Radar Social

Espía 13 | Afiches santiaguinos

«La vida de los afiches, por cierto, es irregular. Algunos -los menos- sobreviven intactos hasta que el sol y la lluvia los queman, los mojan, los decoloran, los destruyen. Otros desaparecen debajo de los nuevos carteles que les son pegados encima, a la manera de los viejos palimpsestos. Desaparición muchas veces transitoria, temporal, dado que con frecuencia manos anónimas rasgan los nuevos afiches, permitiendo la aparición de partes del anterior o los anteriores, formando improvisados collages.» En la época de la dictadura era común encontrar en las rayadas paredes de nuestras ciudades, escrito más que a la rápida, el siguiente eslogan: “cuando el mundo está canalla, el papel es la muralla”. Si esa rimada afirmación fuese verdadera, fidedigna, podríamos concluir que el mundo no ha cambiado demasiado desde esa horrenda época de tanquetas, fusilamientos, agotadores sábados gigantes y economistas de la católica mamándosela a Milton Friedman, puesto que a pesar de la invasión de lo digital y las absorbentes y ubicuas redes sociales -que nos permiten informar o desinformar eficazmente acerca de los más variopintos asuntos- mecanismos informativos anteriores, como los rayados, los grafitis y la antigua técnica de pegar carteles o afiches publicitarios o propagandísticos en los muros de las ciudades sigue absolutamente vigente, al menos en Santiago, cosa que cualquiera puede corroborar a diario en sus recorridos laborales o estudiantiles.  Muestras actuales de esta última técnica, precisamente, es la que daré a conocer en este reportaje, abarcando principalmente afiches e intervenciones gráficas de corte político y social, los que conviven, en las murallas santiaguinas, con anuncios de fletes y mudanzas, ofertas de empleo, manifestaciones evangélicas, cepillos de dientes, compraventas de antigüedades (muñecas de loza, roperos, lámparas de lágrimas), así como con lecturas de las cartas del Tarot destinadas a recuperar algún amor perdido o asegurarse una buena  pega, entre muchos otros productos y servicios. La vida de los afiches, por cierto, es irregular. Algunos -los menos- sobreviven intactos hasta que el sol y la lluvia los queman, los mojan, los decoloran, los destruyen. Otros desaparecen debajo de los nuevos carteles que les son pegados encima, a la manera de los viejos palimpsestos. Desaparición muchas veces transitoria, temporal, dado que con frecuencia manos anónimas rasgan los nuevos afiches, permitiendo la aparición de partes del anterior o los anteriores, formando improvisados collages.  Tomadas en los últimos meses en el centro de Santiago y sus alrededores, las presentes imágenes permiten apreciar el dinamismo y la mezcla de intereses, por lo general contrapuestos, que se observan en la ciudad fundada, hace unos cinco siglos, por el invasor Pedro de Valdivia. Se entrecruzan en ellas lo político y lo comercial, la seriedad y la charlatanería, lo material y lo espiritual, lo mesiánico y lo concreto, la necesidad y el deseo, entre otras tantas diadas -como dicen los siúticos- que componen nuestra contradictoria sociedad.     Muestra fotográfica

Cámara rodante | Camala: una historia perra

«Cada día está más difícil hacer fotos en la calle sin levantar la suspicacia, bastante paranoica, de quienes no entienden que ser un documentalista de la imagen no es ser un sapo ni un voyerista, sino un oficio que consiste en retratar y paralizar el tiempo para la posteridad.» Han pasado más de diez años de mi primera visita a Antofagasta. En ese entonces lo hice por trabajo, pretendí hacerme faenero en alguna mina donde pudiera ganar millones al mes, eso decía el mito, pero no fue así y tuve que conformarme con trabajar en la construcción de una iglesia, soldando cerchas en altura como armador y concretero o como conductor de carretilla, durmiendo en una carpa a orillas del mar por largos seis meses, en un campamento de vagabundos, porque arrendar era caro y en realidad no valía la pena: la consigna era ahorrar lo más que pudiera.  Estando allí quise conocer más de los pueblos de la región. Fue así que una semana santa viajé a San Pedro de Atacama haciendo escala en Calama, lugar que había oído nombrar por el equipo de fútbol Cobreloa. Al llegar me recibió la estampa del humedal y el río Loa, santuario natural que vi desde la altura del bus. Lo recuerdo muy bello, pero con poco desarrollo turístico. Al llegar a la ciudad me sucedió algo extraño: creí que sería un pueblo interesante, pero me sorprendió ver sus calles pálidas y suburbiales por las que circulaba mucha gente angustiada, incluso personas de la tercera edad presas de su adicción a la pasta base. Esta realidad me hizo desistir de hacer tomas fotográficas, pensando en el peligro que corría al ser un mochilero solitario en aquel lugar. Seguí luego mi viaje a San Pedro de Atacama, al que me referiré en otra ocasión. Los años fueron pasando y en muchas ocasiones me sentí un poco culpable de no haberme dado la oportunidad de conocer más a fondo aquella ciudad, así que hace unos meses, cuando tuve nuevamente la posibilidad de volver, me preparé para hacer un recorrido fotográfico. Mi intuición, reforzada por lo que había visto en la prensa, me decía que las cosas allí seguían iguales o peores que en mi visita anterior, pero la tozudez que me caracteriza me hizo despreciar el peligro. Seguí adelante porque qué sería de un fotógrafo gráfico si tuviera miedo de enfrentar un lugar peligroso, qué sería de los gráficos de guerra si tuvieran miedo a la guerra. Tales palabras, que rondan mi cabeza cada vez que siento miedo al acto de salir a la calle con mi rectángulo rodante en condiciones extremas, me alentaron a seguir adelante y apenas llegué subí a los cerros de "Camala" -como bauticé en aquella oportunidad a esa ciudad- no dándome cuenta de que era seguido por una banda de asaltantes. En una calle alejada del centro me rodearon y apuntaron con una pistola, mientras yo les decía que estaba ahí para mostrar su realidad, que yo también era del pueblo, argumentos a los que los maleantes hicieron oídos sordos, puesto que rápidamente abrieron la mochila dónde cargaba mi cámara digital, sustrayéndola y pateando mi espalda, advirtiéndome que ese sitio no era para mí y que si volvía sería baleado. Me alejé caminando rápido, pero sin miedo, lleno de adrenalina, en dirección al centro. Una vez allí me metí a un supermercado y compré algunas cervezas, dirigiéndome luego a la plaza de armas de Camala, lugar donde hice el luto por la pérdida de mi preciada cámara. Pensé en las personas que pierden sus vehículos o incluso la vida en los portonazos o en asaltos, hallando así un poco de paz ante tan cruda experiencia. Sentí rabia, pero también alivio, porque unos meses antes también sufrí un intento de asalto del cual libré. Me replanteé, además, seriamente mi camino fotográfico, dado que cada día está más difícil hacer fotos en la calle sin levantar la suspicacia, bastante paranoica, de quienes no entienden que ser un documentalista de la imagen no es ser un sapo ni un voyerista, sino un oficio que consiste en retratar y paralizar el tiempo para la posteridad. Seguí luego, eso sí, tomando fotos con mi teléfono, casi sin darme cuenta, incapaz de paralizar la pasión que mueve mi cámara rodante.    

