostitutas de culos gigantes, cafiches vestidos con nike, converse o adidas, predicadores de la biblia, desempleados, vendedores ambulantes, trabajadores mal pagados y perdedores varios, sentándome a veces en algún escaño a revisar el teléfono, a escribir algunas notas, a hojear un libro, a tomar fotos o simplemente a contemplar el entorno del sitio y su fauna.  La semana pasada estuve allí. Específicamente el jueves. Había almorzado pollo mongoliano y wantán viendo -en una pantalla gigante- las noticias que los grandes empresarios y los suyos fabrican intentando que la gente -el pueblo- se haga autogoles o el harakiri, favoreciendo así su autoritarismo narcisista, su egoísmo patológico, su visión funcional del hombre común y su cultura de mierda. Una mentira que se repite mil veces se transforma en verdad, recordé que proclamaba Goebels, el publicista de Hitler. Los grandes empresarios, los Luksic, los Matte, los Angelini, los Ponce Lerou, los Piñera -que son los que de verdad gobiernan el país- lo tienen totalmente claro. Y jornada tras jornada sus bots y los medios de prensa que estos cabrones financian -que son casi todos- dejan caer gota a gota el veneno que termina matando una buena cantidad de cerebros nacionales e importados. ¡Cuántas neuronas asesinadas! Andaba con algo de tiempo y un libro de poesía brasileña ese jueves, así que tras salir del restaurante chino fui a la plaza a reposar el almuerzo y leer un rato. Necesitaba purificarme del noticiario y su dosis de atontamiento orientado, hoy en día, completamente al rechazo de la nueva constitución, a impedir la democracia, a reprimir la autonomía, a imponerles la chilenidad a pueblos que no son chilenos. Me acomodé en una banca y durante un rato contemplé a los transeúntes que, al caminar, espantaban a las palomas. A mi lado una pareja degustaba un par de completos del portal Fernández Concha. Tomé el libro, lo abrí y me encontré, de inmediato, con un magnífico poema de Carlos Drummond de Andrade: “En medio del camino”. Es un poema que me encanta y lo leí como corresponde un par de veces. Enseguida, a modo de venganza con los grandes empresarios, hice el ejercicio de leerlo cambiando la palabra “piedra” por “oligarca”:  “En medio del camino había un oligarca / había un oligarca en medio del camino / había un oligarca / en medio del camino había un oligarca. // Nunca me olvidaré de ese acontecimiento / en la vida de mis retinas tan fatigadas. / Nunca me olvidaré de que en medio del camino / había un oligarca / había un oligarca en medio del camino / en medio del camino había un oligarca.” Estuve en eso unos cinco minutos. Luego me dediqué a mirar el entorno. Los árboles de la plaza, que como los animales del zoo lucen cartelitos con su nombre, estaban otoñando. En la esquina frente al municipio “el caballo”, nombre popular de la estatua ecuestre del invasor español Pedro de Valdivia -que fundase la ciudad apoderándose de un tawantinsuyo o centro urbano inca- estaba repleta de turistas fotografiándose. ¿Será derribada alguna vez? ¿Será vejada, humillada, violada? ¿Le pondrán la peluca de Sandy Mc Donald? ¿Será pintada de rojo o de negro? ¿Será cabalgada por post punkies borrachos? ¿Morderá el polvo? Tal vez, me dije. En todo caso, los calcetineros de las tradiciones y el orden hueco no tienen nada que temer, pueden estar en paz, pues, de sufrir algún daño, lo más seguro es que el monumento será objeto de una reparación integral, completa y minuciosa, tal como ocurrió con la estatua del general Baquedano, aunque no con los mutilados de Piñera. Sí, porque en Chile un mamotreto de metal parece tener más derechos que una persona.   