Trasandino | Peñavisión y los 50 poetxs

Horacio me invitó a recitar a Peñaflor. Un varieté de artistas, algo que será televisado por el canal comunal, me dijo cuando terminaba el segundo encuentro de escritorxs en Melipilla. Le dije que sí por curiosidad. De súbito pensé en la declamación de un fragmento de “Otelo” de Shakespeare que hizo Rodrigo Lira en “Cuánto vale el show” en los 80. Ese gran aporte literario a la televisión chilena en dictadura, citando a Cervantes, a Goethe; el poeta tensionando la frivolidad del espectáculo, trastocando zonas en donde la oralidad y la escucha son como dos fronteras marítimas. Nos subimos al auto. Antes de dar la partida, Horacio le mandó un whatsaap al díler. En el camino me comentó que hace dos años se había cambiado a Melipilla, al sector rural, a Culipran. Lugar acordonado de hermosos cerros que en el último tiempo ha sido golpeado por la ausencia de agua, por las innumerables torres eléctricas y por las malditas motocross que erosionan los suelos y contaminan con el ruido el silencio de la flora y de la fauna. “Es difícil hacerse de amistades literarias”, habló de pronto con un gesto de nostalgia y pesadumbre mirando la ruta. Que a veces cansa hablar tanto con uno mismo. Que durante los inviernos hierven los estados emocionales y uno quiere escribir lo que le pasa, lo que está encarnando, lo que ahoga, lo que brota como mala hierba, lo que interrumpe, lo que satura, lo que trabuca. Que uno no se da ni cuenta que discute tanto con los muertos como con las sombras. Y es ahí cuando se hace ineludible compartir con otros, porque la soledad, como la escritura, tiende a hacer inhalar más silencio del necesario. Bajamos del vehículo bordeando un pequeño malezal que tenía sillones, inodoros, televisores, a unos perros gruñendo, en fin, un pequeño basural que ha creado la gente. Nos inmiscuimos en el páramo de líneas férreas que colindan con la calle Padre Demetrio Bravo. El sol seco de las 4 de la tarde nos sofocó. La escena parecía un western. No había gente por ningún lugar. Sólo la figura del díler era un oasis en medio de esta atmosfera caliente. Se escuchó el sonido del tren. Pero no aparecía ni por izquierda ni derecha. Horacio me hizo un gesto para que me detuviera. Me quedé quieto con la cara incandescente mientras él iba al intercambio. Aproveché de sacar una foto con el celu a una lagartija de tonos verdes y morados que estaba sobre una maciza piedra gris.

Pasada media hora y detenidos en el taco de Vicuña Mackenna aprovechamos de armar el pito y fumar. Me comentaba sobre el libro que estaba escribiendo. Se trataba de una ficción autobiográfica. Durante el inicio de la pandemia trabajó de uber y le pareció interesante dar a conocer la vida de un conductor oyente de relatos, de cahuines que se dan y se disuelven dentro del vehículo. Contó que un escritor chileno se hizo famoso en las redes sociales escribiendo relatos así. Pensé en Arjona y su canción “Historia de un taxi”. Reí. Llegué a la conclusión de que a la gente le gusta el chisme. Que la historia de la humanidad y su literatura es un gran chisme. Que Homero, La Ilíada, La Odisea son el gran chisme de los griegos. Pensé que quizás la posibilidad que nos dan las palabras de crear realidades alternas, de contar desde diferentes perspectivas un acontecimiento, nos permite cristalizar historias, mitos, leyendas, guardarlas como únicas e irrepetibles para que no se desvanezcan y nos inunden de vez en vez de impresión, por eso recurrimos al chisme como el único vínculo consanguíneo con las historias de otros tiempos, sin embargo, la posibilidad de crearlos también nos hace caer en el equívoco intento de replicar las sensaciones perdidas, de volver a habitarlas si es posible, como un recién nacido que gimotea desesperado por volver a la placenta porque las manos frías de la realidad ya lo han atado al mundo, ya ha sido etiquetado por el lenguaje, en algún momento aprenderá a contar chismes, entrará en el circuito, y con el tiempo justificara sus actos, su espíritu, la muerte y al misterio a través de aquellas emanaciones.  

