Signos vitales | Poesía y efectos especiales

A la memoria de Eduardo Wood.

Hace unos meses atrás, en pleno estallido social, asistí a un encuentro de poesía. Supuse, antes de ir, que me encontraría con una docena de poetas leyendo sus poemas ante un público exiguo, compuesto –principalmente- por sillas vacías, algún profesor o profesora de liceo, un par de vecines romántiques y los mismos poetas que más tarde se subirían al escenario. ¿Qué más podía esperar? En Chile la poesía, como la pelota vasca o el bádminton, se juega en estadios vacíos. Y así fue, solo que en las dos horas que permanecí en el galpón donde se desarrollaba el evento no se subió nadie a leer un poema. Hubo cantores populares, hubo un intérprete de excelente voz y de pésimo repertorio, hubo un grupo clon de Electrodomésticos que musicalizaba –a la manera del grupo de Cabezas- poemas con instrumentos electrónicos. Pero no hubo nada de poemas recitados, declamados. No es que yo sea un amante de los recitales literarios. En realidad, me aburren un poco. Siempre hay más de alguno que se excede y abusa de los oídos ajenos. Siempre hay otro/a que confunde la poesía con el teatro. O con el standard comedy. Pero también siempre hay alguien que salva la noche con un buen par de textos bien leídos. Me fui ese día pensando que lo único bueno de la noche había sido el vino. Y no me atreví a leer.

Llegando a casa me fumé un pito. Sentado en la terraza, mirando una enorme luna amarillenta, me puse a pensar en los cientos de recitales de poesía a los que he asistido. Recordé cuando fui a ver a Juvencio Valle en el Centro Cultural Mapocho, el viejo estaba en las últimas y entre varios lo llevaron al escenario. Era una especie de “estrella revolucionaria” porque había estado en España para la Guerra Civil, no por su voluntad supe después, sino porque no pudo volver a Chile a tiempo y quedó atascado. Leyó apenas. Temblaba y su temblor me causó más emoción que su “Tratado del Bosque”. Recordé a Zurita leyendo en la USACH en los ochenta en un acto cultural: pocos lo tomaban en cuenta, el público universitario no estaba ni ahí con un profeta grandilocuente y monocorde que se tomaba media hora para decir algo que se podía expresar en dos o tres minutos, el público universitario quería rock, quería acción, quería ver una lluvia de molotovs cayendo sobre los pacos malditos. Mientras Zurita leía, leía, leía, leía, leía, una turba de estudiantes sacó a empujones, patadas y escupitajos al vicerrector académico, que andaba jugando al espía, provocando los espontáneos aplausos del público. Ante esto, el autor de “Anteparaíso” agradeció con seriedad y mucho bla bla a los estudiantes, pensando que tales aplausos tenían como origen la lectura de sus poemas.

Recordé otros recitales. Parra en la Estación Mapocho para una feria del libro. Un modoso Yuri Pérez en un bar de Batuco que hoy es un prostíbulo pop. El Chico Figueroa en San Bernardo, rompiendo con histrionismo una hoja tamaño carta que contenía el discurso que llevaba preparado para romper. De pronto me acordé de mi amigo Eduardo Wood, claro, porque a Eduardo le debo el primer poema que escuché leer en voz alta a su propio autor. Fue en la USACH, específicamente en el taller literario que en plena dictadura dirigía la académica y escritora de cuentos infantiles Amalia Rendic. Venciendo mi timidez llegué a la sesión inicial, años ochenta, llevando unos poemas escritos en un cuaderno y un montón de dudas. Entré en la sala unos diez minutos antes porque quería estar ahí cuando llegasen los demás y pasar desapercibido. Sin embargo, cuando abrí la puerta me encontré con que ya había alguien. Era Eduardo Wood. Nos saludamos, nos presentamos, hablamos un par de nimiedades y luego entramos en el tema literario. Le conté que nunca había participado de un taller y que me daba lata leer mis textos. Eduardo sonrió y enseguida me dijo que no había que avergonzarse de los propios poemas. Uno tiene que defender su creación, dijo. Enseguida abrió un bolso negro de cuero y sacó un papel. Este poema se llama “La Silla”, dijo. Y con voz vehemente y firme lo leyó, copando el espacio con el ritmo y la sonoridad de los versos, sin necesitar música de fondo, ni disfraces, ni histrionismos cuáticos para transmitir su belleza.