Miré después hacia el vértice opuesto a la estatua de Pedro de Valdivia. Allí, a pasos de la entrada al Paseo Ahumada, el noventero “Monumento a los pueblos indígenas”, obra de hormigón y granito de Enrique Villalobos, tenía poco público. Sólo unas gringas desabridas -que imaginé con olor a pollo frito- se fotografiaban junto a la colosal cabeza. Después giré la vista. Y casi en el centro de la plaza me encontré con el “Monumento a la libertad americana”, obra en mármol blanco del italiano Francesco Orselino, instalada allí hace casi doscientos años (específicamente en 1836, mediante la autorización del procaz y turbio y cabrón Diego Portales). En ella una mujer de rasgos europeos libera a una indígena latinoamericana, también de rasgos europeos, que se encuentra de rodillas. La liberación, vista así, consiste en someterse y dejar de ser indígena y volverse blanco o blanca, volverse “civilizado o civilizada”, abandonando la cultura propia y usando artilugios como L´Oréal de París para luchar contra la tozuda biología. Los rasgos de ambas mujeres me recordaron, además, a los de la norteamericana estatua de la libertad, valor fundamental que en eeuu -como irónicamente escribiese Nicanor Parra- es una estatua.  Consulté la hora. El tiempo había pasado rápido y era momento de volver a la pega y seguir aburriéndose en los monótonos cuadritos del organigrama. Mientras caminaba de regreso recordé que durante la dictadura circularon monedas doradas con

Signos vitales | Una visita a la tierra de la Mistral

«Mientras avanzaba a través de los enormes montes, perdiéndome en los quiebres y requiebres del camino, comprendí el sentido exacto de la palabra «encerrado», dándome cuenta de que el vocablo no equivale, por ejemplo, a estar dentro de una celda, pieza o container, dado que estar entre cerros no significa perder la vista del cielo, el cielo está siempre presente, el cielo, físico o incluso bíblico, es la vía de escape para quien se encuentra en tal situación.» Llegué a Vicuña de noche. Venía cansado. Unas cuantas horas antes había buscado albergue en unas cabañas que prometían una experiencia maravillosa, pero instantes después una cotona gris echó a andar una estridente motobomba. Es un ratito nomás, dijo la dueña del lugar. Es para vaciar la piscina. El ruido, sin embargo, se extendió por más de dos horas y el nivel del agua no bajaba. Puse la tele para aminorar el ruido. Y nada. Lo curioso es que parte importante de mi viaje tenía como objeto descansar de mis vecinos metropolitanos -casos fallidos de socialización primaria- que a diario escuchan (y obligan a escuchar) a sus ídolos sin cerebro a máximo volumen. Cuando comenzó a oscurecer decidí irme. Sin muchas ganas ordené mis cosas y manejé sin parar hasta llegar a Vicuña, donde quedé encantado con los farolitos románticos, de luz amarillenta, que alumbran el puente de entrada. Sentí que retrocedía en el tiempo, sentí que era un espectro decimonónico.  Una vez en la ciudad, recorrí las calles buscando alojamiento, lo que no fue fácil, puesto que estaba todo ocupado. A tope. Finalmente llegué a un motel de película gringa. Era un edificio largo, de dos pisos, tapizado de puertas que por decenas se sucedían iguales una tras otra. Me acomodé, me duché y tipo once pm decidí salir. El dependiente me había informado que se celebraba el aniversario 201 del nacimiento de la ciudad y habría un espectáculo en la ex Plaza de Armas, hoy denominada Gabriela Mistral en homenaje a la escritora premio Nobel 1945. Pensando en la tan cacareada magia del Valle de Elqui, así como en las resonancias poéticas de la autora de “Desolación” en la zona, me fumé un cogollo antes de salir. La idea: intensificar la magia. Dejé el