Literatura

Poesía Peruana Actual | «La destrucción es blanca», poemas de Myra Jara

Publicado en 2015 por Lustra Ediciones, “La destrucción es blanca” representa el primer poemario de la poeta Myra Jara (Lima, 1987), quien se suma así a la extensa tradición de la poesía peruana escrita por mujeres. En las cuarenta y tantas páginas que conforman el libro, nos encontramos con una poesía cruda y al mismo tiempo delicada, nostálgica, sensible, que por momentos adquiere visos confesionales. En ella la hablante -una viajada joven de buena posición- da a conocer recuerdos relativos a su familia, reflexiones de carácter personal y experiencias ligadas a temas como el aborto, el abuso y la explotación sexual, usando un tono provocativo -a veces cínico- que deviene, como señala Thomas Boberg -autor de la nota que acompaña la edición- “en versos muy intensos, exactos y desenfrenados”.    Selección de poemas   LA HAN PENETRADO. Estaba aburrida y la han penetrado Estaba sola, no había comido Está bebiendo en el local Quisiera desfilar lentamente, llegar finalmente  al mar, discurrir, discurrir en el mar Aligerarse, ir perdiendo el pelo No soporta hacer cosas Piensa que no debería hacer nada que tenga  conciencia En el mundo brillan el crecimiento de las plantas y             los animales Brillan los ciclos del agua y de los astros Nacen células rojas en los pulpos y los caballos Los perros abren los ojos y observan las montañas Así de voluptuoso y rotundo Las personas están incómodas entre sí   Se siente superior a todos los hombres del local,             los que se sienten, todos, inferiores a ella Tres hombres la cargan en peso entendiendo             inconscientemente que quiere dejar el local como  una inválida   *   YO ENTONCES no sabía qué era exactamente             la muerte Escuchaba decir que algún tío se moría que alguien se había muerto que en el hospital alguien se había muerto anoche Veía siempre carros espléndidos, mujeres suaves cuando había alguna muerte Veía que la muerte hacía que esos carros negros             desfilasen por la autopista como hombres jóvenes corriendo en smoking por los puentes La muerte me gustaba Me gustaba cuando escuchaba que alguien moría Entonces una empleada me vestía de negro, me vestía             como adulta La gente se distancia de ellos niños cuando hay              un muerto En esa época no podía entrar al hospital y al velatorio Me quedaba afuera, con una empleada cansada,             prohibida de tocarme La veía comerse un caramelo, engordar   Me distanciaba de ella Y jugaba, con las manos, a la muerte Y simultáneamente, con la mente, a la belleza   *   TENÍA GANAS de quebrarme y me fui al Mood Un bar grotesco donde van los policías a follar Acepté un cocktail gratis de un hombre no lo besé, pero me conmovió su boca, fea y grotesca Cerró el Mood y caminé hacia Castelino los mozos miraban mis piernas, me invitaban cervezas no había quebrado las aves, estaba desordenada y negra fui a las mesas a beber Nepi   Llegó un tipo guapo que caminaba lento Yo era conmovedora, era placer   Había vivido en Londres, volvió a Roma por idiota Era un homosexual vanidoso y hábil Teníamos los dos lindas piernas era guardia de puerta en un club de strippers. Mujeres             romanas, frías, eran sus amigas Le conté que era pobre, que hacía danza, hablaba lenguas, hoy quería follar   Entró un perro al bar. Pobre bestia suave   Me miró un rato las caderas y las manos. ¿No quieres             que hable para meterte en el club? Bailas desnuda, nadie te toca, haces dinero. Nos              bebimos un vodka.   Se fue en el bus   Yo desnuda, bailando bajo luces. Viejos hombres             mirándome los pechos. Cabezas mirándome.             Pájaros caminando en sus cerebros. ¿Crisis? Mías   Desnuda en la noche mientras otros duermen y orinan Estaría bien desnudarme pensando en leones y             plantas, en leones que abren la boca y bostezan   Volver luego al departamento, cocinarme, comer.   *   YO TERMINABA de comer cuando Alsira me contó             que una vez a los doce, un hombre la jaló detrás del campo y ahí la violó   Era mi nana Alsira Yo tenía nueve mientras la escuchaba decir a mi madre             Que su esposo la hacía beber y la humillaba con             Otras mujeres   La escuchaba y la oía cantar siempre unas canciones             tristes mientras veía su espalda ancha desde el             lavadero y sus manos morenas mojadas   Pensaba fugazmente en el campo, donde aún vivía             en una casa muy fea   Me contó que es anoche volvió a su casa, se limpió en silencio, dio de comer a los perros y lloró intensamente   Nadie la vio, cuidó de no ser vista por ninguno.   *   ¿SABES CÓMO he venido de la cama hasta aquí? Saliendo del corazón simple de la tierra Así llego, me siento aquí   Debo dinero a un hombre descortés Debo dinero a un hombre vulgar que me ayudó             a no tenerte No quiero pagarle. No tengo moral con él,              quiero robarle Por eso te hablo, ser pequeño No dijiste nunca nada Estar contigo por un mes fue exactamente como             estar sola Te aborté en una hora, llegué adolorida al hotel             que renté A veces te recuerdo No eres exactamente un muerto   Me siento sola Puedo recordarte y empezar a sentir algo por ti Tú eres mejor

