Paul Cézzane murió en octubre de 1906. Un año después el Salón de Otoño de París -donde dos años antes se habían dado a conocer los fauvistas- dedica dos salas a la exposición de las pinturas del autor postimpresionista. Uno de los visitantes más asiduos a esta muestra del precursor del cubismo -y de la pintura moderna en general- es el poeta Rainer Maria Rilke, conocido ampliamente por los textos que dieron origen a su obra más difundida, “Las cartas a un joven poeta”, que dirigiese al cadete Franz Kappus. Atraído por la estética del pintor francés -a quien denomina “el viejo”- Rilke concurre casi a diario a la exposición, anotando sus reflexiones en las cartas que le enviara a su mujer, la escultora Clara Westhoff, que se hallaba en Alemania.
Además de coincidir con Cézanne respecto de la importancia de ver el arte como un trabajo vital, idea que adquirió siendo secretario del escultor Auguste Rodin, el principal motivo de admiración de Rilke hacia al pintor -nacido en Aix en 1839- gira en torno a su capacidad para distanciarse emocionalmente de aquello que pintaba: “es natural que se ame cada uno de esos objetos cuando se los hace, pero si se expresa ese amor, se los hace menos bien: se los juzga en lugar de decirlos. Se deja de ser imparcial…”, escribe en una de las cartas. Le cuenta a su mujer, además, que Cézanne se sabía de memoria el poema “La carroña”, de Baudelaire, texto que para Rilke era fundamental puesto que “sin ese poema toda la evolución hacia el decir objetivo que ahora creemos reconocer en Cézanne, no habría podido comenzar; antes debía estar allí ese poema, implacable”.
La importancia que la obra de Cézanne adquiere en Rilke es significativa, viéndose reflejada en sus “Nuevos poemas”, o “poemas cosa” (Ding-Gedicht), que publica en dos series, la primera en 1907 y la segunda al año siguiente. Se trata de poemas a los que Rilke intenta dotar de las cualidades de un cuadro o de una escultura, siguiendo la influencia del pintor francés y también, por cierto, de su antiguo maestro, el escultor Rodin. Algunos de estos textos, especialmente aquellos despojados de las referencias mitológicas y religiosas que abundan en su obra, como “Ciega incipiente”, “Hortensia azul”, “El ciego” y “La dama ante el espejo”, se acercan bastante -desde mi perspectiva- a lo que hoy entendemos como objetivismo.
En una nota del texto “Flint on a Bright Stone” (2006), libro donde Kirsten Blythe Painter explora a diversos poetas modernistas gringos, alemanes y rusos, Phelan señala que Ezra Pound -piedra fundamental del objetivismo- no dio muestras de tener “demasiado aprecio por el trabajo de Rilke, asociándolo, en cambio, con la ´sentimental´ generación previa de poetas, sin estar consciente del énfasis en el trabajo y el rigor de Rilke en el período de sus ´Nuevos poemas´”. Rilke, que era austrohúngaro como Joseph Roth, se vio de este modo desconectado de la nueva poesía que surgiría por esos años, siendo visto por muchos como un autor tan anticuado como el mismo imperio que lo vio nacer. En este escenario resulta inoficioso, pero altamente tentador, preguntarse qué hubiese ocurrido en el caso de haber existido “comercio” entre ambos autores. Lo cierto, sin embargo, es que pese a no ligarse con el modernismo ni ser parte de las vanguardias, las reflexiones y la poesía de Rainer María Rilke -destacada por intelectuales como Heidegger- permanecen vivas hasta el día de hoy, se siguen leyendo en diversos círculos a pesar del rudo dictamen de Pound, pues más allá de su carácter neorromántico se refieren a aspectos esenciales de la existencia humana y su espiritualidad, así como al arte y el ejercicio del oficio poético.
“La pintura es algo que ocurre entre los colores (…) El tráfico entre ellos: eso es la pintura.”, escribió Rilke al analizar los cuadros de Cézzane. Esta sentencia, también aplicable a la poesía y a las palabras, es parte de los fragmentos de las cartas -editadas en 1978 por Goncourt bajo traducción de Andrea Pagni- que el poeta fallecido en 1926 dirigiese a su mujer, Clara Westhoff, respecto de la exposición de Paul Cézzane, fragmentos que ahora presentamos para conocimiento y análisis del insigne público de la también insigne revista “El Mal Menor”.