auto en el motel y me fui a pie hacia el lóbrego y anticuado centro vicuñense. Quería estirar las piernas después de tanto manejar. En estas ciudades chicas, además, es sabido que todo queda cerca. Mientras caminaba miré el cielo buscando las famosas estrellas del valle. Pero no las vi, las ocultaban las luces del alumbrado público y una espectacular luna creciente. Al rato llegué a la plaza. Estaba repleta de gente, turistas principalmente, y un montón de pacos. En el escenario en vez de un espectáculo mágico, poético, me encontré con los dobles de los dobles de Chayanne y Marc Anthony. Todo mal. Muchas mujeres chillaban. Desilusionado, volví al motel y me tomé una petaca de vodka para pasar el mal rato. La habitación no tenía más que una ventana, la del baño, así que me senté en la taza del wáter a mirar el pedazo de cielo vacío que el pequeño rectángulo dejaba ver.  A la mañana siguiente fui nuevamente a la plaza, que ahora estaba en calma. Los dobles de los dobles se habían ido. Ahora estaban los originales, los anónimos. Y Gabriela Mistral, en tamaño natural, sonriendo, sentada un escaño justo al centro del área verde. Los turistas se acercaban a la réplica de la poeta y se acomodaban a su lado y sonriendo la abrazaban y se fotografiaban. Contemplé la sesión fotográfica por un rato recordando que, en su niñez, la Mistral llegó a la ciudad a terminar sus estudios preparatorios, siendo injustamente acusada de robar material escolar, motivo por el cual sus compañeritas -cero sororidad- la apedrearon en varias ocasiones. El capítulo terminó con la expulsión de la poeta -ahora condenada a sonreír per sécula en su escaño atrapa turistas- expulsada de la escuela superior primaria de Vicuña, viéndose forzada a aprender de forma autodidacta.  Me alejé de la marketinera escultura y recorriendo los bordes de la plaza conocí un bello árbol de fruto dulce y redondo, el chañar, y me quedé admirando su delicado ramaje por unos minutos. Enseguida me dirigí al museo dedicado a la poeta. Caminé unas tres o cuatro cuadras, llegué al portón de entrada. Y estaba cerrado. Era un sábado, un sábado de verano, momento más que propicio para facilitar el acceso a nuestra literatura a aquellos que, con poca plata, pueden salir solo los fines de semana. Pero la burocracia piensa de otra forma, la burocracia tiene poco cerebro, cosa no tan extraña, hay que decirlo, puesto que el término está emparentado con la palabra “burro” (me refiero a la acepción coloquial de la palabra  y no al noble animal), por lo tanto comete, con frecuencia, burradas. Para compensar la pérdida, me dirigí hasta un pequeño museo de entomología e historia natural que había visto mientras recorría la plaza. A fin de cuentas, un insecto y un o una poeta no son tan diferentes, me dije a modo de consuelo.  Pagué la entrada y entré al museo. Funcionaba en una casona antigua, de adobe, con piso de tablas que rechinaban. Las infografías -adosadas a las paredes- eran bellas, pero de épocas pretéritas, de tecnologías pretéritas, poco atractivas para un público habituado a lo digital. De todas formas, había una extensa cola para entrar. Familias enteras, con niños cubiertos con poleritas de Marvel y adolescentes disfrazados de cantantes de k pop, trap o reggaetón, esperaban su turno. Es lógico, pensé, el turista es un ser que necesita ocupar su tiempo en cualquier cosa -le interese de verdad o no- que le permita tomarse una selfie y luego postearla y convencer a los otros que lo está pasando la raja, que tiene plata para pasear, que es feliz. Si se instalara un museo de tapitas de gaseosas, del neumático usado o de la caca, imaginé,

Signos Vitales | ¿Para qué están los amigos?