Trasandino | Reflexiones en torno al ajedrez

«Como no sabía qué pieza mover le dije que compráramos una cerveza. Detuvimos el juego un rato. Él se fue al baño y yo llené los vasos con chela. No podía pensar nada claro. Estaba confundido. Primero por la posición engorrosa del juego y, segundo, por el tedio de ponerme a pensar en la actividad literaria como un ejercicio inútil. A veces estos desvaríos del espíritu me acosan y no los puedo incinerar sin el chispazo de alguna frase que me oriente y me baje a tierra: la inspiración se trabaja, dice Baudelaire; y con eso ¡paf! ya respiro. Salgo de esa zona de lamento y pienso, aunque sea por un instante, que la literatura es un gran baile de voluptuosidades en donde todxs gozamos.» Esta tarde noche fui al bar Las Tipas. Habíamos quedado con Santiago de hacer unas partidas de ajedrez. El lugar estaba casi repleto. Me senté afuera, pedí un café en jarrito y distribuí las piezas sobre el tablero. Como mi contrincante no llegaba, y ya estaba cansado de ver historias en Instagram, aproveché el tiempo para leer algunas páginas de “La Casa de los muertos” de Fiodor Dostoyevski. Hay un capítulo de la novela en donde el protagonista reflexiona sobre el castigo más brutal para aniquilar a un hombre; y eso sería darle el trabajo más inútil y con más ausencia de sentido. Da el ejemplo de poner a alguien a cambiar el agua de una tina a otra o mandarlo a aplanar una larga extensión de tierra con los pies. ¿No sucede algo similar con la pulsión de la escritura, no tanto como un castigo, sino como una actividad que puede aniquilar a un hombre? Por ejemplo, en mi pueblo se dice de Juan Rabanal, un viejo librero que tiene un puesto en la calle, que se volvió loco de tanto escribir; y que carga con ese peso porque solían verlo en las noches sentado en alguna plaza, borracho y envuelto en un sobretodo negro, hablando en voz alta mientras escribía en un cuaderno rojo. Una tarde me acerqué a su puesto preguntándole por libros de poesía. Me dijo que no traía, que la poesía no se vende, que los lectores son escasos, a diferencia de los libros de autoayuda. No sé cómo llegamos a hablar de “Los hermanos Karamazov”, pero sí recuerdo que tenía la tesis de que Smierdiakov era la alegoría de la angustia del hombre llano ante el vaciamiento de los sentidos; sin la presencia de un dios, o de un sentido que le iguale, sólo nos queda el suicidio, decía. Luego me confesó que había publicado un libro de poesía, de sólo 20 ejemplares, y que lo habían echado del Ateneo de escritores porque -en un evento anual de lecturas- fue irrespetuoso con una vieja que se puso a llorar leyendo un poema para su difunto esposo. Me aburrí, dijo, abucheé un rato, además estaba con bastante alcohol en el cuerpo, así que me paré de la silla, le saqué el micrófono de encima y leí un poema que se llama “El Semen Galáctico”. Acá en Córdoba hay varixs quemados por la escritura. Una amiga poeta los tiene catalogados. Por un lado, dice, están los que se desconcertaron al darse cuenta de que el mundo está hecho de palabras y palabras, ratones estresados de laboratorio, Teseos histéricos en el laberinto del lenguaje; y por el otro, los que no dejan de hacer malabares con su existencia creyendo que así podrán contar una buena historia. ¿Hasta dónde nos pervierte ese deseo inquieto y corporal que quebranta por capricho a la cotidianeidad? Poner en palabras el dolor y el placer sólo por conseguir una finalidad estética o por intentar suplir una necesidad que pueda ser equivalente a las ausencias que nos lastiman. ¿No es la tragedia de Prometeo encadenado la alegoría del primer escritor preso de sus delirios, cargando con la gravedad de generar sentido y siendo devorado por esas mismas bellas aves rapaces? Por salud mental un escritor debería aprender a levantar una casa con sus manos antes de hacer una con caligramas.  Ya eran más de las 19 horas. Habían pasado más de 40 minutos del último whatsapp de Santiago que decía: yendo. Por mientras que esperaba el segundo café aproveché de arrimarme a las otras mesas de los jugadores de ajedrez. ¡Comé la torre! ¡Tiempo, tiempo! ¡Ya está, ya está! ¡Te gané perro! Los viejos estaban muy intensos a pesar de la helada otoñal. Algunos de estos veteranos se quedaron con la ferocidad del ajedrez que propugnó la Guerra Fría cuando se vieron las caras Borís Spaski y Bobby Fischer en 1972 en Islandia. “Me gusta el momento en que rompo el ego de un hombre” decía Fischer. La dueña del bar me avisó del café y al minuto apareció Santiago en su bici. Pidió un mate cocido y se sentó. Abrió la partida: 1. e4 c5 2. d4 cxd4 3. c3…, como siempre utilizó el gambito morra. Cuando llegamos al medio juego todavía no habíamos charlado nada. Se armó un tabaco y lo prendió. Llevaba mucho tiempo pensando en cómo cambiarme el caballo, ya que lo había posicionado en una casilla central y eso me entregaba mucha actividad y una táctica latente en contra de su enroque. Saqué mi vista del tablero y miré a las otras mesas mientras terminaba mi café. Por momentos estaban todos callados, presos del análisis. Privados de los murmullos de la gente que pasaba por la vereda, por la Cañada y de los autos con el “Saoko” de Rosalía. En diagonal a nuestra mesa había un anciano de barba gris, con una campera enorme, que estaba muy nervioso y no dejaba de morderse los labios y refregarse las manos. Cuando iba a mover una pieza se arrepentía de súbito antes los chistes del viejo que tenía enfrente, pues aquel no dejaba de hablar y de hacer reír a la senectud que estaba de pie observando la partida. Te toca mover, dijo Santiago.

Signos vitales | Una visita a la tierra de la Mistral

«Mientras avanzaba a través de los enormes montes, perdiéndome en los quiebres y requiebres del camino, comprendí el sentido exacto de la palabra «encerrado», dándome cuenta de que el vocablo no equivale, por ejemplo, a estar dentro de una celda, pieza o container, dado que estar entre cerros no significa perder la vista del cielo, el cielo está siempre presente, el cielo, físico o incluso bíblico, es la vía de escape para quien se encuentra en tal situación.» Llegué a Vicuña de noche. Venía cansado. Unas cuantas horas antes había buscado albergue en unas cabañas que prometían una experiencia maravillosa, pero instantes después una cotona gris echó a andar una estridente motobomba. Es un ratito nomás, dijo la dueña del lugar. Es para vaciar la piscina. El ruido, sin embargo, se extendió por más de dos horas y el nivel del agua no bajaba. Puse la tele para aminorar el ruido. Y nada. Lo curioso es que parte importante de mi viaje tenía como objeto descansar de mis vecinos metropolitanos -casos fallidos de socialización primaria- que a diario escuchan (y obligan a escuchar) a sus ídolos sin cerebro a máximo volumen. Cuando comenzó a oscurecer decidí irme. Sin muchas ganas ordené mis cosas y manejé sin parar hasta llegar a Vicuña, donde quedé encantado con los farolitos románticos, de luz amarillenta, que alumbran el puente de entrada. Sentí que retrocedía en el tiempo, sentí que era un espectro decimonónico.  Una vez en la ciudad, recorrí las calles buscando alojamiento, lo que no fue fácil, puesto que estaba todo ocupado. A tope. Finalmente llegué a un motel de película gringa. Era un edificio largo, de dos pisos, tapizado de puertas que por decenas se sucedían iguales una tras otra. Me acomodé, me duché y tipo once pm decidí salir. El dependiente me había informado que se celebraba el aniversario 201 del nacimiento de la ciudad y habría un espectáculo en la ex Plaza de Armas, hoy denominada Gabriela Mistral en homenaje a la escritora premio Nobel 1945. Pensando en la tan cacareada magia del Valle de Elqui, así como en las resonancias poéticas de la autora de “Desolación” en la zona, me fumé un cogollo antes de salir. La idea: intensificar la magia. Dejé el auto en el motel y me fui a pie hacia el lóbrego y anticuado centro vicuñense. Quería estirar las piernas después de tanto manejar. En estas ciudades chicas, además, es sabido que todo queda cerca. Mientras caminaba miré el cielo buscando las famosas estrellas del valle. Pero no las vi, las ocultaban las luces del alumbrado público y una espectacular luna creciente. Al rato llegué a la plaza. Estaba repleta de gente, turistas principalmente, y un montón de pacos. En el escenario en vez de un espectáculo mágico, poético, me encontré con los dobles de los dobles de Chayanne y Marc Anthony. Todo mal. Muchas mujeres chillaban. Desilusionado, volví al motel y me tomé una petaca de vodka para pasar el mal rato. La habitación no tenía más que una ventana, la del baño, así que me senté en la taza del wáter a mirar el pedazo de cielo vacío que el pequeño rectángulo dejaba ver.  A la mañana siguiente fui nuevamente a la plaza, que ahora estaba en calma. Los dobles de los dobles se habían ido. Ahora estaban los originales, los anónimos. Y Gabriela Mistral, en tamaño natural, sonriendo, sentada un escaño justo al centro del área verde. Los turistas se acercaban a la réplica de la poeta y se acomodaban a su lado y sonriendo la abrazaban y se fotografiaban. Contemplé la sesión fotográfica por un rato recordando que, en su niñez, la Mistral llegó a la ciudad a terminar sus estudios preparatorios, siendo injustamente acusada de robar material escolar, motivo por el cual sus compañeritas -cero sororidad- la apedrearon en varias ocasiones. El capítulo terminó con la expulsión de la poeta -ahora condenada a sonreír per sécula en su escaño atrapa turistas- expulsada de la escuela superior primaria de Vicuña, viéndose forzada a aprender de forma autodidacta.  Me alejé de la marketinera escultura y recorriendo los bordes de la plaza conocí un bello árbol de fruto dulce y redondo, el chañar, y me quedé admirando su delicado ramaje por unos minutos. Enseguida me dirigí al museo dedicado a la poeta. Caminé unas tres o cuatro cuadras, llegué al portón de entrada. Y estaba cerrado. Era un sábado, un sábado de verano, momento más que propicio para facilitar el acceso a nuestra literatura a aquellos que, con poca plata, pueden salir solo los fines de semana. Pero la burocracia piensa de otra forma, la burocracia tiene poco cerebro, cosa no tan extraña, hay que decirlo, puesto que el término está emparentado con la palabra “burro” (me refiero a la acepción coloquial de la palabra  y no al noble animal), por lo tanto comete, con frecuencia, burradas. Para compensar la pérdida, me dirigí hasta un pequeño museo de entomología e historia natural que había visto mientras recorría la plaza. A fin de cuentas, un insecto y un o una poeta no son tan diferentes, me dije a modo de consuelo.  Pagué la entrada y entré al museo. Funcionaba en una casona antigua, de adobe, con piso de tablas que rechinaban. Las infografías -adosadas a las paredes- eran bellas, pero de épocas pretéritas, de tecnologías pretéritas, poco atractivas para un público habituado a lo digital. De todas formas, había una extensa cola para entrar. Familias enteras, con niños cubiertos con poleritas de Marvel y adolescentes disfrazados de cantantes de k pop, trap o reggaetón, esperaban su turno. Es lógico, pensé, el turista es un ser que necesita ocupar su tiempo en cualquier cosa -le interese de verdad o no- que le permita tomarse una selfie y luego postearla y convencer a los otros que lo está pasando la raja, que tiene plata para pasear, que es feliz. Si se instalara un museo de tapitas de gaseosas, del neumático usado o de la caca, imaginé,

