Arte & Cultura

Espía 13 | Supervivientes

«Luchan por no hundirse, por seguir respirando, dando saltitos algunos (a los que el agua le llega al cuello) para salvar el día y llegar a tomar once con los suyos, con la manada, tras pasar el día a la intemperie: en la humedad y el frío durante los crudos días de invierno, bajo pleno sol en el sofocante verano.» Caminar por el centro de Santiago es recorrer los restos de un naufragio. Sea donde sea que uno enfoca el lente aparece una o un superviviente del neoliberalismo, de la individualización, del populismo ñurdo o no ñurdo, de la neocolonialidad: mendigos, prostitutas, pasotas, comerciantes, personas con capacidades diferentes, vendedores ambulantes y artistas de la calle -entre otros esperpénticos especímenes- luchan por no hundirse, por seguir respirando, dando saltitos algunos (a los que el agua le llega al cuello) para salvar el día y llegar a tomar once con los suyos, con la manada, tras pasar el día a la intemperie: en la humedad y el frío durante los crudos días de invierno, bajo pleno sol en el sofocante verano.  Sin servicios higiénicos, sin casinos, sin previsión ni salud ni educación, sin oficinas climatizadas o máquinas de café se las arreglan para subsistir en la vía pública, mientras muchos de los que poseen servicios higiénicos, casinos, previsión, salud, educación, oficinas climatizadas y máquinas de café los critican porque afean las calles, porque las vuelven inseguras, como si la mayoría de los que se ganan la vida en las calles del centro fuesen delincuentes y en las empresas hubiese solo personas honestas y de alto sentido estético, cosa que sabemos no es así: en las oficinas hay bastante gente burda y una cantidad no despreciable de delincuentes. Piénsese, por ejemplo, en el turbio Choclo Délano o en el fallecido fundador de la Universidad Santo Tomás, Gerardo Rocha, que en 2008 asesinó premeditadamente a un martillero público (solo por dar un par de ejemplos). Roberto Bolaño planteó alguna vez que el escritor se encuentra a la intemperie. Lo mismo pasa con quienes se ganan la vida en la vía pública, aunque en este último caso se trata de una intemperie real, concreta, no metafórica. Ambas situaciones, en todo caso, se pueden interpretar como los extremos de un mismo fenómeno de abandono, de (des)educación, de (des)protección, de (in)sensibilización, de (des)humanización.  Están en todo el centro los supervivientes: en la Plaza de Armas, en el portal Fernández Concha, en el Mercado Central, en el barrio San Diego, en los paseos peatonales, en Ahumada, en Estado, en Huérfanos, en Puente, en la Alameda. No es suya la belleza estandarizada del que se desarrolla a costa del subdesarrollo de los otros, del sálvese quien pueda de los otros, como plantea Manuel Castells en su teoría de la Ciudad Dual; no, porque lo que encontramos en ellos es la belleza trágica del hundimiento, del naufragio en ese mar ciudadano que solo a algunos los baña tranquilos, que solo a algunos les promete el futuro esplendor.   Fotografías

Cámara rodante | Recorrido local

«No hay luz, menos agua, tampoco baños en esos sitios, porque así es llegar a vivir a un terreno abandonado de la mano de dios -como dicen los puritanos- y comenzar desde cero, sin familia cerca, sin apoyo del estado ni de nadie, dejando atrás la condición de allegados.» Camiones ingresan llenos de pertrechos y paneles de casas en la madrugada a tomar posesión de los terrenos de la periferia -a la maleta- al antiguo sitio eriazo que hoy dejará de serlo, porque se convertirá en una más de las tantas tomas que por estos años se han popularizado en este terruño, muchas de las cuales se formaron en medio del estallido social y que por momentos se notan fuera de control. No hay luz, menos agua, tampoco baños en esos sitios, porque así es llegar a vivir a un terreno abandonado de la mano de dios -como dicen los puritanos- y comenzar desde cero, sin familia cerca, sin apoyo del estado ni de nadie, dejando atrás la condición de allegados.  No habrá comodidades, todo será cuesta arriba, pero los que se atrevan a entrar en la toma dejarán de vivir hacinados en una pieza estrecha, donde deben dormir, cocinar, comer, hacer sus necesidades y tener sexo (despacio y en silencio para no despertar a los niños y al resto de la familia, para no despertar a los vecinos que viven también bajo la misma condición de hacinamiento, unos al lado de los otros, separados por delgados tabiques, todos condenados por la falta de recursos). Es lo que les queda a muchos de los que -en Chile- forman parte del gran porcentaje escuálido económicamente hablando, a la mayoría que gana demasiado poco, a la mayoría que no ha heredado nada porque sus progenitores también fueron pobres o lo siguen siendo, a los inmigrantes clase B. Tomarse un terreno es la única opción para no vivir apretujados como animales de matadero, para ser independientes y soñar con dignidad, es eso o vivir en un parque o en una carpa como indigentes.  Vecinos con martillos, clavos y serruchos se organizan, se ayudan mutuamente para levantar las débiles paredes que los ayudarán a cobijarse de la lluvia y sus mañanas escarchadas, o del sol quemante que lacera la piel ya ajada de los nuevos pobladores. De a poco también se van conformando las calles en aquel "gueto de los sin casa propia", donde los pobladores disputan sus diferencias a veces hasta llegar a la muerte, como ha ocurrido en el barrial de Batuco, donde no existen curas obreros que funcionan como mediadores ni asistencia social enviada desde el Estado o del municipio, entidades que callan ante esta dura situación. En mis visitas a este lugar he visto, además, cómo los basurales clandestinos se van agrandando sin que nadie diga ni haga mucho. Eso, más el barrial que en tiempos de lluvia se forma en sus calles, ponen en entredicho la esperanza inicial, el sueño del hogar propio, convirtiendo un terreno que ayer fue verde y natural en un sitio contaminado por el sucio colorido de los desperdicios y los animales muertos. Fotografías

