Literatura

Narrativa chilena actual | Los espectros

Perteneciente a su libro de relatos Fauna menor –que será editado prontamente por Ediciones Esperpentia- “Los espectros” es uno de los catorce textos que componen esta obra donde su autor, Sergio Sarmiento, reúne, reescribe y amplía dos libros que hace un par de años publicó de forma digital: Luminarias y Fuerza de roce. Los relatos se centran en las experiencias del hombre y la mujer del Chile contemporáneo, dando cuenta de sus atribuladas y desorientadas vidas en un territorio conquistado completamente por el mercado, donde las ambiciones giran en torno al dinero, el poder, el placer y el sexo. A través de una mirada lúcida, crítica, con humor e ironía afilada, y utilizando un lenguaje sin contemplaciones ni escamoteos a la realidad, su autor, que además es poeta y editor de El Mal Menor, nos hace sumergirnos en las experiencias y reflexiones, muchas veces delirantes, de sus esperpénticos personajes. EMM Trabajé, durante tres años, en una empresa importadora de artículos de audio. Mi labor consistía en mantener los inventarios al día. Cuántos micrófonos salen, cuántos micrófonos entran, cuántos micrófonos quedan en bodega, cuántos micrófonos van a merma. Lo mismo tenía que hacer con audífonos, consolas, parlantes, cables, enchufes, atriles, tornamesas, reproductores de mp3 y cientos de artículos afines. La necesidad me llevó a ese local de calle Meiggs. No encontré otra pega acorde con mi obligación de obtener dinero y mi necesidad de seguir avanzando, aunque fuese a paso de caracol, en los relatos que había iniciado durante ese otoño, cuando después de leer Apuntes del subsuelo de Dostoievski decidí dejar mis cansadores estudios de informática y convertirme en escritor. Recibí, por supuesto, el repudio de mi madre. Si no estudiaba tendría que trabajar. En la casa no se mantenía a vagos. Está bien que te guste la literatura, desde chico que lees todo lo que cae en tus manos, pero otra cosa es creerse el mismísimo Alberto Blest Gana. Claro, porque digamos las cosas por su nombre, ser escritor no es un trabajo, es un vicio. Si fuese un trabajo lo enseñarían en la universidad. Le respondí que estaba equivocada. Primero, porque no me interesaba ser Alberto Blest Gana y segundo porque hay una universidad privada donde enseñan literatura creativa. ¿Una universidad privada? Esas universidades, hijo, enseñan cualquier mierda con tal de ganar plata ¿cómo no se da cuenta? Enseguida señaló que Raimundito, mi gemelo difunto, jamás habría tomado una decisión tan irresponsable. Raimundito, que en paz descanse, habría estudiado una carrera con buen futuro, una profesión de verdad como la misma informática que estás tirando por la borda, o ingeniería comercial o derecho como tu hermano mayor, el Luis, que siempre tiene las cosas tan claras. Mi papá, como siempre, no se atrevió a contradecir a su mujer.  Como mis progenitores no me apañaron tuve que buscar trabajo y don Ignacio, el dueño de la importadora, no resultó ser mala persona. Era amable, de maneras cuidadas, un mecánico diría que era fino, pagaba más o menos bien y no molestaba demasiado. Además, se comportaba de manera bastante paternal con los funcionarios. Demasiado tal vez con la Andrea Sotomayor, nuestra joven jefa administrativa, pero esa es otra historia. Nunca le contaré a nadie lo que vi durante los tres años que estuve en Fénix Importaciones. No quisiera arruinar el matrimonio de Don Ignacio, tampoco echarles a perder la vida a sus hijos, el Nachito y la Antonieta, ambos alumnos de un colegio de esos con infierno para pecadores. Nadie sabrá –por eso mismo– que casi todos los jueves y los martes, entre las tres y las cinco de la tarde, ambos se iban a un motel –La Góndola Azul– que está en Unión Latinoamericana al llegar a Gorbea. Nadie sabrá que muchos de los viajes al exterior de nuestro jefe eran falsos. Simplemente se trasladaba a vivir unos días a la casa de la Andrea. O efectivamente viajaba, pero no por negocios, sino con su amante a uno de esos paraísos para idiotas que se promueven en los diarios dominicales. No le contaré a nadie, tampoco, que el Suzuki full equipo de la Andrea es un regalo de nuestro jefe. Tampoco que tenían un hijo, el Felipito, que nació con ictericia, ya que nada de eso es mi problema y no tengo por qué divulgarlo. Por mi ubicación en la importadora –mi sucucho quedaba al lado de las oficinas centrales– yo era el único que estaba enterado de todas estas situaciones anómalas. Y como me hacía el que nada había visto (incluso a veces hasta cooperaba implícitamente con la parejita), tenía ciertos privilegios con la Andrea, que era mi jefa directa. Eso me permitía trabajar un par de horas diarias en mis relatos. A veces me sorprendía con un archivo abierto. ¿Cómo está el escritor?, preguntaba amablemente. Y se quedaba a mi lado y se ponía a hablar acerca de sus lecturas. Me encanta leer libros como Yo elijo y tú, ¿te sientes libre de elegir?, del gran Jorge Méndez, son obras que te obligan a decidir qué quieres aprender, qué quieres hacer de tu persona y de tu vida, cómo quieres comportarte, qué clase de ciudadano quieres ser. Otras veces se refería a su pasión por el El cuidado del alma, de un tal Thomas Moore. Me dejó para dentro, ¿sabís? Comprendí que para estar bien hay que permanecer en el presente. No quedarse pegado en el pasado o en el futuro. Pasados unos minutos me invitaba a un cafecito. Anda a comprar un par de capuchinos al local del lado, pedía con una sonrisa infantil en la boca. Yo pago. Después, mientras bebíamos la aromática sustancia, seguíamos hablando de libros. Yo le narraba los argumentos de Apuntes del subsuelo, de Crimen y castigo o de Los hermanos Karamazov. O de obras de Bret Easton Ellis, Germán Marín, Michel Houellebecq y otros autores que comenzaba a descubrir. Ella hacía gestos de rechazo. Ella boqueaba como un pez fuera del agua. Encuentro medio decadente ese mundo, opinaba. Enseguida se tomaba un trago de café como para pasar el mal gusto. Después me hablaba de lo importante que es tener las cosas claras. Es la única forma,

Panóptico | Joaquín Sabina o «¿Quién me ha robado el mes de abril?»