Testigo ocular | Gloria Dunckler Valencia

Gloria Dunckler Valencia, poeta de ascendencia alemana nacida en Pucón, Chile (1977). Su obra transita en escenarios de mestizaje, situándose entre dos culturas: la mapuche y la alemana, lo que se puede observar claramente en sus dos primeras publicaciones, “Füchse von Llafenko” (2009) y “Spandau” (2012). Su tercer poemario, “Yatagán” (2015), sigue la misma senda de sus anteriores textos, aunque internándose además en la historia de Chile, en específico en el vínculo entre los inmigrantes alemanes y el movimiento nacional socialista criollo, que surge en los años treinta y se enlaza desde entonces a diversos episodios de la vida nacional. En cuanto a su estilo, Gloria Duncker desarrolla una poesía directa, narrativa, incluyendo fechas y lugares, así como citas de autores. El fragmento seleccionado -perteneciente a “Yatagán”- hace alusión a la “Matanza del Seguro Obrero” (1938), episodio en el cual un grupo de nacionalsocialistas chilenos -que intentan una absurda revolución- son masacrados por orden de Arturo Alessandri Palma, el “León de Tarapacá”     Yatagán (fragmento)   En las parroquias cantan las máquinas. Zurcidoras no aflojan la costura y el sol que se abre paso entre dedal y cordillera. Por las casonas del sur niñas ofrecen manteles bordados sábanas de sacos harineros telas ásperas y nobles que bien amortajan a difuntos y nacidos. Pequeños del norte regresan con mermelada la bolsa de mate, un cuarto de manteca. Niños descalzos, gañanes alegres que vendieron la infancia.                                                                                                                              La patria vieja y la nueva ceñidas al estandarte canción nacional y palabras solemnes. Allí los comisarios, los parches en la camisa uno, dos, tres rayos y la inicial de su región. Se habla del honor y el trabajo. De la palabra empeñada.  “En el nombre de Chile, en el nombre de los que labraron el prestigio y la gloria de Chile, juro consagrarme por entero y por siempre a la grandeza de Chile”. Después se brinda y se cantan los himnos. “Adelante, chilenos aguerridos, con vigor y entusiasmo a la acción; a juntar todo Chile, engrandecido, en un solo cerebro y corazón”. El poeta del «Balance patriótico» soñaba la idea continental de resistir en bloque y recitó a los cuatro vientos: “¿Hasta cuándo, señores? ¿Hasta cuándo? Entre la vieja y la nueva generación, la lucha va a empeñarse sin cuartel. Entre los hombres de ayer sin más ideales que el vientre y el bolsillo, y la juventud que se levanta pidiendo a gritos un Chile nuevo y grande, no hay tregua posible”. En su discurso nos adoctrina de valorar el espíritu de una raza aunque fuese una agridulce fiesta de araucanos y españoles. Pensar en «hombres, antes que programas» rescatar Chile para los chilenos la malla, el mar, los peces de cobre. Que nos falta unir, aceitar, depurar cambiar las piezas vencidas «el resorte principal de la máquina» cultivar el temple, lo vernáculo la firmeza en los propósitos. Muchos dieron su palabra de que la vida entregarían por cambiar un país. Los jóvenes con la figura del brazo musculoso también empeñaron su sangre por la «grandeza de Chile». En las esquinas los niños gritaban «queremos comer». Estudiantes realizan operativos médicos y las muchachas acopian alimentos, medicación. El sacerdote recién llegado de Europa aún no cimenta su hospedería. Futuros abogados limpian calles laboran en puentes y campos disputan terreno a las milicias contrarias. Otros se afanan de manera parecida los verdes, los azules, todo el arcoíris de cabeza contra la miseria. “Nuestra sociedad se caracteriza por una falta de verdadera educación social. La manera atropelladora de comportarse en las calles, los hábitos desordenados, la falta de consideración para con los demás, todo ello manifiesta un individualismo exagerado y la ausencia de formas. Cada cual se considera omnipotente. No es sorprendente que nos falte esta cultura social, porque somos una sociedad arribista, surgida en pocos decenios sobre la base de un fundamento rustico y aldeano”. Fuego sostenido y cruzado. Vidrios rotos y trinchera de muebles. Bloqueo del quinto y sexto pisos. Rehenes incomunicados en oficina. En los estudios de una emisora la transmisión es interrumpida y jóvenes que arrebataron micrófono declaran: “¡Ha estallado la revolución!”. Concentración de Alianza Popular Libertadora homenajea revolución de antaño. Uniformados de ayer son el pueblo de estos días y claman ser guiados por su General de la Victoria quien volverá para terminar la misión. Al señor del agua potable y los hospitales, buen amigo de su caballo. Ya nadie recuerda sus tiempos de fiera dictadura los engaños y conspiraciones el fustigador de anarquistas y sindicatos su estado de sitio, el bozal de la censura, el destierro de sus enemigos las huelgas que empujaron su caída el exilio en la Argentina después y su retorno el 37 a levantar campaña. Ahora todos aplauden —esperanzados— al forjador de instituciones. Están todos ligados. He visto conservadores en amigable charla con comunistas. Son todos compadres en la organización de la desorganización. Sus enemigos quieren hacerles aparecer como apaleadores de rotos les provocan para eso. Cuando empiecen a caer los verdaderos enemigos de la patria los sanguijuelas y parásitos yo dispararé codo a codo con ustedes. El mundo es Trabajo.  Con ustedes Joaquín Edwards Bello ¿Qué sueños prendieron aquellas almas? Allí la furia de un zarpazo juvenil y la decisión de retar a sus verdugos, un olvido necesario para la historia oficial. En las calles las fuerzas de choque no paran. Un aviso de bomba genera pánico. Y los familiares restringen la salida de sus jóvenes. (Pero estos huyen por las ventanas sobornando a hermanos chicos). Departamento administrativo exige austeridad pues la caja ya no costea las fianzas y escasean los insumos de oficina. Radios y periódicos se niegan a pasar avisos y