Cámara rodante | Democratización del retrato

«Tal vez no tengan méritos históricos para ser recordados, pero sus rostros deben seguir viviendo, dándole un respetable grosor al álbum de la memoria histórica de los pueblos.» Cansado de seguir viendo cómo Pinochet daba al mundo una imagen de abuelito tierno, Luis Poirot destrabó su cámara del trípode y, sin mediar palabras, se abalanzó hacia su escritorio y le dijo ¡mírame! con voz desafiante. El dictador, desprevenido, levantó su cabeza y el lente de Poirot inmortalizó al siniestro sujeto mostrando toda su ferocidad. Momentos después, el atrevido fotógrafo -que en esos tiempos trabajaba para una revista santiaguina de papel Couché- fue inquirido por un coronel de Ejercito que resguardaba la seguridad del personaje en cuestión: ¿Usted es responsable del acto que ha cometido? Poirot contestó: Claro, yo siempre he sido responsable de mis actos, frase célebre que marca ese tenso suceso y que por poco le cuesta caro. Ya sea por premeditación del fotógrafo o por simple acierto, el retrato fotográfico puede hundir o levantar a un personaje. Indagando en la historia de esta modalidad, salen a la luz algunos sabrosos episodios dónde el fotógrafo es capaz de tensar el formato y destacar alguna característica del retratado. Tiempo atrás, por ejemplo, aparecieron en Europa unas extrañas fotografías del genocida Adolf Hitler. En ellas, el autor de “Mi lucha” aparecía en un sector campestre, vistiendo pantalones cortos, apoyándose en un árbol con aire un poco afeminado. En su tiempo, por cierto, estas fotos fueron censuradas y mandadas a destruir por el mismo Adolf, porque a simple vista ridiculizaban la estampa intocable de la autoridad máxima del régimen. El fotógrafo que registró el episodio, sin embargo, guardó sigilosamente las imágenes, dándolas a conocer a la opinión pública posteriormente, causando risas y burlas hacía la figura del jerarca nazi. Existen, también, algunos aciertos magistrales en este campo fotográfico. Conocida es la mítica fotografía del Che Guevara, imagen que ya cumple más de sesenta años. Su autor fue el fotógrafo cubano Alberto Díaz, más conocido por su seudónimo «Korda», quien llevó a la categoría de súper estrella al conocido guerrillero, propiciando, con el paso de las décadas, la producción masiva de objetos con el rostro del revolucionario argentino: poleras, chapitas, afiches, pañuelos y un sinnúmero de artículos de merchandising. Siguiendo el camino de esos próceres del «rectángulo rodante», es que hace años he tratado de interpretar esos códigos fotográficos, aunque no con personajes importantes, sino con personas comunes, habitantes suburbiales que, en importante proporción, nunca han salido de su barriada, manteniéndose en el cautiverio marginal que los borra silenciosamente. Tal vez no tengan méritos históricos para ser recordados, pero sus rostros deben seguir viviendo, dándole un respetable grosor al álbum de la memoria histórica de los pueblos. La democratización del retrato que se ve hoy en día (y en buena hora) permite a los anónimos salir a la luz y permanecer, puesto que como señaló Luis Poirot en una entrevista:  «sin una imagen dejada en vida es como si no se hubiese existido».   Fotografías