Taberna | Tocopilla la lleva (y eso que no hay un puto peso)

«La cuestión es que el loco hace goles y juega lindo, consigue hacer poesía, y por si fuera poco, riega y humedece terrenos salvajes y de carestía como son las calles de Tocopilla, veredas que no tienen nada que ver con Barcelona o esa playita de la Costa Brava donde narraba para callado y hacía las compras en la panadería Roberto Bolaño, el frustrado y resentido escritor mexicano…» Luego de leer las lúcidas respuestas de Daniel Marín, un quinceañero hip-hopero de Lampa entrevistado por esta misma revista en su edición número 5 del mes de mayo de 2006, Antonia me cuenta, drogados con alcohol y de manera atinente, que un sobrino suyo oriundo de Calama, el Fabián, odontólogo actualmente de 25 años, siendo niño conoció en persona a Alexis Sánchez, el futbolista sudamericano del momento. Dice que se codeó con el líder del equipo inglés Arsenal cuando era uno de los tantos niños y jóvenes introvertidos en el Chile de la primera década del 2000.   En sus veraneos en la comuna de Tocopilla, pre-adolescente escapándose del camping familiar, Fabián compartió con la estrella del balompié en varias ocasiones, sí, con Alexis Sánchez, nuestra estrella chilena nacida en Tocopilla. Como se sabe, Tocopilla fue una caleta fundada por un francés, una bahía que en 1871 fue nombrada “puerto menor” por Bolivia y que posteriormente sería casus belli de la Guerra del Pacífico, impuestos más, impuestos menos, cuando “nuestro país” la anexa definitivamente para su territorio, cuidando intereses económicos ingleses. En la misma época y guerra, hay que decirlo todo (ya que Wikipedia no lo hace) mientras la naciente nación de Chile se preocupaba de guerrear contra la Confederación Perú-Boliviana, la República Argentina nos robaba una considerable parte de la Patagonia, saqueo artero a nosotros chilenos, un pueblo pobre económica, monetariamente hablando. Me fui para otro lado. Le pido disculpas al lector. Esta crónica no es histórica. Tan sólo quiero aquí explayarme un poquito escribiendo acerca de un futbolista de relevancia no tan sólo por su fútbol, sino también en su calidad de ciudadano, aunque no vote.   La cuestión es que el joven de Calama describe a Alexis Sánchez como un niño que deambulaba con una pelota rota, hecha pedazos, hilachenta de tanto chutearla, desinflada, casi sin aire, un balón que apoyaba bajo el brazo mientras buscaba y reclutaba jugadores para “pichanguear” entre cunetas que apenas se asomaban a las polvorientas calles de tierra de Tocopilla. En su experiencia, Fabián le cuenta a su tía Antonia que la primera vez se puso triste cuando le preguntó por su papá, ya que Alexis le dijo que no, que no tenía papá, cuestión que lo conmovió profundamente. -¿Y vas al colegio?  -No, no voy al colegio. -¿Qué quieres ser cuando grande?  -Yo quiero ser un futbolista mundial, ¿y tú? -Yo quiero ser dentista. -¡Ah! La respuesta que le dio Alexis se apega a la realidad. Es de conocimiento público, hasta por medios internacionales, que el futbolista chileno admiraba y se quedaba pegado frente a la tele con los dibujos animados -animé japonés- doblados al español como “Los Supercampeones”.  Dominaba el balón y leseaba todo el rato con la pelota, le dice Fabián a su tía. Y que una tarde le preguntó ahí a orillas de la playa desértica de Tocopilla: -¿Quién te enseñó a hacer todas esas cosas con el balón? -Nadie. También le narra que el niño Alexis se quedaba solo a la hora del crepúsculo, lejos de la casa, mirando el océano, mientras todos los demás muchachos ya estaban tomando once (la hora del té, el pan con mantequilla o chancho en Chile) en sus respectivas casas. Prosigue contándole a la Antonia (nuestra Sherezade) que durante otras vacaciones de los años 2000 le pregunta, de manera chilena, al futuro bicampeón sudamericano, lo siguiente: -¿No tenís frío? -Sí, no sé, estoy acostumbrado, le dijo. El frío del desierto de Atacama lo conocen bien, cuando salen pa fuera a fumarse un cigarrito, los astrónomos que se pasan noches eternas mirando el cielo estrellado del universo, cual poetas chinos o escritores de verdad como Robert Walser, pero desde los telescopios internacionales financiados por el imperio y asentados en el norte del país de Lesa Humanidad de América Latina, el país Chile, satélite experimental de E.E.U.U. Perdón, tiendo a irme para otro lado, cual el talentoso narrador-protagonista Marcel Proust. Volviendo al artículo, la cuestión es que me tocó escuchar emocionado esta historia acerca de Alexis Sánchez (como ex futbolista y poeta frustrado que soy), pues lo primero que hice -luego de una vida bajo la crianza  de Pinochet,  los Chicago boys, Don Francisco prometiéndonos una nueva previsión, Bonvallet y el “condorazo” del mejor arquero del mundo que se perdió- a los 46 años, cuando tuve acceso a Internet y a Youtube por veinticuatro horas seguidas, lo primero que hice fue meterme a ver las jugadas del futbolista chileno compactadas por la televisión inglesa, recién llegado al Arsenal  y cuando apenas había convertido cinco goles.  La familia del niño Fabián, en Calama, todavía se emociona cuando ven a su ídolo por la televisión, haciendo goles en Inglaterra o por la selección chilena, o como cuando en Navidad o en otras ocasiones el futbolista chileno entrega regalos a los niños de Tocopilla. Sin reafirmar aquí que Tocopilla ya no es la Comala de antes, un pueblo muerto, triste y gris, con banderas plásticas negras de basura en señal de protesta por el abandono central, sino que ahora existe una atmosfera, según sus mismos habitantes, más bonita, llena de colores (plantas artificiales, verde césped enclavado en los alrededores del desierto más seco del mundo), donde además Alexis dona y paga  mensualmente para que un camión aljibe moje las veredas y riegue las calles polvorientas durante la canícula terrible de este pueblo pobre y aún olvidado del norte de Chile. Alexis Sánchez, con sus platas privadas -cuando lo privado y sus excedentes no son egoístas- le mejora el ánimo incluso a los veraneantes de Antofagasta o Calama que van a