Panóptico | Un baño de tumba en el cementerio de Montparnasse

«Después de leer un poema en honor al poeta maldito, seguimos caminando, buscando la residencia de otro escritor y fue así como agotamos calles de piedra y edificios bajos, en esa mañana luminosa de enero, con algunas nubes en un cielo de color azul. De tanto en tanto nos topábamos con otros transeúntes que en parejas o solitarios recorrían las diecinueve hectáreas, buscando una dirección entre las 35.000 tumbas húmedas y frías. No es fácil caminar entre tanta muerte, entre tanta “Piedra negra, sobre una piedra blanca” como diría el Cholo Vallejo en uno de sus poemas más famosos.»  “De cuando en cuando y a los lejos / hay que darse un baño de tumba” (P. Neruda)   ¿Qué tienen en común Charles Baudelaire, César Vallejo y Julio Cortázar además de ser escritores? La respuesta es simple. Todos están muertos y enterrados en el mismo cementerio en París, es decir, a unas pocas cuadras de distancia en esta “ciudad de los muertos” se encuentran estos grandes hombres de la Literatura. ¿Cuántos caminos tuvieron que recorrer? ¿Cuántas páginas tuvieron que escribir? ¿Cuánto sufrir, cuánto gozar? ¿Cuántas vidas tuvieron que vivir para, finalmente, “descansar” en este mismo barrio de París? Pongo descansar en comillas, porque no puedo dejar de recordar el poema de Nicanor Parra (que a todo esto está enterrado en el patio de su casa de Las Cruces, en un simple hoyo en la tierra): “claro — descansa en paz / y la humedad? / y el musgo? / y el peso de la lápida (…) / y los malditos gusanos / que se cuelan por todas partes / haciéndonos imposible la muerte / o les parece a ustedes que nosotros / no nos damos cuenta de nada…”. Cuando leo este poema (o antipoema) no puedo dejar de pensar en el destino de los muertos, incluso de los muertos “ilustres”, pues tal vez se dan cuenta de todo (ver: “La amortajada” de M. L. Bombal) y muchas veces son enterrados en lugares que ellos jamás hubieran escogido, por ejemplo, junto a la familia que los repudió o en tumbas prestadas o en cementerios, los cuales ellos nunca visitaron.  Son pocos los que pueden escoger el lugar donde “vivirán” la muerte. Incluso, si es así, sus tumbas a veces se constituyen en el lugar de visita de este nuevo personaje que aparece en las calles de las ciudades de hoy, e incluso en aquellos cementerios donde se encuentran los que jugaron en la primera división del arte, la ciencia o la Historia del mundo: el turista cultural. Personaje, por lo general, esnob e inofensivo, que viaja por el mundo detrás de celebridades muertas o vivas, o de lugares de prestigio cultural, en busca de una foto que pueda subir a sus redes sociales. Lo que antes era la peregrinación de unos devotos, fieles y conversos que viajaban, por ejemplo, en busca del Santo Sepulcro o de la Basílica de San Pedro, hoy todo esto, gracias al mercado y a la moda del viaje, es un paquete turístico transable en divisas de distinto tamaño o color, disponible para estos turistas. Hacía mucho frío cuando nos dirigimos, una mañana de fines de enero, desde la estación del metro “Raspail” hasta la entrada del cementerio Montparnasse, bajo un sol de invierno en París. Estaba muy interesado en recorrer este sitio buscando las tumbas de algunos escritores (hay mucho, poco tiempo y hay que escoger, como en el Louvre).  El panorama era bastante desolador, a pesar del cuidado europeo del recinto inaugurado en 1824, pues es un cementerio que nos recuerda a la muerte, nuestra mortalidad y, también, la vanidad de las construcciones que hablan de la riqueza del que está depositado y de su familia. Muy lejos de esos parques a la moda norteamericana, llenos de pasto y pequeñas plaquitas, para que nos olvidemos que allí abajo, en las raíces, la gente se pudre. Poca gente a esa hora de la mañana recorría las tumbas, buscando algún familiar o, tal vez, perdidos como nosotros, persiguiendo la tumba de alguien famoso, que apareció nombrado en esas guías tan cómodas de la red, al son de títulos como: ¿Qué hacer en París en tres días?  París se presta para todo, es la ciudad emblema del turismo, para todo tipo de turistas, incluso los culturales, gracias a que el general nazi Dietrich von Choltitz, quien, según la leyenda, desobedeciendo a Hitler, no destruyó los monumentos de la Ciudad Luz en 1944. Después de mucho andar buscando, entre este laberinto de lápidas (perdón, por el cliché), sin mapas que nos hubieran servido mucho y luego de recorrer muchos patios llegamos, por fin, hasta donde se encontraba la primera tumba que queríamos visitar, la del poeta Charles Baudelaire (1821 – 1867), padre y profeta de la poesía moderna. Para aquellos que no lo conocen, sepan que es imposible entender la poesía contemporánea si no has leído “Las flores del mal” (1857). En vida la relación con su padrastro, el general Aupick, siempre fue conflictiva, el militar representaba todo aquello contra lo que el poeta luchó (¿Puede haber, sobre todo en nuestra época, dos vocaciones tan opuestas?). Baudelaire fue, diríamos, un dandy y un antisistémico:  un poeta maldito que experimentó y sobrepasó los límites morales de su época, rebelándose en contra de la vida burguesa de la cual provenía, usando drogas, enamorándose de prostitutas y, para mayor escándalo, de raza negra. Además, escribió (y esto es lo verdaderamente importante) varios poemas que fueron condenados por inmorales y otros que abrieron todos los caminos de la poesía actual, es decir, él cambió la poesía para siempre.  También participó en estallidos sociales en donde, desde las barricadas, llamaba a fusilar a su padrastro, por conservador y reaccionario.  Pero la sífilis (como a otros artistas de la época) lo fue consumiendo poco a poco, hasta que, a los 46 años, el 31 de agosto de 1867, falleció, y su madre decidió enterrarlo en la tumba familiar, donde había sido inhumado su padrastro diez