Espía 13 | Afiches santiaguinos

«La vida de los afiches, por cierto, es irregular. Algunos -los menos- sobreviven intactos hasta que el sol y la lluvia los queman, los mojan, los decoloran, los destruyen. Otros desaparecen debajo de los nuevos carteles que les son pegados encima, a la manera de los viejos palimpsestos. Desaparición muchas veces transitoria, temporal, dado que con frecuencia manos anónimas rasgan los nuevos afiches, permitiendo la aparición de partes del anterior o los anteriores, formando improvisados collages.» En la época de la dictadura era común encontrar en las rayadas paredes de nuestras ciudades, escrito más que a la rápida, el siguiente eslogan: “cuando el mundo está canalla, el papel es la muralla”. Si esa rimada afirmación fuese verdadera, fidedigna, podríamos concluir que el mundo no ha cambiado demasiado desde esa horrenda época de tanquetas, fusilamientos, agotadores sábados gigantes y economistas de la católica mamándosela a Milton Friedman, puesto que a pesar de la invasión de lo digital y las absorbentes y ubicuas redes sociales -que nos permiten informar o desinformar eficazmente acerca de los más variopintos asuntos- mecanismos informativos anteriores, como los rayados, los grafitis y la antigua técnica de pegar carteles o afiches publicitarios o propagandísticos en los muros de las ciudades sigue absolutamente vigente, al menos en Santiago, cosa que cualquiera puede corroborar a diario en sus recorridos laborales o estudiantiles.  Muestras actuales de esta última técnica, precisamente, es la que daré a conocer en este reportaje, abarcando principalmente afiches e intervenciones gráficas de corte político y social, los que conviven, en las murallas santiaguinas, con anuncios de fletes y mudanzas, ofertas de empleo, manifestaciones evangélicas, cepillos de dientes, compraventas de antigüedades (muñecas de loza, roperos, lámparas de lágrimas), así como con lecturas de las cartas del Tarot destinadas a recuperar algún amor perdido o asegurarse una buena  pega, entre muchos otros productos y servicios. La vida de los afiches, por cierto, es irregular. Algunos -los menos- sobreviven intactos hasta que el sol y la lluvia los queman, los mojan, los decoloran, los destruyen. Otros desaparecen debajo de los nuevos carteles que les son pegados encima, a la manera de los viejos palimpsestos. Desaparición muchas veces transitoria, temporal, dado que con frecuencia manos anónimas rasgan los nuevos afiches, permitiendo la aparición de partes del anterior o los anteriores, formando improvisados collages.  Tomadas en los últimos meses en el centro de Santiago y sus alrededores, las presentes imágenes permiten apreciar el dinamismo y la mezcla de intereses, por lo general contrapuestos, que se observan en la ciudad fundada, hace unos cinco siglos, por el invasor Pedro de Valdivia. Se entrecruzan en ellas lo político y lo comercial, la seriedad y la charlatanería, lo material y lo espiritual, lo mesiánico y lo concreto, la necesidad y el deseo, entre otras tantas diadas -como dicen los siúticos- que componen nuestra contradictoria sociedad.     Muestra fotográfica

Cámara rodante | Camala: una historia perra