«Al final, alguien propuso que nos juntásemos allí mismo al año siguiente para recordar a Figueroa y todos estuvimos de acuerdo. Se habló de traer copete y carretear, se creó, también, un grupo de Whatsapp para coordinar la junta. Al año siguiente, de a poco, todos tuvieron algo que hacer para el aniversario de la muerte de nuestro compañero de juegos y finalmente ninguno de nosotros fue al cementerio el diecinueve de enero. ¿Para qué están los amigos?, hubiese preguntado el Chico. Para cagar a los amigos, se hubiese respondido al instante, acompañando la frase con una gran carcajada.» Salí atrasado y pasé a comprar un par de botellas de tinto. Fue donde El Toño, almacén y botillería de Batuco Viejo en cuyo exterior es frecuente encontrar a los alcohólicos del sector -campesinos, jardineros, recolectores de latas y cachureos varios, operarios del parque industrial, choferes de colectivos- saciando su sed eterna, infinita, en una especie de puesta en escena de un poema de Jorge Tellier versión dos punto cero. Está ubicado en una casona antigua, de adobe, como de tres metros de altura, tapizada con afiches de gaseosas, snacks y cervezas. Hay, en su frontis, un enorme alerón sostenido por cuartones -dicen que de roble- que le otorgan un aspecto tipo Far West. En los últimos años, además, la construcción ha incorporado rejas, un montón de rejas anti delincuencia que le agregan un toque moderno, híper actual, al vetusto establecimiento comercial, mostrando que la ruralidad no se encuentra ajena al devenir del país, que está plenamente integrada, que en Chile la democracia funciona para todos y todas y todes. Traté de recordar cuántas veces vinimos con Héctor a comprar alcohol, café, pan y cigarrillos donde El Toño. Obviamente no me acordé. Pagué la cuenta, salí del local y me subí a mi Chery IQ del 2006.  Mientras echaba a andar el motor me di cuenta de que tendría que decir unas palabras de despedida en el cementerio. No era una obligación, estaba claro, pero sentía la necesidad de hacerlo, puesto que con Héctor fuimos amigos de la vida misma, de la rueda de la fortuna con sus altos y bajos, con sus florecimientos y sus defunciones, así como compañeros de ruta en gran parte de los lances literarios que, con suerte parecida a la de Prat, abordamos. Tenía que decir algo, aunque la idea, por cierto, no me acomodaba demasiado: nunca me han gustado las ceremonias fúnebres y mucho menos ser el oficiante. Las ceremonias fúnebres, además de inútiles, el muerto o muerta nunca resucita, el muerto o muerta ya aprobó todos los cursos, tienen una impronta moral que se derrama sobre el público. Una especie de peste púrpura. Una idea del bien y el mal, del sentido de la existencia y cosas de ese tipo. Son como medallitas biopolíticas que se enganchan en la solapa de los deudos. Una ceremonia fúnebre, a fin de cuentas, requiere afirmar algunas verdades, algunas rutinas, y yo no me siento tan seguro de nada.  Avancé media cuadra, me detuve en el paso de cebra que hay frente al pasaje que lleva al consultorio local, inaugurado, recordé en ese momento, justamente por Álex Figueroa, hermano de Héctor, durante el gobierno de la justicia en la medida de lo posible. Héctor no era democratacristiano, no tenía un afiche de Aylwin o Frei en su cuarto, pero cuando lanzaba una opinión media amarilla, bromeando lo tratábamos de pertenecer a las cuestionadas filas de la falange. Un tipo cargando una puerta terminó de cruzar el paso de cebra y retomé el viaje. Ahora me encontraba ante Los Huilles, ayer restaurante popular, hoy lenocinio tipo Cali, Colombia. Miré sus puertas aún cerradas y me vino a la mente la imagen del Chico, para un 18 de septiembre, bailando allí la peor cueca que he visto. Me acordé, también, de la ocasión en que tras escuchar por primera vez “Una chilena en París” de Violeta Parra -eso fue en Recoleta- Figueroa, que por esos años jugaba a ser un punky que odiaba la nueva canción chilena, el canto nuevo, así como a los artesas y a los hippies, lloró emocionado mientras era blanco de nuestras burlas. ¿Para qué están los amigos?, se preguntaba en ocasiones de ese tipo. Para cagar a los amigos, se respondía. Y lanzaba una enorme carcajada.  