Fichero | Cartas desde la Casa de Orates

Hace un par de meses, en la cola de la feria de Batuco, entre barbies sin brazos, brocas oxidadas, discos duros muertos y sudadas novelas de Alejandro Zambra, Carla Guelfenbein y Hernán Rivera Letelier, me encontré con un libro en cuya portada podían apreciarse médicos, enfermeros y pacientes, todos borrosos, todos pretéritos, todos con aire fantasmal, posando ante el lente de una antigua cámara blanco y negro. Atraído por la fotografía me agaché ante el montón de ruinas que ofrecía el vendedor, un tipo joven, con polera pirata de Nike, y tomé el libro: "Cartas desde la casa de Orates", tal era su título. Hojeándolo, al poco rato me encontré con un par de párrafos conmovedores, párrafos que dejaban traslucir tanto el delirio de quienes escribían como su soledad, sus ansias de libertad y su enorme abandono. Tenían, además, un cierto aire a la narrativa de Roberto Arlt, lo que me pareció fantástico. Pregunté por el precio. Deme una luquita papi y llévese de yapa uno de estos, dijo indicando los ejemplares prematuramente avejentados de Zambra, Guelfenbein y Rivera Letelier. No, gracias, le respondí. Quiero solo este. Ya, deme quinientos pesitos, entonces.  Sentado en la plaza de Batuco -entre evangélicos, colombianos, haitianos y pasotas que bebían cerveza- examiné con detalle el ejemplar recién adquirido. Se trataba de una colección de veintinueve cartas, escritas en la primera mitad del siglo XX por internos de la Casa de Orates, hoy llamado Instituto Psiquiátrico. Fueron encontradas por su editora, Angélica Lavín, en una antigua y singular caja con forma de libro -una verdadera cápsula del tiempo- en la biblioteca del organismo el año 2000, siendo dadas a las prensas -como se decía antaño- tres años más tarde por el Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la DIBAM. El hermoso y poético objetivo de la editora de los textos es “la ilusión de liberar del encierro estas voces que nunca llegaron a su destino.” Claro, porque como señala Paula Tesche en un artículo publicado por la Universidad Austral de Chile referido al libro en cuestión, por ese tiempo los internos -según las investigaciones de Foucault- eran alejados de sus familias, a las que se les consideraba como “el agente detonante de la desviación”, lo que los dejaba en una condición equivalente al exilio: “estando en el hospital, no hai amigos, ni parientes, ni tia, ni sobrinos, ni nada. El que se quema que muera. Asi, es la vida moderna…”(sic), consigna uno de ellos. Las primeras cartas datan de 1913 y las últimas de 1931. La mayoría están dirigidas a sus parientes, muchas veces con el objetivo de reclamarles su presencia: “Que pidiera el favor a los suyos que están en Santiago que vengan a visitarme todos ellos con sus hijitos y esposos si es posible pues cuando ven que los visitan aquí los consideran a los enfermos y los adulan y miran mejor a los que no los visitan los miran en menos”(sic). Solicitan, además, dinero, enseres y comida de casa: “Luicita: Pescado frito; Un budín de arroz con leche y huevos; de sus manos y, también, con tomates y bastante azúcar y, despues de frio, ardido en Ron o aguardiente; que, bien le vendria por una mano virgen, como la suya” (sic), escribe un segundo interno. El envío de vestuario también es una petición frecuente: “Yo necesito un traje, un abrigo, estilo ruso y también un sombrero, un calzado corriente alto con suela goma…”, solicita otro de los pacientes. Se da el caso, también, de un interno que le escribe a la viuda del presidente Pedro Montt pidiéndole matrimonio. El sonido de fondo de las cartas, en las que se enlaza el delirio con la realidad, la locura con la sabiduría, es de extrema nostalgia por el retorno a la vida anterior, a ser reconocido y reivindicado como un ser normal, deseos que pueden apreciarse en una de las conmovedoras cartas que Aurelio Gutiérrez* enviase a su mujer, Ernestina*, texto que tal cual como fue escrito -no hubo corrección ortográfica por parte de los editores- presentamos a continuación.     Carta de Aurelio Gutiérrez*   Santiago 3 de Enero de 1919 Mi querida Ernestina*: Acostumbrado como estoi ya a sufrir fuertes impresiones, sin que se alteren mis nervios, solo por eso, puedo tomar mi pluma, para dirigirte estas líneas, las que por las consideraciones que paso a exponer, las principio en el convencimiento de que van a ser el último adiós que le doi en este mundo a la esposa que tanto quise, cuanto más, que es madre de mis tiernas niñitas. Hai Tinita de mi alma, no hubiera querido tenerte más bien, para evitar tan hondo dolor. Y tu Bernardita y Laurita, a quienes tampoco olvido un instante. Ayer solamente recibí la encomienda que me mandastes, por lo cual te mandé mis agradecimientos anticipados. Ella venia conforme, pero mas bien Ernestina no hubiera querido encontrarme con las cartas que venían dentro. Qué clase de corazón tienes mujer ingrata, como pudistes escribirme una carta tan fría, después que te impusistes de mis muchos sufrimientos; Acaso no te mandé decir que aquí había sido azotado, calumniado, vituperado y por cuanto puede haber pasado solo Jesucristo, que tu, tan impasible pudistes concretarte a decirme que estabas buena. Si me hubieras dicho que estabas mal y que ya estabas al morir yo habría sufrido menos porque al fin me habría sujerido la idea que sufrías por mí. Y porque además, después de tus acciones, como fué tu desobediencia de irte, sin llevarme ni despedirte siquiera de mí, hoi si no te apiadas en venirme a retirar, mas me valdría que te murieras, porque, al fin, ya no teniendo yo mujer, el Reglamento de este asilo, me permitiría, que saliera solo a la calle, como entré. Figuraté, que sin ningún motivo, de la manera mas arbitraria, me pusieron en el patio N° 7. Por felicidad en este patio encontré un mayordomo, de sentimientos mas humanos, que los otros donde he estado.  No le diré, que los otros dos