«Cada día está más difícil hacer fotos en la calle sin levantar la suspicacia, bastante paranoica, de quienes no entienden que ser un documentalista de la imagen no es ser un sapo ni un voyerista, sino un oficio que consiste en retratar y paralizar el tiempo para la posteridad.» Han pasado más de diez años de mi primera visita a Antofagasta. En ese entonces lo hice por trabajo, pretendí hacerme faenero en alguna mina donde pudiera ganar millones al mes, eso decía el mito, pero no fue así y tuve que conformarme con trabajar en la construcción de una iglesia, soldando cerchas en altura como armador y concretero o como conductor de carretilla, durmiendo en una carpa a orillas del mar por largos seis meses, en un campamento de vagabundos, porque arrendar era caro y en realidad no valía la pena: la consigna era ahorrar lo más que pudiera.  Estando allí quise conocer más de los pueblos de la región. Fue así que una semana santa viajé a San Pedro de Atacama haciendo escala en Calama, lugar que había oído nombrar por el equipo de fútbol Cobreloa. Al llegar me recibió la estampa del humedal y el río Loa, santuario natural que vi desde la altura del bus. Lo recuerdo muy bello, pero con poco desarrollo turístico. Al llegar a la ciudad me sucedió algo extraño: creí que sería un pueblo interesante, pero me sorprendió ver sus calles pálidas y suburbiales por las que circulaba mucha gente angustiada, incluso personas de la tercera edad presas de su adicción a la pasta base. Esta realidad me hizo desistir de hacer tomas fotográficas, pensando en el peligro que corría al ser un mochilero solitario en aquel lugar. Seguí luego mi viaje a San Pedro de Atacama, al que me referiré en otra ocasión. Los años fueron pasando y en muchas ocasiones me sentí un poco culpable de no haberme dado la oportunidad de conocer más a fondo aquella ciudad, así que hace unos meses, cuando tuve nuevamente la posibilidad de volver, me preparé para hacer un recorrido fotográfico. Mi intuición, reforzada por lo que había visto en la prensa, me decía que las cosas allí seguían iguales o peores que en mi visita anterior, pero la tozudez que me caracteriza me hizo despreciar el peligro. Seguí adelante porque qué sería de un fotógrafo gráfico si tuviera miedo de enfrentar un lugar peligroso, qué sería de los gráficos de guerra si tuvieran miedo a la guerra. Tales palabras, que rondan mi cabeza cada vez que siento miedo al acto de salir a la calle con mi rectángulo rodante en condiciones extremas, me alentaron a seguir adelante y apenas llegué subí a los cerros de "Camala" -como bauticé en aquella oportunidad a esa ciudad- no dándome cuenta de que era seguido por una banda de asaltantes. En una calle alejada del centro me rodearon y apuntaron con una pistola, mientras yo les decía que estaba ahí para mostrar su realidad, que yo también era del pueblo, argumentos a los que los maleantes hicieron oídos sordos, puesto que rápidamente abrieron la mochila dónde cargaba mi cámara digital, sustrayéndola y pateando mi espalda, advirtiéndome que ese sitio no era para mí y que si volvía sería baleado. Me alejé caminando rápido, pero sin miedo, lleno de adrenalina, en dirección al centro. Una vez allí me metí a un supermercado y compré algunas cervezas, dirigiéndome luego a la plaza de armas de Camala, lugar donde hice el luto por la pérdida de mi preciada cámara. Pensé en las personas que pierden sus vehículos o incluso la vida en los portonazos o en asaltos, hallando así un poco de paz ante tan cruda experiencia. Sentí rabia, pero también alivio, porque unos meses antes también sufrí un intento de asalto del cual libré. Me replanteé, además, seriamente mi camino fotográfico, dado que cada día está más difícil hacer fotos en la calle sin levantar la suspicacia, bastante paranoica, de quienes no entienden que ser un documentalista de la imagen no es ser un sapo ni un voyerista, sino un oficio que consiste en retratar y paralizar el tiempo para la posteridad. Seguí luego, eso sí, tomando fotos con mi teléfono, casi sin darme cuenta, incapaz de paralizar la pasión que mueve mi cámara rodante.    

