Radar Social

Fotografía | Extraños en el metro

Aparecen de repente en el metro, entre un punto y otro de la ciudad. Sentados o de pie en los carros, subiendo escaleras o al lado de las puertas, sordos y ciegos a la apabullante realidad. "Absortos en su lúcido sueño” como diría el poeta, viajan practicando una antigua ceremonia, pues aún tienen fe en las palabras impresas, y no se rinden ante el imperio de las imágenes pasajeras, que caen  líquidas de las pantallas.  El mundo ha cambiado, pero ellos no, son especies en peligro de extinción. Perduran, obstinados, sin hacer caso a las modas, refractarios a las redes corporativas de signo vacío y fácil. Iluminan el transporte público con su gesto y te hacen creer que no todo está perdido, que aún hoy, sobrevive la esperanza,  que nos quedan restos de dignidad, practicando este buceo esencial, libre y solitario. Sus mentes divagan y estallan, en diálogo constante con alguien, a través del espacio ilimitado que les entrega un libro, aliviando en algo esta pesadilla de la que no podemos despertar.  

Teclado | Golpe, disyuntiva, poesía y diáspora

«Algo que caracterizó al gobierno de Allende fue el apoyo a la cultura en todas sus manifestaciones y la facilitación de su acceso por parte de la población chilena. Un ejemplo de ello fue la Editora Nacional Quimantú Ltda. (“sol del saber” en el idioma mapudungún mapuche), que vendía sus libros a muy bajo precio en lugares accesibles, y cuyas colecciones abarcaban obras clásicas y contemporáneas de literatura e historia, así como semanarios y publicaciones mensuales destinados a niños, jóvenes, mujeres, además de tematizar la actualidad, la realidad política y la cultura.» A los 50 años del Golpe Estado de 1973 en Chile, un grupo de chilenos nos reunimos en un acto conmemorativo en Ottawa, Canadá, haciendo un recuento del exilio y la diáspora chilena en la ciudad. El evento también contó con la presencia de algunos chilenos recientemente llegados a Canadá, en su mayor parte profesionales jóvenes o estudiantes que, a diferencia de las primeras olas migratorias después del golpe, no estaban muy interesados en la política sino en mejores oportunidades económicas aun cuando Chile sea el país con mejor calidad de vida de América Latina y, junto a Uruguay, el país latinoamericano con salarios mínimos más altos. El HDI (índice de desarrollo humano) de 2022 le dio a Chile el primer lugar en América Latina. Santiago, su capital, ocupó en la evaluación el segundo lugar como la mejor ciudad de Latinoamérica, después de Ciudad de México y también logró posicionarse como el lugar con “mayor potencial de crecimiento”–una ciudad moderna y cosmopolita. A esto se le suma el atributo de “espacios verdes y ocio” debido a la Cordillera de los Andes. Sin embargo, la desigualdad de ingresos es igualmente evidente. En Colombia, Chile y Uruguay, cerca del 1% de la población controla entre el 37% y el 40% de la riqueza total de sus respectivos países.  Este estado de cosas, tanto en los niveles de ingresos como en los demás aspectos de la sociedad, fue el contexto en que tuvo lugar la elección de Salvador Allende Gossens en 1970, el intento más radical en el país de disminuir la desigualdad económica y la falta de equidad, desde un estado orientado a la implantación gradual de un socialismo a través de las herramientas institucionales disponibles, en lo que se llamó la “vía chilena al socialismo”. Con alrededor de un tercio de los votos, su coalición, la Unidad Popular (UP), se centraba en la unidad socialista-comunista. Su eje eran el Partido Comunista y el Partido Socialista, y fue una encarnación electoralmente fortuita del anterior Frente de Acción Popular (FRAP). El resultado fue una entidad estatal con un proyecto socialista, fruto de unas elecciones que se insertaban en el marco institucional “capitalista” y “burgués”. Celebrado como el primer caso de la toma del poder por la vía pacífica, también fue considerado anatema por algunos elementos de la izquierda más radical, los “termocéfalos” como se les llamaba en ese entonces en el país y que tenían por consigna, a veces programática, “el poder nace del fusil”, problemática que no parece obsoleta, después del medio siglo transcurrido. En ocasión del triunfo de Gabriel Boric en las elecciones presidenciales chilenas, el más “radical” de los gobiernos de izquierda pos dictatoriales, fruto de un vasto estallido social y apoyado por una alianza de izquierda y centro izquierda, se me preguntó en una entrevista en una radio latina si le diría a las organizaciones militantes de América Latina que es posible y legítimo llegar al poder por la vía electoral, lo que indica cierta presencia de la vía “armada” pese a los múltiples regímenes de izquierda o progresistas de diverso tipo, fruto de elecciones en las últimas décadas.  En la conmemoración de los 50 años en Ottawa se hizo presente la cultura a través de lecturas, recordatorios y testimonios. Algo que caracterizó al gobierno de Allende fue el apoyo a la cultura en todas sus manifestaciones y la facilitación de su acceso por parte de la población chilena. Un ejemplo de ello fue la Editora Nacional Quimantú Ltda. (“sol del saber” en el idioma mapudungún mapuche), que vendía sus libros a muy bajo precio en lugares accesibles, y cuyas colecciones abarcaban obras clásicas y contemporáneas de literatura e historia, así como semanarios y publicaciones mensuales destinados a niños, jóvenes, mujeres, además de tematizar la actualidad, la realidad política y la cultura. Durante el proceso chileno y después de su sangrienta interrupción, tanto al interior del país como en el exilo, el apoyo del sector de la cultura y la docencia fue mayoritario. Un componente importante del exilio en el exterior fue la diáspora cultural, que inició un fenómeno de producción chilena cultural prácticamente en todo el mundo, no tan solo en la esfera literaria, producción que sigue existiendo y que llegó a ser permanente en el caso de Canadá. A 51 años del golpe de estado en Chile, el sector de la cultura sigue mayoritariamente apoyando a la izquierda, el progresismo, el cambio social, compromiso que quedó de manifiesto en un evento en apoyo del presidente Boric durante su campaña presidencial. Cito: “una de ellas (si no la principal) sería la [la postal] del actual mandatario abriendo los brazos arriba de un ciprés en Punta Arenas”, que resultó en un libro que aúna más de 200 trabajos visuales (entre pinturas, grabados, ilustraciones, esculturas, dibujos, etc.) y textos que reflexionan alrededor del árbol y sus implicancias poéticas y políticas”. El libro resultante da cuenta del ingrediente “verde” que se ha agregado decididamente a la izquierda en las últimas décadas, y llevaba por título “Arboric”. Cabe mencionar, y esto es una apreciación personal, que este apoyo al ámbito cultural marca una diferencia respecto a lo que sucede con otros regímenes aleatorios de la izquierda en el continente, como Nicaragua y Venezuela, respecto a los cuales se ha distanciado un poco el sector por así decir más “moderno” de la izquierda. Hubo una condena de parte de connotados autores izquierdistas chilenos al trato que recibieron los escritores y activistas Gioconda Belli y Ernesto Cardenal por parte

