Literatura

Fichero | Manejo integral de residuos

«Como el perspicaz lector de El Mal Menor habrá advertido, lo que se echa de menos en los versos recién citados de Nicolás Meneses es justamente aquello que entendemos como poesía, dado que en el primer caso nos hallamos ante una descripción narrativa sin mayor brillo ni profundidad y, en el segundo, ante un testimonio similar al que podría mostrar un reportaje televisivo, sin que existan elementos retóricos que den resonancia a lo dicho, es decir, que amplíen los márgenes de sentido del texto, más aun tratándose de un tema clave -los residuos, lo residual- tanto en la estética contemporánea como en el ambiente socio-ecológico actual.» Publicado en 2019 por editorial Overol, Manejo integral de residuos, de Nicolás Meneses (Buin, 1992), es un poemario que se propone exponer la situación de aquellos trabajadores que se dedican a recoger la basura -nuestra basura- en la ciudad de Santiago de Chile. Desarrolla, para este objetivo: “una exploración de carácter documental”, como nos indica una voz anónima en una de las solapas del libro. En tal sentido, la estructura de la obra se ajusta -literariamente hablando- a este género audiovisual, ya que contiene poemas escritos en tercera y en primera persona, que se pueden asimilar, respectivamente, a la cámara (lo visual) y a las voces de los protagonistas (el audio). Como ejemplo del primer caso -lo visual- uno de los poemas (que carece de título, como todos los que componen la obra) consiste en el siguiente plano general: “El camión recolector / dobla la esquina / en sordina macabra / hacia el pasaje”. Para el caso de poemas asimilables al “audio”, se pueden hallar versos como el que sigue: “Tomamos desayuno en el camión / almorzamos en el primer parque / que nos pilla, pasamos el mes / gracias a las peguitas extra / y dicen que somos irresponsables.”  Como el perspicaz lector de El Mal Menor habrá advertido, lo que se echa de menos en los versos recién citados de Nicolás Meneses es justamente aquello que entendemos como poesía, dado que en el primer caso nos hallamos ante una descripción narrativa sin mayor brillo ni profundidad y, en el segundo, ante un testimonio similar al que podría mostrar un reportaje televisivo, sin que existan elementos retóricos que den resonancia a lo dicho, es decir, que amplíen los márgenes de sentido del texto, más aun tratándose de un tema clave -los residuos, lo residual- tanto en la estética contemporánea como en el ambiente socio-ecológico actual. En algunos textos, esta falta de “poeticidad” se intenta suplir recurriendo a un lirismo gastado, convencional, tradicionalista, como ocurre en el siguiente poema: “Entra en el minúsculo pasaje / con más autoridad que la yuta / más alboroto que el repartidor de gas / buscando el alma de los perros / la luz de quien barre su lugar en el mundo / el niño que juega con tierra / y sonríe mirando una nube.” Los tres primeros versos de este poema funcionan en clave visual, mostrándonos tanto el alboroto como la naturalidad de la llegada del camión recolector a un sector determinado de la ciudad, cosa que todos hemos experimentado alguna vez. Los cuatro versos restantes apuntan, sin embargo, en otra dirección, dando la idea -sin asidero- de que la llegada del camión recolector representa poco menos que la aparición de un ente de carácter espiritual, algo así como un redentor a la población, usando para esto, como se dijo, un lenguaje lírico gastado, agotado, que se aleja, además, del estilo documental de la obra. La construcción del recolector de basura, por otra parte, se mantiene en un plano más bien superficial, construyendo un personaje popular genérico bastante cliché. Así, Meneses nos informa que estos trabajadores desempeñan su labor: “Clavados colgando del camión / equipados con la camiseta de fútbol / y el buzo arremangado.” O que tienen que: “Mear sobre ella [la basura] / por no tener un baño cerca”, como si estas pésimas condiciones laborales fuesen una novedad para el lector. Sitúa, en otro poema, las siguientes palabras en boca de un recolector: “Juntamos los cartones / que pillamos en las rondas / sólo a veces los dejan apartados. / El Torombolo nos paga con chirlitos / pero igual nos alcanza para unas chelas / que tomamos mientras suena la radio / y nuestras voces se mueven como moscas / sobre la maleza”. En estos versos, donde el alcohol funciona como atenuante de una labor que se asume con conformismo, los trabajadores víctimas se expresan mediante un lenguaje coloquial plano, como si fuesen incapaces de reflexionar con mayor profundidad acerca de su situación en el mundo. Los dos versos finales, en tanto, están formulados mediante el mismo lirismo gastado del que se habló en el párrafo anterior, cayendo en el facilismo, en lo gratuito, en la “demagogia poética”, generando una poesía que recuerda al realismo socialista, una poesía que se quedó pegada en el pasado. Ante esto, cabe citar lo señalado por el poeta mexicano José Emilio Pacheco en su poema “El centenario de Gustave Flaubert”, específicamente aquellos versos donde señala que todo escritor “debe honrar / el idioma que le fue dado en préstamo, no permitir / su corrupción ni su parálisis, ya que con él / se pudriría también el pensamiento.”  Se agradece, finalmente, la intención del autor al exponer las condiciones en que trabajan los recolectores de basura mediante la poesía, puesto que representa un intento de integrar este lenguaje y esta forma de conocimiento al debate nacional. Los poemas contenidos en Manejo integral de residuos, sin embargo, no logran despegar, son avionetas sin motor, puesto que no escapan de los estereotipos que se han construido en torno a estos personajes, funcionando apenas como simples esbozos realistas que, probablemente, quisieron ser textos de corte objetivista. Influye en esto, quizá, el hecho de que Meneses, como se señala en el poemario, es un narrador y no todo el mundo tiene la capacidad para expresarse en ambos lenguajes. La poesía, se le recuerda al autor, debe