Trasandino | Caminar calma la mente

«El café me calentó el cuerpo un poco, pero la noche cada vez estaba más fría. De las 30 fotos que tomé sólo 4 me gustaron, esas las subí a las historias de Instagram. Pagué la cuenta y caminé por la Cañada como un romántico viendo las diferentes formas de las ramas de las tipas a contraluz del alumbrado público. Sucede que caminar calma la mente cuando el spleen atribula.» Esta noche el frio del otoño aparece en los gestos de los transeúntes de la Avenida Colón. Se guarnecen en sus ropas esperando el bondi en las paradas. El viento caótico arrastra tierra, colillas de cigarrillos, hojas secas verdes y amarillas. Le saqué una foto a una abuelita jorobada que intentaba a duras penas subir un carro lleno de cebollas a un trolebús. Después de un día de problemas, buscaba fotografiar con el celu situaciones que me permitiesen pensar la cotidianidad, salir de mí o reflejar finalmente lo que me pasa: fragmentos de la ciudad, el deterioro de los rostros, el vigor de un ademán, el cansancio de los cuerpos en la noche cordobesa. No sé si flaneur o voyerista, o un sujeto proclive a ver la realidad del bajo mundo, sin ínfulas de querer replicar personajes locos de Dostoyevski, ni la crueldad de «El Niño proletario» de Osvaldo Lamborghini, ni tampoco la suavidad de “El Aguinaldo de los Huérfanos” de Rimbaud. Solamente inquirir en la fuerza del gesto que la fotografía puede arrancar de la realidad. Una manera intempestiva de estar en el mundo, en donde el instinto, y no la técnica, haga la captura; entregarse a lo accidental. Este último tiempo, antes de salir a caminar, he recurrido a ver fotos de Daido Moriyama, a su Osaka de los 60, escuchando el álbum “Blue in green” de Bill Evans, sólo para entrar en una danza que me haga pensar en el estímulo provocativo de una imagen, en el ritmo de la ciudad que dialoga con lo fortuito. Simulando ese impulso, como ocurre cuando uno lee un poema que lo asombra e intenta emular esa emoción escribiendo, doblé por San Martín hasta encontrarme con Humberto Primo. El centro antiguo de la ciudad, zona roja que le dicen, en donde por los alrededores personas duermen en la calle con este frio otoñal, rostros marginales pasean silenciosos, trabajo sexual de cuerpos que se contornean sensualmente por los alrededores de Mercado Norte. En el 2014 vivía a dos cuadras de acá, en la Rioja 45. Y me paseaba por estas pasarelas para conversar con una trabajadora sexual, una trans que se hacía llamar Thalía. Había noches buenas, en donde me comentaba de su vida y reíamos fumando flores hasta que un auto se estacionara o se la llevara por un rato, y otras malas, que eran la más (por eso el fin de nuestra amistad), en donde estaba muy empastillada y me mandaba a la mierda. Recuerdo que le gustaba escribir cartas a sus romances fugaces, poemas con fragancia de amor, expresaba; mientras camino por la oscuridad de estas calles se me viene a la mente lo orgullosa que estaba de haberse pagado con su laburo las tetas y el culo, con este orto he amarrado a varios Brad Pitt, decía, y se subía la falda para mostrarme su culo redondo de metracril. Le saqué una foto, con el celu a escondidas, a dos trans: fumaban porro y reían afuera de una carnicería sombría. En Rivera Indarte le tomé una foto a un canillita que dormía afuera de un edificio. Descansaba con la boca abierta, abrazado a su perro y tapado por una frazada morada hasta el cuello. Cuando llegué a la esquina de Av. Colón y Gral. Paz, un taxi frenó violentamente golpeando la rueda trasera de una bicicleta de un repartidor de Rappi. ¡Pasá por encima si tenés los huevos! ¡Salí de ahí culiadazo que te mato! La escena se veía a pedazos porque no paraban de pasar vehículos coloridos. Una rubia alta y flaca, con pinta de cheta, que pertenecía al grupo de personas que esperábamos que el semáforo se pusiera en verde, hablaba con un aire despectivo sobre que los de las bicis siempre se andan cruzando. Al lado mío un joven anémico y cabizbajo, con la remera de Joy División, se sacó los audífonos para decir que el taxista era el que estaba locazo, creo que lo afirmó por el cuarteto que acoplaba los parlantes del taxi: la Mona Jiménez y su reversión de “I was made for lovin you” de Kiss. Los dos eran jóvenes. ¡Pedime disculpas pelotudo! ¡Andá hacete culiar! El de Rappi, moreno de mediana estatura, le daba golpes a palma abierta al capó del vehículo. El otro, algo gordo e irritado, agitaba la mano afuera de la ventana diciéndole que se saliera o lo iba a atropellar. ¡Ahí caen los ropa prestada! habló una chica desde atrás, una morocha de falda corta, negra, con una remera escotada, que vestía igual que sus tres amigas para ir al baile. Una pareja de canas se bajaron de una camioneta de balizas azules para calmar el asunto. Cruzamos la calle. Saqué una foto al altercado.  Como suele suceder mi caminata se detuvo en el Café-Bar Las Tipas, que está enfrente de la Cañada. La helada hizo que la mayoría de los viejos que ríen, se bardean, y gritan como locos mientras juegan al ajedrez, estuviesen ahora adentro, a puerta cerrada tras el ventanal, moviendo los alfiles, los caballos, jugando al truco y al mismo tiempo atentos a un partido de Talleres vs Sporting Cristal. Me senté afuera. Pedí un café simple y una tostada de jamón y queso. Por mientras que esperaba me puse a revisar las fotos que había sacado. De pronto un linyera borracho apareció pidiéndome unos pesos para comprarse un vino. Por su cara parecía que el frío no lo tocaba, vestía un jean azul 3/4 que estaba muy rasgado, y con una remera negra de “Fuck the Sistem” de Exploited. En