Signos vitales | Cerdos libres

Me subí al colectivo a las siete de la mañana. Como estaba primero en la fila me tocó el asiento junto al chofer. Eso me puso contento: no tendría que ir apretujado en la parte trasera. No me sentiría como un animal rumbo al matadero, aunque -en cierto sentido- mi ida diaria al trabajo era algo parecido. La diferencia, me dije, es que uno tiene la posibilidad de regresar diariamente a casa. Cansado, chato, sin energías, retorna al hogar cada oscurecer sin ser asesinado ni trozado ni desangrado, sin ser convertido en prietas, asado parrillero, menudencias o costillares, y, como dice un colega, uno puede descansar, puede comer, puede dormir y “cargar las pilas” para el día siguiente. La casa, en este sentido, no opera solo como un hogar -para algunos un infierno- sino también como una especie de cargador de mano de obra. Tendidos en la cama, sumergidos en el universo del inconsciente, algunos gracias al cansancio, otros gracias a Oniria, la melotonina que hace soñar con angelitos, u otros fármacos, nos llenamos cada noche de la energía que mañana nos hará funcionar como los conejitos idiotas del comercial de Duracell. El interior del auto estaba impregnado de un pesado olor a desodorante ambiental -aroma a jazmín, creo- que se mezclaba con el tufo de los sudores de ayer y anteayer pegados al cuero sintético de los asientos y los perfumes dulzones de los pasajeros. Desde una Sony llena de luces verdes y rojas se escuchaba un programa deportivo de la radio Agricultura. Se analizaba lo mismo de siempre: si hubo o no penal en un partido clave para las aspiraciones de no sé quién. Buenos días, dijo el chofer. Buenos días, respondimos a coro los pasajeros. Uno, el listo de siempre, con voz alta respondió: “buen día”, remarcando la singularidad del saludo. Quise decirle que estábamos conscientes de que los buenos días, desde el punto de vista lógico, estaban errados, aunque no desde la mirada cultural. Pero hubiese sido una lata. Enseguida el auto partió dejando una fila de batucanos y batucanas esperando el próximo móvil. Yendo por avenida España -calle con sólo una pista por lado que hace que uno se pregunte si se trata de una avenida o de un callejón pretencioso- pasamos junto al flaco torrente del canal lleno de musgo, botellas de gaseosas, cajas de vino y residuos varios que lleva a la laguna, por una iglesia evangélica en construcción, por el ex restaurante Colo Colo y por diversos comercios menores hasta llegar al cruce ferroviario.  Puros ladrones, dijo el chofer, frunciendo la boca para indicar las palomas con las caras de los candidatos -bocas sonrientes- que abundaban en los alrededores de la vía férrea. Estábamos en época electoral. Todos estos weones zánganos vienen a llenarse los bolsillos, a hincharse los culiaos y no hacen nada por la gente. Lo que hace falta es poner mano dura. En los tiempos de Pinochet no había delincuencia. Puro orden y progreso. Ahora solamente hay derechos y nada de deberes. Usted está cumpliendo con su deber, yo voy a cumplir con mi deber y los pasajeros que van atrás imagino que también van a trabajar, le dije. Claro, respondió, todavía queda gente buena, pero no se engañe, los malos la están haciendo, los malos tienen el poder. Me contó enseguida el caso de una vecina que había sido asaltada en la puerta de su propia casa. La balearon en una pierna, aquí, dijo, y se tocó el muslo derecho sin dejar de mirar la calzada; a su hija chica, la Naomí, la amarraron a la baranda de la escalera con el alargador de la plancha, enseguida los desgraciados las toquetearon a las dos. A la mamita -continuó diciendo- sangrando y todo la manosearon los desgraciados, eso es más que enfermo ¿no cree? Después se llevaron la tele, el microondas, la bici de la niña y otras cosas en el propio autito de la vecina, un Chery IQ que todavía no paga, y nadie hizo nada. ¿Ni siquiera los pacos? Ni siquiera los pacos, no ve que con esa wea de los derechos humanos los pobres tienen las manos atadas. En la radio Agricultura ahora daban las noticias. Un economista señalaba que un indulto a los presos de la revuelta sería una mala señal para la economía, dado que haría caer la inversión extranjera.  Entramos en la carretera. A estas alturas el chofer estaba proponiendo bárbaras soluciones para combatir la delincuencia: mutilaciones de manos, piernas, ojos, orejas, penes u otros órganos a quienes delinquen, envío de malhechores a islas solitarias, ojalá llenas de hielo o arena, para que aprendan a trabajar los vagos, reposición de la pena de muerte, esta vez con dolor y transmitida por la tele, en horario de adultos -los niños no tiene para qué ver eso- para educar a las masas. Mientras el chofer lanzaba sus planes nazis, yo hojeaba el diario en mi teléfono. Política, deportes, cultura. Una noticia llamó mi atención: en Santiago un camión que llevaba cerdos al matadero fue encontrado abandonado justo a la hora de mayor calor. Los vecinos, conmovidos con los quejidos de los animales, les lanzaron agua e incluso una persona fue al supermercado y les compró lechugas. Cuando el conductor del camión regresó y echó a andar la máquina -luego de que la fuerza pública lo citara ante la justicia por maltrato animal- la parte trasera del vehículo se abrió y dos cerdos escaparon. El par de chanchos fugitivos, finalizaba la nota, la hicieron, se salvaron, pues a petición de los piadosos vecinos fueron adoptados por el municipio local. Final feliz, final tipo Walt Disney, me dije. Recordé luego una película que vi hace años, una donde un cerdito lograba llegar a una isla en las Bahamas donde los porcinos viven libres. Rememoré, también, el recuerdo de unos poemas del mexicano José Emilio Pacheco donde reivindica a estos animales que, indica la ciencia, tienen gran inteligencia y son genéticamente demasiado parecidos a nosotros. En uno de