Perfiles | Vacaciones en el Caribe

«Una de las razones que me llevaron al resort, recordé entonces, fue el comentario de Francisco Robles, de grandes empresas, que me indicó que la repartija de tragos comenzaba de mañana y no paraba hasta el amanecer. Puedes estar borracho todo el día todos los días, señaló con entusiasmo. Acuérdate, eso sí, de comprar un paquete con tragos ilimitados. Yo me vi borracho durante siete días. Siete días de inconsciencia, de aturdimiento, de no escuchar a la Trini ni deberle nada de nada, ni la taza de té del desayuno ni los tres centímetros cúbicos de semen mensual. Siete días de estar como solo, como libre.» Este verano invité a la Trini, mi mujer, al Caribe. Nos hospedamos en un resort atiborrado de palmeras, jardines, restaurantes, tumbonas, una piscina monumental y salones de baile atestados de gente borracha. Se hallaba totalmente aislado de cualquier ciudad o núcleo urbano. No me interesaba para nada eso de salir a recorrer la ciudad y conocer la cultura y la idiosincrasia del pueblo, como alardea Pedro Carrión, de cuentas corrientes -que se autodefine como progresista- cada vez que se va de viaje. Progresista sería si pensara en el futuro, en rascacielos, en autos voladores, en hidrógeno verde, no en tribus muertas y resucitadas solo para sacarle dólares e hijos rubios a los turistas. Qué me importa a mí la idiosincrasia del pueblo, para qué me puede servir eso. En el banco palabras así no se usan, no están en el manual de cargos. Yo necesitaba descansar, desconectarme, eso me hacía más falta que la cresta. Además, como le expliqué a Carrión repetidas veces, en todas partes es lo mismo, en todas partes hay ricos y pobres, ateos y creyentes, abusadores y abusados, bailes folclóricos, comidas tradicionales, trajes típicos, frutas de la zona, flores nacionales, dioses y semidioses, héroes y heroínas, fechas de una supuesta independencia y sus selecciones son auspiciadas por la coca cola, que es hincha número uno de todos los países. Pasaron cosas increíbles esos siete días. Tomé tragos que nunca había tomado, salí segundo en un concurso del igualito a Bob Esponja y, sobre todo, pasó lo que pasó con el matrimonio boliviano. Eran de Santa Cruz de la Sierra y como nosotros andaban buscando relajarse, olvidar la rutina. Él tipo, que era alto, amarillento y delgado, se llamaba Faustino Cuéllar y se desempeñaba en una dependencia del ministerio de agricultura del vecino país. Su mujer, Solange Armijo, una morena de ojos claros, labios carnosos y cintura perfecta para sus cuarenta, trabajaba en una empresa privada de contaduría. Coincidimos con ellos un par de días durante el almuerzo y luego, a raíz de las felicitaciones, muy sinceras, que se acercaron a darme por mi desempeño como Bob Esponja -ícono que nos unía generacionalmente- comenzamos a reunirnos durante las noches para beber, acá todo es beber, especialmente si se cuenta con paquetes que incluyen tragos ilimitados.  La primera noche estuvimos en el restaurante, pero ese mismo día optamos por juntarnos en nuestros departamentitos -alternándolos- para conversar con más calma, como pidió mi mujer, harta del alto volumen y el tipo de música, groseramente banal y machista, según dijo, que ponían en el sitio. Yo pedí sentidas excusas por la Trini. Se le olvidó pasarlo bien, ironicé. El matrimonio boliviano por suerte no lo tomó a mal. Totalmente entendible, dijo Cuéllar. Lo mejor, afirmó Solange, y su marido la aplaudió, es que el resort cuenta con servicio