Signos vitales | La patria bajo el puente

«¿Qué función cumplía la bandera, entonces? ¿Era una especie de talismán?, ¿una expresión de amor a la patria? No supe responder. Tampoco tuve otras hipótesis. En cualquier caso, era obvio, la tricolor no funcionaba como talismán, no alejaba el infortunio ni atraía buenas vibras, pues sus inquilinos estaban en el corazón mismo del fracaso, desprovistos de todo, tan a la deriva como aquellos inmigrantes que caminando por el desierto cruzan la frontera hacia Chile.» Ayer, al pasar junto al puente que lleva a la Estación Mapocho –cuyo nombre recuerda a Manuel Rodríguez– debajo de su estructura pude ver un frágil ruco. Lo habían levantado con cuatro palos, alambres oxidados, restos de muebles de cocina, pedazos de nylon y otros innumerables (e indescifrables) residuos. Se hallaba en el lecho del río, a un par de metros de la barrosa corriente, en un lugar húmedo e insalubre, a unas ocho cuadras del palacio de La Moneda, donde una larga fila de presidentes y dictadores han pasado prometiendo un futuro esplendor. A un costado de la precaria construcción, más precaria aún a causa de la mañana fría y nublada, un par de jóvenes flacos y deslavados –que me recordaron a los personajes de la novela El río de Alfredo Gómez Morel– hacían una fogata con algunos de los abundantes desechos que santiaguinos y santiaguinas –cuya formación, al parecer, fue un fracaso social y ecológico– arrojan cotidianamente a la corriente del río, usándolo en modo vertedero. Sobre el puente, construido en el mismo sitio donde los colonizadores españoles, mediante trabajos forzados, levantaron el puente Cal y Canto, una media docena de ambulantes ofertaban audífonos, papelillos, cargadores de baterías, pañuelos desechables, pipas, pinches, encendedores y otras menudencias de primera necesidad, mientras cientos de apurados transeúntes alternaban su mirada entre la mercancía y el ruco, algunos indiferentes ante una situación ya normalizada, otros, con una mezcla de miedo y desconfianza al identificar a los jóvenes deslavados con la amenaza del momento: la delincuencia.  Me acerqué a la baranda. Al mirar el ruco con mayor detalle me llamó la atención el hecho de que en uno de los palos que sostenían la frágil construcción flameaba una ajada banderita chilena. Obviamente no se trataba de una toma, nadie se toma un lugar que meses más tarde estará inundado pues la toma, se sabe, busca una permanencia, una solución. ¿Qué función cumplía la bandera, entonces? ¿Era una especie de talismán?, ¿una expresión de amor a la patria? No supe responder. Tampoco tuve otras hipótesis. En cualquier caso, era obvio, la tricolor no funcionaba como talismán, no alejaba el infortunio ni atraía buenas vibras, pues sus inquilinos estaban en el corazón mismo del fracaso, desprovistos de todo, tan a la deriva como aquellos inmigrantes que caminando por el desierto cruzan la frontera hacia Chile. Como expresión de amor a la patria tampoco parecía funcionar, dado que no era correspondido, no era bidireccional, no había amor de vuelta. No obstante, la bandera estaba allí, en el abandono absoluto, flameando coqueta, grácil y orgullosa, como diría un locutor deportivo en su momento poético, justo antes de pasar a los comerciales de baterías de autos. Me acordé, en ese momento, de una canción de Violeta Parra –"Yo canto a la diferencia"– donde la artista, nacida en San Carlos en 1917, señala: "el pueblo amando la patria / y tan mal correspondido, / la bandera por testigo.” ¿Qué es la patria? me pregunté más tarde. Y pensando en el vínculo entre el surgimiento de muchas democracias latinoamericanas –entre ellas la chilena– y la revolución francesa, me allegué a la definición de Voltaire (1694– 1778), que fue uno de los inspiradores de esos tiempos agitados (donde la plebe veía rodar cabezas de aristócratas y no pelotas de fútbol), para ver qué tal nos había ido con la idea después de dos siglos de implementada. La patria, establece este pensador francés –que creía 100% en la razón– es “el estado libre del que somos miembros y cuyas leyes garantizan nuestras libertades y nuestra felicidad”. En la misma sintonía de Voltaire, pero en el plano local, en agosto de 1812 la Aurora de Chile publicó un artículo llamado “Sobre el amor a la patria”, donde se indica: “Para que haya patria y ciudadanos, es preciso, que ella sea una madre tierna, y solicita de todos: (…) que todos tengan alguna parte, alguna influencia en la administracion de los negocios publicos, para que no se consideren como extrangeros, y para que las leyes sean á sus ojos los garantes de la libertad civil. Pero lo que es aun mas necesario, lo que es mas dificil de existir fuera de las republicas, es una integridad severa en hacer justicia à todos, y en proteger al debil contra a la tirania del rico.” (sic)  Los chicos del ruco, sin duda, son la prueba de que el nivel de logro de estas ideas, que variadas repúblicas adoptaron y plasmaron, además, en sus floridos, fantasiosos y belicosos himnos nacionales (cuyas letras, que piden sangre, no sería malo reescribir) es bastante bajo, insuficiente. El concepto se maleó aún mas con las intervenciones de diversas facciones derechistas –dictatoriales y no dictatoriales– que poco a poco fueron adueñándose de la palabra, de origen griego, que etimológicamente significa “la tierra de los padres”, para ligarlo al burdo nacionalismo. El dictador alemán Adolf Hitler –a quien Tarantino por fin logró ajusticiar en Bastardos del paraíso– escribió: “Para mí y para todos los verdaderos nacionalsocialistas no existe más que una doctrina: la de nacionalidad y patria.” En nuestro país, Jaime Guzmán, difunto líder de la UDI, participante cinco estrellas de la dictadura pinochetista y cerebro de una constitución que dejó como rehén de la derecha y el gran empresariado al pueblo chileno, elaboró una definición donde, fiel a las ideas de su maestro Adolf, une los conceptos de patria y nacionalidad: "La patria es el hogar espiritual donde se gesta y desarrolla la identidad nacional, basada en principios morales, tradiciones y valores compartidos que nos unen como chilenos.” Me pregunté, a raíz

