Sergio Sarmiento

Signos Vitales | La fallida (des)aparición de una galería

Hace unos días, mientras caminaba por la Alameda de las Mutilaciones, me encontré con una especie de bolsa de vino gigante que ocupaba parte de la vereda norte. El descomunal objeto obstaculizaba tanto el trabajo de los vendedores ambulantes -que ofrecían audífonos, papelillos, aritos, pipas, pañoletas- como el paso de los transeúntes y sus pandémicas mascarillas. Pensé, primero, que se trataba de una acción publicitaria -fome- de una empresa vitivinícola. Luego, al mirar el frontis del edificio desde donde surgía el artilugio, supuse que me hallaba ante una instalación artística -esa ocurrencia de tipos como Marcel Duchamp y Kurt Schwitters-, dado que su origen remitía a la Galería Gabriela Mistral, única galería pública de arte contemporáneo en Chile, como informa el diario La Tercera, sin lamentarse, como lo haré yo, por tan triste récord.  (Momento para el lamento). El objetivo de la instalación, que estará abierta hasta fines de octubre, consiste en conmemorar el trigésimo aniversario de la galería mediante lo que Javier González, su curador (actividad esnob de moda) definió (con expresiones también esnob) como un “acto de desaparición que funciona no como una ilusión, sino en términos materiales”. La idea de fondo de intervención (llamada “Museo en campaña”) consiste en ocultar la galería con un globo inflable de veinte por diez metros de largo, suponiendo (imagino que imaginaron) que su plateado exterior la haría invisible, permitiendo resaltar la colección de arte y la gestión de la galería, expuestas -paradójicamente- al interior de la bolsa gigante.  Intento fallido, hay que decirlo, pues el descomunal objeto, creado por el arquitecto Smiljan Radic, no cumple con lo de la desaparición. Oculta la galería, es verdad, pero no la hace desaparecer, pues la reemplaza exhibiéndose a sí mismo como un artefacto llamativo por lo inusual y lo descomunal, aunque poco legible desde lo estético y desvinculado del leit motiv de la exposición, pues no tiene discurso, no tiene relato (es como el candidato Sichel), remitiendo, como se ha dicho, a la idea de una campaña publicitaria de vino en bolsa. Se pregunta uno, también, cuál es el sentido de hacer desaparecer una galería discreta, casi invisible, como es la Gabriela Mistral, que se ubica justo en el primer piso del ministerio de educación, organismo incompetente que sí merece esfumarse. Eludí el gran envase plateado imaginando la reacción de varios amigos alcohólicos al encontrase, de sopetón, con tan fantástica sorpresa, los vi lamiéndose los bigotes, los vi rompiendo con los dientes su piel de plata para mamar el mosto a destajo. Pasé luego junto a un señor que vendía hermosos ramos de flores en tinetas de pasta de muro y me alejé del lugar recordando otras obras de gran formato que han brotado en el país antes y después de la pandemia: la Pequeña Gigante, el Pájaro Carpintero de la torre Entel, el Pato de Hule de la Quinta Normal, entre otras, preguntándome por el sentido de estas manifestaciones cuya principal atracción es el tamaño. ¿Será que se pretende combatir el vacío artístico-cultural de este modo?  Si se quiere llenar un cuenco por completo, dice el sentido común, conviene echarle arena fina, no grandes piedras, pues así se evitará que queden espacios vacíos. Pero en el país del marketing da lo mismo cómo sean las cosas, lo importante es como la gente las percibe. O, más bien, como se las hace percibirlas. Disimular es fingir no tener lo que se tiene, explica Baudrillard. Simular, agrega, es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Y si la gente sale a la calle y se encuentra con un pájaro gigante picoteando la torre Entel pensará que en Chile hay espacio para el arte, que la empresa privada y el gobierno de los empresarios están preocupados no solo de sus inversiones en el país o en paraísos fiscales, sino también de cultivar la estética en los espíritus ciudadanos. Se percibirá, entonces, una presencia donde hay una ausencia. La bolsa gigante de vino, sin embargo, ni siquiera alcanza para constituirse como un buen simulacro. Es una instalación fallida, un fiasco, puesto que no da para percibirla como un elemento “artístico”, como lo fueron la Pequeña Gigante, el pájaro de la torre Entel o el pato de la Quinta Normal, artilugios que cumplieron su función de entretener, de dar espectáculo, de distraer, de usar el adjetivo “bonito”, de atontar. No funciona tampoco como un aviso de “acá hay una exposición”, que sería lo mínimo que se le podría pedir, puesto que no opera, para nada, como señalética eficaz. Se puede decir, finalmente, que la idea de hacer desaparecer la única galería pública de arte contemporáneo existente en Chile puede ser leída, también, como una broma macabra de la administración Piñera, un guiño malévolo a la derecha más extrema en un país donde la precarización de lo público y la desaparición de personas son temas aún sin resolver.

