Literatura

Perfiles | Antejardín

«El timbre seguía sonando. Cuidadosamente me moví hasta el mueble de la tele y la apagué. Estaban mostrando, los videos del asalto a una familia que terminó con un niño de once meses –Orlandito R– con la cabeza triturada bajo el neumático de un remolque para caballos y con su madre –Marina F– con los dos brazos cortados al tratar de rescatarlo. Así de peligroso estaba el mundo. Se me ocurrió, entonces, que tenía que armarme. Moviéndome sigilosamente, arrastrándome para que se entienda mejor, fui hasta el armario del pasillo y saqué el taladro de mi papi.» Fue el mes pasado. Era sábado y yo estaba aseando mi dormitorio cuando sentí que sonaba el timbre. Miré con disimulo a través de los barrotes de la ventana para ver de qué se trataba. No quería ser víctima de un turbazo o algo parecido. Había, sin embargo, solo una persona detrás de la reja del antejardín. Mirándolo con cuidado me di cuenta de que era el Rómulo, un ex compañero de la básica, de séptimo y octavo. Me pregunté qué querría, puesto que nunca fuimos amigos. Lo único que teníamos en común era el barrio. Su casa quedaba a dos cuadras de la mía, en el pasaje Crepúsculo. Allí vivía junto a su mamá, una señora corpulenta que todavía, supongo, se pone con su carrito de supermercado a la salida del consultorio. En las mañanas vende café y unos sándwiches que yo jamás probaría. Lo digo con conocimiento de causa, no para difamarla gratuitamente, porque cuando estábamos en la básica le mandaba como colación a su hijo unos panes bien poco higiénicos. La palta, negra. La marraqueta, con hongos. Daba pena, además, ver las camisas del Rómulo, sucias al máximo. En octavo, recuerdo, me tocó ser su compañera de cueca –fue por sorteo– para las fiestas patrias. Tuve que soportar su olor a pichi durante el mes que duraron los ensayos. Y sus evidentes ganas de meterme mano. Cuando nos encontrábamos en la calle nos saludábamos, pero eso era todo. No tenía idea qué quería ese sábado, sospechaba, eso sí, era lógico, que nada bueno, puesto que era de esos tipos que siempre andan por ahí, vegetando, fumando pitos, tomando cerveza, acosando. Se decía que era sicario. O traficante. O mula. O doméstico. O soldado. O ratero. O violador.  Los dos andábamos por los veinticinco, aunque yo los había aprovechado bien. Quería ser alguien en la vida, no una aplanaveredas. Por eso había sacado el técnico en finanzas, carrera donde tuve que soportar las insinuaciones de varios profes calentones, para que hablar de los pendejos del curso, y ahora trabajaba en el municipio, en el departamento de Tesorería. El timbre seguía sonando y empecé a tener miedo, me latía hasta el cerebro, tuve ganas de gritar, tuve vértigo, sudé cristales, el mundo está lleno de bestias salvajes, pensé y recordé los documentales de la selva que veía de niña. Nada bueno se puede esperar del Zorrillo, como le decían en la escuela, me dije y decidí no abrir la puerta. Ni loca la abriría, estaba sola y seguiría sola porque soy hija única y mis papás fallecieron hace cuatro años. Se hundió el bote en el que saldrían de paseo. Fue en Puerto Montt. Tenemos parientes allá. El timbre seguía sonando. Lo más seguro es que el Rómulo me quiera asaltar. No hay mucho que llevarse, en todo caso, me dije, e hice, mentalmente, un inventario valorizado de las cosas que había en la casa. Efectivamente no era mucho y como el Rómulo vendería rápido le sacaría poca plata. No es un buen negocio, pensé. Entonces tuve la certeza de que me quería violar, vejar, abusar. Eso era. ¿Qué más? Seguro que tiene que ver con lo del baile en la escuela, esa vez que fuimos pareja. Debe andar mal de la cabeza y el enfermo de mierda se ha pasado rollos. Recordé, entonces, que mi papi nunca estuvo de acuerdo con esa actividad. Mi madre concordaba. Nunca les cayó bien. Se referían a él como el Basura, enseguida hacían la mímica de vomitar. Cuando presentamos el baile, el Rómulo, excepcionalmente limpio, quiso darle la mano a mi papi y este se la negó. Lo imaginé tocándome las tetas. Lo imaginé asfixiándome. Lo imaginé diciéndome que me quería. Lo imaginé diciendome “mi niña bonita”. Y otra vez tuve miedo, otra vez me latió hasta el cerebro, y otra vez tuve ganas de gritar, y tuve vértigo, y sudé cristales, el mundo está lleno de bestias salvajes, pensé y recordé, por segunda vez, los documentales de la selva que veía de niña: la hiena destripando al cervatillo.  El timbre seguía sonando. Cuidadosamente me moví hasta el mueble de la tele y la apagué. Estaban mostrando, los videos del asalto a una familia que terminó con un niño de once meses –Orlandito R– con la cabeza triturada bajo el neumático de un remolque para caballos y con su madre –Marina F– con los dos brazos cortados al tratar de rescatarlo. Así de peligroso estaba el mundo. Se me ocurrió, entonces, que tenía que armarme. Moviéndome sigilosamente, arrastrándome para que se entienda mejor, fui hasta el armario del pasillo y saqué el taladro de mi papi. Tenía una broca larga y gruesa. Después me puse ropa, andaba en calzones, y me arrimé a la ventana para seguir viendo qué pasaba. Estar armada me tranquilizó un poco y me dije que estaba exagerando. Que quizá lo que quería el Zorrillo era proponerme alguna movida. La Muri, mi colega y amigui del municipio, tuvo un pololo que la estaba convenciendo de que se robaran –no sé cuándo– la plata de la recaudación del día. Luego huirían a Bolivia. Harían un paraíso en Bolivia. Tuvo que terminar con él. Estos weones siempre acaban en la cárcel, o muertos o lisiados, al final sirven para dar puros problemas, no podís ni tener sexo con ellos, son un cacho, dijo. Con un lisiado ¿por qué no?, me pregunté esa