Panóptico | El litoral de los poetas

«Este balneario cuyas playas de arenas negras, semejantes a muchas de Europa, sirvió de inspiración a las familias ricas de la época para crear su propia Costa Azul, con palacetes, mansiones y casas señoriales, construidos con materiales importados, traídos desde el otro lado del Atlántico, para una aristocracia cuyos descendientes hace ya rato los abandonaron por otras posesiones mucho más exclusivas y menos accesibles. Hoy, en ruinas, sirven de albergue a veraneantes de escuálidos fondos, gente popular que veranea con poco.» “Todo es poesía / menos la poesía” (N. Parra)   A una hora y media de Santiago, en auto o en bus, directo por la Autopista del Sol o por la Ruta 68 (desviándose hacia la costa en Casablanca) llegamos al Litoral Central o, como fue bautizado por algún siútico, publicista y/o experto en marketing: “El Litoral de los poetas”. Hace muchos años, cuando aún no tenía este nombre tan rimbombante, se podía llegar en un tren de carros de madera que partiendo de la Estación Central pasaba por largas y silvestres estaciones con nombres como: Padre Hurtado, Talagante, El Monte, Melipilla, Leyda, para luego cruzando algunos túneles llegar a la estación del puerto de San Antonio, que quedaba justo donde hoy está la entrada a un mall-casino con forma de barco “pseudocubista”. Así luego de varias horas, vendedores con canastos en los pasillos y con la cabeza asomada por la ventana, se arribaba a la estación Cartagena, sitio del que hoy, tras el incendio que la afectó en 1999, queda solo una reproducción de utilería, recuerdos, vestigios de carros estacionados o alguna que otra foto en sepia. “El litoral de los poetas”, esta audaz sinécdoque fue usada, suponemos, debido a que tres poetas chilenos (quizá los más “importantes”) en distintos momentos de sus vidas buscaron refugio y soledad en sus costas, huyendo como diría Fray Luis “del mundanal ruido” para poder escribir sus versos. Claro que hoy esto es una utopía, especialmente durante los meses de verano, donde estas playas sufren la invasión de un depredador natural: los veraneantes, a quienes muy poco les importa la obra de estos artistas, pues buscando “desconectarse” de sus productivas vidas y equipados con aparatos, cada vez más sofisticados, reproducen con una potencia inusitada, la música de moda para ellos y todos sus vecinos. Además, dejan cicatrices en la arena, infinidad de envases de todo tipo, basura de distintos colores que otros veraneantes aumentarán con colillas de cigarros, pañales desechables, botellas, latas, suciedad humana que perdurará años, décadas. Hace unos días leí la noticia que, en una playa de la comuna de El Quisco, encontraron un envase de un helado de la década del ‘70 del siglo pasado, casi intacto. ¡Cincuenta años enterrado! En fin, dirán algunos, es el precio del descanso. Durante la primera mitad del siglo XX en Cartagena, sobre un cerro, vivió el poeta Vicente Huidobro, padre del Creacionismo, quien afirmaba que era el primer y único poeta que había existido, pues los demás solo copiaban la realidad y solo él era un creador auténtico. Su familia fue dueña de gran parte de esta ciudad en la que pasó sus últimos años. Este balneario cuyas playas de arenas negras, semejantes a muchas de Europa, sirvió de inspiración a las familias ricas de la época para crear su propia Costa Azul, con palacetes, mansiones y casas señoriales, construidos con materiales importados, traídos desde el otro lado del Atlántico, para una aristocracia cuyos descendientes hace ya rato los abandonaron por otras posesiones mucho más exclusivas y menos accesibles. Hoy, en ruinas, sirven de albergue a veraneantes de escuálidos fondos, gente popular que veranea con poco. Así se fue transformando desde un balneario de lujo para la aristocracia, hasta uno muy proletario, muy lejos del sueño y de las aspiraciones de las familias de clase alta que lo visitaban hace un siglo. Para llegar a la que casa donde vivió y murió Huidobro, hay que subir cerros de calles sin pavimentar, al costado casas bajas muy precarias nos dan la bienvenida. Después de varias curvas polvorientas, arribamos a un museo bien estrecho y un tanto prescindible, con el que la fundación, que cuida la memoria del poeta, nos quiere informar quien fue este hijo de la aristocracia chilena. Con paredes atiborradas de fotos de su vida, llenas de reproducciones y muy pocos documentos originales pues, según se dice, los herederos del poeta vanguardista los mal vendieron o los regalaron. Lo bueno es que nunca hay gente, ni grandes colas a la entrada.  Algunas cuadras más arriba de la casa-museo, sobre una colina que domina la ciudad, que está cada vez más cerca con sus construcciones modernas, pero espantosas, está su tumba. “Abrid la tumba / al fondo de esta tumba se ve el mar”, dice en la lápida y no faltó el borracho idiota que hizo caso a la instrucción y trató de abrirla, y otros que, como homenaje, llenaron la tumba, del creador de ese lenguaje inaugural y cósmico de Altazor, con grafitis y botellas vacías. Hoy la tumba está abandonada, rejas rotas y jardines, hace años inexistentes, la rodean. Pienso en eso mientras camino por la terraza de Cartagena, entre la playa grande y la chica, fotografiando el deterioro de las casas, algunas verdaderas hazañas arquitectónicas, aún en pie, que  miran al mar o las placas que han puesto los fieles en agradecimiento a “La Virgen del Suspiro”, entonces  recuerdo los versos de Enrique Lihn que creo que habría que releer a la luz de este paisaje: “…una ruina de lo que no fue entre los restos de lo que fue un / balneario de lujo / hacia 1915, con mansiones de placer señorial convertidas en / conventillos veraniegos…”. Hacia el norte, en una localidad con una hermosa playa, Neruda compró una cabaña de piedra para refugiarse con su mujer de entonces, Delia del Carril, después de la Guerra Civil Española, en esa época a este sector se llegaba solo a caballo y, según la tradición, fue el poeta quien la bautizó como Isla Negra.