Llegando a Peñaflor pasamos a buscar a otro poeta. Por el espejo retrovisor yo veía su aire solemne. Su pelo castaño corto, piel blanca, barba de candado y una argolla en la oreja le daban un aire de dramaturgo. Al rato habló reflexivo sólo para preguntar cuántos del grupo iban a estar hoy. Horacio dijo que conmigo éramos 10 mientras buscaba con ágiles movimientos de cuello la numeración de lugar. El poeta sólo llevó su mirada hacia un costado, detrás de él, el crepúsculo tenía el color del hierro caliente. A las 18:00 hs estábamos frente a las puertas altas de una casa antigua en donde funciona Peñavisión. Entramos por un pasillo angosto para luego salir a un patio con luces tenues en donde estaban lxs 50 poetxs, todos apretujados, como animales en matadero a punto de ser faenados. Horacio me comentaba, al mismo tiempo que saludaba a la gente y yo decía hola hola al boleo, que el evento había empezado hace dos horas. Estiró la mano hacia un mesón largo que estaba pegado a la pared y que tenía un popurrí de cosas para saciar la sed y el hambre de esta jauría de declamadores. La mesa estaba dividida con cartelitos: Fundación Odisea de las Artes / Escritores de Peñaflor / Colectivo Poesía y Periferia (a este me habían sumado) / Taller Casa de la Cultura Talagante. De manera precipitada miré hacia adentro, hacia el estudio, y vi como una poeta adolescente recitaba a través del tapaboca a la frialdad de una cámara. “Parece que el evento es sin público” dije, pero Horacio no me escuchó. Nos fuimos a sentar a un sillón. El poeta con aire de dramaturgo se perdió. Yo estaba absorto mirando a estos seres dotados de sensibilidad. Desde ancianos pacientes hasta jóvenes ansiosos. De rapsodas a beatniks. Horacio tenía una mano llena de aceitunas negras. Las comía de una en una. Esa de allá, habló, es una poeta famosa de instagram, la que está al lado es cantautora, se llama Valentina Stark, ah, parece que David que ganó el Bolaño no vino, ese, el de la guitarra, es el Chinoy de Peñaflor, el de allá (no recuerdo el nombre que me dijo) está catalogado como uno de los tres grandes recitadores de la provincia. Mientras tanto lxs poetxs iban siendo llamados de dos en dos por una mujer robusta que entraba y salía por una puerta. La luz blanca que estaba encima del marco daba un aire de desolación, una leve sensación de estar a un paso de ingresar a un psiquiátrico. Al lado de nosotros vino a sentarse un poeta flaco y alto llamado Cristian. Tenía en sus manos un montón de hojas sueltas que agitaba mientras hablaba, pues estaba dubitativo al no saber cuál escoger para recitar. Yo le pregunté si tenía alguno que pudiese ser un cross a la mandíbula, me contestó que tenía uno que hablaba del matadero de chanchos y de la contaminación que produce, de los vertederos que han creado las grandes empresas en la ciudad. Me lo pasó para que le diera una opinión. Le dije que este era. Luego me pasó una carpeta con poemas. Yo intentaba leer pero me hablaba y me daba toques en el hombro. Decía que pertenecía a un colectivo que se llama Nuevo Apocalipsis, que son escribientes de muchas partes del angosto país, que hacen reuniones por zoom donde debaten propuestas para encausar al grupo, que tenían una página en insta y que los agregara. De pronto salió la mujer robusta, ahí supe que era la productora, entre ofuscada e irónica, mientras la luz blanca le daba en las tetas, habló acentuando sus ademanes de que esto es la televisión y que se hace con rating. Por eso mandó a todos lxs poetxs a poner me gusta a la página en facebook y compartir el “en vivo”. También aprovechó de decir que era el turno de Poesía y Periferia. Aproveché de cebarme uno mates mientras veía como aquel grupo se juntaba para arengarse. Entró Cristian y una chica, luego le tocó el turno a Horacio. Una piba un poco ansiosa se me acercó y me preguntó si yo iba a recitar. Le dije que no sabía. Que venía de paracaidista. De adentro se escuchaba el tono profundo de Horacio. Le pregunté si era poeta, y me respondió que estudiaba Artes en la Finis Terra, que dibujaba, que pintaba, que le gusta escribir poemas, pero que últimamente le mueve un montón la performance.  Que hace poco había realizado una que consistía en haber subido desnuda con su compañero, arrastrando un manto largo y rojo, al cerro de la virgen en Peñaflor. Una vez arriba taparon con el velo rojo a la estatua de yeso de la virgen cristiana, un rojo erótico y de sangre coagulada, dijo, para finalmente tener sexo encima de ella. El problema está en que no pudo terminar la performance porque la policía municipal los arrestó. Pero estaba contenta porque en el fondo sabía que más de alguno tuvo que observar desde abajo, desde la ciudad, aquel bulto carmesí. Le recomendé a esta ahijada de Abramovic que para la próxima subiera con un combo y un chuzo y que la hiciera escombros. La llamaron a ella y salió Horacio. Este de inmediato me dijo que se sintió mal. Que la pandemia no le había permitido asistir a ningún evento y por lo mismo se había olvidado de la importancia de la otredad como oyente. Que necesitaba ahogar el mal rato en cerveza. Le llegó el turno a Taller Casa de la Cultura Talagante. Eso significaba que no me habían dejado recitar. Volvió a aparecer el poeta con pinta de dramaturgo, pero esta vez fumado y carismático. Salimos de Peñavisión de noche. Había pocas estrellas y la luna parecía un gajo de mandarina. Algunos integrantes de Poesía y Periferia acordaron irse de joda a la casa de Carla. Pasamos por una botillería por cervezas, vinos y cigarros. 