Testigo ocular | Fernando Alegría Alfaro

Integrante de la generación del 38, Fernando Alegría Alfaro (Santiago, 1918) fue un prolífico narrador, crítico y poeta chileno conocido ampliamente por la publicación de novelas como “Lautaro, joven Libertador de Arauco” (1944) y “Caballo de Copas” (1957), así como por su extenso trabajo académico y crítico que desarrolló principalmente en universidades de Estados Unidos, país donde falleció en 2005. Agregado cultural durante el gobierno de Salvador Allende y coautor junto a Ángel Parra de un disco de cuecas, la poesía de Fernando Alegría -menos difundida que el resto de su obra- muchas veces se mezcla con los anhelos populares y nuestro folclore, dando cuenta de demandas que en el Chile de hoy aún no encuentran respuesta. Le debemos, además, una magnífica traducción del poema “Aullido” de Allen Ginsberg.     SELECCIÓN DE TEXTOS   LIBERTAD BAJO FIANZA   Hoy le vi cara al pueblo. Le estreché la mano, reí con él, lloré con él.   ¿Quién es el pueblo? Preguntad a estos hombres, que tengo frente a mí y no preguntéis en voz baja. Alzad la voz, mirad con orgullo; os responderán valientemente.   He aquí a ciertos presos. No temáis ni su arrogancia ni su humildad, y la muerte que lleva cada uno como un halcón sobre el hombro.   ¿Quién es el pueblo? Es la voz que se quiebra en un sollozo y se afirma en un puño cerrado. Es la mano que cae sangrando de la cruz y recoge en el surco la esperanza. Es el ojo estupefacto y triste que de pronto me mira y saca a un héroe del barro. Es un corazón de greda y un ídolo de rojos geranios que se echan a caminar por mi patria.   ¿Quién es el pueblo? Soy yo, facón de zapatero que clavó una estrella contra la madrugada. Soy yo, hoz iletrada que cortó de un golpe la yugular de un latifundio. El hombre que calentó el invierno en un tarro y bebió la angustia con el hervor del vino, la naranja y la canela. El hombre, tal como lo veo hoy, de pie, anónimo, atento, exigiéndome la vida porque la vida le quitaron para hacerlo mi hermano.   ¿Quién es el pueblo? Es el mástil de Chile que navega en una botella. Es la mujer que cruza los viejos muros de adobe, el niño, la fruta, el cigarro y el álamo, la tierra seca y la extensa helada, el rancho abierto, la vaca, el cura y la campana, el juez y la puñalada Allí está el pueblo frente a mí en esta mañana de agosto, y me pregunto: ¿Es que yo también soy pueblo? ¿Soy aquél que ellos desean y esperan? ¿Traigo acaso la palabra justa, o la palabra hombría, la palabra honrada o la palabra dignidad? Si traigo vanas abstracciones o elegantes amuletos me quedaré solo entre los muros de esta cárcel.   Pero puede ser que traiga la vida que estos hombres olvidaron allá afuera. Traigo muerte para el simulador, vergüenza para el que destapó la vida como una botella y se arrinconó a beber su propia conciencia. A quien le duele la vida como una sarna no puedo hablarle de lujosas plagas y pasárselas por vida. A quien escupe el amor sobre una pared desnuda no puedo fingirle amores entre colchas privilegiadas. Ni puedo cantar la soledad a quien la tuvo entre las piernas cinco años y un día.   Dejo pues la letra muerta y tomo mi vida para encuadernarla en llamas. Mis nuevos compañeros llevan en los ojos la madrugada del hijo pródigo. Conversemos entonces en este gran día de los presos y nuestra conversación sea sobre la libertad del hombre. Nos entenderemos combatiendo, riendo, llorando, blasfemando. Sé que escribo para el pueblo porque mi palabra ya se ha hecho hombre y este hombre se siente para siempre libre.   Escribir para el pueblo es crecer como un árbol de amplia copa, envolver en raíces la tierra y el cielo, poner sangre y luz en el corazón de esta cárcel.   Escribir para el pueblo es quedarse vibrando como un álamo al amanecer, ardiendo como un bosque en el sur de Chile, entrando como una lenta marea a la vida. Escribir para el pueblo es escribir con la mano que siembra, que cosecha, que combate, que ama. Escribir con la mano que hoy estrecha a la mía con la sonrisa que me alienta con el brazo compañero que se extiende sobre mis hombros.     EL PAÍS DEL MOVIMIENTO   He aquí que la tierra tembló y las montañas submarinas cambiaron de lugar. Los volcanes se abrieron rugiendo y sangrando para cubrir de fuego y cenizas la escarcha de los lagos. Los ríos perdieron su curso y ganaron en cambio el camino de la ciudad. Las islas, finalmente, levantaron ancla al amanecer.   Intranquilo recogí mis redes. A veces en las redes se viene el recuerdo de mi pueblo. Con la primera ola cayó la catedral. Repicando, repicando pasó el campanario en dirección a altamar. Pasaron luego generaciones tras generaciones, casas que durante siglos vivieron en silencio de la caridad de las ballenas. Pasaron ensartados, tal como se oye, ensartados en un cable de galeón, como un collar de ónix, viejos fueguinos arrastrando cofres de oro. Se cose la inmensa rada amarilla, cosa que parece increíble, y en la noche resplandecieron las estrellas de barro repletas de perlas.   Pasó velozmente un bombero a caballo en la torre edilicia. De la Plaza del Pueblo partió un teatro cargado de gentes hacia Magallanes. En cuanto a mí, pasé también río abajo a mayor velocidad aún, encerrado en el comedor con mi familia flotando a la par de corpulentas encinas. Los vecinos se saludan, la muerte dejó perdido a su remolcador. Así pasa la vida, como pequeñas golillas de espuma roja, como ligeras cabezas de hombres, de corderos, de mujeres, de vacunos. Rizada subiendo del archipiélago.   He aquí, me dije, un país que cae de su pedestal de hielo y

Retrovisor | «Pintar lo de abajo y lo de arriba», reflexiones literarias en las cartas de Gustave Flaubert a Louise Colet

«Cuando Louise tenía treinta y seis abriles y Gustave recién se empinaba por los veinticinco, se conocieron en el estudio del escultor parisino James Pradier. Comienza entonces la relación entre uno de los autores más relevantes de la literatura moderna -aún en ciernes por ese entonces- y una escritora cuya poesía gozaba de bastante notoriedad en el ambiente literario de la época.» A partir de 1846 y hasta 1855, Gustave Flaubert, autor de novelas y relatos claves de la literatura universal como “Madame Bovary”, “Bouvard y Pécuchet” y “Un corazón sencillo”, mantuvo una extensa relación epistolar con su amante, Louise Colet, poeta romántica y narradora originaria del sureño distrito francés de Aux-en-Provence. Durante ese extenso período, el escritor le envió más de doscientas cartas, la mayoría desde su residencia en Croisset, donde vivía con su madre, a quien fuese también una destacada activista por el feminismo y seguidora de las ideas del revolucionario italiano Giuseppe Garibaldi, personaje que por esos años se constituyó, como señala el historiador Carmine Pinto, “en una estrella del romanticismo de la época".  Autora de libros como “Flores del mediodía” (1836), “Los corazones rotos” (1843), “Él” (1859) e “Infancias célebres” (1865), Louise se trasladó a la capital francesa a los veinticuatro años, luego de contraer nupcias con Hippolyte Colet, músico y futuro profesor titular del conservatorio de París, del que tomó su apellido (el suyo, al ser bautizada, era Révoil). Mediante este matrimonio con el todavía profesor asistente -que la prefirió a la hija de un millonario- la escritora, se dice, intentaba dejar atrás la vida de provincia, que, tal como Emma Bovary, consideraba como una experiencia aletargante. Doce años más tarde, cuando Louise tenía treinta y seis abriles y Gustave recién se empinaba por los veinticinco, se conocieron en el estudio del escultor parisino James Pradier. Comienza entonces la relación entre uno de los autores más relevantes de la literatura moderna -aún en ciernes por ese entonces- y una escritora cuya poesía gozaba de bastante notoriedad en el ambiente literario de la época.  Respecto de la fama de la obra de Louise Colet, ganadora en varias ocasiones del premio de la Academia Francesa y hoy por hoy prácticamente borrada del mapa literario, se puede señalar que muchos atribuyen su éxito decimonónico no a méritos literarios -pues su poesía, criticada incluso por el mismo Flaubert, sería demasiado melosa- sino al hecho de que a su salón acudían poetas de la talla de Víctor Hugo, Charles Baudelaire, Alfred de Vigny y Alfred de Musset, los que mediante la muy conocida, y aún vigente institución de la “amistocracia”, otorgaban sus buenos oficios, sus pulgares arriba, a las creaciones de la escritora. Agregan, otros, que también su calidad de amante no solo de Flaubert, sino también del filósofo Víctor Cousin, del mismo de Vigny y de Musset, le facilitaron sacar adelante su carrera de escritora. Independientemente de los méritos (o no) de la obra de Louise Colet, relevante para este artículo resulta señalar que durante el período de nueve años que abarca la correspondencia entre la autora y Flaubert, el narrador francés vivió una etapa de bastante intensidad creativa, dado que creó la primera versión de “La Tentación de San Antonio” (entre 1848 y 1849), comenzando dos años más tarde la escritura de “Madame Bovary”, novela publicada por entregas entre 1856 y 1857 con que daría forma al realismo y que le significó dura tarea: “Estoy más cansado que si empujase montañas. Hay momentos en que tengo ganas de llorar. Hace falta una voluntad sobrehumana para escribir, y sólo soy un hombre.”, señala en 1852, en plena escritura de la novela protagonizada por Emma Bovary. Las cartas de Louise, que son la otra mitad de esta correspondencia, lamentablemente no se conservan, desaparecieron, pues se dice que fueron quemadas por Caroline Franklin-Grout, sobrina de Flaubert, quien las consideraba “indecentes”, o incluso por el mismo escritor, como sugieren ciertas versiones alternativas, por lo que conocemos sólo una parte del flujo escritural entre ambos artistas. La coincidencia temporal entre la correspondencia con Louise Colet y el prolífico período creativo de Flaubert, hacen que las epístolas que el francés enviara a su amante estén teñidas no solo de los siempre llamativos aspectos emocionales de una relación sentimental, en este caso de una relación a la que Flaubert ponía distancia, sino de diversas e interesantes reflexiones en torno a la literatura y la creación literaria. “Antes se creía que sólo la caña daba azúcar. Ahora el azúcar se obtiene casi de todo; lo mismo sucede con la poesía. Saquémosla de cualquier cosa, pues yace en todo y por doquier: no hay un átomo de materia que no contenga el pensamiento; y hemos de acostumbrarnos a considerar el mundo como una obra de arte cuyos procedimientos hemos de reproducir en nuestras obras.”, escribe a su amante en marzo de 1853. Defiende así su idea de que el arte debe separarse de las idealizadas ideas románticas y morales acerca del ser humano y abarcar la realidad en su totalidad, incluyendo también aspectos como la vulgaridad, la suciedad, la deshonestidad, cuestión que, en una nueva carta, resume un mes más tarde: “Hay que pintar cuadros, mostrar a la naturaleza tal como es, pero cuadros completos, pintar lo de abajo y lo de arriba.” Siguiendo esta misma idea, fiel a su estética, refiriéndose a la popular novela de la norteamericana Harriet Beecher Stowe, “La cabaña del Tío Tom”, escribe: “No necesito, para enternecerme ante un esclavo torturado, que ese esclavo sea buena persona, buen padre, buen esposo, cante himnos, lea el Evangelio y perdone a sus verdugos, lo que le convierte en algo sublime, en una excepción, y por eso en algo especial y falso.” Dedica, también, un festival de ácidas palabras a sus colegas de la época: “Para agradar a los parroquianos, Béranger ha cantado sus amores fáciles, Lamartine las jaquecas sentimentales de su esposa, y el propio Hugo, en sus grandes obras, ha lanzado en su intención estrofas sobre la humanidad, el progreso, la marcha