Fragmentos seleccionados
Manzanas y botellas de vino
Tú sabes que en las exposiciones siempre me resultan mucho más interesantes las personas que las recorren, que los cuadros. También sucede lo mismo en este Salon d'Automne, salvo en la sala de Cézanne. Allí toda la realidad está de su parte: en ese azul suyo, denso y algodonado, en su rojo y su verde sin sombras y el negro rojizo de sus botellas de vino. Cuánta pobreza tienen en él todos los objetos: las manzanas, son todas manzanas de cocina y las botellas de vino parecen hechas para los bolsillos deformados, agrandados de abrigos viejos. (7 de octubre, 1907)
La réalisation
Hoy quisiera hablarte un poco sobre Cézanne. En lo que se refiere al trabajo, aseguraba haber vivido como un bohemio hasta los cuarenta años. Recién entonces, al conocer a Pissaro, se le habría despertado el placer por el trabajo. Pero de tal modo, que durante los últimos treinta años de su vida no hizo más que trabajar. Sin alegría en realidad, según parece, con saña constante, en desacuerdo con cada una de sus obras, porque ninguna le parecía alcanzar aquello que era para él lo más imprescindible. La réalisation lo llamaba, y lo encontraba en los venecianos que había visto antes en el Louvre una y otra vez, y a los que incondicionalmente había reconocido. Lo contundente, el devenir cosa, la realidad llevada hasta lo indestructible a través de su propia experiencia del objeto: esa era para él la meta de su trabajo más esencial. (9 de octubre, 1907)
El viejo estrafalario
Y el viejo soportaba sus disensiones, recorría de un lado a otro su atelier que no tenía buena luz, porque el constructor no había considerado necesario atender a ese viejo estrafalario a quien en Aix se habían puesto de acuerdo en no tomar en serio. Recorría de una punta a otra su atelier por donde rodaban las manzanas verdes, o se sentaba desesperado en el jardín y se quedaba allí Y ante él se extendía ingenuamente la pequeña aldea con su catedral y no sospechaba nada; la ciudad para burgueses discretos y correctos, mientras que él, como había previsto su padre que era sombrerero, se había vuelto diferente. Un bohemio, como consideraba su padre y como él mismo creía. Su padre, sabiendo que los bohemios viven y mueren en la miseria, había decidido trabajar para su hijo, y se había convertido en una especie de pequeño banquero, a quien la gente le confiaba su dinero ("porque era honrado" dice Cézanne); y gracias a esas precauciones, él pudo tener más tarde lo suficiente como para poder pintar tranquilo. (9 de octubre, 1907)
Desnudos
Afuera, algo indefinido y aterrador que crecía; un poco más cerca, burla e indiferencia y luego, de pronto ese viejo en su trabajo, pintando desnudos Valiéndose tan sólo de viejos dibujos realizados en París hace cuarenta años, porque sabe que Áix no le consentiría ningún modelo. A mi edad, dice, "como máximo podría conseguir una mujer de cincuenta, y bien sé que en Áix ni siquiera hallaría una persona así”, de modo que pinta según sus viejos dibujos. (9 de octubre, 1907)
Buscando la objetividad
Por la intensidad con que Cézanne me ocupa ahora, comprendo cuánto he cambiado. Estoy en camino de convertirme en un trabajador, un camino largo quizás, y posiblemente recién me halle junto al primer hito; pero a pesar de ello ya puedo comprender al viejo, que anduvo por él también, pero mucho más adelante; sólo los niños lo seguían y le arrojaban piedras (como te conté una vez en el fragmento sobre el solitario). Hoy estuve otra vez junto a sus cuadros: es extraño el ámbito que crean. Sin observar uno en particular, situado entre las dos salas, se siente su presencia concentrada en una realidad colosal. Como si esos colores le quitaran a uno para siempre la indecisión. La conciencia limpia de esos rojos, de esos azules, su sencilla veracidad nos educa; y si uno se sitúa entre ellos con la mejor disposición, es como si hicieran algo por uno. Se percibe incluso cuan necesario era superar también el amor; es natural que se ame cada uno de esos objetos cuando se los hace, pero si se expresa ese amor, se los hace menos bien: se los juzga en lugar de decirlos. Se deja de ser imparcial; y lo mejor, el amor queda fuera del trabajo, no se funde con él, permanece a su lado sin transformarse: así fue como surgió la pintura de situación que no es mejor que la de tema. Se pintaba: yo amo esto, en lugar de pintar: aquí está. Con lo que cada uno tiene que percibir por su cuenta si lo he amado. Eso no hay que decirlo, de ningún modo, y algunos asegurarán incluso que no hay allí amor en absoluto. A tal punto está incorporado al hacer ese consumir el amor en el trabajo, de lo que surgen cosas tan puras, quizás nadie lo ha logrado mejor que el viejo; su naturaleza interior, desconfiada y hosca, lo ayudó en la tarea. A ningún ser humano le habría mostrado ya su amor por más que se hubiese visto inducido a sentirlo, pero con esa misma disposición desarrollada a fondo en él a causa de su rareza que lo apartaba de todos, también enfrentó a la naturaleza y supo reprimir su amor hacia cada manzana y ponerlo a salvo para siempre en las manzanas pintadas. ¿Puedes imaginarte eso, y cómo se lo siente en él? Tengo las primeras pruebas de imprenta de Insel. En los poemas hay instintivos indicios que buscan una objetividad similar. También dejaré la "Gazelle": es buena. Adiós. (13 de octubre, 1907)