Fichero | Un patio trasero bipolar

«La memoria, que lo acosa con fantasmas vivos y muertos, no es, sin embargo, lo único que transforma al hablante en un elemento poco funcional, una pieza agripada, diría un mecánico, en ese patio trasero bipolar donde lo presente y lo ausente son una sola cosa, pues la idea de ser un mal poeta agudiza el problema: “día a día desaparece el talento / de mi siniestro ojo enfermo”, se autodiagnostica con una pesadumbre que intenta ser objetiva.» La idea de “patio trasero” se asocia, habitualmente, a un sitio de carácter secundario, preferentemente a maltraer, donde se depositan desechos o aquello que no funciona, siendo usada de forma habitual como imagen –despectiva– para explicar la situación de los países subdesarrollados, las exprimidas colonias, de las que Chile forma parte. Si nos dejamos llevar por esta idea, los poemas que nos ofrece Francisco Quiroz (Valparaíso, 1964) en “Patio trasero” (La Polla Literaria, Santiago, 2025) deberían exhibir tales características. El autor, sin embargo, opta por elaborar un patio trasero que en su exterioridad se encuentra en las antípodas de esta imagen, pues mediante poemas que funcionan como las anotaciones de un cuaderno de viaje (de un viaje inmóvil, a cero kms por hora) construye un espacio luminoso, casi mágico, pletórico de volantines y aves nativas, donde “las hortensias y su sonrisa dulce / viven en primavera de éxtasis”. En ese espacio, el hablante, un poeta cincuentón aficionado a la bebida y a las drogas, hombre solitario que confiesa que: “defraudo a las mujeres que amé”, convive armónicamente con las generaciones que lo anteceden y suceden: “nieto y abuelo bajo el ciruelo en flor / ríen // felices degustan / filetes frescos // en sus bellos ojos turquesa / contemplo la vía láctea”. Es cierto que el abuelo es un nonagenario que: “recorre la casa familiar / sobre la resbaladiza cerámica / arrastra sus pies”, es decir, es una persona con un deterioro producto de la edad, pero este deterioro no lo convierte, a ojos del hablante, en un residuo inservible, un artefacto en desuso, menos en una rama podrida, como sugiere Pound –a propósito del tema– en su poema “Encargo”: “¡Oh qué asqueroso resulta ver a tres generaciones / reunidas bajo un mismo techo!  // Es  como un árbol viejo con retoños / y con algunas ramas podridas cayéndose”.  El panorama exterior, como se ve, es armonioso. Lo interior, sin embargo, opera como la otra cara de la moneda, pues en este espacio subjetivo vemos acumularse residuos y cosas que no funcionan, cachivaches emocionales, podría decirse, conectándonos con la imagen despectiva de lo que es un patio trasero. Asistimos, entonces, a la remembranza –con un cierto tono lárico– de lejanas, empolvadas e irrecuperables hazañas adolescentes, importantes hitos autobiográficos transcurridos en lugares como Conchalí, Valparaíso, La Ligua, Pullally, Longotoma y Los Vilos. Amistades, carretes, conflictos familiares y sus primeros encuentros eróticos: “yo usaba un azulino / y diminuto trajebaño Catalina // me dijo / que sus labios y su virginidad / desde entonces serían solo para mí // a mis 17 / y ella / en su vuelta 16 / me colmó con sus besos de cereza”. Aparecen, además, las partes recortadas de lo que alguna vez fue un abigarrado retrato familiar: “buganvilias / con mi madre muerta / contemplan / los silbidos de John Coltrane / y a sus escarabajos / que son murciélagos”, se puede leer en el oscuro poema “No sé que hacer”. En otro texto, “El profe Domínguez me engrupió con Rilke”, al hablante se le “aparece el picaflor azul que es mi hermana muerta”. Echa de menos, también, a los miembros de su tribu literaria, aquellos con los que aspiró a domar la vida y la palabra, puesto que “mis amigos poetas / de la división fantasma / [se hallan] desaparecidos de escena”.   La memoria, que lo acosa con fantasmas vivos y muertos, no es, sin embargo, lo único que transforma al hablante en un elemento poco funcional, una pieza agripada, diría un mecánico, en ese patio trasero bipolar donde lo presente y lo ausente son una sola cosa, pues la idea de ser un mal poeta agudiza el problema: “día a día desaparece el talento / de mi siniestro ojo enfermo”, se autodiagnostica con una pesadumbre que intenta ser objetiva. Tuvo, considera, tiempos mejores. Fue un mejor sparring del cerrado infinito de la poesía. Ahora, en cambio, debe conformarse con logros más modestos: “respiro cierta plenitud / cuando imagino un poema / que me deja tranquilo / y alegre / ante mi fracaso / de poder escribirlo”. Cuando los escribe, sin embargo, el peso de la derrota, la sensación de que “las hortensias y su sonrisa dulce” se vuelven “desoladas hortensias / extasiadas / en alguna hoja de mi cuaderno”, en fin, la idea de estar sufriendo una goleada escritural y humana, derrumba la antigua ambición retórica –presente en sus anteriores poemarios– y sus residuos, que van de lo lírico a lo antipoético, de lo culto a lo pop, de lo hermético a lo abierto, pasan a formar parte de textos discontinuos, pero coherentes, donde predomina la honestidad, la búsqueda de lo verdadero, lo que se agradece en un país –y en una literatura– donde cada día se inaugura una nueva tienda de disfraces. 

Patio de luz | Incursiones

«Justo en la entrada de una de las estaciones de metro, vi a un chico (de 23 años, supuse), delgado, rubio, de ojos verde claro, más alto que yo, que sonreía y era bastante directo. Hola, me dijo, ¿quieres compañía?. Le respondí afirmativamente, y agregué: ¿tienes algún amigo que se una a un trío?. Espera un poco, respondió. Bajó unos escalones de la estación del metro, y volvió con un muchacho que tendría entre 23 y 25 años. Era un poco más moreno, atractivo, de ojos vivaces. ¿Sirve él?. Por supuesto, dije.» Noviembre comienza su desfile y yo desgrano migas para los pájaros: aquellas navecitas de trinos alegres y vivaces que cortan el sonambulismo de vehículos que veo pasar a través de la ventana. El sol lanzó sus pétalos de maravilla hacia atrás, y los cerros se encienden como una burbuja de lavalozas que declinará, no tan lentamente como quisiéramos. En el duelo de escribir o no escribir ganó la partida el lápiz, tan icónico como la Estatua de la Libertad, que se repite en estampillas y ofrecimientos de viajes a medio costo hacia la gran tarántula del norte. Acabo de bajar de un recorrido. No de clase turista ni de tercera. Sino del vuelo más rápido y ampuloso entre tantos que puede entregar internet. Desciendo de la gran corruptela de Grindr. La cabeza llena de adjetivos y superlativos. Imágenes que nunca quise y de todas formas me enviaron, peticiones de cita sexual casi como una llamada de urgencia a la ambulancia, porque alguien se desangra en plena calle. Fotos definidas, indefinidas, o bien, inexistentes. Un hombre escondido detrás de un paisaje, de una cita altruista de algún filósofo venido a menos, símbolos, signos, una brutal síntesis de siglas y un largo etcétera que no terminaría de escribir. Activos, pasivos, modernos, bisex, osos, nutrias, látex, cueros, transexuales, héteros curiosos que anhelan ser pasivos. Todos ofreciendo su mercadería un tanto añosa y decadente (no añosa por la edad de los oferentes, porque hay algunos jovencísimos, sino por la reiteración de frases como casas prefabricadas, que pueden levantarse en cualquier parte). Y, entre tanto ofrecimiento de safe sex o sexo a pelo, surge el silencioso negocio de la droga, oculto tras un perfil inexistente de 20, 30 o indecibles años. Fruta, hongos, clona, weed, de la buena, 3×15 y algunas categorías que, a pesar de mi experiencia, no alcanzo a descifrar. Ahí ya pasan definitivamente del sexo, o lo ponen como un ingrediente de regalo para quien dé el machacazo con una compra bien jugosa. Para quienes pisen el palito. Con lugar, sin lugar. Te paso el culo. Te lo chupo. Quiero leche. Casado mamador. Estoy solo. Sólo maduros. Buscando orgías. Uno para trío. Soy tu esclavo por unas chelas. Dotvers*lllks. Confieso que esta última denominación me costó bastantes minutos para descifrarla, para saber qué ofrecía el que estaba al otro lado de la pantalla de un celular, porque para este tipo de implementaciones ya no se ocupa el computador. Con la duda en la lengua, envié un tímido ¡hola!, el cual me respondieron casi al unísono. Pregunté: ¿Eres dotado versátil? Me respondieron: sí. ¿Y cobras? La respuesta también fue afirmativa, y se desplegaron ante mí cinco fotos bastante decidoras. Era un chico de 28 años, estudiante, según él, cobraba $40.000 la hora y sólo iba a domicilios u hoteles. Esas fotos me quedaron dando vueltas, y esperaba encontrarlas en algún pequeño rincón de la memoria. Me parecía conocido. Pero ningún recuerdo vino a mí. Era excitante. Con algunos tatuajes mal hechos, el cabello rizado, un bello pene estrangulado por su mano, y un trasero tan real, tan sin gimnasio, con algunos vellos adornando su redondez, que me quedé sin palabras. Y descifré su presentación “dotado versátil por lucas”. Hubiera sido mejor ofrecerse así que en una concatenación de letras y signos que dejarían impávidos a los menos entendedores de esos enredos internetianos. Era hermoso el chico, sin ninguna duda. Sólo no me gustaron sus labios, que parecían una explosión de carne que no alcanzó a cuajar, y, por lo tanto, estaban desdibujados. Amplié las fotografías lo más que pude, para ver el detalle de sus vellos levemente rubios, los centímetros de su instrumento, y la redondez de sus bolas con pequeños hoyitos, que me resultaban una delicia. Pero, entre los tatuajes de los brazos, creí ver varias cicatrices, como aquellas autoflagelaciones que se hacen los drogadictos, o ciertas personas con problemas mentales más o menos serios. No me importó. Sólo pasaría una hora con él. Entretanto alguien pregunta ¿Eres dotado? No soy animal de feria, respondo. Y sigo pensando en esas nalgas dignas de acariciar, lamer, morder, y por fin terminar penetrando esa entrada oculta entre pared y pared. ¡La otra vez me culiaste tan rico! ¿Te gustaría culiarme de nuevo? Espeta alguien detrás de un perfil que reconozco de hace seis años. Ya no puedo pensar. Las ideas obsesivas por ese joven me llenan el espacio de los sentidos, y me desvinculo de la aplicación. Cansa toda esta fantasía erótica o heroica (heroica para quien la resiste, tengo que aclarar). Las redes sociales son un fenómeno que nos atrapa, ya sea lentamente, o de un tirón. No queda resistencia frente a ellas, aun cuando no hace muchos años que se implantaron por todo el planeta, capturando las neuronas más o menos aprensivas. “Quedamos en tal parte, a tal hora” y la cita ya está lista. “Invita a otros para una orgía”, y el plan está caminando como una pieza de reloj que no se come ni un segundo. “¿Te molestan los aditivos?”, “Me gustaría usar lencería cuando estés conmigo”, “¿Fisteas?”, “¿Lo harías con mi esposa mientras yo miro?”. Continúa el recuerdo de las conversaciones que dejé de leer hace poco. A propósito, con el chico que se identificó como dotvers*lllks, quedé de encontrarme en una plaza entre la calle Valparaíso y el estero. En su perfil decía que era pelirrojo. Le consulté si era cierto eso. Me respondió que ya no, que ahora era castaño claro su cabello de olas que caía hasta sus hombros. Esperé.