Próximo a su publicación por Ediciones Esperpentia, “Cachivaches & otros artilugios literarios” es un libro que reúne veinticuatro artículos vinculados a la literatura y –en menor medida– a la música, que Maximiliano Díaz Santelices, uno de los fundadores de la revista Esperpentia y colaborador de El Mal Menor a través de su columna “Panóptico”, ha dado a conocer desde comienzos del presente siglo –y durante casi veinticinco años– en distintos medios  situados en la periferia de los salones donde se ritualiza y consagra la literatura chilena. Desde estos espacios, el también autor de libros de poesía como “Retratos hablados”, “Materia fugaz” o “Aviadores”, lleva a cabo textos que oscilan entre lo pedagógico, lo reflexivo y lo experiencial, siendo el pensamiento crítico y la pasión por el arte y la belleza hebras del hilo que los une. El espectro de temas y autores que Díaz Santelices toca en los artículos que se publicarán en “Cachivaches & otros artilugios literarios” es amplio, yendo, a modo de ejemplo, desde los textos que el poeta latino Catulo escribiese a Lesbia, pasando por el olvidado grupo poético runrunista –que floreció en Chile a inicios del siglo XX– hasta la compleja situación del poeta en la sociedad actual; o desde la musicalización que Serrat hiciera de los poemas del español Miguel Hernández hasta un concierto del saxofonista norteamericano Lee Konitz en NYC, sin dejar de lado, por cierto, a narradores como Julio Ramón Rybeiro o  Juan Emar. En esta ocasión, y como una muestra del contenido de esta obra de próxima aparición, publicamos el artículo “Joaquín Sabina o ¿Quién me ha robado el mes de abril?”. EMM A mis amigos Mario y Álvaro.  ¿Te acuerdas cuando nos conocimos a comienzos de los '90, Joaquín? Hace ya 30 años. Cómo pasa el tiempo. Yo no me olvido. Fue un viernes por la noche, invierno, en la casa de unos amigos. Después de comernos un osobuco al vino y tomarnos un par de tragos, uno de ellos, que venía llegando de Madrid, nos preguntó, en medio de una conversación que iba del cine a la política, pasando por la literatura: “¿Conocen a Sabina?” Ninguno lo conocía. Bueno –nos dijo– los españoles le llaman “El poeta del fracaso” y a continuación puso play y desde un casete comenzamos a escuchar, por primera vez, tu aguardentosa voz, cantando: “Era tan pobre/ que no tenía más que dinero”. En esa época la palabra “fracaso” tenía un aura muy especial para mí, pensaba que desde el estropicio devenía la mayor parte de las obras maestras, así entonces, como dices en una de tus canciones, me di cuenta que “a los dos nos gusta(ba) el verbo fracasar”. Desde el comienzo congeniamos, aunque tenías más años que yo y podías ser un tío o un hermano mayor, me gustó esa libertad que tenías para decir lo que otros cantantes callaban, lo decías con un desparpajo total, atacabas a las convenciones y a las tradiciones mordiendo rabiosamente el cuello de la hipocresía. Tus versos de Mentiras piadosas (1990) me golpearon entre las cejas, fueron un hachazo, escuchaba tu cinismo y no podía creerlo: “Le dibujaba un mundo real / no uno color de rosa / pero ella prefería escuchar / mentiras piadosas”. ¿Quién era el que así hablaba? ¿Con esa desenvoltura? Fue un choque violento, escuchar hablar de Cristina Onassis buscando un amante alquilado o de los cambios que aún no llegaban a Chile, donde seguíamos en luna de miel con la política: “no habrá revolución / es el fin de la utopía / que viva la bisutería” o esa verdadera oda a un asaltante de bancos: “La de noches que he dedicado yo a planear / un golpe como el que diste tú con un par”. No eras un bufón más de la corte vendiendo al mejor postor tu arte. No eras el típico cantante de moda que, con su balada “romántica” y su pelo de corte regio, les vendía a los adolescentes un mundo envuelto en papel celofán, un mundo empalagoso y edulcorado, haciéndoles creer que el amor rosa aún existía. Tus temas hablaban de antihéroes, pícaros, ladrones, tristes millonarias, seres reciclados políticamente, prostitutas que le robaban a sus clientes, mujeres que preferían escuchar mentiras piadosas, etc. Una fauna inédita para un cantante popular, eso fue tu primer golpe y de ahí fue fácil el afecto, pues usabas el sarcasmo, la ironía y no eras políticamente correcto, además, poco después descubrí que tu vida tampoco lo era. En ese tiempo, aún en Chile sonaban fuertes los ecos del “No” y todavía creíamos que había cosas en que creer, acuérdate que veníamos saliendo de 17 años muy oscuros. Creíamos en los políticos de “la Concertación”, en la “política de los acuerdos”, en una verdad “en la medida de lo posible”. Creíamos que los futbolistas amaban la camiseta, en la iglesia y su defensa de los DDHH, en la Literatura como salvación del mundo absurdo. Nuestros hijos eran pequeños o aún no nacían, nos habíamos casado jóvenes y aún vivíamos con nuestra primera mujer. A ese mundo de pronto llegaste con tu voz, tu música y tu poesía. Tu voz todavía sonaba metálica, no había hecho estragos en ella el alcohol, el tabaco, las drogas y la bohemia. Tu música iba del rock, al blues, pasando por el rap, tu estilo musical no tenía nombre, era una mezcla postmoderna (diría algún intelectual tratando de clasificarla). Tu poesía de eso me gustaría decirte algunas cosas que, en todo este tiempo, no te he dicho, no sé, tal vez porque no tuve la oportunidad antes. Pero dejémoslo para más adelante, cuando estemos un poco más borrachos. En fin, después de esta presentación en una fría noche de invierno, nosotros aún jóvenes e indocumentados seguimos viviendo nuestra vida que, poco a poco, a medida que pasaba la década, se fue llenando de quebrantos y dichas, alguno que otro divorcio, algún nacimiento, otro matrimonio en “segundas nupcias”, terremotos de la vida y de la tierra. Mientras esto ocurría me fui enterando que tenías otros discos y fui mirando