Signos vitales | ¡Viva Chile!

Salgo de casa y me encuentro con la ciudad embanderada a raíz de la celebración del dieciocho de septiembre. Edificios, autos y casas lucen con orgullo la bandera tricolor, hay -incluso- parasoles, jockeys y mascarillas pandémicas con los colores del emblema que algunos –imbuidos por una mezcla de ingenuidad, disfuncionalidad estética y sentido de la competencia- consideran el más bello del mundo. Se celebra la independencia de nuestro país: doscientos y tantos años de vida libre y autónoma, tal es el motivo de la colorida efusión nacionalista. No estoy, sin embargo, tan seguro de que seamos independientes. El estallido social y la instalación de la convención constituyente son signos que apuntan en tal sentido. En la realidad concreta, no obstante, dependemos de más de veinte tratados internacionales firmados por los turbios próceres –civiles y militares- que nos han gobernado en las últimas décadas; vivimos, además, aún bajo un sistema político instaurado bajo la mano de la intervención norteamericana en Chile; nuestras riquezas naturales, en tanto, son explotadas por transnacionales que pagan impuestos ridículos; en la localidad costera de Con Con, específicamente en el fuerte Aguayo, ha operado una base militar gringa destinada “a entrenar fuerzas policiales y militares chilenas y de la región en acciones de ´guerra urbana´ de conformidad con las doctrinas contrainsurgentes de la Casa Blanca, la CIA y el Pentágono”, como indicó en 2012 el Centro de Estudios Políticos para las Relaciones Internacionales y el Desarrollo (CEPRID). En 2018, Sebastián Piñera, primer mandatario del país y reconocido ladrón de bancos, acudió a una cita con el presidente Trump -otro sinvergüenza- portando una bandera norteamericana que contenía, como un subconjunto, la bandera de Chile. A ese nivel de sumisión hemos llegado. Culturalmente, por otra parte, la violenta razzia postgolpe y luego la globalización hicieron pebre gran parte de nuestras manifestaciones artísticas y nuestras formas de vida y hoy en día los artistas subviven gracias a los fondos de cultura o a las donaciones (con censura incluida) de uno que otro empresario, sin que sus obras atraigan una cantidad de espectadores o lectores que les permitan la independencia económica, pues el país forma preferentemente mano de obra funcional, de pensamiento concreto y éxito asociado al dinero, para la cual el arte es una lata (y no de cerveza o cocacola). Se trata, en el fondo, de una especie de beneficencia, de caridad. El artista es un enfermo mental, un indigente, un tipo con capacidades diferentes, un cacho, un puto, un representante de una etnia avasallada, un niño con alzhéimer, un inútil. La idea de cultura nacional -en este escenario- se ha ido asimilando principalmente a la comida. Los programas de esta índole –conducidos por idiotas alegres y pachangueros- se dedican a mostrar los distintos platos que se cocinan en Chile, como si lo único relevante de nuestra identidad fuese aquello que se dirige al estómago, dando la idea de que no tuviésemos cerebro o espíritu. En lo demás campea el concepto de cultura entretenida, es decir, de una cultura cuyo objetivo es “distraer a alguien impidiéndole hacer algo”, como define la RAE a la palabra “entretener”. Las calles están embanderadas. Hay ambiente de fiesta. Pronto vendrán los asados, la familia unida en torno a la parrilla como antes lo hicieran los agentes de la DINA y la CNI. El secreto es que lo prepares pensando que te lo vas a comer tú mismo, dice un chef en la tele. El secreto es el egoísmo. Sin embargo, como escribe el poeta José Ángel Cuevas: “un asado no soluciona nada. / Yo ya no creo en los asados. / El verdadero problema es otro.” Y le creo cien por ciento, concuerdo con él pues, como dicen que decía el filósofo cínico Diógenes de Sinope -un tipo que se atrevió a mandar a la cresta al mismísimo Alejandro Magno- vivimos de espaldas a la realidad, nos engañamos a nosotros mismos para seguir en el espacio de confort, subordinación y aplanamiento que nos otorga un sistema que solo nos ve como consumidores. Para ser independientes -señalan autores como Habermas- no se requiere sólo de autonomía personal, sino también vivir en una sociedad autónoma. Rainer Maria Rilke, otro poeta, señaló que nuestra verdadera patria es la infancia. Y en nuestro país tal frase adquiere toda su dimensión, pues los infantes, se sabe, son seres más que dependientes. Dieciocho millones de niños, entre ellos yo, viviremos alegremente la fantasía de la independencia este dieciocho. ¡Viva Chile!