Abrí una cerveza. El tum tum de los subwoofers de los vecinos latía en mi pecho como un segundo corazón, un corazón indeseado, invasivo y violento. Entré en la casa y puse mi propia música. Me quedé pegado después pensando en el destino trágico de Eduardo Wood, cuyo hermano Ronald -a quien Lemebel dedicara su crónica “A ese bello lirio despeinado”- fue asesinado en 1986 por los milicos en una protesta contra Pinochet en el centro de Santiago. Le dieron un balazo en la cabeza. Era un joven universitario de apenas diecinueve años a quien Eduardo amaba mucho. Sus exequias fúnebres, que se celebraron en la Iglesia de la Gratitud Nacional, fueron interrumpidas porque los carabineros ingresaron al recinto lanzando lacrimógenas y apaleando a los parientes, a los amigos y a la multitud que se encontraba dentro y fuera del edificio. Después de eso secuestraron el ataúd y se lo llevaron al cementerio. La brutalidad cometida caló hondo en Eduardo, quien con su familia al poco tiempo emigró de Chile. Después de estar en Brasil se establecieron en Australia. 

Lo volví a ver en los noventa. Un día lluvioso, de noche, alguien golpeó la puerta de mi casa. Era Eduardo, que había regresado a Chile. Me contó que se hallaba internado en un recinto psiquiátrico y había escapado. Brotes sicóticos lo acosaban, lo torturaban, lo hacían sentirse el creador de los males de la humanidad. Esa noche bebimos unos tragos para celebrar el reencuentro y volví a escuchar sus poemas. Conservaba su voz vehemente y también el ritmo, solo que sus nuevos textos eran complejos, difíciles de digerir, y leía uno detrás de otro sin parar -leía incluso más que Zurita en la USACH- y uno quedaba exhausto. Nos vimos bien seguido por ese tiempo, carreteamos bastante hasta que unos meses después se lanzó desde lo alto de un puente ferroviario. Antes, rompió todos sus poemas.

Salgo al patio. El tum tum de los vecinos ha cesado y la noche está callada, fresca y luminosa. Entonces me acuerdo de una carpeta donde guardo los poemas de los poetas y aspirantes a poetas que circulaban por el taller literario de la USACH en los ochenta. Está arrumbada junto a antiguas revistas Skorpio, panfletos de la época y vetustos trípticos. Buscando en ella encuentro, en una hoja de papel roneo, un poema de Eduardo Wood. No se trata de “La silla”, que espero no se haya perdido ad eternum, sino de “Sismos de anti-vida”, su caballito de batalla de ese entonces. “Escuadrones de palitroques zigzagueantes / marchan soberbios sin causa, como roboces desbocados / a escupir con balas a las hormigas constructoras”, escribe en este poema, donde parece adelantarse al asesinato de su hermano Ronald. Demás está decir que Eduardo declamaba estos versos sin agregarle show. Claro, porque pese a los esfuerzos de algunos por transformarla en otra cosa: una canción, un gag, un happening, un mal intento de marketing viral, la poesía -que es palabra desnuda- y la sociedad del espectáculo no se llevan muy bien que digamos. Tomo el poema y lo leo un par de veces pensando en lo agradable que sería asistir a un recital de poesía y escuchar poesía, luego vuelvo al patio. La noche sigue callada, fresca y luminosa, no hay -por suerte- efectos especiales que arruinen su belleza.


SISMOS DE ANTI-VIDA

Eduardo Wood


Sismos, sismos en la pirámide invertida,

tambalean los endebles pilares de aluminio.

Acá se derrumba otra de las desarticuladas baterías,

es acá también, ciudadanos interplanetarios, 

es en este trozo del átomo terrenal,

es en estas anti-ciudades de plástico.


Arrítmicos tambores urbanos,

pestilentes platillos de cartón ahumado.

Escuadrones de palitroques zigzagueantes

marchan soberbios sin causa, como “roboces” desbocados

a escupir con balas a las hormigas constructoras;

pobres cascos inmóviles, no saben del hormiguero sideral,

no saben del todo y no lo sabrán.


Y esos disfrazados de Hombres,

y esos anti-bateristas

cómo hacen fiesta de sus placeres putrefactos,

cómo hacen un himno de sus derroches con voz de cañón,

cómo se pintan estrellitas en sus bocas y solapas

mientras ese niño de ojos estrellados por naturaleza

se acurruca sin combustible para el primer viaje estelar.

Anhelo de rostros encendidos, es acuchillado con frases decorativas.

Norias para los deseos de manos tejedoras de galaxias,

¿acaso se trata de un chiste cruel?

chiste sin payaso divertido,

payaso sin dedos para los juguetes,

¿o dedos paralíticos de anti-bateristas solapados?


Sismos, sismos,

escombros y más escombros,

chatarras y más chatarras.

Soplo aniquilado tras soplo mutilado,

personajes anti-cómicos tras anti-bateristas,

orquesta desecha al revés

con director aniquilando pautas musicales.

Y más cometas inmóviles

y más ultraje al ángel espacial

y más hundimiento de vidonautas

y más pisoteos a la sirena luminosa.

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