Escrituras | El humor en Lewis Carroll

«Son muchas las maneras en que Carroll juega y se ríe de la lógica y la lingüística. Tal vez la más notable de ellas es el poema “Jabberwocky”.  Y aquí es donde el autor lanza su ironía más filuda cuando Humty Dumty declara que es “capaz de interpretar todos los poemas que han sido inventados y muchos de los que no han sido inventados aún”.» Siendo Alicia en el País de las Maravillas y su secuela, A través del Espejo, uno de los libros más reeditados de la historia, conviene preguntarse qué los hace tan especiales y populares. En primer término, son libros que han fascinado a muchos niños de distintas épocas desde su publicación, pero también son mucho más que eso. Desde muy temprano han sido estudiados por físicos, matemáticos, lógicos, filósofos y científicos de toda índole, tanto como por psicoanalistas.  Solo por dar un ejemplo, Martin Gardner en su libro sobre la relatividad de Einstein cita a Carroll cuatro veces (1). Y es el mismo Gardener quien crea la edición anotada de aniversario de Alicia en el País de las Maravillas donde agrega, a veces, explicaciones que seguro espantarían al mismo Carroll (2).  Porque en la maraña de interpretaciones se pierde, a mi juicio, el punto más crucial del libro: su sentido del humor. Hay muchos tipos de sentidos del humor, pero el humor absurdo es sin duda el más trascendente de todos ellos. Para comprobarlo sólo basta con leer El Proceso de Kafka o Esperando a Godot de Beckett. Ciertamente podemos dar una interpretación general de los libros desde muchos puntos de vista, pero querer dar una explicación lógica y alegórica a cada línea y personaje es tan absurdo como los libros mismos. Un claro ejemplo de ello es la famosa “Loca Hora del Té” con la Liebre de marzo y el Sombrerero. Es aquí donde este último plantea un acertijo: “¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?” Al no encontrar Alicia la respuesta, el sombrerero responde: “Yo no tengo la menor idea”. Como si esto no fuera suficientemente absurdo y jocoso, y el mismo Carroll haya dicho que el acertijo no tenía respuesta, se decidió hacer una Enciclopedia de Puzles en el año 1914, y dar respuestas al acertijo anterior, tales como: “Porque Poe escribió sobre los dos” o “Porque ambos se paran sobre sus patas”. Si bien las respuestas no dejan de ser ingeniosas, creo que son un despropósito. La gracia, el humor del acertijo, es que no tiene respuesta alguna, como tantas de las cosas absurdas que ocurren en el universo en el que entra Alicia en ambos libros. Es el mismo Chesterton quien escribe “su terrible miedo” … “de que la historia de Alicia ya ha caído en las pesadas manos de estudiosos y se estaba convirtiendo en fría y monumental como una clásica tumba… Pobre, pobre Alicia”, se lamenta Chesterton, “No solo ha sido atrapada y forzada a hacer tareas; ha sido forzada a instruir a otros. Alicia es ahora no solo una estudiante escolar, sino una profesora de escuela. Las vacaciones se acabaron…” No sólo en los libros de Alicia, sino también En La Caza del Snark (3), ante las insistentes preguntas del significado de pasajes de su libro Carroll respondía: “No sabía que significaba cuando lo escribí, ni se lo que significa ahora”. Pero este humor de Carroll puede tomar ribetes bastante oscuros, y tanto en los libros de Alicia como en La caza del Snark la idea de muerte, y de simplemente desvanecerse y dejar de existir, siempre está rondando. Hay un lado de angustia existencial en Carroll. Y es esto lo que toma Borges no solo como epígrafe, sino como inspiración para su magistral cuento “Las Ruinas Circulares: “y qué pasa si deja de soñarte”. Por supuesto está aquí también el juego de los espejos y el infinito que tanto cautivaban al autor argentino. El rey está soñando a Alicia que a su vez está soñando al rey y así hasta el infinito. Y es el mismo Borges quien dice que los sueños de Alicia bordean la pesadilla. Pero en esta oscuridad nunca debemos perder el sentido lúdico y humorísticos de los textos. Recordemos que Max Brod dice que Kafka rio hasta las lágrimas leyéndole a sus amigos el primer capítulo de El Proceso (3). De esta misma manera no me cabe duda de que Carroll rio de buena gana escribiendo sus libros.  El humor en Carroll también está dado porque, al igual que Cervantes que hizo una parodia de los libros de caballería, Carroll hizo una parodia de los libros infantiles de su época. Y estos tenían por tradición llevar una moraleja. Por eso la Duquesa no se cansa de repetir en su diálogo con Alicia: “y la moraleja de eso es…”. De hecho, hay una de ellas que me parece extremadamente interesante. Ante la pregunta de Alicia de cuál es la moraleja de una frase la Duquesa contesta: “Preocúpate del sentido y el sonido se preocupará de sí mismo”. Tengo la convicción de que, en su juego de lógica e inversiones, el verdadero sentido que transmite Carroll es todo lo contrario: “Preocúpate del sonido y el sentido se preocupará de sí mismo”. De hecho, es aplicable a una grandísima parte de su obra poética, ajustada perfectamente a la rima, pero con temas y argumentos del todo absurdos. De la misma manera que todos los personajes de La caza del Snark tienen ocupaciones que comienzan con B. Se ha dicho que Edward Lear y Lewis Carroll son los inventores o pioneros de la literatura del absurdo, pero lo cierto es que esto viene del folclore infantil, y en varias ocasiones Carroll no hace más que incluir a estos personajes en su obra, ya sea en forma literal o parodiándolos. Ejemplo de esto son Humty Dumpty y Tweedlee y Tweedledum. Ambos pertenecen a antiguos poemas del folclore infantil, y lo interesante es que Carroll hace que cumplan inexorablemente su destino narrado en los poemas. Por eso Humpty Dumpty, este huevo antropomórfico, termina cayéndose del muro y quebrándose pese a los consejos de Alicia, y

