Narrativa chilena actual | Los espectros
Perteneciente a su libro de relatos Fauna menor –que será editado prontamente por Ediciones Esperpentia- “Los espectros” es uno de los catorce textos que componen esta obra donde su autor, Sergio Sarmiento, reúne, reescribe y amplía dos libros que hace un par de años publicó de forma digital: Luminarias y Fuerza de roce. Los relatos se centran en las experiencias del hombre y la mujer del Chile contemporáneo, dando cuenta de sus atribuladas y desorientadas vidas en un territorio conquistado completamente por el mercado, donde las ambiciones giran en torno al dinero, el poder, el placer y el sexo. A través de una mirada lúcida, crítica, con humor e ironía afilada, y utilizando un lenguaje sin contemplaciones ni escamoteos a la realidad, su autor, que además es poeta y editor de El Mal Menor, nos hace sumergirnos en las experiencias y reflexiones, muchas veces delirantes, de sus esperpénticos personajes. EMM Trabajé, durante tres años, en una empresa importadora de artículos de audio. Mi labor consistía en mantener los inventarios al día. Cuántos micrófonos salen, cuántos micrófonos entran, cuántos micrófonos quedan en bodega, cuántos micrófonos van a merma. Lo mismo tenía que hacer con audífonos, consolas, parlantes, cables, enchufes, atriles, tornamesas, reproductores de mp3 y cientos de artículos afines. La necesidad me llevó a ese local de calle Meiggs. No encontré otra pega acorde con mi obligación de obtener dinero y mi necesidad de seguir avanzando, aunque fuese a paso de caracol, en los relatos que había iniciado durante ese otoño, cuando después de leer Apuntes del subsuelo de Dostoievski decidí dejar mis cansadores estudios de informática y convertirme en escritor. Recibí, por supuesto, el repudio de mi madre. Si no estudiaba tendría que trabajar. En la casa no se mantenía a vagos. Está bien que te guste la literatura, desde chico que lees todo lo que cae en tus manos, pero otra cosa es creerse el mismísimo Alberto Blest Gana. Claro, porque digamos las cosas por su nombre, ser escritor no es un trabajo, es un vicio. Si fuese un trabajo lo enseñarían en la universidad. Le respondí que estaba equivocada. Primero, porque no me interesaba ser Alberto Blest Gana y segundo porque hay una universidad privada donde enseñan literatura creativa. ¿Una universidad privada? Esas universidades, hijo, enseñan cualquier mierda con tal de ganar plata ¿cómo no se da cuenta? Enseguida señaló que Raimundito, mi gemelo difunto, jamás habría tomado una decisión tan irresponsable. Raimundito, que en paz descanse, habría estudiado una carrera con buen futuro, una profesión de verdad como la misma informática que estás tirando por la borda, o ingeniería comercial o derecho como tu hermano mayor, el Luis, que siempre tiene las cosas tan claras. Mi papá, como siempre, no se atrevió a contradecir a su mujer. Como mis progenitores no me apañaron tuve que buscar trabajo y don Ignacio, el dueño de la importadora, no resultó ser mala persona. Era amable, de maneras cuidadas, un mecánico diría que era fino, pagaba más o menos bien y no molestaba demasiado. Además, se comportaba de manera bastante paternal con los funcionarios. Demasiado tal vez con la Andrea Sotomayor, nuestra joven jefa administrativa, pero esa es otra historia. Nunca le contaré a nadie lo que vi durante los tres años que estuve en Fénix Importaciones. No quisiera arruinar el matrimonio de Don Ignacio, tampoco echarles a perder la vida a sus hijos, el Nachito y la Antonieta, ambos alumnos de un colegio de esos con infierno para pecadores. Nadie sabrá –por eso mismo– que casi todos los jueves y los martes, entre las tres y las cinco de la tarde, ambos se iban a un motel –La Góndola Azul– que está en Unión Latinoamericana al llegar a Gorbea. Nadie sabrá que muchos de los viajes al exterior de nuestro jefe eran falsos. Simplemente se trasladaba a vivir unos días a la casa de la Andrea. O efectivamente viajaba, pero no por negocios, sino con su amante a uno de esos paraísos para idiotas que se promueven en los diarios dominicales. No le contaré a nadie, tampoco, que el Suzuki full equipo de la Andrea es un regalo de nuestro jefe. Tampoco que tenían un hijo, el Felipito, que nació con ictericia, ya que nada de eso es mi problema y no tengo por qué divulgarlo. Por mi ubicación en la importadora –mi sucucho quedaba al lado de las oficinas centrales– yo era el único que estaba enterado de todas estas situaciones anómalas. Y como me hacía el que nada había visto (incluso a veces hasta cooperaba implícitamente con la parejita), tenía ciertos privilegios con la Andrea, que era mi jefa directa. Eso me permitía trabajar un par de horas diarias en mis relatos. A veces me sorprendía con un archivo abierto. ¿Cómo está el escritor?, preguntaba amablemente. Y se quedaba a mi lado y se ponía a hablar acerca de sus lecturas. Me encanta leer libros como Yo elijo y tú, ¿te sientes libre de elegir?, del gran Jorge Méndez, son obras que te obligan a decidir qué quieres aprender, qué quieres hacer de tu persona y de tu vida, cómo quieres comportarte, qué clase de ciudadano quieres ser. Otras veces se refería a su pasión por el El cuidado del alma, de un tal Thomas Moore. Me dejó para dentro, ¿sabís? Comprendí que para estar bien hay que permanecer en el presente. No quedarse pegado en el pasado o en el futuro. Pasados unos minutos me invitaba a un cafecito. Anda a comprar un par de capuchinos al local del lado, pedía con una sonrisa infantil en la boca. Yo pago. Después, mientras bebíamos la aromática sustancia, seguíamos hablando de libros. Yo le narraba los argumentos de Apuntes del subsuelo, de Crimen y castigo o de Los hermanos Karamazov. O de obras de Bret Easton Ellis, Germán Marín, Michel Houellebecq y otros autores que comenzaba a descubrir. Ella hacía gestos de rechazo. Ella boqueaba como un pez fuera del agua. Encuentro medio decadente ese mundo, opinaba. Enseguida se tomaba un trago de café como para pasar el mal gusto. Después me hablaba de lo importante que es tener las cosas claras. Es la única forma,