Cámara rodante | Plaza Bogotá

“Me fui con la nostalgia de revisitar esas calles y esas casas donde tantas veces nos reunimos con Héctor a conversar y a beber, a intentar entender qué es la literatura, a acompañarnos en momentos oscuros y trágicos, a compartir la desgracia de vivir en un país donde la cultura sirve solo si genera plata, a sabernos sin futuro por el solo hecho de escribir poesía.” Salvo por un breve viaje a Europa junto a su madre, específicamente al País Vasco y a Lisboa, Héctor Figueroa, mi amigo y compañero de variadas aventuras literarias, pasó toda su existencia en nuestro país, más concretamente en el barrio Matta Sur, en el sector marcado por la añosa y hermosa plaza Bogotá, viviendo sucesivamente en las calles General Gana y Sierra Bella. En este sentido, el famoso verso de Enrique Lihn: “Nunca salí del horroroso Chile”, se ajusta bastante bien a su experiencia vital, mejor incluso que a la del propio autor de “La musiquilla de las pobres esferas”, quien cruzó las fronteras nacionales en múltiples ocasiones, siendo una especie de viajero frecuente, a diferencia de Figueroa, quien llevó una vida más bien barrial. Pensando en esto, junto a Emilio Serey decidimos recorrer las calles circundantes a la plaza Bogotá y recoger un testimonio gráfico de los sitios que acogieron a Titín en vida. Adicionalmente, nos contactamos con uno de sus hermanos, Juan Eduardo Figueroa, quien amablemente nos permitió fotografiar tanto el interior de la casa de General Gana como las instantáneas del álbum familiar.  Nuestro primer destino fue la plaza Bogotá, ubicada en Sierra Bella, entre Ñuble y Sargento Aldea. Nos encontramos, primero, con el antiguo teatro América (ex Rogelio Ugarte), que hoy funciona como bodega de una empresa de perfiles de aluminio. Se observa en su frontis, además, una animita en homenaje a un indigente que falleció en 2017 producto de la caída de una marquesina en mal estado. Frente al ex teatro, justo delante de una fuente de agua, había un grupo de pasotas bebiendo cerveza. Nos acercamos a ellos y les pedimos autorización para fotografiarlos. Al explicarles el motivo de las fotos, para nuestra sorpresa nos dijeron haber conocido y carreteado con Héctor en la misma plaza y también en su casa, aclarando de inmediato que no se trataba de carretes ruidosos, sino de tranquilas tertulias. La única mujer del grupo, Mireya, nos contó que el autor de “Groggy” alguna vez le escribió un poema alabando sus ojos. Manejaban, además, bastantes datos acerca de nuestro amigo, como que su hermano Álex fue ministro de salud; o que había estado alguna vez en la tele, en el programa de Warken; o que había leído sus poemas en la casa de Neruda. Nos despedimos del cervecero grupo y caminamos hasta la casa de Sierra Bella -una vivienda antigua, de fachada continua- donde Héctor vivió gran parte de las últimas décadas de su existencia. Queríamos fotografiar la casa en general, pero preferentemente la pieza de techo alto, llena de libros, donde nuestro amigo escribió parte importante de su obra. Pudimos, no obstante, fotografiar solo la mampara, puesto que un pariente que ahora vive allí se hizo el sueco y no nos invitó a pasar. Nos llamó la atención el mural que estos nuevos habitantes -primos, creo- pintaron sobre la fachada de la casa. Consiste, en términos generales, en un texto de Cervantes, según recuerdo, y unas caras redondas sonrientes -tipo Smile– de bastante mal gusto que, imagino, Figueroa hubiese aborrecido. Fotografiamos luego otros lugares del barrio, entre ellos la botillería donde Titín se abastecía y una hermosa tienda de antigüedades ubicada en Madrid con Ñuble, para finalizar visitando la casa de General Gana, donde nos esperaba -con unas cervezas bien heladas- su hermano Juan Eduardo. Al interior de la casa, que el mismo Héctor ayudó a remodelar luego de dejarla medio destruida en la época de los fervientes carretes juveniles, encontramos diversos rastros de su existencia: fotografías suyas y de parientes vivos y fallecidos, un viejo cuaderno tipo croquera con textos inéditos de los noventa, su bicicleta, su ropa y algunos de sus libros, nos más de doscientos de unos dos mil, por lo menos, que debe haber tenido su biblioteca, ahora en manos de los parientes de Sierra Bella. Ojalá que no los vendan por kilo, ojalá que no usen sus hojas – muchas de ellas de primeras ediciones de poesía chilena- para madurar paltas, ojalá que se los devuelvan a Juan Eduardo, quien celosamente ha numerado cada uno de los doscientos ejemplares que conserva, haciendo una lista a mano con sus títulos y autores en un viejo cuaderno contable. Cerca de las ocho de la tarde nos despedimos. Me fui con la nostalgia de revisitar esas calles y esas casas donde tantas veces nos reunimos con Héctor a conversar y a beber, a intentar entender qué es la literatura, a acompañarnos en momentos oscuros y trágicos, a compartir la desgracia de vivir en un país donde la cultura sirve solo si genera plata, a sabernos sin futuro por el solo hecho de escribir poesía. Nunca, eso sí, nos faltó el humor, la ironía, pues perder una y otra vez no significa estar derrotado -nocaut- si aún puedes reírte de ti mismo y de los cabrones que manejan el bulín. “No hay que cederle territorio al dolor”, señalaba con frecuencia Héctor Figueroa en sus últimos tiempos, cuando estaba enfermo y sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida y sí mucho de muerte. Luego alzaba su vaso, botella o copa y se mandaba un buen trago. Sergio Sarmiento  