Retrovisor | Carver parodia a Bukowski

«El texto resalta la fanfarronería, las obsesiones sexuales, el amor a la cerveza, el egocentrismo exacerbado, así como el constante desprecio de Bukowski a sus colegas escritores, al mundo académico y al mismo Carver, a quien, según Diana Smith, trató de “profesor” durante todo el encuentro, negándole así su calidad de poeta o narrador.» En 1972, en la Universidad de California en Santa Cruz, EEUU, el poeta y narrador norteamericano Raymond Carver (1938 – 1988), quien por aquella época se desempeñaba como docente en la institución educativa, organizó un ciclo de lecturas en las que se presentaron escritores cuyas obras resultaban significativas al autor de Tres rosas amarillas. En una de ellas el invitado fue el también poeta y narrador gringo de origen alemán Charles Bukowski (1920 – 1994), escritor admirado por Carver durante su juventud. El encuentro entre estos dos exponentes de lo que se ha denominado como “realismo sucio” –y también connotados alcohólicos– tuvo dos momentos. El primero fue la lectura propiamente tal, en el campus universitario, a la que Bukowski, siempre histriónico, se presentó “vistiendo lo que parecía una chaqueta de traje de segunda mano y blandiendo una botella de licor como si fuera una espada (o un escudo)”, según recuerda Diana Smith, una ex alumna de Carver y actual escritora, quien se refiere al tema en un artículo de Los Angeles Review of Books de 2020.  La lectura transcurrió de manera normal, sin sobresaltos. El desmadre bukowskiano –inevitable– vino después, durante la celebración, que se llevó a efecto en el departamento que Diana Smith compartía junto a su novio, el poeta Tom Maderos, dado que Carver, con pocas horas en la universidad, “no tenía los medios para organizar nada”. Al inicio del carrete, sentado sobre una cama “como un Buda malicioso”, Bukowski se dedicó a fumar y a beber mientras ninguneaba a los demás asistentes, la mayoría poetas jóvenes y docentes universitarios. De manera prepotente, señala Smith, calificaba a los invitados “como una pérdida de tiempo, amenazando a todos con tirarlos por la ventana del segundo piso.” Otra relato de la velada, esta vez del profesor Mort Marcus, citado por Adam Davis en ILAB, indica que Bukowski, ya en pie, “agarraba a las chicas y (…) les metía la mano en la entrepierna de los vaqueros o en las blusas… Las chicas gritaban y salían corriendo de la casa…”. De Buda malicioso el nacido en Alemania había pasado a sátiro desatado. En ese caótico escenario, un poeta invitado, Robert Lundquist, rememora Smith, enganchó con una rubia a la que el autor de Cartero le había echado el ojo, por lo que hubo insultos entre ambos hasta que “Bukowski se desabrochó los pantalones y movió el pene en su dirección; Lundquist lo volteó en respuesta.” Carver, por su parte, se mantuvo toda la velada parado junto a la puerta de entrada “fumando y sosteniendo una bebida en la mano. Y mirando en silencio, asimilándolo todo, sin duda esperando lo peor”, cuenta su ex alumna.  De lo observado esa noche surge el poema “No sabes lo que es el amor (una tarde con Charles Bukowski)”, que Carver publicó once años más tarde en el poemario Fuegos. El texto resalta la fanfarronería, las obsesiones sexuales, el amor a la cerveza, el egocentrismo exacerbado, así como el constante desprecio de Bukowski a sus colegas escritores, al mundo académico y al mismo Carver, a quien, según Diana Smith, trató de “profesor” durante todo el encuentro, negándole así su calidad de poeta o narrador. Sin caer en exageraciones satíricas, sino metamorfoseándose y usando la propia oralidad de Bukowski, el autor de “Catedral” construye esta parodia que funciona simultáneamente como homenaje y como burla, o venganza, siendo además un hito en su poesía, cuyos versos directos, sin dobleces, no siempre han sido bien recibidos por la crítica. Pero ese es otro tema.     NO SABES LO QUE ES EL AMOR (UNA TARDE CON CHARLES BUKOWSKI)   No sabes lo que es el amor dijo Bukowski Tengo 51 años mírame estoy enamorado de esa pendeja Piqué el anzuelo pero ella también está enganchada así que perfecto hombre así debe ser Me llevan en la sangre y no pueden echarme lo intentan todo para apartarse de mí pero acaban volviendo Todas vuelven excepto una a la que dejé plantada Lloré por ella pero aquellos días lloraba por todo No me pasen un trago de esos después me vuelvo insoportable Podría quedarme aquí sentado bebiendo cerveza toda la noche con ustedes hippies Podría beberme diez latas de esta cerveza y sería como agua pero si me dan de ese licor los lanzaré por la ventana tiraré a todo el mundo por la ventana ya lo he hecho No saben lo que es el amor No lo saben porque nunca has estado enamorados así de simple Conseguí a esta pendeja es maravillosa me llama Bukowski Dice Bukowski con esa voz suave y yo digo Qué No tienen idea lo que es el amor Se los estoy diciendo pero no me escuchan Ninguno de ustedes lo reconocería si subiera a esta habitación y les diera por el culo Siempre pensé que las lecturas de poesía son una claudicación Miren tengo 51 años y mucho andado Sé que son una claudicación pero me digo Bukowski pasar hambre es peor que rendirse así que vas y nada es como debería ser Aquel tipo cómo se llamaba Galway Kinnel He visto su foto en una revista Tiene buena pinta pero es profesor Cristo pueden creerlo Resulta que ustedes también lo son ahora los estoy insultando No, no le he escuchado ni he oído nada de él Termitas todos ellos Puede que sea yo ya no leo mucho pero esos tipos que se hacen un nombre con cinco o seis libros termitas Bukowski dice por qué escuchas música clásica todo el día No sabes cómo lo dice Bukowski por qué escuchas música clásica todo el día Les sorprende no nunca pensarían que un bruto bastardo como yo pudiera escuchar música clásica todo el día Brahms Rachmaninoff Bartók Telemann Mierda no podría escribir aquí si no Demasiado silencio demasiados árboles Me gusta la ciudad ese es mi sitio Pongo música