Trasandino | Peñavisión y los 50 poetxs

Horacio me invitó a recitar a Peñaflor. Un varieté de artistas, algo que será televisado por el canal comunal, me dijo cuando terminaba el segundo encuentro de escritorxs en Melipilla. Le dije que sí por curiosidad. De súbito pensé en la declamación de un fragmento de “Otelo” de Shakespeare que hizo Rodrigo Lira en “Cuánto vale el show” en los 80. Ese gran aporte literario a la televisión chilena en dictadura, citando a Cervantes, a Goethe; el poeta tensionando la frivolidad del espectáculo, trastocando zonas en donde la oralidad y la escucha son como dos fronteras marítimas. Nos subimos al auto. Antes de dar la partida, Horacio le mandó un whatsaap al díler. En el camino me comentó que hace dos años se había cambiado a Melipilla, al sector rural, a Culipran. Lugar acordonado de hermosos cerros que en el último tiempo ha sido golpeado por la ausencia de agua, por las innumerables torres eléctricas y por las malditas motocross que erosionan los suelos y contaminan con el ruido el silencio de la flora y de la fauna. “Es difícil hacerse de amistades literarias”, habló de pronto con un gesto de nostalgia y pesadumbre mirando la ruta. Que a veces cansa hablar tanto con uno mismo. Que durante los inviernos hierven los estados emocionales y uno quiere escribir lo que le pasa, lo que está encarnando, lo que ahoga, lo que brota como mala hierba, lo que interrumpe, lo que satura, lo que trabuca. Que uno no se da ni cuenta que discute tanto con los muertos como con las sombras. Y es ahí cuando se hace ineludible compartir con otros, porque la soledad, como la escritura, tiende a hacer inhalar más silencio del necesario. Bajamos del vehículo bordeando un pequeño malezal que tenía sillones, inodoros, televisores, a unos perros gruñendo, en fin, un pequeño basural que ha creado la gente. Nos inmiscuimos en el páramo de líneas férreas que colindan con la calle Padre Demetrio Bravo. El sol seco de las 4 de la tarde nos sofocó. La escena parecía un western. No había gente por ningún lugar. Sólo la figura del díler era un oasis en medio de esta atmosfera caliente. Se escuchó el sonido del tren. Pero no aparecía ni por izquierda ni derecha. Horacio me hizo un gesto para que me detuviera. Me quedé quieto con la cara incandescente mientras él iba al intercambio. Aproveché de sacar una foto con el celu a una lagartija de tonos verdes y morados que estaba sobre una maciza piedra gris. Pasada media hora y detenidos en el taco de Vicuña Mackenna aprovechamos de armar el pito y fumar. Me comentaba sobre el libro que estaba escribiendo. Se trataba de una ficción autobiográfica. Durante el inicio de la pandemia trabajó de uber y le pareció interesante dar a conocer la vida de un conductor oyente de relatos, de cahuines que se dan y se disuelven dentro del vehículo. Contó que un escritor chileno se hizo famoso en las redes sociales escribiendo relatos así. Pensé en Arjona y su canción “Historia de un taxi”. Reí. Llegué a la conclusión de que a la gente le gusta el chisme. Que la historia de la humanidad y su literatura es un gran chisme. Que Homero, La Ilíada, La Odisea son el gran chisme de los griegos. Pensé que quizás la posibilidad que nos dan las palabras de crear realidades alternas, de contar desde diferentes perspectivas un acontecimiento, nos permite cristalizar historias, mitos, leyendas, guardarlas como únicas e irrepetibles para que no se desvanezcan y nos inunden de vez en vez de impresión, por eso recurrimos al chisme como el único vínculo consanguíneo con las historias de otros tiempos, sin embargo, la posibilidad de crearlos también nos hace caer en el equívoco intento de replicar las sensaciones perdidas, de volver a habitarlas si es posible, como un recién nacido que gimotea desesperado por volver a la placenta porque las manos frías de la realidad ya lo han atado al mundo, ya ha sido etiquetado por el lenguaje, en algún momento aprenderá a contar chismes, entrará en el circuito, y con el tiempo justificara sus actos, su espíritu, la muerte y al misterio a través de aquellas emanaciones.   Llegando a Peñaflor pasamos a buscar a otro poeta. Por el espejo retrovisor yo veía su aire solemne. Su pelo castaño corto, piel blanca, barba de candado y una argolla en la oreja le daban un aire de dramaturgo. Al rato habló reflexivo sólo para preguntar cuántos del grupo iban a estar hoy. Horacio dijo que conmigo éramos 10 mientras buscaba con ágiles movimientos de cuello la numeración de lugar. El poeta sólo llevó su mirada hacia un costado, detrás de él, el crepúsculo tenía el color del hierro caliente. A las 18:00 hs estábamos frente a las puertas altas de una casa antigua en donde funciona Peñavisión. Entramos por un pasillo angosto para luego salir a un patio con luces tenues en donde estaban lxs 50 poetxs, todos apretujados, como animales en matadero a punto de ser faenados. Horacio me comentaba, al mismo tiempo que saludaba a la gente y yo decía hola hola al boleo, que el evento había empezado hace dos horas. Estiró la mano hacia un mesón largo que estaba pegado a la pared y que tenía un popurrí de cosas para saciar la sed y el hambre de esta jauría de declamadores. La mesa estaba dividida con cartelitos: Fundación Odisea de las Artes / Escritores de Peñaflor / Colectivo Poesía y Periferia (a este me habían sumado) / Taller Casa de la Cultura Talagante. De manera precipitada miré hacia adentro, hacia el estudio, y vi como una poeta adolescente recitaba a través del tapaboca a la frialdad de una cámara. “Parece que el evento es sin público” dije, pero Horacio no me escuchó. Nos fuimos a sentar a un sillón. El poeta con aire de dramaturgo se perdió. Yo estaba absorto mirando a estos seres dotados de sensibilidad. Desde ancianos pacientes