Fichero | La poesía de Juan Marín: una anécdota vanguardista

«La poesía de Marín, como una parte no despreciable de la poesía chilena es un copy paste bastante burdo. Y a pesar de que ofrece algunas imágenes atractivas que refrescan el lenguaje de la época; o poemas como “Atlantic Cabaret”, donde desliza una crítica a la explotación sexual femenina en la bohemia de las grandes ciudades, no cumple con lo que Parra dijese con su habitual ironía: la copia está permitida con la condición de que sea mejor que el original. Y aquí eso no sucede.» echo a andar el turismo de mi verso enredo la mecánica en mis ruedas y en cada rima canta así un motor Kkkuáá Kkkuáá Kkkuóóón Juan Marín   Entre negocios dedicados a la electrónica, a la explotación de inmigrantes latinoamericanos, a la bisutería de origen chino, a la falsificación de perfumes caros y a otros rentables y florecientes emprendimientos, en plena era digital todavía subsisten, respiran, navegan, no se sabe cómo, las tiendas de libros usados ubicadas en las primeras cuadras de calle San Diego, tradicionales sitios donde aún es posible buscar/explorar, en sus atiborradas estanterías, algún texto de segunda mano que nos llame la atención. Fue, precisamente, en una de estas tiendas donde días atrás me encontré con una edición de Cuarto Propio -fechada en 2014- que rescata la producción de un poeta para mí hasta entonces desconocido. Se trata del también narrador, diplomático, aviador, cirujano y médico militar Juan Marín (Talca, 1900; Viña del Mar, 1963), polifacético personaje de la cada vez más lejana primera mitad del siglo pasado cuyos versos, gracias a los oficios de Francisco Martinovich y Cristóbal Gómez, coeditores de “Juan Marín. Obra poética”, dan un salto en el tiempo y se instalan en pleno siglo XXI.  Como argumento para reeditar a Juan Marín, en el prólogo Martinovic señala que su poesía -ampliamente relegada en relación a su reconocida obra narrativa- le parece “una escritura interesante y destacable dentro del contexto de la vanguardia chilena”, haciéndonos saber, más adelante, que Naín Nómez incluye textos del autor en su mamotrética antología de la poesía chilena de todos los tiempos, intentando así reforzar la idea de lo conveniente de republicar la obra del talquino. Aun sabiendo que los prólogos son tan poco confiables como la publicidad de hamburguesas o las bienaventuranzas de un banquero, compré el libro, tenía curiosidad, y poseído por un entusiasmo bastante moderno, bastante antiguo, apenas salí de la librería me encaminé a un restaurante barato y pedí un café lo más cargado posible, pues andaba medio dormido, medio ido. En una butaca carreteada, debajo de un afiche de una marca de cigarrillos que ya no existe, bebiendo la negra y aromática droga elaborada por Nestlé, abrí el texto y me dispuse a leer. De lo primero que me enteré es que la publicación fue financiada por el Fondo del Libro y la Lectura, es decir, que cabe dentro de la fiebre de exhumaciones literarias que se vive hoy en día gracias a los fondos estatales (fiebre que nos llevará, pronto, a publicar hasta la tos -rítmica o no- de fantasmales escritores de antaño). En segundo lugar, supe que en vida Marín publicó dos poemarios: “Looping” (Nascimento, 1929) y “Aquarium” (Julio Walton Editor, 1934), obras que, junto a sus poemas dispersos, reúne la publicación de Cuarto Propio. Tras la lectura del libro -dos tazas de café más tarde-mi entusiasmo ya no era el mismo, había decaído a pesar del consumo de la oscura droga proveniente de Vevey, Suiza, pues me encontré, especialmente en “Looping”, que es el plato fuerte del libro, con una obra absolutamente influida por los movimientos de vanguardia de principios de siglo, particularmente por el futurismo y el cubismo, sin que se observasen aportes o giros relevantes del autor a tales estéticas, hallándose además ciertos resabios líricos entre sus versos. No se trata, ni por lejos, me dije, de la obra de un Pablo de Rokha, un Vicente Huidobro o un Oliverio Girondo, por nombrar a algunos autores latinoamericanos influidos por las vanguardias que lograron construir un estilo propio. No, la poesía de Marín, escrita en verso libre y situada por lo general en la bohemia de ciudades como París, Nueva York o Buenos Aires, se queda en la superficie, no vuela a pesar de hallarse plagada de aviones, motores, electricidad, acero y movimiento.  Tan poco original resulta la poesía de Marín que, al momento de escribir este artículo, bebiendo café ahora en casa, drogándome con Nestlé ahora en casa, me encontré con una cita de Louis Parrot -biógrafo de Blaise Cendrars- acerca del autor europeo que podría aplicarse casi perfectamente a la poesía del talquino: “El cubismo, el arte negro, el jazz, la publicidad y el afiche, la vida ardiente de las grandes ciudades, el maquinismo, la velocidad, los bares, el gusto cosmopolita por los viajes. Todo ese material nuevo, todavía inexplorado, ofrecido a los jóvenes de entonces, Blaise Cendrars lo integra a la poesía (…) él transcribe la epopeya del mundo de hoy”. La extensa cita de Parrot, como señalé recién, se puede aplicar “casi” perfectamente a la poesía de Juan Marín. Casi, porque lo de Marín, obviamente, no es “material nuevo” ni tampoco su escritura “transcribe la epopeya del mundo” de ese entonces. Le hace falta, para aquello, la existencia de un ser humano como hablante poético, puesto que Marín escribe de forma despersonalizada, sin profundidad ni arraigo, por lo que su poesía más que una epopeya es más bien una jugarreta, “un ensueño de Nafta y Mobiloil”, como escribe en el poema “Looping”, hallándose desvinculado de las profundas razones estéticas, vitales, sociales, que el autor del gran poema “Prosa del Transiberiano” tuvo para desarrollar su obra.  La poesía de Marín, como una parte no despreciable de la poesía chilena es un copy paste bastante burdo. Y a pesar de que ofrece algunas imágenes atractivas que refrescan el lenguaje de la época; o poemas como “Atlantic Cabaret”, donde desliza una crítica a la explotación sexual femenina en la bohemia de las