Escrituras | El poema del músico

«Ahora, sumemos a eso que los antologados no son artistas del poema, sino de la canción; otro rubro, otras reglas. Y la muestra es de sus poemas, no de sus canciones. Difícil tarea. Vale señalar —pues se trata de algo fundamental— que el pie forzado de la antología Nunca se supo (JC Sáez, 2025), preparada por el cantautor sanantonino Chinoy, sea no escribir letras cantábiles; por el contrario, salirse del patrón métrico, de la rima especialmente, para maniobrar el verso libre.» La reseña es un artefacto de la crítica. Ya reseñar un libro de poemas es difícil, intento que por inadvertida ley acaba casi siempre en una exégesis o nota al pie del mismo. Esto es una mala señal cuando se entiende la crítica como ese diagnóstico mal intencionado, ese catastro de daños por tamaña ofensa a la sacra literatura, o esa manera tan prosaica de reutilizar la obra como una piñata a la que se apalea. Un gesto casi terapéutico para el crítico, sin duda, que aliviana todo su peso a costa de un lector jorobado de tanto nombre propio y adjetivos.  A mi parecer, la crítica es una salud: no se empecina en la búsqueda de un desperfecto, sino que se trata más bien de una asistencia, en todos sus sentidos: personarse, acompañar, dar un pase. Su función no es el castigo ni la evaluación. Más cercana a la seducción, la crítica es la que arroja los dulces por el camino, la que oficia de lazarillo del lector para facilitarle el encuentro con lo admirable. Una salud idéntica a la que buscan los pacientes en los hospitales como los pacientes lectores en las bibliotecas.  Por otra parte, el intento de reseñar es mucho más complejo cuando se trata de antologías grupales. En estas se eleva la cámara, se busca identificar un panorama, poéticas que discutan, motivos comunes, o sea, aquello que los distingue y los une a la vez. Pero esa elevación es puro vértigo: el crítico ahora se asemeja más a un dron que a un lazarillo, y su tarea de guía se enrarece. De las tantas antologías de poetas en la historia de la literatura en Chile, muchas acabaron en riñas y quiebres, sobre esto hay ejemplos de sobra. Su maniobra de elevación a veces empuja a formular esquemas estériles y totalizantes, algo no muy alejado del entomólogo que fija, según la especie, bichos con una aguja en su insectario. Se puede caer fácilmente en el sectarismo y el amiguismo, que son, como se sabe, muchas veces antagonistas del arte.  Ahora, sumemos a eso que los antologados no son artistas del poema, sino de la canción; otro rubro, otras reglas. Y la muestra es de sus poemas, no de sus canciones. Difícil tarea. Vale señalar  — pues se trata de algo fundamental —  que el pie forzado de la antología  Nunca se supo  (JC Sáez, 2025), preparada por el cantautor sanantonino Chinoy, sea no escribir letras cantábiles; por el contrario, salirse del patrón métrico, de la rima especialmente, para maniobrar el verso libre. Si se conoce a más de uno de los músicos que figuran en el índice, es probable que se produzca una especie de disociación, y ocurran cosas tales como que te encante la música de Cayetano (sólo por poner un nombre), pero que detestes visceralmente su poesía. O viceversa. O como que no ocurra nada, y se sienta que el arte del músico es el fiel traslape al papel. No sé si hablar de sinestesia.  Me parece que este efecto lo logran creadores cuyo arte, independiente del formato, remite a una coherencia nuclear más allá de los materiales usados en su ejecución. Una poética. Un estilo. Véase el caso de Eleuterio Wanka, quien utiliza el lenguaje literalmente como otro instrumento más de la banda, en su proyecto Terapia Grupal. O de Mantoi (que lamentablemente no aparece aquí pero sin duda es un referente) rapero chileno, cuyo heterónimo, Tristan Vela, escribe poesía que no se parece en nada a esos versos que en el hiphop llaman barras, y que sin embargo provienen de un mismo mundo.  Contaré una anécdota para ilustrar desde la literatura lo que aproximadamente sería el “poema del músico”, sin perder la ocasión también y por gusto, de referirme primero al “poeta que hace música”, extraña figura. Se me vienen a la mente dos: James Joyce y Wallace Stevens, ambos guitarristas; me parece que Anthony Burgues (el novelista más devaluado del siglo pasado) tocaba algo de piano. Lo mismo Thomas Bernhard. En fin, de la variante músico-poeta tenemos incluso a un Nobel y no sé por qué a tantos españoles. Más cerca están Spinetta, Jorge González, Violeta Parra, por nombrar solo algunos cuyos lenguajes tienen otra plasticidad y van más allá de la pura musicalidad o del somero contenido.  Vuelvo a la anécdota: se dice que el novelista chileno José Donoso en su último periodo vital, ya sin su otrora potencia creativa, decidió publicar en 1981 un volumen de poesía con el sugerente título  Poemas de un novelista . Cada uno evalúe a su manera este gesto, yo me centraré en esa resistencia a disimular su título de nobleza:  novelista . Dos escenas hipotéticas que podrían explicarlo: Donoso, cizañero, declarando en plena sobremesa que la poesía consiste en escribir pulsando el enter cada tanto. En otra, se ve a un Donoso menos entusiasta, probablemente en un simposio, formulando una teoría sobre la prevalencia moderna de la novela por sobre la poesía, esto debido a su condición de género degenerado. En cualquier caso, en ambas escenas hipotéticas, se percibe en distinta medida un desdén.  Pero estas aventuradas hipótesis no son más que falacias, pues es el mismo Donoso que, en el prólogo a su  Poemas de un novelista , en un insólito giro taoísta, declara: “Pero no quiero ser poeta. La poesía me parece un quehacer tan aterradoramente serio, solitario, definitivo, esencial, y las esencias, así, escuetas e implacables, no son mi vocación.” Una respuesta sensata, que desliza como en un susurro,