Signos vitales | Apuntes sobre el fuego

El fuego es sagrado. El fuego es desgracia. El fuego ilumina, tuesta, cuece y entibia. En los pueblos de la Antigüedad, los dioses que lo mantenían vivo eran venerados por el pueblo. De fuego y brasas está hecho el infierno. Hollín, muerte y cenizas, única herencia del fuego. Fuego es el sol que arde en el cielo cerúleo. El fuego es muerte, el fuego es negrura, el fuego es desolación. El fuego enciende las velitas de las tortas cumpleañeras. Fuegos de artificio arden entre las estrellas cada fin de año. Pájaros en el cielo encendían los mongoles a falta de bengalas. Con fuego -ordena el Justiciero- fúndanse las estatuas de los falsos y fabríquense cucharas y tenedores, ollas arroceras, moldes para queques. El fuego es castigo perpetuo. El fuego es angustia, el fuego es venganza, el fuego es protesta. Ante la Moneda -denunciando el asbesto asesino de Pizarreño SA- se inmoló Eduardo Miño. En la Plaza de Armas de Concepción, denunciando los abusos de Pinochet, Guzmán & CIA contra sus hijos, se inmoló Sebastián Acevedo. He venido a prender fuego en el mundo, dicen que dijo Jesús. El fuego chamusca y carboniza, el fuego purifica. Fuego Negro encendió De Rokha a su Winnet muerta. Por quitar el fuego a los dioses y llevarlo a los hombres, Prometeo fue enjuiciado, engrillado, condenado. Eduardo Anguita, poeta y publicista, murió quemado por una estufa anti retórica. El fuego es el fin, el fuego es el comienzo. El amor, se comenta, es una lengua de fuego. De lejos hiela, de cerca quema. Aves rojas y azules hay en su llama, escribe una Mistral ornitológica y colorida. La distancia, como el viento, apaga el fuego pequeño, pero enciende aquellos grandes, cantaba Doménico Modugno. El fuego es hogar y es crematorio. Es tetera hirviendo y ánfora. El fuego es big bang y es apocalipsis. El fuego es Hiroshima, el fuego es Auschwitz. El heroísmo -dice un instructivo para reclutas- es una llama que arde en el corazón de los titanes de la patria. Los héroes queman estudiantes. Los héroes queman obreros. Los héroes queman ciudades y pueblos y villas. Cirios se encienden por los muertos. Animitas arden en las bermas. El catolicismo quemó a nuestros abuelos, el catolicismo quemó a peligrosas mujeres libres y libros. La única iglesia que ilumina es la que arde, indica un rayado callejero. Fuego cae en las viviendas de los usurpadores del Wallmapu. Fuego cae en los bosques de eucaliptus y pinos. Fuego en la maquinaria pesada. El fuego limpia. El fuego mata. Neumáticos en llamas iluminan el camino a la libertad. Con lanzallamas los gringos carbonizaron vietnamitas. Molotovs encendidas caen en las cabezas huecas de los pacos. Generales golpistas quemaron la Moneda. Uniformados incineraron a Rodrigo Rojas. Cinco cuerpos calcinados halláronse tras el incendio de Kayser. Fuego a las vituallas de los inmigrantes prendieron los nacionalistas en Iquique. Fuego a los cochecitos de sus guaguas. Fuego a sus colchonetas y a sus sillitas plegables. Fuego a sus carpas y a sus ropas. Fuego quisieran prender los antifascistas a los nacionalistas que quemaron las pertenencias de los inmigrantes en Iquique. Con el viento el fuego se expande. Los incendios, se sabe, no respetan a nadie. Una vez que todo se prenda vendrá el frío. Una vez que todo arda se apagará el sol. Una vez que todo se calcine no habrá odios, no habrá dioses, no habrá banderas, no habrá lanzallamas ni velitas en tortas cumpleañeras, no habrá héroes ni inmigrantes, no habrá nacionalistas ni antinacionalistas, ni fuegos de artificio ni flamas de pasión ardiendo en la callada paz del hielo eterno.

Víctimas anónimas | Lifting facial

Me gasté los tres primeros diez por cientos en arreglarme el caracho. Estaba ajado, demacrado, ojeroso, triste y gracias a un reportaje de TVN -el canal de todos los chilenos- tomé la decisión de mejorar mi apariencia, pues como señaló allí un cirujano plástico “es un derecho humano verse bien”, cosa que me pareció totalmente lógica. Me aboqué, primero, a la parte dental. Me puse las muelas y los dientes que me faltaban, quedando, tras dolorosas sesiones odontológicas, con una risa tipo Luis Miguel. Fui, después por el rostro. Me hice un lifting facial en una clínica para cuicos. Me anestesiaron, me cortaron, me sacaron lonjas de piel, me estiraron, me cosieron. Tras la intervención estuve varios meses con la cara hecha un desastre, llena de vendas, cicatrices y costras, recibiendo pomadas, inyecciones y otros actos de tortura. Al final todo estuvo bien, al final mi cara quedó perfecta y contando con cinco décadas de vida parecía un tipo de treinta. Algo achinado eso sí, pero de treinta. Cuando retomé mi vida de siempre, se me habían acabado las vacaciones sin goce de sueldo, fui blanco de bromas de parte de mis colegas de trabajo. Me preguntaban – mediante chistes, groserías y malintencionadas pullas- de qué me valía tener una cara perfecta si el resto de mi cuerpo -aludiendo principalmente a mi pene, estaban obsesionados con mi pene- seguro que no me funcionaba igual de bien. Yo no los tomaba en cuenta, los ignoraba y continuaba con mi labor, inmerso en esa cárcel llena de celdas que es el Excel. Mi única persona amiga en la empresa, la señora Alma Pura, una abuela de setenta que trabajaba lavando inodoros, me decía que si ella pudiese estirarse la cara también lo haría. Se ve súper bien, se ve más rico que el Benja Vicuña, es pura envidia lo de sus compañeros, agregaba, mientras entrecruzaba sus manos -cubiertas con guantes de goma amarilla- como una santa o una virgen piadosa. Cuando estaba solo, eso sí, me miraba al espejo y no me reconocía, ese que estaba allí no era yo, era un farsante de dientes blancos, una especie de Sebastián Piñera que con su risa de esmalte sintético vende basura a la gente. Había algo innatural en mi cara. Era una especie de muñeco, una figura digna de un museo de cera: me parecía demasiado a Ben Brereton en el comercial de Pepsi. Mis colegas de la oficina, afortunadamente, no descubrieron este horrendo detalle y el espectro de sus bromas siguió girando en torno al pene. Con respecto a las mujeres el experimento, debo consignar, sí que funcionó. Después de años logré ir con una fémina a un motel. Y luego con otra. Y con otra. Se trataba de mujeres maduritas, no tanto como la señora Alma Pura, se entiende, sino cuarentañeras o cincuentañeras divorciadas, liberalizadas, hambrientas de pasión y cariño. Ninguna, debo decirlo, me gustó demasiado. Yo tenía en mente aún el cuerpo maravilloso de la Giovanna, mi ex mujer, que ahora vive en Antofagasta con un venezolano con lucas. La culpa es de Maduro, diría Schalper, ese diputado acartonado que se dedica -con éxito- a practicar y promover la idiotez. No, echarle la culpa al dictador bolivariano sería un error: la culpa es completamente mía, me mandé puros condoros, fui agresivo, bebedor y grosero, faltó poco para que Carlos Cabezas hiciera una canción con mis confesiones. Por suerte la Giovanna se fue de la casa. Estuve tres años marchito, bajoneado, chamuscado, desde que tomó sus weas y se subió al Suzuki Baleno de su nuevo amorcito. Ahora, con mi cara nueva, debería sentirme mejor. Es lógico, pues, como dijo el médico de la tele verse bien es un derecho humano y yo, gracias a los primeros retiros de las afps, estoy al día en tal aspecto. La fealdad, en consecuencia, no me vulnera. Soy un muñeco atractivo para el segmento de minas pre-sarcófago. Me siento, sin embargo, extraño e incómodo. No me operé para consolar a señoronas divorciadas: padecen de cólicos y sinusitis, sufren de hinchazones y cefaleas, hablan, además, de cosas que no me importan en lo más mínimo: de la suerte de tener trabajo, de remodelar la cocina y el baño, de las series turcas, del aumento de la delincuencia, de cruceros a lugares paradisiacos que para mí son infiernos y principalmente de sus hijos, que parecen ser unos imbéciles. Con la Giovanna, debo señalar, no fuimos padres, no tuvimos hijos dada mi incapacidad para procrear, pues soy un plátano oriental sin capacidad de engendrar frutos, sin capacidad de engendrar alergias.   Ayer había quedado de salir con una funcionaria administrativa de TECSA SA, una mujer cuyo sueño más sentido es instalar ventanas tipo termopanel en su dormitorio y cuyo hijo único, que estudia ingeniería en logística en un IP, colecciona figuritas de Mickey Mouse. Íbamos a ir ella y yo, es decir, su cirugía estética y la mía, a un rico restaurante peruano y después, seguro, a un motel arribista. No fui, sin embargo, capaz de asistir a la cita. Antes de salir me miré al espejo, mis dientes relucían y mi cara achinada parecía la de un hombre feliz. Interiormente, no obstante, deseaba volver a los días en que echaba de menos a la Giovanna, necesitaba esa sensación, no a la Giovanna, a ella ya la perdí, pero mi cara no me acompañaba. ¿Dónde están mis ojeras, mi piel sobrante, mi demacración? ¿Habrá alguna manera de recobrar mi rostro verdadero? ¿Un plan de FONASA o ISAPRE? ¿Me ayudará el gobierno, la Convención Constitucional, Farkas, las Naciones Unidas o algún programa de la tele a deshacer lo andado y sumergirme, otra vez, en la acogedora penumbra de mi tristeza?