Narrativa argentina actual | Carla sola, quieta y enorme

En 2020 Damián Godetti (Entre Ríos, Argentina, 1982) obtuvo Primera Mención de Honor en el certamen Casa de las Américas (Cuba) por “Mala Tierra”, su primer libro de relatos, obra que fue publicada luego por la editorial trasandina Nudista (Córdoba, 2023). Antes de eso, en 2021, El Mal Menor dio a conocer en exclusiva “Edelmiro Soto”, texto perteneciente a tal conjunto narrativo. En esta ocasión, y adelantándonos a la aparición de “Réplicas”, su segundo libro -que será publicado en Chile por Ediciones Esperpentia- presentamos “Carla sola, quieta y enorme”, uno de los relatos que componen esta obra donde Godetti, usando una mezcla de realismo crudo, humor, ironía y trazos poéticos, pone su foco en las relaciones de pareja y la idea de individualidad que se vive hoy en día, concentrándose en historias de jóvenes que en un ambiente de liberalidad (des)construyen lazos afectivos e intelectuales, apareciendo las mujeres como objeto central de estas narraciones que se pueden entender, también, como réplicas del gran sismo feminista que hemos experimentado durante los últimos tiempos. EMM Carla es delgada y recta, recia en la leve curvatura de su cuerpo, económica en el movimiento (esto se debe sin lugar a dudas a su estatura) y potente en la voz; es imposible no quedar envuelto en esta potencia cada vez que habla y hace prevalecer su pensamiento, su pensamiento que casi nunca es errabundo o insustancial, nunca ridículo o candoroso, sino demoledor. Hay delicadeza en sus rasgos orientales y una torpeza redomada cuando se trata de derivar su cuerpo amplio por espacios reducidos, padece el mal de las personas que se expanden en todas las direcciones, y sin orden. Es fuerte, inflexible, categórica, y todo queda absolutamente supeditado al dominio de sus palabras y sus ideas, a la inmanencia de su cuerpo que parece no parar de cobrar volumen. En resumidas cuentas, es una mujer que se impone. De todas maneras, quiero explicarme: no es que se imponga de una forma erótica, sensual, desplegando artes de coquetería cursi, se impone por el espacio que ocupa y por la manera de encadenar su discurso, se impone porque en ella la singularidad es carne, se respira a su alrededor. Hay algo más que me veo obligado a decir antes de seguir adelante: Carla es extremada, pero extremadamente hermosa. Me incomoda decirlo. Ella odiaría escucharlo de mí.  Por supuesto que la belleza no es un don, un amuleto en sí mismo, y la inteligencia es completamente un valor negativo en los tiempos que corren, incluso ridículo, así que hay que celebrar ambas cosas cuando aparecen y donde sea que aparezcan:  –Los tiempos del mundo desértico del capitalismo tardío, Tomás. Me parece estar escuchándola. Por otra parte, siguiendo el arrojo de sinceridad, no me duele reconocer que casi todo lo que digo últimamente son sus palabras, y menos aún, que el hecho de tratar de hilvanar su discurso me vuelve, al menos mínimamente, un poco más listo de lo que soy.  –Vos sos el último bastión de la resistencia, querido. –¿De la resistencia de qué, Carla? –Viste que seguís resistiendo, incluso sin saberlo.  Yo nunca entendía del todo bien si aquellas metáforas bélicas se referían a nosotros, solo a ella, solo a mí, o a una serie de personajes nefastos en la cultura que Carla odiaba con todas sus fuerzas.  Cuando desarrollaba era categórica, aunque no sé si del todo efectiva ya que su argumentación no era lineal, coherente, sino más bien arborescente, interdisciplinaria. Recuerdo una de nuestras conversaciones:  –Ni siquiera estoy hablando (acá tomaba coraje y aire para desarrollar, para aburrir más bien diría yo, con su pedagogía “de izquierdas”) de la inteligencia orgánica, integrada, de la erudición intransigente de cualquier intelectual presuntuoso (hablaba sin lugar a dudas de su formación); hablo, sencillamente, de permitirnos reflexionar sobre la experiencia, de exigirnos a nosotros mismos alumbrarla con otras luces, con unas luces que sobre todo y más que nada, nos permitan dudar.  Yo intentaba seguirla, para retomar y transformar su metáfora, con mis “pocas luces”, pero también, y esto lo hacía con todas mis fuerzas, de encontrar una premisa, una interjección, un argumento cualquiera que pudiera contradecirla. Nunca lo logré. Me salían de la boca, más bien, unos estertores mongoloides que Carla recibía con simpatía, aunque a veces con un asomo de tristeza, y automáticamente usaba estas intermitencias para seguir desarrollando lo suyo que siempre era multitudinario, interconexiones hechas a una velocidad que no había visto nunca antes. Esto era muy atractivo y frustrante a la vez, aunque también debo admitir que, debido a mi falta de formación, casi siempre, muy aburrido.  –Y al final de cuentas (seguía, cuando hablaba, le era imposible escuchar a los demás), si vos o cualquiera me insiste un poco, creo que todo se resume en esto último: dudar. Porque, ¿qué se puede hacer cuando la mentira capitalista gana el terreno de juego y es una injusticia que se narra con terror, y está en todas partes?  Podría haberle dicho que exageraba, pero lo que me faltaba de inteligencia, por suerte, me sobraba de sensatez. Además, no compartía (ni dejaba de compartir, para ser sincero) que el capitalismo estuviera en todas partes. La comida, los libros, el dentífrico que usábamos (diría ella), el trabajo, y, sobre todo, las nuevas formas de comunicación. Para Carla vivíamos sumergidos en él.  O sea que estábamos perdidos.  Ella se ofuscaba de tal manera con estos temas, temas a los que les rehuía más que nada por el mal trago que le hacían pasar, pero también, contradictoriamente, se apasionaba con ellos. Como si fueran un mal necesario. Podía verse en sus facciones la rigidez de la preocupación, la aflicción e incluso el asco cuando pronunciaba ciertas palabras que extrañamente repetía mucho (entiendo que para que se me grabaran), como consignas que yo debía llevar a todas partes, para lucir como piedras preciosas que de todas maneras se opacaban, cuando yo las aprendía. –Atrincherarse detrás de la duda (otra metáfora incomprensible), y hacer el esfuerzo colosal de acercarse a las cosas, muy cerca, pero muy

Narrativa chilena actual | Situaciones (II)

«He pasado los días empuñando una cadena que me desollaba la mano, conteniendo el ataque furioso de una jauría de negras bestias innominadas.  He puesto dos monedas en mis ojos y he controlado el paso de la sangre por mi corazón. Por las noches los demonios me tentaban.» VIRUS Y NIÑA He vuelto a mirar de reojo su silueta desnuda. Nunca tuvo más sed el sediento que cuando temía contaminar con sus enfermedades la pureza del agua. Nunca tuvo menos sed el sediento al contemplar la pureza del agua al saberse portador de todas las enfermedades. Cuando ella me reprendía dulcemente por adivinar el deseo en mis ojos, yo lloraba mansa, suavemente, con un agotamiento, con una fiebre de dolor, deseando con fervor ser su perro. O sacrificar mi virilidad en el borde de esa fuente blanca del patio interior. He pasado los días empuñando una cadena que me desollaba la mano, conteniendo el ataque furioso de una jauría de negras bestias innominadas.  He puesto dos monedas en mis ojos y he controlado el paso de la sangre por mi corazón. Por las noches los demonios me tentaban. Algunas veces he custodiado mi cuerpo dormido al pie de los pilares, combatiendo esa fauna tentadora. Al amanecer, he purificado mi cuerpo con el agua de la fuente. De repente he despertado con los ojos llenos de lágrimas, entrada la mañana. Ella humedecía mi frente con el sólo contacto de sus manos. Ella me ha dicho "tienes fiebre".   ANFITRIÓN  Le ofreció asiento, le dijo que se pusiera cómoda, y que volvía en unos instantes. Entró al baño y se miró en el espejo. Se arregló el escaso pelo canoso, se pasó la mano por los rasgos angulares. La bata entreabierta dejaba ver el pecho flaco, decorado por una pelambrera que lo enorgullecía pese a ser ahora casi blanca.  Él era de ese tipo de hombre, o mejor dicho de gente, que vestidos e inmersos en el vaivén cotidiano, son corrientes, casi insignificantes, pasan desapercibidos en la multitud que llena las calles, pero que en otras circunstancias y despojados de sus vestimentas, entre cuatro paredes, son totalmente diferentes, crecen, se despliegan, como una mariposa cuando sale triunfante de la oruga. Del baño, y con la bata más cerrada, pero no totalmente, se dirigió a la cocina del pequeño departamento, desde donde interpeló a la mujer, ofreciéndole café. Ella entretanto, y sin pedirle permiso, había cruzado las piernas, encendido un cigarrillo y comenzado a fumar.   INICIACIÓN La Chabela en la noche del verano de 1947 y parece que gateo en el patio de la casa de Ñuñoa en la calle Hamburgo, tarde para un cabro tan chico, mis papás salieron, ella es mi niñera ocasional, entonces me lleva al jardín, se pone boca abajo sobre el pasto, se levanta las polleras, sus muslos son morenos y a la luz de la luna se vuelven marfil—me pone a horcajadas sobre ella—cacha cacha me dice y yo con mis palmas chicas pego en esas nalgas que desde mi mirada todavía pegada al suelo se ven enormes.   SUEÑOS Y CUANTOS     Unos físicos señalan después de investigar por años que existen  infinitos mundos paralelos. Y que si se intentara una medición cuántica, estos se desplegarían como un abanico de incontables dobleces—imperceptible para nosotros pero que sin embargo pueden provocar alteraciones—en este universo nuestro en que habitamos. Lo que no conocen todavía es lo que he estado fabricando  en sueños. No están tan despistados con la palabra infinitos.  Yo no puedo hacer que calcen en un solo conjunto todos los diversos lugares que visito por la noche, más de una vez, en más de una ciudad, o campo, o territorio. Ahora puedo respirar tranquilo. Ese producto de mis sueños que va tomando consistencia está lejos de ser un calidoscopio monstruoso, un abigarrado aborto que nacería muerto ahogado en los humores de sus incoherencias. Se trata de una flor de diferentes pétalos, cada uno un mundo paralelo, una de las mil flores que habrán de florecer.    COMO UN ÁNGEL EN MANOS DE UN BARBERO (Arthur Rimbaud) Vuelvo a Santiago, después de años afuera. Necesito un corte de pelo, mi melena gringa, muy vistosa. Medio espirituado, los choferes de taxi y los peluqueros son soplones de la dictadura, es un secreto a voces, me siento en la silla. El peluquero dice que se nota que vengo de afuera—será por la ropa, algo en el acento—. Aunque vivo en Canadá por precaución o persecuta le digo que estoy viviendo en Mendoza, en la Otra Banda. “Ah”, me dice “viví allá como cinco años antes de volverme a Chile”.   EL OCASO DEL DETECTIVE El inspector Llanos se aferraba a la pega con dientes y muelas, quizás este iba a ser su último caso.  La Dirección le había ido quitando paulatinamente recursos humanos y materiales, hombres de punto fijo, aduciendo en su momento y con razón la poca importancia de esa determinada pesquisa, un caso de tantos, que se repetían hasta el hastío en todas las megaciudades del continente. Además estaba en el trasfondo la cercanía de su jubilación, él había mantenido esa costumbre de dejar pasar el tiempo en la oficina, en el terreno, como esperando, o quizás intuyendo algo con su nariz de viejo sabueso pesimista, un golpe fulminante del destino, un ataque al corazón, una conseguida en la pega que lo pusiera de patitas en la calle sin derecho a la perseguidora. Últimamente no le habían querido asignar ni siquiera un paco de punto para su caso. Seguramente la Dirección pensaba que él era un asunto cerrado para ellos y no había nada que justificara seguir gastando en él muchos recursos, asignarle más gente. Además, que en lo que respecta a la virtualización del Servicio, él se consideraba un detective a la antigua, y pese a que no desconfiaba de la tecnología, creía más en la intuición, el trabajo del inconsciente, el regalo fortuito del azar.   Textos inéditos       ________________ Jorge Etcheverry Arcaya, Chileno, vive