Espía 13 | Outsiders

«La ideología de la competencia –que se ha enquistado en nuestra percepción de las cosas– nos dificulta detenernos a ayudar al otre y darle una mano o simplemente ser amables. Muchos se figuran, desde el egoísmo, que quien les pide ayuda –pese a estar “flaco, sucio y malvestido”– está ganando buena plata con eso. Se le ocurre que “la está haciendo”, que es un estafador más en el país de los estafadores.» Les he fotografiado desde hace años. Están en todas partes. Son los mendigos y las mendigas, los vagos y las vagas, los y las inmigrantes sin fortuna, los locos, las locas, les perdides, en resumen, la creciente legión de outsiders de una sociedad como la nuestra, donde la necropolítica avanza a pasos agigantados. Muchas veces pasamos delante de ellos y de ellas como si no existieran, como si fuesen sombras. O paredes meadas. Nos hemos acostumbrado a pensar que no es nuestro problema que la pasen mal, que estén en manos de la miseria, de la locura, de la depresión, de la sicosis, de los vicios o de otros males o discapacidades. O de mezclas de todo lo anterior. Tampoco que se alimenten de basura, que carezcan de documentos, que defequen en las calles o que duerman sobre colchones desechados, tapados con nylon y cartones. Si están en esa situación, se comenta, es su problema. Nadie los obligó a irse a la calle y mandar todo a la chucha, asumiendo la idea –individualista al máximo– de que las cosas dependen totalmente de nosotros mismos, que son personas que fueron al supermercado de las opciones y llenaron mal el carrito. “Es indudable que el ser libre puede significar libertad para morir de hambre”, señaló alguna vez Friedrich Hayek –delirante ideólogo de variados personajes de la dictadura chilena y de tipos como Milei o Rojo Edwards–, lo que es válido y digno, pienso, siempre y cuando tal decisión se tome con el estómago lleno. No olvidar que el carrito de las opciones se completa con plata y a la mayoría –que no hereda pese a la campaña permanente de las afp– le alcanza para poco y a veces para nada. Muchos, así, se quedan con el carrito vacío o casi vacío, desnudos frente al mundo, castigados con el olvido, con la invisibilidad, pues su desnudez no da ni siquiera para morbo, no da para vender baterías de camiones, tarjetas de crédito, o para actuar en películas porno o prostituirse en un antro de Bandera. La ideología de la competencia –que se ha enquistado en nuestra percepción de las cosas– nos dificulta detenernos a ayudar al otre y darle una mano o simplemente ser amables. Muchos se figuran, desde el egoísmo, que quien les pide ayuda –pese a estar “flaco, sucio y malvestido”– está ganando buena plata con eso. Se le ocurre que “la está haciendo”, que es un estafador más en el país de los estafadores, que es de la misma calaña que parte con los grandes empresarios y los políticos y los altos mandos de los uniformados, expertos todos ellos en montajes y en desfalcos y termina con el comerciante que no da boleta y el operario que se roba los tornillos de la obra. Es decir, que se trata de una rama podrida más en un árbol que muere aceleradamente. En el mejor de los casos, se piensa que la persona en situación de calle está desarrollando un trabajo, un oficio, algo que da lucas para vivir, no que se trata de una tormenta en pleno desarrollo. No te ayudo, porque a mí nadie me ayuda, se escucha rugir desde el fondo de cada soledad que va corriendo a cumplir la meta del mes cuando se encuentra, en las calles, con gente como la de las fotos que ahora comparto con ustedes. Fotografías