Panóptico | Una noche en NYC con Lee Konitz

“No había (como esperaba) una multitud afuera, o una marquesina de luces anunciando al músico, sino un cartel muy sobrio que en letras pequeñas describía el show. ¿A nadie le importaba que Lee Konitz tocara esa noche? ¿Acaso, para esta ciudad, que tocara esta leyenda era un hecho que, entre tantos otros que ocurrían, daba lo mismo?” Generalmente en enero en New York hace mucho frío, especialmente de noche y, más aún, si uno viene del verano de Sudamérica. Pero esa noche del 27 de enero del 2017 había varios grados sobre cero, cuando decidí aventurarme por las calles de “La ciudad que nunca duerme” (o nunca dormía) y dirigirme en metro hacia “The Jazz Gallery” en Broadway St. Donde se suponía que iba a tocar Lee Konitz. Había visto el anuncio en internet, entre muchos otros sitios de jazz que hay NYC.  ¿Lee Konitz, sería posible? Con mi fatalismo, muy chileno, pensaba que debía ser un alcance de nombre o quizá un truco para atraer a incautos turistas culturales.  Claro mis dudas eran razonables, pues el saxofonista alto debía tener 89 años y había tocado, entre otros, en los años ‘50 junto a Miles Davis participando de la grabación de “Birth of the cool” de 1954, disco fundamental para entender el desarrollo del Jazz contemporáneo. El disco había sido grabado unos años antes, cuando Konitz tenía un poco más de 20 años.  Por eso, no podía creer la suerte que tenía de ver a esta leyenda del Jazz en vivo, me parecía un privilegio, un regalo. Además, verlo tocar en un club de NYC, en una noche de invierno, era un doble regalo. Así que, con el poco inglés que manejo y el mapa de la ciudad en la cabeza, me dirigí desde mi hotel, cercano a la 5ª avenida, a tomar el metro. En esta ciudad nadie parece extranjero o inmigrante, la mezcla de razas, de colores, de idiomas, de modas es una constante. Desde ejecutivos caucásicos con trajes elegantes, mujeres sofisticadas que trabajan en Manhattan, raperos o músicos de metro, latinos que hablan un español caribeño, hasta negros recién llegados de África. Todos en el metro y cada uno en su mundo, nadie pendiente del vecino, todos atrapados por su iphone, algunos pocos de algún libro o del diario, todos viajando en el subway, pensaba, a “velocidades incomprensibles”, como diría Enrique Lihn. Al bajarme en la estación, subí ansiosamente las escaleras, de acuerdo con el anuncio había dos funciones: una a las 19:30 y otra a las 21:30, iba atrasado para la primera y muy adelantado para la segunda, pero, en fin, cuando llegué a la dirección, no había (como esperaba) una multitud afuera, o una marquesina de luces anunciando al músico, sino un cartel muy sobrio en la entrada que en letras pequeñas describía el show. ¿A nadie le importaba que Lee Konitz tocara esa noche? ¿Acaso, para esta ciudad, que tocara esta leyenda era un hecho que, entre tantos hechos que ocurrían, daba lo mismo? El lugar era un edifico, como hay miles en NYC, nada exterior permitía adivinar lo que estaba ocurriendo adentro. En la entrada solo un hombre joven, con aspecto de latino, sentado en una butaca parecía esperar a alguien, tenía en sus manos un maletín que, se adivinaba, contenía un instrumento musical. Le hablé en español y le pregunté si allí era el club de jazz, pero no entendió, solo hablaba inglés. De la manera que pude le pregunté nuevamente y me señaló un ascensor y que subiera. Era todo muy raro, no había nadie más, no se escuchaba música, es decir, ninguna de las señales que uno esperaría. Pero confiadamente subí al ascensor que era muy antiguo y muy grande, marqué el único piso habilitado y esperé que se cerraran las puertas y con un ruido de máquinas pesadas lentamente comencé a subir. Era tan lento que pensé que me iba a quedar atrapado y que nadie sabría que estaba ahí, a miles de kilómetros de Santiago de Chile. Pero, inesperadamente, el ascensor se detuvo, supuse que en el piso correspondiente, pues el letrero de luces parecía que hace años que no funcionaba. Bajé y, por fin, escuché muy a lo lejos el sonido inconfundible de un saxo y un piano. Traspasé dos puertas de madera y cristal, muy pesadas, caminé por un pasillo en el cual habían colgados abrigos, chaquetas, parkas, gorros y bufandas, hasta llegar a otra puerta más pequeña que daba a la entrada a un pequeño recibidor, donde una mujer ya mayor, me dijo (fue lo que entendí) que el show ya había empezado, pero que en 30 minutos más habría otro, que la entrada costaba 30 dólares (que a mí a esa altura me sonaba “free”)  los pagué (creo que nunca he pagado una entrada más feliz) y me dijo que si quería, me podía quedar al final del primer show, no lo podía creer. Esa era mi noche de suerte. Por fin, pude mirar el lugar era una especie de loft o departamento con una gran sala, en la que al fondo había armado un pequeño escenario, donde en un piano de cola tocaba un hombre joven y, sentado en una silla otro hombre, de pelo blanco y de lentes oscuros que tocaba un saxo alto. Me llamó la atención verlo sentado tocando una balada, pero su instrumento sonaba poderoso y llenaba el espacio que completaban sillas plegables, dispuestas como en un teatro, no éramos más de cien los espectadores que escuchábamos como devotos de una iglesia el sonido de ese maestro, testigo directo y colaborador de los grandes maestros en la gran época del jazz en el siglo pasado. Había llegado al final del primer show, por lo que tuve que esperar en la última fila de pie. La gran mayoría del público eran viejos amantes del jazz que miraban y escuchaban sobrecogidos los sonidos puros de ese saxo. De improviso, para finalizar, un hombre que estaba sentado en la última fila

Cámara rodante | Jugueteando

¿Quién no tuvo un juguete favorito en su infancia? ¿Quién no disfrutó con uno de estos artefactos que, según los arqueólogos, están junto a nosotros desde la prehistoria? Difícil sería hallar a alguien que se haya sustraído a la compañía de estos objetos que sirven no solo para divertirse, sino también como herramienta de presión y modelamiento cultural, promoviendo formas diferentes de conducta, por ejemplo, para niños y niñas -princesita para ella, superhéroe para él- pues los juguetes nunca han sido inocentes y la industria moderna los ha hecho menos inocentes aún.  Ajenos a estas situaciones, niños y niñas los quieren, los abrazan, los besan, los hacen hablar y moverse, echando a volar su imaginación. Llegada la juventud, sin embargo, estos queridos compañeros resultan un lastre y en un momento son abandonados en cajas de olvido, en una calle cualquiera, en un vertedero clandestino o directamente en el tacho de la basura, para ser llevados, luego, a un relleno sanitario, donde serán borrados del mapa.  Durante años he ido rescatando -mediante el acto fotográfico- variados juguetes de sus lugares de abandono y desmemoria, dándoles una segunda vida, una nueva oportunidad de encontrarse con nuestros modelamientos y afectos. De eso tratan precisamente estas fotos, este jugueteo con la lejana infancia.