Llegué a la carretera pensando que no diría nada, que daba lo mismo, que todos los muertos reciben, helados en sus cajones, palabras de adiós que no podrán escuchar. Es otra de las tantas cosas absurdas que hacemos. Pip, sonó el TAG en ese momento. Medio, $ 560, informó la marquesina con sus letras anaranjadas. Puteé a Piñera, puteé a Lagos, puteé a los empresarios mexicanos que, dicen, son dueños de la carretera, puteé a Pinochet y a los gremialistas de la Católica que soltaron el demonio del neoliberalismo en Chile. Pensé, luego, que las despedidas a los difuntos, apostróficas y todo, no son tan inútiles, sirven, puesto que nos permiten, como dicen los sicólogos de la tele, cerrar capítulos. Pensé, entonces, un discurso. Diría, me dije, que tras su fallecimiento seguiría dialogando con Figueroa, que seguiríamos teniendo conversaciones no porque yo sea un creyente en la otra vida ni Héctor lo haya sido, sino porque el Chico rayó con lápiz grafito muchos de los libros que alguna vez le presté: chistes, comentarios, definiciones de la RAE, párrafos marcados. Y yo seguiría leyendo, releyendo esos libros. Pasé a un camión que llevaba, encarcelados, a dos caballos. Lo dejé atrás y volví a la idea de los libros rayados. La encontré medio cliché, pero era lo único que tenía. ¿Cerraría con eso un capítulo? Pasé por el segundo y el tercer TAG a toda velocidad, estaba atrasado, la ceremonia comenzaría en quince minutos y como había un tráfico intenso no tuve tiempo para putear a nadie. Escuché, eso sí, los pitidos del pórtico de cobro. Se trataba de un sonido similar al que hacen los molinetes del metro cuando

Signos vitales | Cerdos libres

Me subí al colectivo a las siete de la mañana. Como estaba primero en la fila me tocó el asiento junto al chofer. Eso me puso contento: no tendría que ir apretujado en la parte trasera. No me sentiría como un animal rumbo al matadero, aunque -en cierto sentido- mi ida diaria al trabajo era algo parecido. La diferencia, me dije, es que uno tiene la posibilidad de regresar diariamente a casa. Cansado, chato, sin energías, retorna al hogar cada oscurecer sin ser asesinado ni trozado ni desangrado, sin ser convertido en prietas, asado parrillero, menudencias o costillares, y, como dice un colega, uno puede descansar, puede comer, puede dormir y “cargar las pilas” para el día siguiente. La casa, en este sentido, no opera solo como un hogar -para algunos un infierno- sino también como una especie de cargador de mano de obra. Tendidos en la cama, sumergidos en el universo del inconsciente, algunos gracias al cansancio, otros gracias a Oniria, la melotonina que hace soñar con angelitos, u otros fármacos, nos llenamos cada noche de la energía que mañana nos hará funcionar como los conejitos idiotas del comercial de Duracell. El interior del auto estaba impregnado de un pesado olor a desodorante ambiental -aroma a jazmín, creo- que se mezclaba con el tufo de los sudores de ayer y anteayer pegados al cuero sintético de los asientos y los perfumes dulzones de los pasajeros. Desde una Sony llena de luces verdes y rojas se escuchaba un programa deportivo de la radio Agricultura. Se analizaba lo mismo de siempre: si hubo o no penal en un partido clave para las aspiraciones de no sé quién. Buenos días, dijo el chofer. Buenos días, respondimos a coro los pasajeros. Uno, el listo de siempre, con voz alta respondió: “buen día”, remarcando la singularidad del saludo. Quise decirle que