Patio de luz | Apuntes de una historia

«Recordemos que era el tiempo de la editorial “Quimantú”, de la revista “Cabro Chico”, del medio litro de leche, de las jocosas historias de Isabel Allende, que escribía con tanta naturalidad, antes de convertirse en una productora de libros. Era el tiempo de la cultura popular, donde la gente reía arriba de los buses, en la calle, en las reuniones de vecinos o en las concentraciones para ver los artistas de la generación que estaba surgiendo, o había surgido sin que todos nos diéramos cuenta.» (Dedicada al “Negro” Óscar. Él sabrá por qué)   Éramos pobres. Paupérrimos. Vivíamos en uno de los tantos cerros (entonces poco poblados, con gran vegetación y saltos de agua), marginados del gran centro urbanístico de la “Ciudad bella”, “Ciudad del Turismo”. Ciudad del famoso festival de la canción, de la gaviota, y del temido “monstruo” que fue y después no fue más. Ciudad cuya postal favorita y obligatoria para el visitante, era el Reloj de Flores. A pesar de tener muy poco de cuanto se llamara “material”, teníamos, yo y mis seis hermanos, unos padres presentes. En especial, una madre que se preocupaba de que estuviésemos al día de lo que ocurría en el mundo. De lo que guardaban las grandes ciudades. Que nos hablaba de libros, música, cines, iglesias. De ella la conversación surgía cálida y con una emanación de ternura que nos cautivaba. Como si, al entregarnos lo que existía, nos estuviera arrullando hacia un sueño que nosotros pudiéramos alcanzar…y realizar. Aun así, ella, contrariamente a mi padre, no nos permitía faltar a la escuela…aunque lloviera. Era la época dorada. Y en Santiago de Chile se celebraría el gran acontecimiento de la inauguración de la UNCTAD III, en su edificio flamante, construido en tiempo récord por muchos trabajadores. En el colegio del barrio nos hablaron del gran suceso con anterioridad. Recuerdo que a una de mis hermanas mayores (que ya asistía al liceo de niñas, bajando una escala de más de 400 peldaños y caminando un medio centenar de cuadras para llegar a él), en el tiempo que se rendía la famosa Prueba Nacional, y los sujetos estudiantes eran derivados según su puntaje, a liceo o escuela industrial o comercial. Es decir, el tiempo en que sólo podía estudiar un tipo de “elite” bastante atípica; tuviese o no recursos económicos, y que comprendía al 10% de la población en edad escolar. Pues bien; a mi hermana le dieron como tarea en la asignatura de Artes Plásticas realizar un trabajo que tuviese relación con la UNCTAD III. Ella llegó a casa con su obra, que mostró a todos los desapercibidos en ese momento. Había pintado, con lápices de colores, una sala de reuniones vista desde atrás, en la cual aparecían cabezas de personas con el pelo verde, rojo, morado, azul. Se había sacado un 7. Yo quedé muy sorprendido, pues a mis once años, jamás había visto a ninguna persona con cabello de aquellos colores. Concluí en que la profesora sintió lástima por mi hermana, y a eso correspondía la nota. En esa época de oro de mi infancia, que se prolongó más de lo que suele ocurrir con un cristiano común, mi madre nos comunicó una espléndida noticia: viajaríamos a Santiago, a conocer el edificio de la UNCTAD, que estaba abierto a todo tipo de público. La idea del viaje me produjo una gran emoción, y arrebatado júbilo a mis hermanas. La noche se fue más de prisa entonces. Al otro día endilgamos hacia Santiago, con nuestras mejores pilchas. El tren era un espacio de ciegos con acordeón cantando canciones lastimeras, al borde de cortarse las venas. El “Pobre Payaso” también era un emblema local, para quienes oyeran, miraran por la ventana, comieran sus huevos duros o los dulces de La Ligua. El olor misceláneo de las comidas se mezclaba con el viento que remecía los árboles y entraba hacia los vagones, a confundirlo todo. El ruido insistente de la ferrería aportaba una nota más trágica a los cantores ciegos. Era una gran orquesta que acompañaba con su diapasón sanguinoso y truculento el “Amor de pobre solamente puedo darte…” De ese momento no recuerdo más, hasta que estuvimos en las inmediaciones del edificio inaugurado. Era sorprendente ver la cantidad de gente que circulaba por las veredas. Igual la variedad de tipos humanos que, por primera vez, estaban frente a mis ojos. Parecía que todas las razas hubiesen confluido en ese sector. Era emocionante el colorido del vestuario de las gentes de color; eran como una explosión de primavera cubriendo sus cuerpos, sin ninguna arrogancia ni el vergonzoso impulso de mi ciudad beata, donde el rosario era pan de cada día, igual como cruzaba el horizonte, cortando la bruma marina, el “Argonauta” de mis niñeces. Jóvenes de pelo largo que hacían acrobacias, otros tocando la guitarra en una esquina, leyendo poemas en voz alta, o mostrando artesanías inexplicables. Surgían, de repente, mujeres con hábito hindú, otra con grandes turbantes. Ya sea en negro o en blanco, hombres corpulentos con largas chaquetas bordadas en dorado. La vida, en su mejor esplendor y en su diferencia natural, abría sus venas para que bebiéramos de ella. Entrando ya al edificio, nos impactó la monumentalidad de éste. El hormigón armado que se convertía en escaleras cortadas a noventa grados mientras subían, los accesorios de cobre, la enorme puerta del mismo material, la alegría de la gente del pueblo que asistía a una cita con la historia. Allí almorzamos gratis. Nos sentamos en aquellas sillas que eran novísimas, de color salmón, de material más resistente que el plástico, pero tal vez de la misma familia, y armazón de tubos de aluminio (aunque no sé si era aluminio u otro entuerto de metales aliados). Mi madre junto a mí, ya que mis hermanas estaban desgreñadas por otros rincones, dedicamos varios minutos a mirar cada una de las esculturas que poblaban tanto el jardín como la propia construcción. Ya fuera arcilla, piedra o metal, las piezas hablaban del humanismo, el

Signos vitales | El niño herido

«En Latinoamérica, el hecho de que el cristianismo haya hegemonizado las creencias ha evitado, al menos, que nos matemos por motivos religiosos. Nosotros, los de hoy, puesto que nuestros antepasados, todos muy píos, muy beatos, se vieron en la necesidad de asesinar a un número enorme de indígenas, a crucificarlos, a quemarlos, a empalarlos, a mutilarlos a ellos y a sus dioses, todo por amor a Jesucristo.» Camino por las calles de Batuco. En una esquina solitaria un grupo de evangélicos predica y canta. Una escolar que pasa los mira y se aleja apresuradamente, como huyendo de un perro rabioso, de un rottweiler con biblia. El tipo que dirige al grupo, el pastor supongo, discursea afiebradamente, violentamente. Como todo líder debe manejar a sus ovejas, que son su abrigo y su alimento, no dejarlas que se dispersen, que se pierdan, que queden a merced de los lobos, puesto que no podrá explotarlas él mismo, no podrá alimentarse -usando un lenguaje tipo evangelio- de su carne ni curtir su cuero ni cardar su lana. Su capital, en consecuencia, se verá mermado, pues el rebaño es su riqueza, su teta. Para no perderlo -incluyendo la VAN que tiene estacionada a la vuelta de la esquina, la VAN con que mueve a sus víctimas y que, no sé por qué, tiene una banderita de Israel en el parabrisas- debe mantener a sus fieles permanentemente atemorizados del poder de Jehová, su dios omnipotente, su dios que, como él mismo dice, mandó a dos osos a descuartizar a cuarenta y dos niños por bromear a sus mayores, pues es un dios celoso, eso enseña el Levítico, un padre duro que no permite la desobediencia.  Su éxito consiste en vender una verdad totalitaria, incluyendo residencia en el infierno para los que no se porten bien, para los que pequen, para los que no se pongan con billete. Entremedio, por cierto, debe aplicar ciertas caricias, ciertas palabras bonitas, ciertas ayudas -a la manera de un sádico- para mantener bajo control la voluntad de “sus hermanos y hermanas”. Algo parecido hacen todas las religiones. Fomentan, así, sin ningún sustento lógico ni racional, el infantilismo, la ignorancia, el terror, la dependencia, la respuesta fácil, el fanatismo y otras cuantas plagas. Lo ideal sería prohibir este tipo de prácticas por ser dañinas para la salud mental. Por generar paranoia colectiva. Por otra parte, ante lo desconocido del origen de la vida, cualquiera tiene derecho a creer en cualquier cosa, por absurda que sea, siendo peligroso, además, dedicarse a prohibir creencias. Eso sí, antes de ponerse a creer en algo habría que tomar en cuenta que cualquier investigación seria descarta de inmediato ciertas posibilidades. Por ejemplo, si se va a estudiar por qué chocó un autobús se dejará de lado de inmediato la tesis de que un dios lo ordenó, o que un fantasma o un ángel se le cruzó en el camino. En el caso del origen de la vida habría que hacer lo mismo, sacar de inmediato a dios, a los fantasmas, a los ángeles, entre otras figuras mágicas, de las elucubraciones y ponerse serio, es decir, dejar de inclinar la cabeza ante una idea fantástica y primitiva y bastante tonta, hay que decirlo, y usarla mejor para pensar, para sumergirse sin miedo en el universo incierto y bucear buscando verdades, luciérnagas que iluminen desde la razón (todavía nos debe quedar algo en stock) un fragmento de la incerteza que somos y que seremos. Hay que tener esa paciencia. Las religiones nos ofrecen, en cambio, respuestas inmediatas, instantáneas, que funcionan como enormes reflectores que anulan el claroscuro, que encandilan y acaban con los tonos -infinitos- que hay de la luz a lo lóbrego, encegueciéndonos.  El problema de fondo, me digo, mientras me acerco a la línea del tren bajo un cielo rosado, es que demasiadas personas creen en alguna divinidad. Si fuesen pocas y tuviesen poco poder daría igual, serían hasta simpáticas, llamativas, pintorescas, habría hasta una oficina turística cerca de sus casas y gringos con cámaras posando junto a ellos, pero son la mayoría y además muchos siguen de manera militante -son followers– a un montón de dioses que obviamente son incompatibles entre sí, dioses que promueven el amor, pero cuyos fieles, como ocurre hoy en Palestina, terminan asesinando a los creyentes de la deidad del lado. Descartes -filósofo racionalista- escribió alguna vez que entre creer en dios y no creer es mejor creer, pues si la creatura divina no existe no se pierde nada y si existe se gana todo. Discutible idea, puesto que al creer debemos seguir reglas ridículas a cambio de una ganancia difusa, pues en ninguna parte se explica en qué consiste el paraíso. El planteamiento de Descartes, que más bien parece un mal plan de negocios, es el sustento para que muchas personas se declaren creyentes, profundizando el problema.  En Latinoamérica, el hecho de que el cristianismo haya hegemonizado las creencias ha evitado, al menos, que nos matemos por motivos religiosos. Nosotros, los de hoy, puesto que nuestros antepasados, todos muy píos, muy beatos, se vieron en la necesidad de asesinar a un número enorme de indígenas, a crucificarlos, a quemarlos, a empalarlos, a mutilarlos a ellos y a sus dioses, todo por amor a Jesucristo. Contrasta, ciertamente, esta actitud con la idea que Nietzsche -uno de los principales cuestionadores del cristianismo-, planteó acerca de esta doctrina, pues el autor de Así hablaba Zaratustra la veía como una creencia para débiles, dada su idea de la compasión para con el otro, su poner la otra mejilla, su paraíso para los desventurados y etcétera. Eso, en el papel, porque en la realidad opera con mayor fuerza otro fenómeno que el mismo Nietzsche -al que le faltó hacer la práctica en Latinoamérica o África- llamó voluntad de poder. Detrás de las religiones, parapetada, se esconde esta ansia de homogeneizar, de controlar, de ser monopolio, de dictar las reglas, de quedarse con los territorios, los recursos y hasta con los sexos. No en vano, como