Trasandino | En la tristeza que el cuerpo diga

«Guada se había desentendido de mí porque estaba escuchando unos audios que tenía que responder. Aproveché de leer unos poemas de Carver. Listo, dijo, ¿me trajiste el libro que me prometiste? Le pasé “Encuentros secretos” de Kobo Abe. Gracias, ¿Cómo has estado vos? Le dije que bien, remándola como todos. Ella siguió hablando de la tristeza que arrastraba por su separación. Creo que extraño su cuerpo, extraño coger con él, decía.» Nos juntamos con Guada a las 20 hrs. en la plaza San Martin. Sentados en una banca, frente al ex cabildo, le cebaba los últimos mates tibios que me quedaban del día mientras ella me hablaba de su separación con su compañero, de cuánto lo extrañaba, de lo mal que la estaba pasando. La noche casi se cerraba por completo, aún los nubarrones de la tormenta no se iban y los faroles de led blanca aparecían de golpe a la vista. Desde donde estábamos nos llegaba la voz amplificada de un ciego, gordo y petiso, que cantaba un cuarteto, “Intento” de Ulises Bueno, cerca de la peatonal. Guada se había desentendido de mí porque estaba escuchando unos audios que tenía que responder. Aproveché de leer unos poemas de Carver. Listo, dijo, ¿me trajiste el libro que me prometiste? Le pasé “Encuentros secretos” de Kobo Abe. Gracias, ¿Cómo has estado vos? Le dije que bien, remándola como todos. Ella siguió hablando de la tristeza que arrastraba por su separación. Creo que extraño su cuerpo, extraño coger con él, decía. Una fila de indigentes se fue formando de manera azarosa al exterior de la catedral colonial. Estaba cerrada. Había dos policías afuera de la reja principal, quizás resguardando las figuras de yeso con rostros doliente que están detrás de la reja. Una niña morena de ojos rasgados con un barbijo de disney se nos acercó a vendernos bolsas de basura. Guada le compró un paquete. La niña sostenía en una mano una muñeca rubia y sucia a la que le faltaba un brazo. Después de la venta corrió donde su madre que estaba unos metros más atrás. La señora obesa llevaba a una niña en brazos y otra pequeña iba agarrada del coche. La parte interior iba repleta de paquetes de bolsas de basura. Hay un montón de gente viviendo en la calle, le dije. Se viene peor, replicó con pesar. De pronto un vehículo rojo se estacionó cerca de la catedral. Un hombre y dos mujeres bajaron rápidamente. Armaron un mesón a la cabeza de la fila, que ahora llegaba al ex cabildo, y comenzaron a servir la comida. Guada me comentaba que había hecho un temazcal para sanar las heridas espirituales y que la que veía ahora era alguien mucho más tranquila que la semana pasada. Le dije que abandonara la tristeza y que volviera al cuerpo, al goce si es lo que le hace falta. No tenía otro argumento. Sólo recurrí al que está de moda y que se entiende poco. Después de muchos golpes uno aprende que no hay tristeza que no sea somática. Se quedó en silencio con la mirada atenta al suelo. Le saqué el mate de las manos y me serví el último. No tenía más frases para darle. El silencio que se generó entre los dos era de funeral. Desde el centro de la plaza venía una manada innumerable de jóvenes con caras sonrientes, ropa pulcra y actitud jovial. Los conocía. Recuerdo una noche en que estaba borracho y fumado y me senté en las escalinatas de la catedral a mandar un whatsapp. De manera imprevista llegaron estos muñecos de cristo y se me acercaron tanto que podía oler la pasta dental saliendo de sus bocas. Uno me dijo que me notaba cansado, con culpa y que Jesús me hacía falta. En ese momento sólo pensaba dónde ir a comprar más faso. Así que les hice un ademan con la cabeza y me fui. Pero ahora había crecido un montón el rebaño. Les dijimos que no creíamos en su dios, con el mismo gesto que uno hace cuando te ofrecen un celular robado. Ellos lo aceptaron con una sonrisa y nos dejaron unas pulseras moradas que tenían inscritos unos versículos. Pero nosotros no éramos el objetivo. Aquel ejército invadió la columna de indigentes. Cada tanto sacaban a uno de la fila y se los llevaban a la iglesia evangélica que estaba al otro lado de la plaza. Estaban ocupando la misma estrategia de las multinacionales para captar clientes. ¡Se puso fresco che! ¿Caminemos? Nos fuimos por 27 de abril y paramos en un maxikiosco a comprar unas cervezas. Yo compré dos a pesar que ella sólo quería agua. La Plaza Italia estaba repleta de pibes haciendo batallas de rap. Cruzamos a La Cañada; aquel encauzamiento de concreto, vena abierta que atraviesa La Docta, llevaba agua marrón furiosa. El rio iba muy crecido por la tormenta de ayer. Ella le sacó unas fotos a un árbol frondoso, una tipa de tronco grande y oscuro, que estaba siendo arrastrada por el rio y que estaba acumulando a su alrededor un montón de basura. No hablamos en todo el trayecto. Nos sentamos en el pasto del Paseo Sobremonte. La plaza estaba muy iluminada y había mucha juventud por los alrededores. Cerca de nosotros había un grupo de chicas hippies tocando guitarra y ukelele, cantando una de Fito Páez. Abrí la cerveza y ella me preguntó que qué pensaba sobre la soledad. Siempre me es raro pensar en la soledad. Todavía más cuando alguien que está triste me pregunta. Qué responder ante una palabra tan cercana y la vez tan oculta que es difícil desenvolver. La soledad es una experiencia individual y dar consejos sobre ese tema siempre es confuso. Nacemos y morimos solos. Y no lo digo con pesimismo, puesto que la soledad tiene esa indómita ambivalencia de ser la profunda sensación de la falta de algo o el refugio ante una amenaza. No sé. Tendemos por inexperiencia a buscar llenar ese silencio que nos