Trastienda | Latido de un corazón material en una cocina americana.

Recordé un cuento de Raymond Carver a raíz de un comentario de Derrida sobre el animal posthistórico que imaginaba Kojéve en la sociedad estadounidense que está en Los espectros de Marx.  Si ese fuese el momento del fin, en esos espacios de la vida del sueño americano, expuesto ahí, pensaría en una distopía que se acercaría más bien a Dick. Pero, en Carver, el desfile de esos personajes atemorizados que de pronto saltan a la incertidumbre y se derrumban sin caer definitivamente o que en un momento algo ocurre que los abre al espectro de lo indecible, me hace pensar en la instancia de un lugar sin historia. Donde nada arriba porque todo ha pasado, y sin embargo… Vidas cotidianas inmersas en el estilo de vida americano. Hombres cesantes, mujeres esperando que el pasado las redima en la voz de sus hijos, individuos que esperan que el otro los ataje en la caída y a veces en la soledad un extraño se abre paso para sostenerte con un gesto insignificante, o simplemente entran en la dimensión desconocida de una soledad irredenta.  Rodeados de artefactos construidos por la producción en serie capitalista, los cuentos nos transportan por esa parte que no se asoma en la versión oficial. Esa caída que termina por ser solo la elección individual de un personaje que toma malas decisiones o se alcoholiza, en ningún caso esas chuletas friéndose en un sartén son parte de esa soledad que es propia del perdedor americano. Todo en ello indica un derrumbe que se abre hacia el silencio de un momento en que vemos unos ojos descolocados. La posición de un cuerpo frente a la televisión que ya no puede volver, que no puede asumir su destrucción en curso e incesante y ante eso solo mira la televisión en su sofá, en su casa, hasta que ve sus pies desnudos hasta que la vida late en el tedio. El animal posthistórico, el animal de la producción en serie y de la propiedad abstracta, el animal capitalista desde décadas no celebra a sus despreciados, pero los expone con la compasión de las vidas inconclusas e insignificantes. En el todo abierto de la literatura cada una de ellas es una transformación en curso. Cada una de ellas es el producto de un proceso que toca sus límites en el cesante o en el borde de lo no dicho. Entre el trabajo y el lenguaje. En el tedio algo late y toda la carne es triste. Hay muchos cuentos que recuerdo. Imágenes que se mezclan unas con otras. Salí de sus cuentos como si alguien hubiese aumentado la luminosidad de las cosas en su superficie. Como si en ellas de inmediato se presentara algo impenetrable y que cada vida por insignificante que pareciera enfrenta un terror inminente e innombrable alojado en las cosas que decoran y sostienen la escena de casa. El miedo y el margen en el centro de living room o en la cocina americana. Entre cajas de mudanza, el miedo viene desde el pasado. Pero también la compasión o la ternura. Una madre que se cambia y habla por teléfono con su hijo y él percibe en ella el miedo que tiene a comenzar de nuevo y repite lo que decía su padre y que él cree que la tranquilizará: Querida procura no tener miedo. Unas palabras que caen y abren la vida a su desnudez con la simpleza característica de los cuentos de Carver. Lo que impera es ese temblor del ser frente a la magnitud de movimientos cotidianos inaprensibles. Encuentros, muertes, rehabilitaciones fallidas, vueltas, reintentos, trabajos mal pagados e insostenibles en la trastienda del lujo que se nos vende en la imagen hollywoodense de la potencia. Ese animal asustado rodeado de cosas, trabajos y caídas, pobreza y cesantía se vuelve hacia el silencio, hacia una suspensión que domina el cuento y sobre la que a veces recae la crítica. Gente que se tapa el rostro en plena pelea familiar como un gesto que define la imposibilidad de sostenerse, como si fuese el cliché de una mala película. Aquí adquiere la relevancia de una fragilidad chocando con los muros de la abundancia del mercado. El silencio bordea los cuentos, deja que los diálogos resuenen en él. Es como si las historias donde no pasa nada estuviesen envueltas por lo indecible. Un lugar donde no ocurre nada porque todo un sistema se asienta en ellas sin moverse más. Porque ha cumplido su promesa en el desajuste de la vida. La ha vaciado y su sentido descansa en aquello que poco a poco se disuelve que ni siquiera viviendo la vida de otros podemos tener, porque en la casa del vecino solo se asoma la tristeza de aquello que no somos y que queremos ser sin verlo hasta que toda la indumentaria parece llamarnos. Esas voces surgen de una forma de estar.  La conversación en la cocina del cuento De qué hablamos cuando hablamos de amor es un dialogo que se decanta hacia el latido. Pero también hacia el momento en que ese latido parece quedar suspendido luego de cada palabra. Es decir, que en los cuentos de Carver, de esa firma, de lo que implica esa firma, nos encontramos con aquello que en la escritura, en el lenguaje, se sustrae a todo decir y que está inserto en lo cotidiano. Es como si su sonido, el modo en que se relata y ahí su literatura, no denuncia un sistema, sino que en él algo que no está se asoma en cada gesto de los personajes que se derrumban, en una imagen desnuda de la fragilidad, en una dentadura postiza, en unas palabras que se dicen con mucha honestidad pero parecen salvarnos, en una imagen de pies desnudos, en unos ojos idos luego de un golpe en una piscina. Algo inaccesible se abre en ellos, pero no para entrar sino para encontrarnos con ese borde que nos devuelve al modo insignificante, pero enigmático de la realidad.  La literatura, hasta en su modo más