Perfiles | Serafín

«Fue solo hace un par de meses. Lo encontré echado junto a la sede, vacía hace tiempo, de la democracia cristiana de la comuna. Me miró con sus ojos marrones y brillantes y de inmediato conectamos. Se me ocurrió, en ese momento, que era la reencarnación de mi abuela. Eso reforzó mi decisión de llevarlo conmigo sabiendo que a Lorena, mi nueva y guapa conviviente, pujante microemprendedora en el rubro de la ropa de marca falsificada, no le gustaban los animales. Dan trabajo, son antihigiénicos y no sirven para nada. Si te quieres proteger, mejor cómprate un revólver.» Anoche mi perro comenzó a vomitar sangre. Andaba decaído. No quería comer. Como no tenía dinero para un veterinario lo llevé al consultorio municipal. Me dijeron que solo atendían personas, seres humanos, ¿me entiende?, no animales. Pregunté por el consultorio comunal de perros y la recepcionista, una morena con ojos de yaca, me explicó que no había tal consultorio, qué en que planeta vivía. Después me pidió que contestara la encuesta de calidad de servicio. Son solo cinco minutos. Así, en el futuro, podremos otorgarle una atención mucho mejor. Salí, me subí a mi maltratado y viejo auto chino, citicar cuya patente está impaga hace tres años, que no cuenta con revisión técnica ni con seguro contra accidentes, mi economía anda al tres y al cuatro, y le di una mirada a Serafín, que reposaba en el asiento trasero, todavía respiraba. Acto seguido apliqué cinta adhesiva al nylon que cubría la ventana del lado del chofer, que se había despegado en varias partes dejando entrar el frío de la tarde invernal. Lo quebró mi padre, fue durante la navidad pasada, el hombre bebió más de la cuenta y mientras cenábamos se acordó de que yo no asistí al funeral de su madre, mi abuela, y me trató de malnacido. Arrojó luego sus papayas con crema al piso, estábamos en el postre, y enardecido salió al patio, lugar donde perpetró el ataque contra la ventana del chinito usando un azucarero. Atento -como siempre- a evadir a tiempo los posibles controles policiales, asunto en que me había vuelto un experto, conduje de regreso a casa. Serafín seguía respirando con dificultad. Lo oí jadear un par de veces y suspirar otras tantas. Lo había acomodado sobre un viejo mantel plástico con el fin de proteger el asiento en caso de vómitos, meadas, cagadas u otras emanaciones. Lo hice como escuchando a mi padre, yo lo hubiese echado así no más, era un caso de extrema urgencia, pero él me inculcó, desde pequeño, la importancia de cuidar el tapiz del vehículo, que es caro, más caro incluso que varias partes del motor, weon, cómo no estendís, sacándome la chucha cuando en mi infancia derramé unas gotas de helado en el asiento de su amado chevrolet. Helado de frambuesa, que parece sangre, ahora sí que la cagaste, quién va a querer un auto así, se fue a la mierda el valor del vehículo, dijo con los labios apretados antes de darme varias cachetadas. Cuando recogí a Serafín ya estaba viejo. Fue solo hace un par de meses. Lo encontré echado junto a la sede, vacía hace tiempo, de la democracia cristiana de la comuna. Me miró con sus ojos marrones y brillantes y de inmediato conectamos. Se me ocurrió, en ese momento, que era la reencarnación de mi abuela. Eso reforzó mi decisión de llevarlo conmigo sabiendo que a Lorena, mi nueva y guapa conviviente, pujante microemprendedora en el rubro de la ropa de marca falsificada, no le gustaban los animales. Dan trabajo, son antihigiénicos y no sirven para nada. Si te quieres proteger, mejor cómprate un revólver Al llegar a casa dejé a Serafín bajo el pequeño techo que protegía la puerta de entrada, inhóspito lugar autorizado por Lorena para que durmiese el cuadrúpedo, recordándome, en la ocasión, que la casa era suya, que se la ganó a su ex y no fue para nada fácil. Lo envolví en una frazada, le acerqué un tiesto con agua, le di las buenas noches y entré. Lorena estaba viendo una serie turca. Le conté lo del perro. No quiero escuchar desgracias, dijo. Y me hizo callar. Me acordé, en ese momento, de cuando me echaron de mi última pega. Me habían contratado como matón en una disco, pues no tengo estudios, no puedo aspirar a mucho, nunca entendí el teorema de Pitágoras, pero soy alto y corpulento como mi padre. Una noche, estando de guardia, por divertirse unos cuicos le sacaron la cresta a un chico gay, lo desnudaron, le dieron puñetazos, lo hicieron bailar un tema de Ricky Martin y finalmente le cortaron una oreja con un alicate.  El jefe me ordenó que no le dijera nada a los pacos, que de lo contrario me echaría, puesto que los cuicos eran sus amigos y excelentes clientes. Además, me dijo en voz baja, están dispuestos a pagar por tu silencio. Pero esa vez no me callé. Quedé cesante y Lorena se enojó conmigo, encontró tonta mi decisión, puesto que al chico ya le habían cortado la oreja, no había nada qué hacer, o me vas a decir que la justicia le va a poner una oreja, el único que de verdad perdió fuiste tú, que te quedaste sin plata y sin trabajo, tontón.  Puse la mesa en silencio, disciplinado. Quince minutos después tomamos once con pan y jamón del economax. Era el momento ideal, según Lorena, para que nos contásemos las novedades del día. Le hablé de la oportunidad de trabajo que se me había presentado en una empresa de guardias. SEGUREX, se llama y la gente de recursos humanos es súper amable. Maravilloso, dijo ella, ojalá esta vez no lo arruines. Le aseguré que no, que esta vez le haría caso, que esta vez pensaría bien las cosas. Ella me contó que se había comprado lencería nueva, sostén y calzones, dijo. Y me miro con ojos pícaros. Yo sentí un pequeño cosquilleo en el pene. Eso duró como diez segundos. Después nos

Poesía chilena y jazz | En los tiempos del swing

«No estuvo, sin embargo, esta época exenta de un aspecto tenebroso y siempre presente en la cultura norteamericana, me refiero a la patológica idea del supremacismo blanco, enfermedad social que se manifestó tanto en la generalizada negativa al ingreso de público “de color” a los clubes donde se divertían los blancos (en circunstancias de que gran parte de las estrellas eran músicos afroamericanos tocando música afroamericana), como en la segregación a la que se vieron enfrentados los artistas.» Durante las décadas del 30 y 40 del siglo pasado, el jazz se expandió velozmente tanto por EEUU como por otros lugares del mundo gracias a la irrupción del swing, una variante orientada al baile, a la diversión, a la jarana, en un tiempo marcado por los efectos del crac bursátil de fines de los años veinte y la devastadora depresión económica que lo siguió. Este fenómeno, propio del capitalismo, que generó quiebras, desempleo y pobreza durante largos años, es una de las causas a la que que se le atribuye la popularidad del naciente estilo, dado que otorgaba una vía de escape, de alienación, dirán otros, a la cruda realidad del momento, coincidiendo, por cierto, con una etapa de mayor desarrollo de la industria musical, tanto en lo discográfico como en lo relativo a la radiofonía, lo que le otorgó mayor fuerza.  El swing fue interpretado por grandes orquestas (big bands) constituidas por una veintena de músicos, siendo lideradas por una figura que, por lo general, daba el nombre a la agrupación. Precursora de las big bands se considera a la "Fletcher Henderson Orchestra", dirigida por Fletcher Henderson. Las grandes orquestas -en términos generales- estaban compuestas por secciones de vientos (trompetas, trombones, saxofones, clarinetes) y una sección con piano, bajo, guitarra y batería, instrumento, este último, que actuaba como el corazón rítmico de la banda. Surge, también, la figura del solista y un cambio relevante respecto de las jazz bands es que los temas presentaban una mayor estructuración y mecanización, habiendo espacios predefinidos para la improvisación. Algunos de los principales directores de big bands de esta etapa fueron los pianistas Duke Ellington, Fletcher Henderson y Count Basie, así como el trombonista Glenn Miller y el clarinetista Benny Goodman, quien fue conocido como “El rey del swing”. Grandes momentos de popularidad adquirieron también cantantes de jazz como Billie Holiday, Ella Fitzgerald y Louis Armstrong, quien también fue un brillante trompetista. Se debe destacar, además, que la expansión del jazz hacia otros puntos del orbe hizo surgir intérpretes no norteamericanos de la música sincopada, pudiendo destacarse la figura de Django Reinhardt, guitarrista gitano nacido en Bélgica que llegó a tocar con Duke Ellington y cuyo estilo marcó una nueva vertiente para el jazz. No estuvo, sin embargo, esta época exenta de un aspecto tenebroso y siempre presente en la cultura norteamericana, me refiero a la patológica idea del supremacismo blanco, enfermedad social que se manifestó tanto en la generalizada negativa al ingreso de público “de color” a los clubes donde se divertían los blancos (en circunstancias de que gran parte de las estrellas eran músicos afroamericanos tocando música afroamericana), como en la segregación a la que se vieron enfrentados los artistas. Duke Ellington y su orquesta, por ejemplo, tuvieron que arrendar un vagón de tren y acomodarlo como vivienda, dado que les resultaba prácticamente imposible conseguir alojamiento o mesas en restaurantes a causa del color de su piel. Billie Holiday, por su parte, pese a tener su nombre brillando en las marquesinas de los sitios donde se presentaba, debía entrar por la puerta trasera y durante las giras no podía viajar ni compartir el mismo hotel que los músicos blancos.  En cuanto al vínculo entre la poesía chilena y el swing, aparentemente este estilo no logró la adhesión generacional que tuvieron las jazz bands en los poetas de vanguardia, esos adoradores de la novedad, dado que es difícil encontrar menciones directas de poetas nacionales contemporáneos a este estilo musical. Dos autores que sí lo hicieron fueron Carlos Bolton y Gonzalo Rojas, ambos nacidos en 1917. A diferencia de los poetas de vanguardia, que se referían a las jazz bands de manera genérica, estos poetas mencionan en sus versos a un músico concreto, específico. Se trata del cantante y trompetista Louis Armstrong, quien tocó junto al mítico King Oliver y fue parte también de la orquesta de Fletcher Henderson. Bolton escribe un poema largo y rítmico, muy jazzístico, de nombre “Louis Armstrong – Impresiones”. Gonzalo Rojas, por su parte, en el poema “Latín y jazz”, señala que está leyendo a Cátulo y al mismo tiempo escuchando a Armstrong, lo que la da pie para hacer un contrapunto entre las ideas de Roma y África, de la opulencia y el látigo. No son solo estas menciones, sin embargo, las que se pueden encontrar en la poesía chilena respecto de la época del swing, puesto que autores y autoras de generaciones posteriores también han volcado su mirada a este fenómeno musical. Así, por ejemplo, Claudio Bertoni (Santiago, 1946), poeta de la generación de los sesenta e integrante de la Tribu No -quien además fue percusionista del primer grupo de jazz rock chileno a inicios de los setenta- escribe unos versos acerca de Lester Young, saxo tenor que tocase alguna vez en la orquesta de Count Basie y junto a Billie Holiday. Esta ultima lo llamaba “Prez”, por presidente, reconociendo el talento de quien crease un estilo admirado por Charlie Parker y que daría pie, también, al cool jazz, hitos que veremos en la próxima entrega de estas notas. En un poema bastante “telegráfico” Bertoni coloca a Lester Young junto a otros grandes de la música sincopada “como Armstrong, Ellington, Parker, / Monk y Coltrane”, precisando que se trata de artistas “que transmiten / lo que la música / lleva dentro / y que es / algo más / que lo que muestra / el pentragrama.” En los ochenta, Iván Rodríguez (Santiago, 1961), en un texto dedicado a Parker, rescata también la figura de Lester Young,