Al rato llegamos a una parcelación, a una casa amplia de un piso que pertenecía a Carla. Poeta y abogada dijo Gabo, el vate con pinta de dramaturgo, desde el asiento trasero antes de ponerse a toser y esparcir el humo del cogollo por el auto. Adentro de la casa el ambiente estaba creado. Un montón de gentío conversaba con cerveza o vino en mano por el living. Me llamó la atención que sonara “Socos” de Cuturrufo, al mismo tiempo me percaté que Carla mostraba en una pizarra la estructura de una novela que tenía pensado escribir, que el poeta -que era uno de los mejores recitadores de la provincia- estaba ojeando un libro de Soledad Fariña y que una chica movía las caderas sensualmente con una lata de cerveza en la mano mientras un tipo con toda la onda hippie marcaba el ritmo de la canción con sus palmas. Agarré una lata de cerveza y me acerqué a un cuadro pintado al óleo, un clarooscuro que representaba un evento de jazz cubano. Miré de reojo hacia la mesa de centro. La compañera de uno de los mejores recitadores de la provincia, que cargaba en sus brazos a su bebe dormido, revisaba las contratapas de los libros que estaban desparramados encima de la mesa: Elvira Hernández, Enrique Lihn, Rodrigo Lira, Zurita (todas estas ediciones Udp), La Ciudad de Gonzalo Millán, Tala de Mistral y algunas ediciones independientes de poetxs locales. Me contó Horacio que escribes, dijo Cristian, que me tocó el hombro para que me volteara. Le dije que sí, que todavía son disparos a fogueo, pero que sí, que eso hago. Le pregunté cómo se sentía después de recitar en Peñavisión, me contestó que estaba acostumbrado a recitar en medio de flores muertas. El amigo que estaba a su lado asintió con gesto altivo, como reafirmando la respuesta, mientras le daba un sorbo a su vaso de vino. Cristian prendió un faso. Sacó una libretita y anotó algo entre medio de la bocanada de humo. Detrás de él Gabo abría una lata de cerveza y le hablaba a Horacio que estaba sentado en el sillón con cara de decepción.  Ahora sonaba “Hojas de té” de Los Tres. Carla detuvo la música y dijo que había alguien que todavía no recitaba. Miré a Horacio y me hizo una mueca como diciendo te tocó. Yo no tenía ganas de recitar, sino de conversar, pero también comprendía que hay momentos en donde el rito poético acontece y sólo hay que entregarse a aquella danza tribal que uno acepta porque sí, por mantener, aunque se con yesca, el fuego imperecedero del mito.  Recité un poema que había escrito hace poco, luego de leer Yuri Pérez, un poeta Udi de San Bernardo. Un artista que escribe poemas con una estética que rebosa marginalidad, situado en la periferia, pero que en la vida real se corre la paja con los discursos de Jaime Guzmán. El escrito llevaba por nombre “Cero grados en la Plaza de Armas”. No sé si el poema gustó, lo bueno es que abrió la posibilidad para que le siguieran más recitaciones. Para algunos fue una catarsis porque pudieron sacarse el trago amargo de recitar sin gente en la televisión local, para otros fue poner poemas a prueba. Unos tras otro recitaban, Tabata, Pancho, Carla, Felipe, Rusty, Horacio…, casi sin pausa.  Como si el objeto de leer en grupo fuese que todos seamos parte de una sola respiración. De un solo ritmo y silencio. ¿Hacer uso de la poesía para desembarazarse del mundo o para encarcelarnos aún más en él? De vez en cuando me pellizca esta pregunta. Pero da igual. Hay que escribir. Escuchar la realidad. Los poemas tienen que dar cuenta de lo que vivimos, de lo que somos parte. No sé cuánto tiempo nos pasamos recitando, para mí fue bastante. Ya estaba un poco aturdido oyendo. El último poema que escuché con vehemencia fue uno de Gabo, el poeta con pinta de dramaturgo, uno que recitó de memoria, mirando hacia cualquier parte, quizás hacia adentro de sí mismo, con la cerveza en la mano y un faso en la otra. Cuanto terminó de declamar se sentó al lado mío y me contó que ese poema pertenecía a un libro que estaba por sacar, que se intitulaba Canto del Elqui. Me pasó el faso. Luego de un par de fumadas todo había vuelto a su cauce, a las conversaciones, a las drogas, al alcohol. Alguien tomó una guitarra y se puso a tocar “Primera vez” de Los Tres. 

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