Signos vitales | Poesía y efectos especiales

A la memoria de Eduardo Wood. Hace unos meses atrás, en pleno estallido social, asistí a un encuentro de poesía. Supuse, antes de ir, que me encontraría con una docena de poetas leyendo sus poemas ante un público exiguo, compuesto –principalmente- por sillas vacías, algún profesor o profesora de liceo, un par de vecines romántiques y los mismos poetas que más tarde se subirían al escenario. ¿Qué más podía esperar? En Chile la poesía, como la pelota vasca o el bádminton, se juega en estadios vacíos. Y así fue, solo que en las dos horas que permanecí en el galpón donde se desarrollaba el evento no se subió nadie a leer un poema. Hubo cantores populares, hubo un intérprete de excelente voz y de pésimo repertorio, hubo un grupo clon de Electrodomésticos que musicalizaba –a la manera del grupo de Cabezas- poemas con instrumentos electrónicos. Pero no hubo nada de poemas recitados, declamados. No es que yo sea un amante de los recitales literarios. En realidad, me aburren un poco. Siempre hay más de alguno que se excede y abusa de los oídos ajenos. Siempre hay otro/a que confunde la poesía con el teatro. O con el standard comedy. Pero también siempre hay alguien que salva la noche con un buen par de textos bien leídos. Me fui ese día pensando que lo único bueno de la noche había sido el vino. Y no me atreví a leer. Llegando a casa me fumé un pito. Sentado en la terraza, mirando una enorme luna amarillenta, me puse a pensar en los cientos de recitales de poesía a los que he asistido. Recordé cuando fui a ver a Juvencio Valle en el Centro Cultural Mapocho, el viejo estaba en las últimas y entre varios lo llevaron al escenario. Era una especie de “estrella revolucionaria” porque había estado en España para la Guerra Civil, no por su voluntad supe después, sino porque no pudo volver a Chile a tiempo y quedó atascado. Leyó apenas. Temblaba y su temblor me causó más emoción que su “Tratado del Bosque”. Recordé a Zurita leyendo en la USACH en los ochenta en un acto cultural: pocos lo tomaban en cuenta, el público universitario no estaba ni ahí con un profeta grandilocuente y monocorde que se tomaba media hora para decir algo que se podía expresar en dos o tres minutos, el público universitario quería rock, quería acción, quería ver una lluvia de molotovs cayendo sobre los pacos malditos. Mientras Zurita leía, leía, leía, leía, leía, una turba de estudiantes sacó a empujones, patadas y escupitajos al vicerrector académico, que andaba jugando al espía, provocando los espontáneos aplausos del público. Ante esto, el autor de “Anteparaíso” agradeció con seriedad y mucho bla bla a los estudiantes, pensando que tales aplausos tenían como origen la lectura de sus poemas. Recordé otros recitales. Parra en la Estación Mapocho para una feria del libro. Un modoso Yuri Pérez en un bar de Batuco que hoy es un prostíbulo pop. El Chico Figueroa en San Bernardo, rompiendo con histrionismo una hoja tamaño carta que contenía el discurso que llevaba preparado para romper. De pronto me acordé de mi amigo Eduardo Wood, claro, porque a Eduardo le debo el primer poema que escuché