Trasandino | Esos golpes del azar que nos vuelven pensativos

«Detrás de él, una chica muy delgada con gafas negras había abierto una cigarrera de aluminio y les decía algo a sus amigas mientras le mostraba la parte de abajo de la lengua, una de ellas, una rubia delgada con pecas, se mojó el dedo índice con la lengua y levantó de la cigarrera un pedacito de pastilla que se metió en la boca, a su lado, un chique con remera atigrada había prendido un faso, su cara denotaba cansancio, como si no hubiese dormido en varias noches, miraba con mucha atención, de arriba a abajo, a la gente que iba hacia la pista de baile.» Salí de una fiesta a las 6 de la mañana. La aurora aún no astillaba la noche oscura y un viento suave, inconstante, no mermaba la humedad del ambiente. A los lejos, en el horizonte nocturno, la luna decreciente se hundía gradualmente entre las casas de Cofico. Desaté la bici de un árbol y tomé rumbo hacia casa, eso pensaba, pero en realidad no sabía hacia dónde me dirigía -no conocía el barrio-, pedaleaba por las avenidas sólo por intuición. Me detuve debajo de un poste de luz amarilla, en la esquina de Sucre con Faustino Allende, a buscar en google maps una ruta confiable. A una cuadra, por la Sucre, vi dos focos blancos acercándose lentamente en la oscuridad. Es sólo gente volviendo de la joda, pensé, mientras memorizaba la ruta. De la nada surgieron dos motos deportivas delante de mí, con sus motores bramando. Rápidamente se bajó un copiloto, un pibe moreno de pelo corto gritando ¡entregá el celular o te mato! Reaccioné saltando de la bici y se la tiré de una patada a la moto negra que intentó subir a la vereda. El pequeño inconveniente es que yo andaba con unas sandalias con broche y cuando iba a empezar a correr la punta del calzado se atrapó en una fisura de la vereda. Eso hizo que perdiera el equilibrio y que cayera con la rodilla derecha contra el cemento. Fue el azar quizás, pero el haber caído me salvó del casco de moto que pasó delante de mi cara e impactó en una pared. De súbito comencé a correr sin rumbo. Mientras corría por las veredas, llenas de árboles y casas hermosas, escuchaba los cilindros acelerando y los pasos y las respiraciones agitadas y los ¡quédate ahí! ¡quédate ahí! ¡te voy a matar! de los dos pibes corriendo a mis espaldas. Para burlarlos regateaba en las esquinas y me contorneaba en esas calles vacías, y para escapar de las motos me agarraba de los troncos de los árboles, pues no podían doblar tan rápido y se quedaban unos segundos con el inconveniente de la marcha atrás. Eso me daba un tiempo para pensar qué hacer. Pero en realidad no sabía para dónde ir, ni qué hacer. Lo que me extrañaba era que no pasaban vehículos, ni gente, ni se prendían las luces de las casas, ni nadie se asomaba a chusmear para saber qué mierda ocurría con los ¡run! ¡ruun! ¡ruuunnn! ¡ruuuunnn! En un momento la moto negra se metió temerariamente entre los árboles y subió a la vereda. Me cerró el paso. Quedamos enfrentados. Salté a una reja simulando que quería pasarme a una casa y la moto negra aceleró con intenciones de chocarme, pero bajé inmediatamente de ahí y se golpeó contra la reja. Crucé la calle. Yo ya estaba muy cansado por la persecución y respiraba desordenadamente. ¡Quedate quieto hijo de puta! gritó el colérico de la moto azul con blanco que se precipitó para subir a la vereda, pero las raíces secas que sobresalían de la tierra hicieron que perdiera el control. La moto le cayó encima. Y los gritos de ¡aaah! ¡uuuh! ¡la puta madre! ¡La pierna! fueron epifánicos, ya que al escucharlo gritar, grité también ¡ayuda! ¡ayuda! con un vozarrón estertóreo. Al instante, la moto negra recogió a un copiloto y la moto azul con blanco fue levantada de un tirón. Desaparecieron por Juan B. Bustos.    Ya sin energías para correr me encaramé a la reja más alta de una casa y pedí ayuda, pero nadie salió. Tenía miedo de que volvieran. Saqué el celu y llamé a Patrick, porque sabía que se había quedado en la fiesta. Patrick apareció a los minutos por la esquina preguntándome qué me había pasado, que dónde estaban los motochorros, y reparó en que tenía la rodilla rota y sangrante. Yo no me había dado cuenta del gran corte que tenía debajo de la rótula. Me intentaron asaltar, contesté como asmático, pero se fueron por esa calle, ayúdame a ir a buscar la bici, agregué soltando todo el aire. Cuando llegamos al departamento empecé a sentir la hinchazón y la incomodidad al caminar, pero lo que más me asustaba era la disnea y el pum pum pum del corazón. La mayoría de la gente se había ido de la fiesta, no había música, sólo las dueñas de casa con amigues y compañeros. ¡Lo intentaron asaltar, pero zafó! dijo Patrick para que cesaran los ¡qué les pasó! Sentía que me iba a desmayar en el living mientras escuchaba que se debatía si llevarme a un hospital o una clínica para que me cosieran la rodilla. Pedí unas servilletas para limpiarme la sangre de la pierna y no ensuciar el piso. Patrick me agarró del brazo y me sentó en una silla al lado de una ventana, tomá aire, me dijo. Una brisa húmeda apareció. Cuando te sientas mejor avísame y vemos qué hacemos, voy a estar acá, al lado tuyo, así que tranqui. Puso una silla frente a la ventana y prendió un faso mirando el aclarar del día desde Cofico. No es para tanto, dije, con povidona y gasa ya está. Me parece que estás delirando, eso es para varios puntos, dijo Abril, seria y preocupada, mientras me pasaba papel para limpiarme la sangre, además se te ve el hueso, concluyó cruzándose de brazos y apoyándose