Patio de luz | Sexo y paraíso (II)

«Le dije al de Las Galias: “no quiero estar contigo hoy”, a lo cual respondió: “te presentaré a unos amigos”. No demoró más de tres minutos para volver con diez jóvenes bien apertrechados, que miraban con ansia, para que eligiera a mi gusto. Todos estaban dispuestos a llevarme por la escalera de los ángeles caídos y seguir el rito que bien conocían. Mis ojos examinaron las cabezas, los brazos, los colgantes racimos. Hasta que fueron a dar y se quedaron en la estampa de un jovencísimo cadete con corte de cabello militar y una tobillera de oro en la pierna izquierda.» Al paraíso “Las Delicias” volví varios meses a encontrarme con el héroe de las Galias (u otros que se lo merecían). Me había aficionado a sus tamaños, que dejaban por lo menos un recuerdo semanal en la cotidianidad de los días que viajaba a la región de O´higgins a realizar clases. En esos viajes se despertaba la ensoñación de cruces y romerías. De torres adornadas con pendones anunciando que el reino ya estaba más cerca, mientras las alcancías ubicadas estratégicamente, se iban completando a medida que los campesinos avanzaban por la vía dolorosa y se abrían los altares para recibir el pecado de la pobreza transformado en hito de salvación y de falsas elevaciones que se hundían más en la tierra. Mientras tanto, en el paraíso yo sufría una leve trasmutación. Le dije al de Las Galias: “no quiero estar contigo hoy”, a lo cual respondió: “te presentaré a unos amigos”. No demoró más de tres minutos para volver con diez jóvenes bien apertrechados, que miraban con ansia, para que eligiera a mi gusto. Todos estaban dispuestos a llevarme por la escalera de los ángeles caídos y seguir el rito que bien conocían. Mis ojos examinaron las cabezas, los brazos, los colgantes racimos. Hasta que fueron a dar y se quedaron en la estampa de un jovencísimo cadete con corte de cabello militar y una tobillera de oro en la pierna izquierda. El muchacho, de 18 o 19 años, era un guerrero firme, recio y confiable. Estaba haciendo el servicio militar y, en los días de franco, asistía a ese templo para asegurarse algún dinero y hacer felices a quienes se lo solicitaban. Como un San Sebastián que se entregara a judíos y romanos, a los cuales dirigía su punzón repleto de leche tibia, entre suspiros y embestidas sin interrupción.  La cabina dejaba al descubierto a otros que, en el mismo trance, gozaban el mérito de subir por las esferas celestes, sin la consabida crucifixión, de la cual Santa Elena encontró las reliquias, que eran falsas.  El muchacho era comunicativo. Dijo que vivía en Isla de Maipo, y podíamos juntarnos allá de vez en cuando. Mis puntos geográficos referenciales de entonces (también de hoy día), no acertaban con la ubicación en el mapa del pueblo mencionado. Le respondí “tal vez”, en la trabazón de piernas, brazos, sexos, labios. Era fuerte, y hacía que uno se sintiera en plena confianza, tocando cada rincón de su anatomía y jugando con el benevolente prepucio, la cabeza escondida y la llamativa tobillera que le daba cierta distinción. Con él se galopaba al mismo peso y al mismo tranco. No defraudaba al pedir más y la entrega total era un beso prolongado hasta cerrar los ojos. Un momento después de terminada la colisión, y lleno de semillas del conscripto que tal vez, en un pasado remoto, haya sido el monaguillo principal de aquellos domingos tétricos, con autoridad me dijo: “nos vemos aquí en dos semanas, el mismo día y la misma hora. Sentí que me nacían alas, que podría volar como un Eros pantocrátor, que cualquier altar de las catedrales del mundo querrían poseer. Esperé con ansia el paso de las horas que cumplieran dos semanas para volver a la capital. Pasados los misterios dolorosos y las horas en buses y carros de metro, llegué al lugar de los encuentros. Quedé perplejo. “Las Delicias” estaba clausurado por tablones y a ambos lados de la puerta se erigían andamios que ocupaban trabajadores. Por una puerta lateral sacaban escombros en una carretilla. Pregunté a los obreros qué ocurría. Me contestaron que era una nueva construcción. Más allá un pequeño letrero anunciaba “nueva dirección: Ecuador xxxx”. A toda prisa comencé a buscar. De arriba abajo por la calle Ecuador el número no existía. Menos aún el lugar de los placeres. Cansado. Estupefacto de tanto recorrer y de pensar que había caído por la escala del paraíso perdido para siempre, lo único que se me ocurrió fue ir a dar una caminata por el paseo Ahumada. El mundo (la ciudad), parecía oscuro. Sentía como si un bisturí diseccionara el cerebro, el corazón, los brazos. El “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” se coreaba en forma desafiante desde Arica hasta Magallanes, como si cada hombre se hubiese convertido en una campana, que con esas frases herían mis oídos y prefiguraban un futuro de obtusas ceremonias que me culpaban, lanzándome a un insulso infierno creado para someter por miedo desde la ciudad de las siete colinas hasta el último pedazo de hielo en la Antártica. Me detuve por algunos minutos fuera de la catedral. Un mendigo sucio y desarrapado se masturbaba, como si estuviera regocijando a su Adonis que le miraba desde una sombra insondable. Los transeúntes, embebidos en sus salmos y oraciones, porque el reino ya venía, no se percataron de tal acontecimiento (oprobioso para la curia entera y la élite cursi). Comprendí, en una visión reveladora, que el paraíso seguía intacto. Que sólo quedaba buscarlo y refocilarse en él sin ninguna medida. Entonces me reí a carcajadas. En ese instante mismo, fui yo de nuevo.    