leer en voz alta a su propio autor. Fue en la USACH, específicamente en el taller literario que en plena dictadura dirigía la académica y escritora de cuentos infantiles Amalia Rendic. Venciendo mi timidez llegué a la sesión inicial, años ochenta, llevando unos poemas escritos en un cuaderno y un montón de dudas. Entré en la sala unos diez minutos antes porque quería estar ahí cuando llegasen los demás y pasar desapercibido. Sin embargo, cuando abrí la puerta me encontré con que ya había alguien. Era Eduardo Wood. Nos saludamos, nos presentamos, hablamos un par de nimiedades y luego entramos en el tema literario. Le conté que nunca había participado de un taller y que me daba lata leer mis textos. Eduardo sonrió y enseguida me dijo que no había que avergonzarse de los propios poemas. Uno tiene que defender su creación, dijo. Enseguida abrió un bolso negro de cuero y sacó un papel. Este poema se llama “La Silla”, dijo. Y con voz vehemente y firme lo leyó, copando el espacio con el ritmo y la sonoridad de los versos, sin necesitar música de fondo, ni disfraces, ni histrionismos cuáticos para transmitir su belleza. Abrí una cerveza. El tum tum de los subwoofers de los vecinos latía en mi pecho como un segundo corazón, un corazón indeseado, invasivo y violento. Entré en la casa y puse mi propia música. Me quedé pegado después pensando en el destino trágico de Eduardo Wood, cuyo hermano Ronald -a quien Lemebel dedicara su crónica “A ese bello lirio despeinado”- fue asesinado en 1986 por los milicos en una protesta contra Pinochet en el centro de Santiago. Le dieron un balazo en la cabeza. Era un joven universitario de apenas diecinueve años a quien Eduardo amaba mucho. Sus exequias fúnebres, que se celebraron en la Iglesia de la Gratitud Nacional, fueron interrumpidas porque los carabineros ingresaron al recinto lanzando lacrimógenas y apaleando a los parientes, a los amigos y a la multitud que se encontraba dentro y fuera del edificio. Después de eso secuestraron el ataúd y se lo llevaron al cementerio. La brutalidad cometida caló hondo en Eduardo, quien con su familia al poco tiempo emigró de Chile. Después de estar en Brasil se establecieron en Australia.  Lo volví a ver en los noventa. Un día lluvioso, de noche, alguien golpeó la puerta de mi casa. Era Eduardo, que había regresado a Chile. Me contó que se hallaba internado en un recinto psiquiátrico y había escapado. Brotes sicóticos lo acosaban, lo torturaban, lo hacían sentirse el creador de los males de la humanidad. Esa noche bebimos unos tragos para celebrar el reencuentro y volví a escuchar sus poemas. Conservaba su voz vehemente y también el ritmo, solo que sus nuevos textos eran complejos,

Signos vitales | Nicanor Parra: La sorpresa es que no hay sorpresa

Cuando Nicanor Parra falleció -en enero de 2018- leí diversos artículos de
poetas y otros actores del mundo literario y cultural refiriéndose a las
conversaciones que mantuvieron con el autor de Poemas y Antipoemas.
Tuve, en ese tiempo, deseos de escribir una nota acerca de mi propia
experiencia con el antipoeta, pero como no tenía donde publicarla desistí
hasta el día de hoy…