50 años del GOLPE | Poesía en los campos de concentración

«Hubo quienes pasaron por esos lugares de tormento y terror y de esa experiencia, en vez de balas de vuelta, surgieron poemas. Es el caso de los fallecidos poetas Aristóteles España, quien contaba solo con 17 años al momento de su confinamiento en Isla Dawson, y de Floridor Pérez, asesor en ese tiempo de la exitosa editorial Quimantú, quien estuvo preso en Isla Quiriquina, así como del analista político, académico y periodista Sergio Muñoz Riveros -antiguo militante comunista hoy en las filas liberales- quien pasó por Villa Grimaldi, Tres Álamos, Cuatro Álamos y el centro Melinka en Puchuncaví.» Alrededor de doscientas cincuenta mil personas fueron detenidas -en Chile- entre el 11 de septiembre y el 31 de diciembre de 1973, según datos de Amnistía Internacional y la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Si consideramos que en 1973 nuestro país tenía cerca de diez millones trescientos mil habitantes, podemos deducir que un 2,4% de la población chilena fue detenida en ese período, porcentaje no menor, muy similar al que hoy en día representan todos quienes viven en las regiones de Tarapacá y Aysén respecto de nuestra población total, lo que habla de la magnitud del tenebroso fenómeno.   Los lugares de detención -más de mil en toda la franja- fueron diversos: regimientos, comisarías, retenes, bases aéreas, cuarteles de investigaciones, buques, cárceles, gobernaciones, hospitales, estadios, industrias, parcelas, clubes de tenis y variados inmuebles privados. Algunos, como los campos de concentración de Isla Dawson, Pisagua, Chacabuco o Tres Álamos, por mencionar algunos, eran de conocimiento público. Otros, como Villa Grimaldi o Londres 38, eran de carácter secreto y su existencia fue negada por el oficialismo y la prensa nacional de ese entonces. En todos estos sitios, de manera sistemática, se practicaba la tortura, el abuso sexual y se asesinaba a opositores de la dictadura cívico militar.   Hubo quienes pasaron por esos lugares de tormento y terror y de esa experiencia, en vez de balas de vuelta, surgieron poemas. Es el caso de los fallecidos poetas Aristóteles España, quien contaba solo con 17 años al momento de su confinamiento en Isla Dawson, y de Floridor Pérez, asesor en ese tiempo de la exitosa editorial Quimantú, quien estuvo preso en Isla Quiriquina, así como del analista político, académico y periodista Sergio Muñoz Riveros -antiguo militante comunista hoy en las filas liberales- quien pasó por Villa Grimaldi, Tres Álamos, Cuatro Álamos y el centro Melinka en Puchuncaví.    Leyendo sus versos, recordé que -en su Poética– Aristóteles le dio preeminencia a la Poesía por sobre la Historia, afirmando que la primera es más elevada, más filosófica que la segunda, puesto que la Historia aborda lo particular, lo concreto, mientras que la Poesía posee un carácter general, amplio, genérico, pudiendo especular sobre lo posible. Tema debatible, por cierto, pero en este caso la fórmula parece funcionar, puesto que los poemas seleccionados en esta pequeña muestra -escritos en un lenguaje coloquial, cercano, sin artificios- nos conectan de manera profunda con lo ocurrido en los demenciales centros de detención y tortura instaurados por Pinochet y sus colaboradores uniformados y civiles, convirtiéndose así en documentos imprescindibles para conocer la verdadera magnitud de lo que pasó en Chile en esos años funestos, impregnando de humanidad y sensibilidad las cifras, datos y análisis que consigna la Historia.     Selección de Poemas     ARISTÓTELES ESPAÑA / (Castro, 1955 – Valparaíso, 2011)     LLEGADA   Bajamos de la barcaza con las manos en alto a una playa triste y desconocida. La primavera cerraba sus puertas,  el viento nocturno sacudió de pronto         mi cabeza rapada                     el silencio esa larga fila de Confinados que subía a los camiones de la Armada Nacional                             marchando cerca de las doce de la noche del once de septiembre de mil novecientos setenta y tres en Isla Dawson. Viajamos por un camino pantanoso que me pareció una larga carretera con destino a la muerte. Un camino con piedras y soldados. El ruido del motor es una carcajada, mi abrigo café tiene barro y bencina: nos rodean bajamos del camión uno              dos               tres             kilómetros cerca                      del                      mar y  de  la nada. ¿Qué será de Chile a esta hora? ¿Veremos el sol mañana? Se escuchan voces de mando y entramos a un callejón esquizofrénico que nos lleva al campo de concentración, se encienden focos amarillos a nuestro paso, las ventanas de la vida se abren y se cierran.     APUNTES   Me fotografían en un galpón como a un objeto, una, dos, tres veces, de perfil, de frente, confeccionan mi ficha con esmero: “soltero, estudiante, 17 años, peligroso para la Seguridad del Estado”. Miran de reojo: Quieren mis huellas dactilares. Un sudor helado  inunda mis mejillas. No he comido. Creo que hay una tormenta. Me engrillan nuevamente. Tengo náuseas. Empiezo a ver que todo gira a mil kilómetros por hora. Se estrellan sus puños  en mis oídos. Caigo. Grito de dolor. Voy a chocar con una montaña. Pero no es una montaña. Sino barro y puntapiés, y un ruido intermitente que se mete en mi cerebro hasta la inconciencia.     Y NO ERAN PERROS   Anoche al acostarme escuché ladridos  en algún lugar del campamento. Y NO ERAN PERROS     MÁS ALLÁ DE LA TORTURA   Fuera del espacio y la materia, en una región altiva (sin matices ni colores) llena de un humo horizontal que atraviesa pantanos invisibles, permanezco sentado como un condenado a la Cámara de Gas. Descubro que el temor es un niño desesperado, que la vida es una gran habitación o un muelle vacío en medio del océano. Hay disparos, ruidos de máquinas de escribir, me aplican corriente eléctrica