Fichero | «Carne de perro» de Germán Marín: Esperando la muerte sobre un techo de zinc

«Con ese lenguaje seco y gramaticalmente anguloso, desprovisto de bellaquerías líricas, delicadezas del corazón o trampas herméticas, que caracterizan la prosa de este enorme narrador chileno, en esta breve novela histórica Marín nos hace reflexionar no solo en torno a la violencia y su uso, sino también en torno al pragmatismo y su abuso, situándose en un espacio intermedio, indeterminado, que se mezcla con el frío de la noche donde Ronald Rivera y los suyos esperan el combate y la muerte.» Estamos en 1971, Salvador Allende se encuentra en el poder y un comando del VOP (Vanguardia Organizada del Pueblo) asesina a Edmundo Pérez Zujovic, ex ministro del interior del gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva, ametrallándolo en su propio vehículo. El asesinato –cometido el 8 de junio de ese año– consistió en un “ajusticiamiento revolucionario a un masacrador”, según señalaron sus autores, dada la responsabilidad de Pérez Zujovic en la llamada “masacre de Puerto Montt” o “matanza de Pampa Irigoin”, como también se le ha llamado a este hecho, acaecido el 9 de marzo de 1969. Ese día de fines de verano, premunidas de fuerte armamento –entre ellos fusiles SIG y carabinas Mauser– fuerzas de carabineros procedieron a desalojar una toma realizada por pobladores de escasos recursos en terrenos aledaños a sectores de Pampa Irigoin que ya se encontraban tomados. En esta acción policial, justificada públicamente por Pérez Zujovic, fueron asesinados once pobladores, incluyendo una guagua de tres meses y más de veinte personas resultaron heridas de bala. El trágico suceso, que Víctor Jara denunció con la canción “Preguntas por Puerto Montt”, generó el repudio de la clase política chilena, principalmente de la izquierda, que no jugó a matizarlo como hicieron otros sectores.   Dos años más tarde –y ya con la Unidad Popular en el poder– el asesinato de Edmundo Pérez Zujovic, que fue condenado también por todos los sectores políticos del país (incluyendo al revolucionario MIR), fue una mala noticia para Allende y su gobierno, pues implicaba el distanciamiento de la Democracia Cristiana y el fortalecimiento de la derecha, dado que él mismo presidente socialista había indultado poco antes a uno de los participantes del crimen. En estas circunstancias, Allende decretó estado de emergencia y toque de queda en Santiago, desplegándose un amplio operativo policial y militar para dar con los responsables y así mostrar credenciales democráticas. Cuatro días más tarde está búsqueda llega a su fin, pues los integrantes del comando que dio muerte al ex ministro del interior son ubicados en una casa de calle Coronel Alvarado, en las cercanías del Hipódromo Chile, en el sector norte de Santiago. Los efectivos –dirigidos por el director de la PDI, Eduardo “Coco Paredes”– rodean la casa al anochecer, preparándose para lo que sería uno más de los hechos de violencia política que caracterizan nuestra historia.  La tensa espera entre este momento y el enfrentamiento es lo que narra Germán Marín (Santiago, 1934-2019) en Carne de perro (Random House Mondadori, 2008), novela dada a conocer por su autor en los años noventa. El protagonista es Ronald Rivera, líder del VOP, grupo que mantuvo las armas en alto durante el gobierno de Allende y que consideraba necesario integrar al lumpen a la revolución, dada la pusilanimidad del obrero en cuanto a tomar las armas. Con ese lenguaje seco y gramaticalmente anguloso, desprovisto de bellaquerías líricas, delicadezas del corazón o trampas herméticas, que caracterizan la prosa de este enorme narrador chileno, en esta breve novela histórica Marín nos hace reflexionar no solo en torno a la violencia y su uso, sino también en torno al pragmatismo y su abuso, situándose en un espacio intermedio, indeterminado, que se mezcla con el frío de la noche donde Ronald Rivera y los suyos esperan el combate y la muerte, pues no se rendirán, no está en sus planes, puesto que ellos son los únicos fieles a la revolución, esa “palabra cargada de profecías que anunciaba, tras la derrota de la burguesía, una nueva era a través de la violencia de la justicia proletaria”, como indica el líder del VOP mientras se encuentra posicionado sobre el techo de zinc donde hace guardia. El desenlace de la novela, dado su carácter histórico, no tiene ningún misterio, sin embargo Marín la dota de suspenso, crudeza, morbosidad y especulaciones diversas que tejen un texto difícil de abandonar, donde Rivera, acorralado, va y viene entre recuerdos, proclamas y pensamientos. Como último apunte, Carne de perro permitirá a algunos recorrer ese conocido y manido adagio que señala que la violencia llama a más violencia, dado que, en este caso, los asesinos de Pérez Zujovic –responsable del asesinato de los pobladores de Puerto Montt– fueron asesinados a su vez –como sugiere Marín– por las fuerzas dirigidas por Coco Paredes, quien dos años más tarde fue asesinado por efectivos de las FFAA durante la dictadura de Pinochet y sus socios proto republicanos, proto errene y proto udi. Igual suerte siguió Víctor Jara, quien en su canción “Preguntas por Puerto Montt” señala: “Usted debe responder / señor Pérez Zujovic: / ¿por qué al pueblo indefenso / contestaron con fusil?” Encontró la muerte, también, uno de los integrantes del comando VOP que no se hallaba en la casa de Coronel Alvarado esa tarde trágica, Heriberto Salas Bello, alias “El Viejo”, quien al poco tiempo, y en un acto de venganza, atacó en solitario el cuartel general de la PDI, asesinando en este acto suicida a tres detectives. Para los más radicales, en cambio, y dados los sucesos de septiembre de 1973, donde la violencia militar se impuso e impuso el Chile en que vivimos hoy en día, Carne de perro les permitirá afirmar que la vía armada era el camino para construir una sociedad distinta, mas justa, menos idiota; que la vía chilena al socialismo, basada en mecanismos democráticos, era una pérdida de tiempo; que el VOP fue el único que no cayó en la trampa de la derecha y los gringos, que finalmente nos convirtieron a todos en esos personajes deleznables que “van juntitos al supermarket / y (…) tienen un televisor”, de los que hablaba Víctor Jara al referirse irónicamente a la

Narrativa chilena actual | Situaciones (I)