Poesía chilena actual | «El deseo de partir», nueve poemas de Cristian Rodríguez

UN DOMINGO CUALQUIERA DESDE LA VENTANA   El bosque guarda una sabiduría evidente, aunque repetitiva enseñanzas tan distantes como ilegibles sin relación alguna con el amor ni la verdad.   Los sabios y los místicos adoraban a estas presencias yo también las he intuido en ciertas calles, ciertas avenidas sin tener la fuerza como para seguir el hilo la señal inequívoca   y así, pasan los años: nada sucede, nada cambia lo posible y lo imposible quedan en sus propios dominios y el Edén persiste como un parque sin mantenimiento donde niños y criminales bailan ante pequeñas fogatas lejos de sus casas de buenas familias     18 DE OCTUBRE   Alguna vez pensé: “cuando llegue ese momento en que la Historia toque a mi puerta Cuando ese instante que tanto esperaba se presente gloriosamente ante mí no lo pensaré dos veces y saldré a la calle con lo puesto para unirme a la algarabía de mis hermanos y caminar juntos en un mismo trote desordenado y jubiloso”   Ahora que ellos avanzan en largas filas por plazas y avenidas mi puerta permanece silenciosa y yo sigo aquí, esperando su señal en el mismo sillón verde olivo de mis treinta y mis cuarenta   Aunque tomara la iniciativa y saliera por mi cuenta sólo vería espaldas   un mar de espaldas cada vez más grandes más robustas a medida que avanzo,   las palabras sueltas de un plan ininteligible, las señales típicas de las sectas y las cofradías,   rostros y oídos cada vez más ensimismados,   el lado blanco del ojo sin señales de reconocimiento     LA RENUNCIA   Llevo varias semanas tratando de presentar mi renuncia la llevo de manera evidente, entre mis manos a la vista de cualquiera: de personas que me hablan sobre su propia vida hasta que pasan las horas y ya es imposible decirles nada al respecto   A pesar de mi férrea voluntad de dimitir sigo asistiendo a las cenas de la empresa donde, hay que decirlo, la comida es buena y el vino es decente   y donde, la bondad y la alegría de mis colegas —así como su amor excesivo por los más jóvenes— no dan lugar a la verdad ni a sobresaltos   Su amabilidad supera a mi determinación. Su cariño, a estas alturas, es como una cárcel Debilita mi voluntad a tal punto que si una de las jóvenes descubriera ese momento decisivo —con esa intuición aterradora que tienen las mujeres—   y pusiera su mano sobre mi hombro yo no mencionaría el asunto nunca más y viviría con mi renuncia lista aferrada en el fondo de mi bolsillo     MARCO AURELIO EN EL PRETORIO   Mientras escribía sus Meditaciones Marco Aurelio aún era capaz –bajo las carpas del Danubio, rodeado por el trote de la caballería y las armas de los soldados– de rectificar su mundo interior de entender la naturaleza de los hombres y de guiar a padres e hijos por la ancha senda de los maestros   Nosotros en cambio –sin guerras a la vista, hermosos y carismáticos, y demasiado ansiosos por los lunes– hacemos como que escribimos todos están haciendo algo y no podemos ser la excepción     LOS ÚLTIMOS DÍAS DE MARZO   Hay algo amenazante en la ambigüedad de estos días extraños   Una inminencia de preguntas difíciles que no se alcanzan a formular   Se empuja un vaso hasta la orilla infinitamente aburrido sin saber qué hacer   Se arrojan palabras insensibles  analizando sus respuestas y las primeras dudas del personal   Y los amores de lejos: esos planes que nacen con la misma inconsciencia de los sueños desenfundan su esperanza triste contra el consenso insoportable de la época   Se podría vivir perfectamente, sin problemas, arrellanado en la comodidad del yo: en la incongruencia dolorosa de ser uno mismo   pero uno siempre busca otro amor y permanece inquieto entre la paz de los lirios soñando con la posibilidad de una guerra     LÍMITES   Rayén apenas puedo vivir entre dos lugares: el adentro y el afuera el hoy y el mañana   Quizás uno sólo   Jamás tres o cuatro ni hablar de cinco o seis   El alma fue hecha para una sola tragedia  La propia   No me pidas compasión por el dolor ajeno ni lamentos por las grandes estepas   Si se sufre, se ha de sufrir en silencio no se cura el dolor multiplicándolo     LEJANA E IMPERFECTA   Donatella, no sigas tu camino quien más se acerca, más se aleja, quien odia a la vida con ganas la ama en secreto   Tu madurez no te asienta   Tu blusa blanca, tu cuerpo sinuoso, esconden algo táctil y poco elegante   Aquí está tu nombre tal como lo escribiste Aquí está tu ropa tal como lo dejaste   Ven, ríndete al misterio reúne a tu belleza con tu descuido  y escucha mi llamado desde el jardín  No hay alegría como un amante sarnoso ni emoción como dejar una vida buena    Ven, ríndete al misterio las fucsias se caen cuando no las miras y el sol destruye las murallas que ilumina con su aliento   Demora el instante de tu huida, alarga tus días iguales y dale más dudas que certezas a esta cabeza sin sosiego     LA OTRA ORILLA   No siento amor o simpatía por nadie sólo piedad piedad por sus mares y sus hijos por sus perros dejados a su suerte   La breve ventana del amor no es más que el cambio de luces  para el forastero el fundamento del choque del navío para el que todas las costas son extrañas   ¡Cuántas lanzas rotas por un abrazo ruinoso de quien es incauto y merecería morir mañana!   los amo los odio    ¡qué más da!   Trastornos del afecto Encandilamiento permanente  entre el amor y el desprecio     PAISAJE CON MAR Y NIEBLA   Misticismo zafio de mares inconducentes bruma implícita de