estábamos conscientes de que los buenos días, desde el punto de vista lógico, estaban errados, aunque no desde la mirada cultural. Pero hubiese sido una lata. Enseguida el auto partió dejando una fila de batucanos y batucanas esperando el próximo móvil. Yendo por avenida España -calle con sólo una pista por lado que hace que uno se pregunte si se trata de una avenida o de un callejón pretencioso- pasamos junto al flaco torrente del canal lleno de musgo, botellas de gaseosas, cajas de vino y residuos varios que lleva a la laguna, por una iglesia evangélica en construcción, por el ex restaurante Colo Colo y por diversos comercios menores hasta llegar al cruce ferroviario.  Puros ladrones, dijo el chofer, frunciendo la boca para indicar las palomas con las caras de los candidatos -bocas sonrientes- que abundaban en los alrededores de la vía férrea. Estábamos en época electoral. Todos estos weones zánganos vienen a llenarse los bolsillos, a hincharse los culiaos y no hacen nada por la gente. Lo que hace falta es poner mano dura. En los tiempos de Pinochet no había delincuencia. Puro orden y progreso. Ahora solamente hay derechos y nada de deberes. Usted está cumpliendo con su deber, yo voy a cumplir con mi deber y los pasajeros que van atrás imagino que también van a trabajar, le dije. Claro, respondió, todavía queda gente buena, pero no se engañe, los malos la están haciendo, los malos tienen el poder. Me contó enseguida el caso de una vecina que había sido asaltada en la puerta de su propia casa. La balearon en una pierna, aquí, dijo, y se tocó el muslo derecho sin dejar de mirar la calzada; a su hija chica, la Naomí, la amarraron a la baranda de la escalera con el alargador de la plancha, enseguida los desgraciados las toquetearon a las dos. A la mamita -continuó diciendo- sangrando y todo la manosearon los desgraciados, eso es más que enfermo ¿no cree? Después se llevaron la tele, el microondas, la bici de la niña y otras cosas en el propio autito de la vecina, un Chery IQ que todavía no paga, y nadie hizo nada. ¿Ni siquiera los pacos? Ni siquiera los pacos, no ve que con esa wea de los derechos humanos los pobres tienen las manos atadas. En la radio Agricultura ahora daban las noticias. Un economista señalaba que un indulto a los presos de la revuelta sería una mala señal para la economía, dado que haría caer la inversión extranjera.  Entramos en la carretera. A estas alturas el chofer estaba proponiendo bárbaras soluciones para combatir la delincuencia: mutilaciones de manos, piernas, ojos, orejas, penes u otros órganos a quienes delinquen, envío de malhechores a islas solitarias, ojalá llenas de hielo o arena, para que aprendan a trabajar los vagos, reposición de la pena de muerte, esta vez con dolor y transmitida por la tele, en horario de adultos -los niños no tiene para qué ver eso- para educar a las masas. Mientras el chofer lanzaba sus planes nazis, yo hojeaba el diario en mi teléfono. Política, deportes, cultura. Una noticia llamó mi atención: en Santiago un camión que llevaba cerdos al matadero fue encontrado abandonado justo a la hora de mayor calor. Los vecinos, conmovidos con los quejidos de los animales, les lanzaron agua e incluso una persona fue al supermercado y les compró lechugas. Cuando el conductor del camión regresó y echó a andar la máquina -luego de que la fuerza pública lo citara ante la justicia por maltrato animal- la parte trasera del vehículo se abrió y dos cerdos escaparon. El par de chanchos fugitivos, finalizaba la nota, la hicieron, se salvaron, pues a petición de los piadosos vecinos fueron adoptados por el municipio local. Final feliz, final tipo Walt Disney, me dije. Recordé luego una película que vi hace años, una donde un cerdito lograba llegar a una isla en las Bahamas donde los porcinos viven libres. Rememoré, también, el recuerdo de unos poemas del mexicano José Emilio Pacheco donde reivindica a estos animales que, indica la ciencia, tienen gran inteligencia y son genéticamente demasiado parecidos a nosotros. En uno de