Damas y monsieurs
Sólo tienes que observar algún domingo a la gente que recorre las dos salas: entretenidos, irónicamente enojados, molestos, indignados. Y cuando llega el juicio concluyente, ahí están esos monsieurs en medio de este mundo, con su patética desesperación, y se les oye decir: “Il n´a absolument rien, rien, rien”. Y las damas con qué gracia se dan importancia al pasar; están pensando que recién al entrar, se contemplaron con entera satisfacción en el vidrio de las puertas, y conscientes de su reflejo, se detienen por un momento junto a uno de los retratos de Madame Cézanne, esos ensayos conmovedores, pero no lo miran, sino que utilizan lo atroz de esa pintura como término de una comparación en la que salen muy favorecidas (según creen). Y al viejo de Aix alguien le dijo que era "famoso”. Pero en su interior él albergaba otra incertidumbre y los dejaba hablar. Sin embargo, ante sus cosas, siempre se vuelve a la idea de que todo reconocimiento (con muy pocas e inequívocas excepciones) tiene que hacernos desconfiar mucho de nuestro propio trabajo. En el fondo, si es bueno, uno no puede vivir para saber que se lo ha reconocido; o de otro modo, es sólo medianamente bueno, y no lo bastante irrespetuoso. (16 de octubre, 1907)
La Carroña de Baudelaire
Recuerdas seguramente… en los “Cuadernos de Malte Laurids” aquel pasaje que trata de Baudelaire y de su poema “La Carroña”, no pude evitar la idea de que sin ese poema toda la evolución hacia el decir objetivo que ahora creemos reconocer en Cézanne, no habría podido comenzar; antes debía estar allí ese poema, implacable. La mirada artística tenía que haberse educado de tal modo que pudiera ver aún en lo terrible y en apariencia sólo repulsivo lo que es, y que también tiene importancia con todo el resto de lo existente. Así como no se admite elección alguna, tampoco se permite al creador que se aparte de ningún ser existente: un solo rechazo en cualquier momento lo arroja del estado de gracia, lo convierte irremediablemente en pecador. Flaubert, al relatar con tanto cuidado y minuciosidad la leyenda de “Saint-Julien l´Hospitalier” fue quien me otorgó esa fe simple en medio de lo extraordinario, porque en él el artista abarcaba las decisiones del santo y las consentía feliz y las aclamaba. Acostarse con un leproso y compartir con él todo el calor de uno mismo hasta la calidez del corazón en las noches de amor: es necesario que eso haya sucedido alguna vez en la vida de un artista como superación hacia una nueva beatitud. Puedes imaginarte mi emoción al leer que Cézanne hasta sus últimos años se supo de memoria justamente ese poema –“La Charogne” de Baudelaire- y que lo repetía palabra por palabra. (19 de octubre, 1907)
La pintura es algo que ocurre entre los colores
Pero en realidad, de Cézanne quería aún decir que nunca hasta ahora se había revelado hasta qué punto la pintura es algo que ocurre entre los colores; cómo hay que dejarlos totalmente solos para que se definan mutuamente. El tráfico entre ellos: eso es la pintura. El que allí introduce sus palabras, el que organiza, el que deja de algún modo actuar también su reflexión humana, su agudeza, su función de abogado defensor, su agilidad mental, perturba y enturbia ya ese hacer. El pintor no debería llegar a tener conciencia de sus ideas (ningún artista debería): sin el rodeo a través de sus reflexiones, sus progresos, misteriosos también para él, tienen que introducirse tan velozmente en la obra, como para que él no logre captarlos en el momento de su pasaje. Ay, y a aquel que allí los acecha, los observa, los demora, se le transforman como el oro bello del cuento que no puede seguir siendo oro por algún pequeño detalle descuidado. (21 de octubre, 1907)
Le responderé mediante un cuadro
El hecho de que las cartas de Van Gogh puedan leerse tan bien, que contengan tanto, es algo que en el fondo habla en contra de él, como también habla contra el pintor (comparándolo con Cézanne) el hecho de que quisiera decir esto o aquello, que lo supiera, que lo experimentara; que el azul reclamara naranja y el verde rojo; que acechando con curiosidad él interior de su ojo, hubiera oído allí dentro decir eso. (…) Un pintor que escribía, uno pues que no lo era, también indujo a Cézanne a través de sus cartas a expresarse en sus respuestas sobre temas de pintura; pero al leer las pocas cartas del viejo, se percibe hasta qué punto eso quedó en un torpe intento de explicación que a él mismo le resultaba enojoso. Casi nada pudo decir. Las frases en que lo intentó se alargan, se complican, se resisten, se anudan y él finalmente las abandona, irritado y fuera de sí. Por el contrario, logra escribir con toda claridad: "Creo que lo mejor es el trabajo." O: “Voy progresando día a día, si bien muy lentamente." O: "Tengo casi setenta años.” O: "Le responderé mediante un cuadro". (21 de octubre, 1907)