Perfiles | ¡Gracias, Tamy!

«Preferí quedarme, por cierto, con la segunda alternativa. Es mejor estar sumergido en el océano creyéndose una ballena azul que emerger y descubrirse sardina. Sé que es una posición cómoda, que la voz oficial predicada por la religión del emprendimiento y la prostitución de uno mismo indica que es mejor lanzarse a la piscina sí o sí, que hay que atreverse, que es mejor fracasar intentándolo que quedarse con la duda. Yo he preferido quedarme con la duda. La duda me mantiene vivo. Las certezas oprimen como lápidas.» Hoy, al desayuno, mi tía Norma me preguntó si pensaba publicar alguna vez mis escritos. Quizá sería bueno, sugirió. Para qué, le pregunté y sin darle tiempo a responder agregué que no me interesaban ni la fama ni el público, menos promocionarme a mí mismo, no quiero ser mi propio hombre sándwich. La tía abrió extremadamente sus oscuros ojos de garza, que brillaron intensos ante el rosa plomizo, enfermizo, de sus párpados. Enseguida opinó que se trataba de cobardía. ¡Cobarde! ¡Cobarde!, susurró sonriendo como una niña, cosa que a sus cincuenta y tantos –y con ese maquillaje– no le hizo ningún favor. Después, mientras aplicaba, primero, una gruesa capa de mantequilla y luego otra, más fina, de mermelada de ciruela a su tostada, señaló que lo lógico es que un escritor dé a conocer su obra al público, solo así sabrá si tiene llegada o no.  Tras el desayuno, vegetando en mi dormitorio me puse a pensar que la tía quizá tuviese algo de razón. No en cuanto a que mis relatos tuviesen o no aceptación entre el público, eso no me importaba, sino a que debía publicarlos. Era lo lógico, sin embargo me interesaba saber, antes, si valían o no la pena literariamente hablando, pues quería escribir algo que durase más de tres veranos, no una tonterita a la moda o un esperpento con aire naif. Había, por cierto, únicamente dos posibilidades. La primera, que mis relatos fuesen basura. La segunda, que tuviesen algún valor literario, pero que a causa de mi falta de interés y constancia para darlos a conocer, es decir, de la carencia del espíritu de encargado de marketing y ventas de mí mismo, pasaran inadvertidos. Preferí quedarme, por cierto, con la segunda alternativa. Es mejor estar sumergido en el océano creyéndose una ballena azul que emerger y descubrirse sardina. Sé que es una posición cómoda, que la voz oficial predicada por la religión del emprendimiento y la prostitución de uno mismo indica que es mejor lanzarse a la piscina sí o sí, que hay que atreverse, que es mejor fracasar intentándolo que quedarse con la duda. Yo he preferido quedarme con la duda. La duda me mantiene vivo. Las certezas oprimen como lápidas. Me puse a escribir. Al rato sentí golpes en mi puerta. Era otra vez la tía Norma. Sin mayores rodeos me pidió que buscará pega. Luego me recordó que llevaba tres años en su domicilio viviendo gratis, que cuando su hermana, mí madre, decidió expulsarme de su casa por considerarme un vago disfrazado de escritor, ella, que es profe de artes plásticas, me dio alojamiento porque creía en mí, en mi talento, que de chico había advertido. Pero a la fecha no he visto nada. ¿Realmente escribes? Le mostré la pantalla del notebook. Había allí uno de mis cuentos. Quiero leerlo, dijo. Respondí que no. Entonces como sabré si realmente es tuyo o es un texto que copiaste por ahí para que parezca que estás escribiendo. Mientras decía esto se acercaba a la pantalla. No soy tan falso, le aclaré. Déjame leerlo entonces –insistió– estando ya junto al computador. No, le grité. Cómo vas a saber si yo lo escribí o no. Hay miles y miles de cuentos, no creo que los hayas leído todos. Ella se puso junto a la pantalla, empujándome. Y trató de comenzar a leer. Entonces la empujé yo a ella. Y se me pasó la mano. La tía Norma cayó al piso con estruendo. La oí quejarse, tenía una herida en la cabeza, una herida que sangraba, pero solo un poco, no se trataba de un río de sangre, aunque me alarmé al ver sus párpados rosa plomizo, enfermizo, tiñéndose de rojo. Entonces tomé el notebook, que ella misma me había regalado, lo metí en mi mochila y salí corriendo. Corrí por las calles de San Miguel hasta llegar a la plaza donde se yergue la estatua de Condorito. Allí, sentado sobre el pasto me dije que no volvería jamás donde la tía Norma. No estaba dispuesto a tolerar sus humillaciones. Necesitaba rodearme de gente que creyese en mí sin pruebas. Recordé que hace poco había visto un posteo en instagram anunciando un recital de tres poetas mediocres, pero que eran calificados como tremendos. Eso necesitaba: adoración ciega. Después puse los pies en la tierra y me di cuenta de que tendría que llamar a mi hermano, el ingeniero comercial, para pedirle ayuda. Un escritor no puede vivir del aire. Carlos. Charles como le gusta que lo llamemos, es gerente de algo en una clínica privada. Cuando consiguió su primer empleo, años atrás, me dijo que ante cualquier problema lo llamara. No dudes, hermano. Y así lo hice. Hemos perdido más plata que la mierda con el juicio por sobreprecios, capaz que terminemos hasta quebrando, se quejó casi sin saludar. El cáncer, tan rentable, la artritis, la apendicitis, la osteoporosis–nombraba enfermedades como si ofertaste papas o lechugas en una feria– incluso los partos, los putos partos, que nos generaban una rentabilidad promedio más alta que la mierda, del orden del 47% anual, se fueron a la cresta. Después me preguntó cómo andaba. Bien. Le respondí y colgué. Cómo tenía algo del dinero que mi madre me mandó para mi cumpleaños número veintitrés, me fui a tomar unos tragos. Había leído muchas novelas donde los protagonistas recurren al alcohol en casos como este. Caminando por Gran Avenida llegue a un bar penumbroso y solitario ubicado cerca de un topless. Creyéndome un personaje de novela de detectives –que, de paso, debo señalar, son todas iguales– entré y pedí un whisky con soda. Sentado en un rincón sombrío, lleno de carteles de marcas de licor, motos, autos F1,