Signos vitales | Apuntes sobre el fuego

El fuego es sagrado. El fuego es desgracia. El fuego ilumina, tuesta, cuece y entibia. En los pueblos de la Antigüedad, los dioses que lo mantenían vivo eran venerados por el pueblo. De fuego y brasas está hecho el infierno. Hollín, muerte y cenizas, única herencia del fuego. Fuego es el sol que arde en el cielo cerúleo. El fuego es muerte, el fuego es negrura, el fuego es desolación. El fuego enciende las velitas de las tortas cumpleañeras. Fuegos de artificio arden entre las estrellas cada fin de año. Pájaros en el cielo encendían los mongoles a falta de bengalas. Con fuego -ordena el Justiciero- fúndanse las estatuas de los falsos y fabríquense cucharas y tenedores, ollas arroceras, moldes para queques. El fuego es castigo perpetuo. El fuego es angustia, el fuego es venganza, el fuego es protesta. Ante la Moneda -denunciando el asbesto asesino de Pizarreño SA- se inmoló Eduardo Miño. En la Plaza de Armas de Concepción, denunciando los abusos de Pinochet, Guzmán & CIA contra sus hijos, se inmoló Sebastián Acevedo. He venido a prender fuego en el mundo, dicen que dijo Jesús. El fuego chamusca y carboniza, el fuego purifica. Fuego Negro encendió De Rokha a su Winnet muerta. Por quitar el fuego a los dioses y llevarlo a los hombres, Prometeo fue enjuiciado, engrillado, condenado. Eduardo Anguita, poeta y publicista, murió quemado por una estufa anti retórica. El fuego es el fin, el fuego es el comienzo. El amor, se comenta, es una lengua de fuego. De lejos hiela, de cerca quema. Aves rojas y azules hay en su llama, escribe una Mistral ornitológica y colorida. La distancia, como el viento, apaga el fuego pequeño, pero enciende aquellos grandes, cantaba Doménico Modugno. El fuego es hogar y es crematorio. Es tetera hirviendo y ánfora. El fuego es big bang y es apocalipsis. El fuego es Hiroshima, el fuego es Auschwitz. El heroísmo -dice un instructivo para reclutas- es una llama que arde en el corazón de los titanes de la patria. Los héroes queman estudiantes. Los héroes queman obreros. Los héroes queman ciudades y pueblos y villas. Cirios se encienden por los muertos. Animitas arden en las bermas. El catolicismo quemó a nuestros abuelos, el catolicismo quemó a peligrosas mujeres libres y libros. La única iglesia que ilumina es la que arde, indica un rayado callejero. Fuego cae en las viviendas de los usurpadores del Wallmapu. Fuego cae en los bosques de eucaliptus y pinos. Fuego en la maquinaria pesada. El fuego limpia. El fuego mata. Neumáticos en llamas iluminan el camino a la libertad. Con lanzallamas los gringos carbonizaron vietnamitas. Molotovs encendidas caen en las cabezas huecas de los pacos. Generales golpistas quemaron la Moneda. Uniformados incineraron a Rodrigo Rojas. Cinco cuerpos calcinados halláronse tras el incendio de Kayser. Fuego a las vituallas de los inmigrantes prendieron los nacionalistas en Iquique. Fuego a los cochecitos de sus guaguas. Fuego a sus colchonetas y a sus sillitas plegables. Fuego a sus carpas y a sus ropas. Fuego quisieran prender los antifascistas a los nacionalistas que quemaron las pertenencias de los inmigrantes en Iquique. Con el viento el fuego se expande. Los incendios, se sabe, no respetan a nadie. Una vez que todo se prenda vendrá el frío. Una vez que todo arda se apagará el sol. Una vez que todo se calcine no habrá odios, no habrá dioses, no habrá banderas, no habrá lanzallamas ni velitas en tortas cumpleañeras, no habrá héroes ni inmigrantes, no habrá nacionalistas ni antinacionalistas, ni fuegos de artificio ni flamas de pasión ardiendo en la callada paz del hielo eterno.