«Muchos adultos se le acercaban, las mujeres lo miraban, le sonreían “Es Pereda”, me dije. Me aproximé “¿Pereda?”—El mismo que viste y calza. ¿Carvajal? — “¿Se me nota?”—Sí, no has cambiado mucho—. Totalmente falso, me conservo pésimo, no como él. Y me llamo realmente Azócar.» PAYASO El payaso no podía ser Pereda, pensé, cuando vi que mi nieta y una multitud de niños alborozados corrían a tocar los amplios pantalones a franjas, los faldones de la chaqueta granate, a retorcer los botones mientras reían histéricamente. Muchos adultos se le acercaban, las mujeres lo miraban, le sonreían “Es Pereda”, me dije. Me aproximé “¿Pereda?”—El mismo que viste y calza. ¿Carvajal? — “¿Se me nota?”—Sí, no has cambiado mucho—. Totalmente falso, me conservo pésimo, no como él. Y me llamo realmente Azócar. Ya casi toda la gente había salido de la carpa, los enanos gemelos y la equilibrista albina recogían los desperdicios de la multitud. Él me seguía diciendo Carvajal, chapa de aquella época, cuando le había causado gracia eso que le dije de que Chile iba a ser el último país en hacerse socialista e iban a venir turistas de todas partes del mundo, dirían “cómo viven estas bestias”. Pero esto fue preludio de mi alejamiento del Movimiento que Pereda condujo y radicalizó y a estas alturas lo andaban siguiendo moros y cristianos, oficial y no oficialmente, usté me entiende. Pero me estaba diciendo que a quién se le iba a ocurrir investigar a un circo chico, rasca, cruzaban las fronteras varias veces al año, nadie metido en política se iba a apersonar, tú, claro, con esa porrada de nietos y me acuerdo en detalle de su cara de payaso, su última máscara, ya que ese circo desapareció en los incendios en el Sur.   LA DEL ABRIGO AZUL Que no me deja a sol ni a sombra—aparece en una mesa vecina en el café con su tableta, sus anteojos, su pálida cara de niña—otras veces la miro caminar hacia mí en las veredas, la noto desde la ventana del bus con una bolsa de compras—o que barría la vereda una vez cuando yo andaba por otro barrio, o que estaba alimentando palomas en un banco del parque—no es ella la que parece estar sentada en el living frente a la computadora cuando me levanté al baño. Me había tomado casi una botella entera—no  puede ser ella la que se me aparece en sueños, la que me susurra “escríbeme”, pero eso hago.   ORÍGENES DE UN VINO ITALIANO QUE SE TOMA FRENTE A LA TELE Me siento frente a la tele para ver si dan alguna película europea en el canal francés con cubitos de queso a la mano, tajadas de salame, unos chocolates, y esa botella de vino italiano que me pasó a dejar Doña Chepa el otro día a la oficina, que en realidad no es “oficina”, es un cubículo. Se trata de un mosto bastante bueno comparado con otros, y quizás caro, pero de gusto más o menos nomás, un poco dulzón, parecido al que los italianos de la ciudad fabrican en sus alambiques caseros, y bastante parecido a ese un mezzo litro di vino rosso de la casa signora que  había pedido cuando me había juntado con ella en ese restaurante italiano porque me queda casi al frente y entonces no tenía que estar sacando el auto, y esa vez ese fulano joven que ella había presentado como su hermano también se había sentado con nosotros por unos minutos, había intercambiado conmigo unas cuantas palabras comunes sobre el tiempo, bastante adaptado a país se lo notaba, pese a lo joven, casi no tenía acento y parecía muy natural con ese tipo de cháchara que la gente emplea aquí para sacarle el cuerpo a los temas peliagudos o a cualquier tema o simplemente para enfrascarse en una conversación neutra y así ser corteses y dejar pasar el tiempo. El tipo, harto más joven que la Chepa y con el pelo muy moreno y erizado en un corte de pelo tipo escobillón me había estado mirando todo el rato, con los dedos cruzados, y me sonreía de vez en cuando con una boca llena de dientes, muy blancos y sanos, hasta que se levantó un poco abruptamente y me tendió una mano “me tengo que ir, ya nos vemos por ahí” “Chao Chepa” y le dio un leve y apurado beso en la mejilla antes de perderse rápido con sus pasitos cortos de petiso.   ROBOT E IDENTIDAD  Ponición de pilas. No parece adecuado. No se escucha, al menos yo no lo he escuchado. Postura de las pilas, sí, ponerse las pilas es incluso una expresión, pero postura es además adoptar una posición, una idea, y es la manera en que se dispone el cuerpo, posición firme, por ejemplo. Para un F14 no está mal plantearse este tipo de preguntas (claro que no es positivo manifestarlas). Un F14 se supone que es básicamente funcional, solo tiene intercambios verbales según sea necesario para efectuar alguna tarea con otras entidades. El F15, por el contrario, tiene un implante superior, con más entradas, aunque tenga un físico idéntico a nosotros, es decir humanoide. El F15 tiene además tareas de supervisión, sería quizás mejor decir supervigilancia, ya que precisamente esa falta de distinción aparente le permite desempeñar sus tareas. Tiene programado un manejo del lenguaje coloquial, del léxico y los modos de expresión, es decir puede pasar por gente. En cambio, cuando nosotros abrimos la boca se nota inmediatamente lo que somos, aunque nuestro físico sea humanamente bastante aceptable. He oído decir que el F15 puede incluso hacer el amor y puede experimentar placer. Nosotros en cambio tenemos que saber por ejemplo exactamente qué comer a la hora del desayuno, para no causar inquietud si nos toca compartir una mesa con trabajadores humanos, por ejemplo.   ESCRITORES DE LA(S) DIÁSPORA(S) El  vino parece un ingrediente tan infaltado como infaltable en estos ágapes que celebran el lanzamiento de libros, la apertura de exposiciones (o exhibiciones) de