50 años del GOLPE | Poemas del exilio

«Esta “internacionalización” -que no se dio solo en el ámbito de la poesía- sumada a la mayor prosperidad de gran parte de los países que acogieron a los desterrados, ha hecho que muchos hayan hablado -cínicamente- del exilio como de “la beca Pinochet”. Estos aspectos favorables, sin embargo, no quitan lo despótico y cruel de la medida, que significaba no solo abandonar forzadamente (y muchas veces después de golpizas o sesiones de tortura) el país y los proyectos personales de vida, sino también el sueño de una sociedad mejor.» Según las cifras entregadas por la Comisión Chilena de Derechos Humanos, el número total de exiliados y exiliadas durante la dictadura mafiosa encabezada por Augusto Pinochet y secundada por civiles -sí, viles- ascendió a más de doscientas mil personas. Dentro de esa cifra se cuentan numerosos poetas que -obligados a partir- se llevaron consigo una parte de nuestra tradición literaria, la que repentinamente se vio enfrentada, como sus autores y autoras, a nuevas culturas, idiomas y estilos, circunstancia que tuvo como consecuencia una inesperada ampliación del campo poético nacional, así como la conexión con escritores de otros países. Esta “internacionalización” -que no se dio solo en el ámbito de la poesía- sumada a la mayor prosperidad de gran parte de los países que acogieron a los desterrados, ha hecho que muchos hayan hablado -cínicamente- del exilio como de “la beca Pinochet”. Estos aspectos favorables, sin embargo, no quitan lo despótico y cruel de la medida, que significaba no solo abandonar forzadamente (y muchas veces después de golpizas o sesiones de tortura) el país y los proyectos personales de vida, sino también el sueño de una sociedad mejor. La disposición, recordemos, no tenía fecha de expiración, por lo que su levantamiento dependía exclusivamente del régimen, es decir, el regreso de las personas exiliadas se hallaba bajo los designios de Pinochet y sus socios de una derecha chilena que -a la fecha- ha cambiado muy poco (y no podría asegurar que para mejor).   En el escenario recién descrito, los temas que surgen de la poesía chilena del exilio –que fue registrada en revistas como Araucaria de Chile, Literatura chilena en el exilio o LAR- están marcados, en general, por la nostalgia por el país perdido, sus paisajes, los parientes, los amigos, los amores y el proyecto político aniquilado por la armas, así como por la compleja adaptación a las nuevas sociedades y el deseo siempre presente de tener el derecho de volver a la patria, de borrar la letra L de los pasaportes, ante una pena de extrañamiento que, en muchos casos, fue superior a los diez años, incluyendo también a quienes no volvieron porque murieron en el exilio -como Julio Moncada- o aquellos que decidieron quedarse en el extranjero. Hay nostalgia en los versos de la diáspora chilena, como se dijo, pero también hay rabia y sufrimiento. Eso no quita, por cierto, la presencia del humor y la ironía, principalmente ante textos de corte más bien antipoético o al menos donde la lírica -que en los años sesenta se hallaba en franca retirada- no tiene un rol protagónico. Al respecto, podemos citar el poema “Espera” de Eduardo Carraco, donde el autor señala que: “Desde el 11 de setiembre / de 1973 / estoy parado / en la esquina de Saint-Michel / con Saint-Germain / esperando que pase la Pila-Cementerio.”    El cosmopolita narrador gringo John Dos Passos -autor de la magnífica novela Manhattan Transfer– indicó alguna vez lo siguiente: “Podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre”, máxima que se puede apreciar nítidamente en la breve selección de poemas del exilio que se presenta a continuación.     Selección de Textos     OMAR LARA / (Nohualhue, 1941-Concepción, 2021)   HE ENCONTRADO UNA MUCHACHA EN LA CALLE         He encontrado una muchacha en la calle La conocí             hace tiempo en un lejano país. Recordamos que pudimos habernos amado. En ese tiempo.   (Hoy en esas ciudades  en que un día vivimos crecen muertos y una historia se hace silencio).   Hemos cortado ramas de un arbusto es como el cedrón y de nuevo nos abandonamos a aquel tiempo en que pudimos habernos amado.   Ese tiempo.     EN UN TREN YUGOESLAVO   1         A mi lado hablan los hombres, dulces y agredidos, fumamos y el humo nos une, no entiendo qué dicen pero cruzan las manos en un gesto que me es familiar.   2   Durante varias horas nos ha acompañado un pequeño río de grises y duras aguas. Quisiera preguntar cómo se llama, ¿cómo se llama ese río? sonríen, cómo se llama ese río, sonríen, este río se llama Sonrisa. No hubiese podido irme sin saber su nombre.   De: Fugar con juego, Madrid, Editorial LAR, 1984        EDUARDO CARRASCO / (Santiago, 1940)   ESPERA   Desde el 11 de setiembre de 1973 estoy parado en la esquina de Saint-Michel con Saint-Germain esperando que pase la Pila-Cementerio.   De: Araucaria de Chile N°8 – Madrid, 1979       ALICIA SALINAS / (Lautaro, 1954)   TOMADOS DE LA MANO   El país donde viví́, tuve hijos, y aprendí́ una lengua que no he vuelto a pronunciar.   Tenía cupulas con estrellas de zafiros.  Maternidades, donde doblaban a las guaguas para que el frio no arremetiera en sus cuerpos de niños.   -Nosotros envolvíamos los propios para no desmembrarnos-  Así́ podíamos caminar por la nieve tomados de las manos. Nada era de uno, solo la sangre que corría por las venas de los pequeños.   Las tardes en que borrábamos la nostalgia a manotazos,  cubríamos con pañuelos y pieles sus cuellos, y nos deslizábamos en trineos -sin medir las consecuencias-     EN MEDIO DEL JARDÍN   Cortaron el árbol de damascos imperiales del jardín de la casa.  Lo cambiaron por un mísero rosal. Nuestros hijos creían que el cielo quedaba en su copa.   Nadie se sube a