Signos Vitales | La fallida (des)aparición de una galería

Hace unos días, mientras caminaba por la Alameda de las Mutilaciones, me encontré con una especie de bolsa de vino gigante que ocupaba parte de la vereda norte. El descomunal objeto obstaculizaba tanto el trabajo de los vendedores ambulantes -que ofrecían audífonos, papelillos, aritos, pipas, pañoletas- como el paso de los transeúntes y sus pandémicas mascarillas. Pensé, primero, que se trataba de una acción publicitaria -fome- de una empresa vitivinícola. Luego, al mirar el frontis del edificio desde donde surgía el artilugio, supuse que me hallaba ante una instalación artística -esa ocurrencia de tipos como Marcel Duchamp y Kurt Schwitters-, dado que su origen remitía a la Galería Gabriela Mistral, única galería pública de arte contemporáneo en Chile, como informa el diario La Tercera, sin lamentarse, como lo haré yo, por tan triste récord.  (Momento para el lamento). El objetivo de la instalación, que estará abierta hasta fines de octubre, consiste en conmemorar el trigésimo aniversario de la galería mediante lo que Javier González, su curador (actividad esnob de moda) definió (con expresiones también esnob) como un “acto de desaparición que funciona no como una ilusión, sino en términos materiales”. La idea de fondo de intervención (llamada “Museo en campaña”) consiste en ocultar la galería con un globo inflable de veinte por diez metros de largo, suponiendo (imagino que imaginaron) que su plateado exterior la haría invisible, permitiendo resaltar la colección de arte y la gestión de la galería, expuestas -paradójicamente- al interior de la bolsa gigante.  Intento fallido, hay que decirlo, pues el descomunal objeto, creado por el arquitecto Smiljan Radic, no cumple con lo de la desaparición. Oculta la galería, es verdad, pero no la hace desaparecer, pues la reemplaza exhibiéndose a sí mismo como un artefacto llamativo por lo inusual y lo descomunal, aunque poco legible desde lo estético y desvinculado del leit motiv de la exposición, pues no tiene discurso, no tiene relato (es como el candidato Sichel), remitiendo, como se ha dicho, a la idea de una campaña publicitaria de vino en bolsa. Se pregunta uno, también, cuál es el sentido de hacer desaparecer una galería discreta, casi invisible, como es la Gabriela Mistral, que se ubica justo en el primer piso del ministerio de educación, organismo incompetente que sí merece esfumarse. Eludí el gran envase plateado imaginando la reacción de varios amigos alcohólicos al encontrase, de sopetón, con tan fantástica sorpresa, los vi lamiéndose los bigotes, los vi rompiendo con los dientes su piel de plata para mamar el mosto a destajo. Pasé luego junto a un señor que vendía hermosos ramos de flores en tinetas de pasta de muro y me alejé del lugar recordando otras obras de gran formato que han brotado en el país antes y después de la pandemia: la Pequeña Gigante, el Pájaro Carpintero de la torre Entel, el Pato de Hule de la Quinta Normal, entre otras, preguntándome por el sentido de estas manifestaciones cuya principal atracción es el tamaño. ¿Será que se pretende combatir el vacío artístico-cultural de este modo?  Si se quiere llenar un cuenco por completo, dice el sentido común, conviene echarle arena fina, no grandes piedras, pues así se evitará que queden espacios vacíos. Pero en el país del marketing da lo mismo cómo sean las cosas, lo importante es como la gente las percibe. O, más bien, como se las hace percibirlas. Disimular es fingir no tener lo que se tiene, explica Baudrillard. Simular, agrega, es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Y si la gente sale a la calle y se encuentra con un pájaro gigante picoteando la torre Entel pensará que en Chile hay espacio para el arte, que la empresa privada y el gobierno de los empresarios están preocupados no solo de sus inversiones en el país o en paraísos fiscales, sino también de cultivar la estética en los espíritus ciudadanos. Se percibirá, entonces, una presencia donde hay una ausencia. La bolsa gigante de vino, sin embargo, ni siquiera alcanza para constituirse como un buen simulacro. Es una instalación fallida, un fiasco, puesto que no da para percibirla como un elemento “artístico”, como lo fueron la Pequeña Gigante, el pájaro de la torre Entel o el pato de la Quinta Normal, artilugios que cumplieron su función de entretener, de dar espectáculo, de distraer, de usar el adjetivo “bonito”, de atontar. No funciona tampoco como un aviso de “acá hay una exposición”, que sería lo mínimo que se le podría pedir, puesto que no opera, para nada, como señalética eficaz. Se puede decir, finalmente, que la idea de hacer desaparecer la única galería pública de arte contemporáneo existente en Chile puede ser leída, también, como una broma macabra de la administración Piñera, un guiño malévolo a la derecha más extrema en un país donde la precarización de lo público y la desaparición de personas son temas aún sin resolver.