Perfiles | La perfumista

«Recuerdo que cuando niña –yo tendría unos diez años y la Cata, ocho–, mi papi nos construyó un columpio. Era de madera verde y el sillín, que se hallaba sostenido por gruesas cadenas, estaba pintado de rojo furioso. Emocionada me subí con mi amada Barbie Rapunzel una vez que estuvo listo. Mi propio padre me dio impulso. Aún siento sus grandes manos calientes en mi espalda.» Mamá murió de una enfermedad rara, nadie supo claramente lo que le ocurrió, lo concreto es que antes de partir de este mundo se le puso la piel morada, presentaba dificultades tanto para alimentarse como para respirar, orinaba y defecaba con sangre y decía tener mucha sed, al punto que le aparecieron cientos de pequeñas llagas en la lengua y en el paladar. Recuerdo que para animarla le compré una barra de chocolate con almendras –su golosina favorita– y no pudo darle más que una mascada antes de vomitar hasta el alma. Estuvo así cerca de un mes y luego dejó de respirar. El médico que la atendió elaboró un montón de teorías y todas fallaron. Mieloma, embolia pulmonar, hemofilia, hiperglucemia y decenas de otros extraños términos circularon por mis oídos durante esos treinta días frenéticos que duró su agonía. Era como la ruleta de la muerte. Durante ese tiempo la cuidé como pude, le cambié los pañales a diario, le di sopa de posta y duraznos cocidos, le lavé su cuerpecito con una esponja y jabón de glicerina, le mantuve su pieza ventilada y calefaccionada, le di sus sedantes cada seis horas, la llevé al hospital cada vez que fue necesario y me quedaba hasta tarde con ella viendo antiguas películas románticas únicamente para acompañarla. Todo esto lo hice sola, quitándole tiempo a mi emprendimiento de venta de perfumes alternativos –o emulaciones como también se les llama– pues mi hermana menor, la poeta, se hallaba en Bélgica, en un congreso mundial, enfrascada en sus importantes luchas por la liberación de la mujer. Sería bueno que dejara a su mamita en el instituto medico legal durante algún tiempo, me solicitó el médico tras el deceso. La idea –siguió– es estudiar las causas de su muerte, pues fue todo tan rápido que no fue posible hacerle los exámenes necesarios para dilucidar claramente de qué estaba enferma. Yo estuve de acuerdo y firmé un montón de papeles autorizando estas acciones. Al principio no estaba completamente segura, pues tenía la idea de que los médicos la convertirían en un conejillo de Indias. Me convenció, finalmente, la posibilidad de que se tratase de una enfermedad hereditaria que me podría afectar a mí o a la Cata en el futuro. De eso han pasado más de tres meses y pese a que he solicitado que me entreguen el cuerpo para enterrarla, ya han tenido bastante tiempo para realizar sus estudios, eso aún no ocurre. Lo bueno de esto es que he podido seguir visitándola, viéndola, estando con ella. Con mascarilla y guantes voy dos veces a la semana a la morgue y la peino y le hablo y le hago cariño y la perfumo. Por suerte se ha mantenido bastante bien. Claro, porque mi mamita siempre se preocupó mucho del cuidado de su cuerpo. Además, cuando falleció apenas tenía cincuenta y cinco años, estaba súper joven y se le nota. Weon mi papi que la dejó y se fue con una dominicana de culo gigante y cerebro enano. Eso pasó cuando la Cata y yo teníamos menos de quince. Hoy estamos prontas a doblar esa edad.  La voy a ver los martes y los jueves, que es cuando tengo algo de tiempo libre. Generalmente le aplico Moy, mi propuesta para el famoso Christian Dior Joy –su perfume favorito–, aunque también he probado con Suite, mi versión del prestigioso Lancome La Nuit y con Lina Ricca, que corresponde al delicado aroma de Nina Ricci, aunque mi emulación diría que es incluso mejor lograda, más sutil, más pregnante, más misteriosa. Y obviamente a un precio mucho más bajo. De más está decir que le aplico colorete para darle un poco de vida a sus mejillas, que del morado gradualmente pasaron al blanco invierno, cosa que le encantaría, pues admiraba a Olivia Newton John, la de la película Grease, su ídola juvenil, razón por la cual se pintaba de rubio su pelito y nunca estuvo muy conforme con el tono cobrizo de su piel. Usando mi iphone le pongo también su canción favorita, “Hopelessly devoted to you”, que creo que significa algo así como “desesperadamente dedicada a ti”, tema de la misma Olivia Newton John que tarareaba cuando se ponía medio nostálgica. Qué guapa está su mami, me dice el encargado de la sala de refrigeración cuando me ve acicalándola. Es un tipo buena onda, Fabián se llama, y es quien debe sacar y luego guardar la bandeja cada vez que voy a verla. Fabián me recuerda a mi padre cuando era joven y vivía con nosotras. Tiene su misma mandíbula cuadrada, sus mismos ojos de almendra y su mismo cabello negro rizado. Su sonrisa también es muy parecida. Igualmente su actitud amable, aparentemente humilde, como de vendedor de maní confitado o cochayuyo.  Recuerdo que cuando niña –yo tendría unos diez años y la Cata, ocho–, mi papi nos construyó un columpio. Era de madera verde y el sillín, que se hallaba sostenido por gruesas cadenas, estaba pintado de rojo furioso. Emocionada me subí con mi amada Barbie Rapunzel una vez que estuvo listo. Mi propio padre me dio impulso. Aún siento sus grandes manos calientes en mi espalda. Debe haber sido primavera porque había mucho verdor en nuestro pequeño patio. Mi madre –desde la puerta de la cocina– miraba la escena con ojos brillantes. Recién se había teñido el cabello y su cabeza desprendía rayos dorados. Yo iba y venía cuando mi padre fue donde la Cata –que en ese tiempo era mi hermanito Carlos, el Lito– y lo tomó de la cintura para llevarlo al sillín. El Lito movió los brazos y pataleó para liberarse, luego corrió donde mi madre y quiso abrazarla, pero ella le dijo que no fuera tontito, que era solo un juego y se puso rígida y colocó sus manos en la espalda, sin corresponder su abrazo. La Cata entrecerró sus ojos oscuros, almendrados como los de mi padre, y lanzó un largo grito. Se trató de un

Patio de luz | Sexo y paraíso (I)

«Adentrándome un poco más en el amplio espacio, noté que había ciertos objetos aparentemente de factura romana. Unas tinas de metal con patas ensortijadas, una especie de reposaderos que en verdad parecían de mármol y algunas molduras que bregaban por quedarse en su lugar antes de caer al piso, que las haría trizas. Minutos después de mirar el contorno, me percaté que desde los halos de humo aparecían hombres completamente desnudos, y otros que sujetaban una toallita tapando sus partes pudendas. Había mucho para impresionarse: de lo pequeño a lo grande…y a lo inmenso. Me entró un cierto gozo y a la vez cierto temor de principiante en esas lides.» En mi historia de Papas y Cardenales, con vestiduras blancas o rojas, recamadas de oro y encaje, mitras, crucifijos y grandes anillos de rubíes, zafiros o esmeraldas, que se pavonean por la Plaza de San Pedro. O desde el balcón del Vaticano si ha salido humo blanco, saludando a una multitud de alucinados que se han hecho flagelar durante largos años (porque el reino está cerca). O están ahí porque tal vez piensan que un rayo celestial o un ovni los llevará a la tierra prometida, nunca experimenté nada. En las procesiones de curas con inciensos, velones y aguas benditas, mientras se representaba la pasión de un Cristo que todavía no sabemos científicamente si existió o no, junto al gran panfleto de los Evangelios, he tenido (no en la plaza de Roma ni en las dichas procesiones), acercamientos al paraíso que me han llenado el cuerpo y el alma. Si quiero remover un poco las hojas del calendario, donde hoy día existe una multitienda erigida cerca de la Estación Central, en Santiago, en el albor de los 80, conocí el primer paso al paraíso al que cualquier enterado tenía acceso. Una mujer desdentada, de risa burlona, recibía el tributo para ingresar a la sobrenatural experiencia. Por supuesto la desdentada no era la Virgen María, ni una de sus siervas. Ni menos aún el palomo que le acribilló su virginidad con frases laudatorias. El paraíso se llamaba “Las Delicias”. Y nunca un nombre fue tan perfecto para definir lo que ofrecía. Que no era ventas de indulgencias ni un recorrido guiado por los lindes del cielo y el infierno. Después de pagar el tributo me pareció entrar a una especie de subterráneo, pero iluminado, húmedo, con bocanadas de vapor que salían de alguna parte. La higiene no era el blancor excepcional que promueven los detergentes para la ropa, ni el olor a limón de los lavalozas. Se sentía más bien una especie de alcantarilla que se hubiese abierto por algún descuido impertinente. Adentrándome un poco más en el amplio espacio, noté que había ciertos objetos aparentemente de factura romana. Unas tinas de metal con patas ensortijadas, una especie de reposaderos que en verdad parecían de mármol y algunas molduras que bregaban por quedarse en su lugar antes de caer al piso, que las haría trizas. Minutos después de mirar el contorno, me percaté que desde los halos de humo aparecían hombres completamente desnudos, y otros que sujetaban una toallita tapando sus partes pudendas. Había mucho para impresionarse: de lo pequeño a lo grande…y a lo inmenso. Me entró un cierto gozo y a la vez cierto temor de principiante en esas lides. Algunos de los hombres desnudos parecían héroes de Las Galias; porque otros eran réplicas exactas de esperpentos del averno. Uno de la altura y el grosor de las Galias se acercó y me dijo: ¿quieres un masaje?, a lo que respondí sin vacilar: sí. Me retiró la toallita de pudor y me dirigió a uno de los que he llamado “reposaderos”. Tenía como 60 centímetros de alto. Levantando una pierna, mi humanidad completa cabía en ese frío marmolesco que era suprimido un poco por el calor que emanaba de las recias columnas de mi héroe. Me tendí boca abajo, porque mi sexo reclamaba una erección que sería demasiado notoria si lo hacía mirando al techo y a los ojos de quien comenzaba a fregar mis hombros y espalda con sus amplias manos. A medida que hacía su trabajo sobre mi piel algo erizada, se acercaba más y más a los bordes del reposero, para que mis brazos tocaran sus piernas y se enteraran a la perfección de su anatomía del bajo vientre. Mi cabeza y mi gozo querían explotar, deshacerse del cardumen de pececillos que empujaban el glande. Poco a poco sus manos fueron descendiendo, hasta llegar a las nalgas…y comencé a sentir una tibia humedad que penetraba por mi flanco desierto. Un dedo se colaba por esa rendija, enloqueciendo el elástico que se abría y cerraba. Entonces me dijo: “date vuelta”. Le respondí “no puedo” (por razones obvias, ¿no creen?). Y sugirió “vamos al segundo piso”. Yo no tenía la más empolvada idea de lo que habría en el segundo piso, pero le dije que bueno.  La escala del paraíso era maltrecha. Me dio la impresión que muchos ángeles habían rodado por entre esos peldaños para dejarla en tal estado. Pero no me importó. Seguí al héroe o arcángel hasta donde su voluntad me llevara. Subida la escala, al lado derecho se apreciaba un mesón detrás del que se encontraban unos hombres. El de las Galias pidió dos tragos y dijo a uno de los que atendían el bebedero: “pásame la llave de la tres”. Nos bebimos el trago y nos dirigimos a esa “tres” que mi pensamiento trataba de entrever como cuando se completa un puzle, sin acertar.  Llegamos al número tres y la mano que se paseó por mi espalda y más abajo, abrió la puerta. Era una cabina tipo casas “COPEVA”, con rendijas por donde entraba la luz y se veía a cualquier parte. Un tablón hacía de cama (por lo menos estaba cepillado), lugar donde me senté y comencé a acariciar al héroe de las Galias. Me puse de pie. Nos besamos con el calor asfixiante que emanaba de los cuerpos. Lo abracé,