Víctimas anónimas | Errázuriz, el podrido

Hace poco más de dos décadas se aprobó una ley que otorga igualdad de derechos a las creaturas nacidas fuera del matrimonio, terminando así con la estrafalaria idea de los hijos ilegítimos. Indica esta ley, además, que ante la ausencia del padre la madre tiene derecho a darle el apellido que le parezca al niño. Tal es mi caso. Antes de la existencia de esta ley hubiese sido un “huacho”. Hoy, sin embargo, soy un Errázuriz. Mi madre, que es una loca, eligió este apellido rimbombante para mí. Un apellido de millonarios, de obispos, de presidentes. No sé de dónde sacó la idea. Nosotros vivimos en La Pintana, que es un lugar chato y pobre, en las cajitas de fósforos que se llueven vivimos, aquí hay puros gonzález y tapias, no hay larraínes ni ochagavías. En la escuela y en el liceo mis compañeros y compañeras me pusieron apodos como “El Conde”, “El Señorito”, “El príncipe”, “El Cuico”, pero para mi mala suerte perduró el peor: “El Podrido”. Surgió, este sobrenombre, del comentario irónico que hacían mis amigos cuando les pedía dinero prestado: Errázuriz, el podrido en plata, decían. Luego se metían las manos a los bolsillos y me apañaban con unas monedas para un berlín o un cigarrillo. Ser conocido como “El Podrido”, les digo, no es nada bueno. Es como si viviera en un pantano. Es como si hubiese animales muertos descomponiéndose en mi boca. Por eso me voy a ir de este barrio. Y me voy a cambiar el apellido, ojalá por el verdadero, que estoy seguro debe ser uno normal. Claro, porque he visto fotos de los Errazuriz en Internet y no soy como ellos, yo soy bajo, de ojos negros, de nariz ancha, moreno; ellos, en cambio, son altos, rubios, de narices delgadas y ojos claros. Ellos juegan golf en La Dehesa, yo vendo paraguas en el Paseo Ahumada. Le he preguntado a mi mamá por mi padre infinitas veces. Y siempre se va por la tangente. Debo ser producto de un polvo pasajero, de una calentura, de una violación, de una gota de semen que cayó en la tapa del wáter donde mi madre orinaba, quién sabe. Errázuriz, Errázuriz es tu padre, me dice cada vez que le pregunto por mi origen, embuste que con los años ella misma se ha ido creyendo, pues cuando se reúne con sus amigas del Teletrack, es cajera ahí, les cuenta de su romance con Ramón Antonio Errázuriz. Vive en Vitacura, la he escuchado decir, me llevaba a Viña, a un hotel con más estrellas que el cielo.  Años atrás, cuando tenía quince, con el padre de un amigo, que es mueblista, fuimos al barrio alto en su destartalado furgón. Don Mono, así le decían, tenía que medir, no recuerdo para qué, unas paredes de la cocina del lujoso Club de Campo Las Dalias. Mientras esperábamos, con Cuchurruco, mi amigo, nos fuimos a recorrer los jardines, que eran súper bacanes. Intruseando llegamos a una especie de salón de actos. Entramos. Pasando el umbral nos encontramos con un hombre de gran estatura que nos detuvo y nos preguntó quiénes éramos y que estábamos haciendo allí. Nosotros, asustados, no respondimos. Soy un Errázuriz, dijo entonces el hombre, y este salón no es para que entre cualquiera. ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman? ¿Qué andan haciendo acá?, nos volvió a preguntar. El Cuchurruco dio su nombre, Luis Duarte, dijo, ando con mi papá, que está trabajando en la cocina. ¿Y tú? Yo ando con el papá del Luis también, respondí, sin atreverme a mencionar mi nombre y menos mi apellido. Váyanse a la cocina entonces, dijo el hombre. Y yo me sentí tal como mi apodo. No, definitivamente no soy un Errazuriz ni lo parezco y la ley que, con buena voluntad y altura de miras, aprobó el congreso, siendo aplaudida incluso internacionalmente, terminó convirtiéndome en una víctima. El error, pienso, es que esta disposición parte de la idea de que la madre tiene sentido común, tiene criterio, y mi madre, como lo dije, está loca, cada día más loca. Ahora anda diciendo -con estas mismas palabras- que Errázuriz estaba perdidamente enamorado de ella y que ella lo rechazó porque no le llenaba el gusto. Ustedes saben lo exigente que soy. Lo rechacé en Venecia, les dice a sus amigas cuando bebe unas piscolas de más, en un barquito como esos que aparecen en las películas. Ahí mismo trató de matarse. Se tiró al agua y un salvavidas lo salvó. Intentó -en los años siguientes- suicidarse varias veces. Con un revólver, con una navaja, con soda cáustica. Pobrecito, estaba empotado. Por eso mismo nunca me atreví a contarle que tenía un hijo, imagínense, hubiese sido peor. Con el tiempo se hizo cura y se fue a vivir a una población de pobres, pero le fue imposible superar la depresión y abandonó el sacerdocio. Ahora vive en el campo, en un fundo de su familia, y no quiere hablar con nadie. A mí, eso sí, me llama bien seguido, me busca, pero yo na que na. Claro, le dicen sus amigas, y le preguntan si también tiene como enamorados a Brad Pitt, al puto de Gianluca Vacchi o al mismísimo príncipe de Inglaterra.