Trastienda | La filosofía del crimen, el crimen de la conciencia

«El terror original es el miedo a quedar a la deriva de los instintos básicos y salvajes, desesperados por las necesidades del cuerpo expuesto a su materialidad básica. No obstante, la fuerza de ese terror devastador se transforma en símbolo de esperanza de una fuerza que, por nuestros medios y libremente, nos permite construirnos como si no hubiese comunidad o colectividad. El “YO TRABAJO”, como imperativo moral de mi derecho a pasar por encima de todos. El “ES MI PLATA”, como marcador de eficiencia solvente y altura moral. ¿Podríamos desmentir algo así? No para un trabajador. Pero depende del caso y las circunstancias. En la narrativa personal suena mejor así, da un valor extra a la insignificancia de la pobreza, es un orgullo.» Entretanto, soy un maldito, siento horror de la patria.  Lo mejor, es soñar muy borracho, sobre la arena. Rimbaud   Los efectos mediáticos del crimen parecen cifrar, sin decirlo, sin afirmarlo, convenientemente, su origen, sus raíces, en una decisión personal de optar por el mal, los bajos instintos y la destrucción del tejido social. Todo eso no ha sido sino parte de una cadena de producción efectiva y con ganancias que se han expresado en la búsqueda desesperada de seguridad. La acuñación sociológica puede dar cuenta de los aspectos que tejen ese modo de ser. Lo cierto es que esa estructura responde al capitalismo que siempre busca disminuir el Estado e imponer sus normas pasando a llevar, el medio social, natural y político. Tienen su sacerdocio en la ingeniería comercial. Es toda una filosofía conservadora y liberal que se lava las manos y no busca la disminución de las acciones criminales y si las combaten es con crimen institucionalizado. Para dar paso a la violencia que los puso en el lugar privilegiado en el que están.    Sabemos con Hobbes, y Spinoza, que una vida acorralada hará lo posible por seguir existiendo. Esto pone en duda el pacto social instaurado, mostrando el maquillaje, el simulacro que busca cubrir su violenta forma de imponerse, su crimen original replicado policialmente y como una ciencia neutra llamada libre mercado. Lo que ha producido un medio de demolición de la potencia vital y de conocimiento porque su marcador es siempre acumular gastando lo menos posible generando un cerco de apremio. Lo más fácil se vende mejor. Lo difícil es exclusivo, y ahora se torna solo parte de un lujo que algunos se dan por opción o lucha. Corren ríos de plata en fundaciones que defienden la estructura imperante a veces sin mucha rigurosidad o contrapunto. Enfatizan el sentido común. Lo que apunta a convencer a las masas de la naturalidad del ser conservador o liberal. Su mezcla, híbrido chilensis, su condición transgénero, o su travestismo conveniente. Es decir que el estado de cosas en el que vivimos es lo real, lo normal, lo demás es un delirio sensible de poetas e izquierdistas irredentos.   El hipnótico influjo de las mercancías y de la mercancía de las mercancías, el dinero, tiene como resultado el valor de la solvencia. Marx planteó En Crédito y banca que quién es solvente es bueno para el capitalismo, y de ese modo se demarca un ethos capitalista. Por lo tanto, su efecto tiene sobre el crimen una doble evaluación como sucede en Chile y en Latinoamérica, y por un eficaz movimiento real y expuesto por los medios, de creciente criminalidad. Por un lado, los efectos de los crímenes de la clase dominante se revisten de una estética de impunidad sacrosanta. Parecen intocables, por una atávica relación con el derecho del señor a imponer su deseo por sobre el resto. Lo que lo resguarda en un aura de inocencia y de error, nunca los expone a la vergüenza a la que sí se le impone al bajo pueblo. Es decir, lo sienten como un derecho propio porque son los dueños; sobre todo el robo, dado que ven la ganancia como su derecho por propiedad. Y en otro tiempo, la tortura, la mutilación, el asesinato y la desaparición, dueños de la vida y el cuerpo del otro. La evaluación mediática más popular, al menos, la que más resuena, es contra el crimen del pobre. El que no ha sido educado y recae con más fuerza sobre el extranjero, ya como una abstracción del monstruo polimorfo. No obstante, la población solo ve con odio e impotencia. El peor criminal castigado en la calle por el aparato policial es el que protesta contra el estado de cosas. Es el más temido, el más dañado. Se usa de ejemplo para generar miedo marcando en su cuerpo al vencedor o como herida psíquica. Desapariciones, mutilaciones, olvidos, abandonos, encarcelamientos injustificados.   Todo el escenario es parte del modo en que opera el capitalismo y que no deja de producir ganancias. El pobre percibe intuitivamente que la ganancia está en quebrar la ley. El rico exige al Estado que no le imponga normas y si lo hace las quebrará igual. El Estado, reducido a la función de la administración empresarial y a la vigilancia de los límites que mantengan a la población sujeta a la deuda, es el motivo que lo sostiene y por medio del cual habla la casta dominante. La construcción de la mirada popular se sostiene en una seducción de símbolos, más allá de las necesidades que lógicamente se le presenten. Lo que quiere decir que veremos lo que queramos creer satisfaciendo nuestros deseos.    El proceso de esta filosofía construye una norma que se impone por la fuerza y con una amenaza soterrada que no hace falta tener en la conciencia ya que se ejerce. El terror original es el miedo a quedar a la deriva de los instintos básicos y salvajes, desesperados por las necesidades del cuerpo expuesto a su materialidad básica. No obstante, la fuerza de ese terror devastador se transforma en símbolo de esperanza de una fuerza que, por nuestros medios y libremente, nos permite construirnos como si no hubiese comunidad o colectividad. El «YO TRABAJO», como