Poesía chilena actual | Matías Rivas: Tres tragedias

SUPERMERCADO   Por influencia tuya comencé a comprar duraznos. Cuando íbamos al supermercado tú siempre comprabas un par de kilos de duraznos para tu hijo mayor. En cambio, yo partía derecho a la sección pastas y carnes. Llenaba el carro con lasañas congeladas, pizzas y salsas de tomates. Recuerdo que comprabas una docena de huevos con omega 3, queso fresco y quínoa. Más de una vez te vi llevar yogurt natural y un kilo de uvas. Hacíamos de estos encuentros un enredo fascinante de mensajes en clave con la ilusión de que pareciera casual conversar en los pasillos abarrotados de comida del supermercado más lejano de tu casa y cercano de la mía. Hablábamos de amor con susurros histéricos, nos hacíamos promesas calientes. Incluso rozábamos nuestras piernas agachados para sacar el azúcar rubia. Después nos mirábamos unos minutos. Me decías cariño en un tono suave que súbitamente cambiaba cuando venía alguien. Te gustaba tener fósforos en cantidad, por superstición. Te preocupabas de que nunca faltara en tu refrigerador el brócoli.  Con las compras listas partías a pagar, mientras te esperaba en mi auto en el estacionamiento. Lo mío eran sólo un par de bolsas que echaba atrás. Lo tuyo era alimento para tus hijos y tu marido vegetariano. Le pedías a un joven que te ayudara a llevar las bolsas a tu auto  y que las descargara en la maleta. Luego partías donde yo estaba, cortando distancia por pasillos con autos estacionados. Abrías la puerta y te lanzabas a mi cuello. “No quiero que volvamos a pasar por esto. Quiero que te cuides y te guardes para mí. ¿Entiendes amor?” Me tocabas entre las piernas para sentir si lo tenía duro. Salías dando un portazo con mi olor en tu pelo. Caminabas hacia tu auto sacudiendo tus caderas. Ibas con pantalones apretados y botas negras. Me quedaba fumando. Encendías el motor, retrocedías  y partías directo a tu casa.     RECIÉN CASADOS   La orilla café de la taza nos sale con agua caliente. El borde tiene grabado mis labios, lo que te molesta. No sé si será posible sacar la mancha con recriminaciones. Lo cierto es que gotea bajo el colchón toda la noche. Las frazadas y el cansancio tienen olor a sospecha. No avanzamos, pese a las quejas y reconciliaciones. Pero tampoco queremos dar un paso más. Te duelen las rodillas y a mí los codos. A ambos nos cuesta dormir con las mandíbulas férreas.   Me dices que escuchas cómo un niño va llorando al baño. –Yo voy, tú quédate durmiendo, que mañana tienes que salir temprano.   Te veo apagar la luz con el niño en los brazos. Miro –entre las sombras– mi ropa colgada. Escucho mi aliento seco, cortado, y las piernas rendidas. Quedan pocas horas de sueño y resignación. Mañana, seguro, ni me sentirás cuando me vaya.     CASO DESCRITO   Nos enviábamos mensajes y nos llamábamos todo el día. Se volvió rápido una relación seria. Hasta tal punto llegué a conocerla y encariñarme con ella, que un día su hija mayor me llamó papá. Nos fuimos a vivir donde su madre. Y pese a ciertas incomodidades, disfrutamos esos años. Las cosas se empezaron a poner complicadas una tarde  en la que una amiga le dijo a mi mujer que no confiara. Me había visto tomar un taxi con una compañera del trabajo. Mi mujer me empezó a subir el tono de voz. Se puso más fría en la cama, salvo cuando me enojaba. Después de pelear me llevaba al dormitorio y me mostraba su voracidad sexual de una forma  que me daba miedo y celos de que otro gozara su descaro. A los días se apagaba y volvía el rencor. Una vez al llegar a la casa me empujó. Le dije que no se dejara envenenar,  que su amiga tenía envidia por la vida que teníamos juntos. No me creyó: “Las cosas tienen que ser parejas entre nosotros, así te la haré con otro sin decírtelo,  por dignidad, tengo que sacarme esta espina”. Empecé a partir nervioso en las mañanas. Un par de meses después llegó a mi trabajo. La vi parada con ropa liviana, apretada y taco alto. “Vamos a conversar solos, no aguanto más”, fue su primera frase. Prendió un cigarrillo y me lanzó con desdén: “Me estoy metiendo con alguien”. A lo que contesté, con la garganta seca: “Esta sería tu venganza”. “No. Esto es serio. Se trata de mi felicidad y de la seguridad de las niñas”.  Mira a mi izquierda y vi cómo se alejaban mis compañeros  camino a sus casas, riendo unos, otros callados. Había mujeres que se subían a autos  y los más jóvenes andaban en grupo.  Nos sentamos y pedimos un café y fumamos. “Vine porque no quiero que vuelvas a la casa  ni que te acerques a las niñas. Está claro. Te voy a dejar toda la ropa y tus cosas donde tu madre. Esto ha sido muy terrible para mí. Por fin encontré el amor y ahora sé lo que es sentirse protegida.  No puedo pasar más miedos ni angustias contigo. No eres un mal hombre, lo reconozco. Por eso quédate con el mejor recuerdo mío y de mis hijas.  No te despidas, no quiero que sufran, no lo merecen.  Sólo te ruego que no te aparezcas más.  Es lo mejor para todos.       ______________________ Matías Rivas (Santiago, 1971) es poeta, ensayista y director de Ediciones UDP. Ha publicado los poemarios: Aniversario y otros poemas (1997), Un muerto equivocado (2011), Tragedias oportunas (2016) y Un poema de amor (2023). Los poemas publicados fueron tomados de “Tragedias oportunas”, Ediciones Tácitas, Santiago de Chile, 2016.