de tragos toda la noche, solo tenemos que llamar. Y vaya que llamamos. Entremedio conversábamos y mirábamos el mar escuchando música que no le molestara a la Trini. Cuéllar hablaba bastante de política, a mí me carga la política, pero como el tipo trabajaba para el estado ese era su tema, su obsesión -tal como para mí lo es sacarle trote, en equipo, al personal de tesorería- no me quedaba más que soportarlo. Y hablarle, cuando se podía, de mis técnicas para detectar, en equipo, siempre en equipo, descuadres de caja. Después de estas conversaciones me quedó claro -paralelamente sentí pena por él- que Cuéllar esperaba el regreso de Evo Morales a la presidencia con tantas ansias como ciertos evangélicos esperan la segunda venida de Cristo a la tierra.   Mi mujer, que se desempeña como trabajadora social en un municipio de clase media baja y es de esa gente ilusa que quiere cambiar el modelo, se maravilló con la devoción de Cuéllar por Evo, así llamó una de esas noches, la noche antes de la despedida, al líder boliviano, como si lo conociera, añadiendo que en Chile y en el mundo hacen falta políticos así, que vengan del pueblo y sean honestos. Cruzando las piernas y mirando a la Trini con pena y desprecio, Solange se refirió a un caso de corrupción que afectaría al expresidente boliviano. Yo, por Evo, pongo las manos al fuego, replicó Cuéllar. Manco quedarás, profetizó su mujer con sorna. Luego el matrimonio se dedicó a discutir acerca de la veracidad o falsedad de la acusación contra Morales, mientras la Trini se quedaba dormida.  Vi su cuerpo pequeño, esmirriado, acurrucado en la tumbona y pensé en una momia atacameña. Alguna vez, me dije, esta mujer me resultó atractiva, sensual. Hoy, despojada de toda coquetería, la coquetería implica venderse como un pastel de lúcuma y yo no soy un pastel de lúcuma, viene diciendo últimamente, comienza a cansarme. Una de las razones que me llevaron al resort, recordé entonces, fue el comentario de Francisco Robles, de grandes empresas, que me indicó que la repartija de tragos comenzaba de mañana y no paraba hasta el amanecer. Puedes estar borracho todo el día todos los días, señaló con entusiasmo. Acuérdate, eso sí, de comprar un paquete con tragos ilimitados. Yo me vi borracho durante siete días. Siete días de inconsciencia, de aturdimiento, de no escuchar a la Trini ni deberle nada de nada, ni la taza de té del desayuno ni los tres centímetros cúbicos de semen mensual. Siete días de estar como

Signos vitales | La patria bajo el puente

«¿Qué función cumplía la bandera, entonces? ¿Era una especie de talismán?, ¿una expresión de amor a la patria? No supe responder. Tampoco tuve otras hipótesis. En cualquier caso, era obvio, la tricolor no funcionaba como talismán, no alejaba el infortunio ni atraía buenas vibras, pues sus inquilinos estaban en el corazón mismo del fracaso, desprovistos de todo, tan a la deriva como aquellos inmigrantes que caminando por el desierto cruzan la frontera hacia Chile.» Ayer, al pasar junto al puente que lleva a la Estación Mapocho –cuyo nombre recuerda a Manuel Rodríguez– debajo de su estructura pude ver un frágil ruco. Lo habían levantado con cuatro palos, alambres oxidados, restos de muebles de cocina, pedazos de nylon y otros innumerables (e indescifrables) residuos. Se hallaba en el lecho del río, a un par de metros de la barrosa corriente, en un lugar húmedo e insalubre, a unas ocho cuadras del palacio de La Moneda, donde una larga fila de presidentes y dictadores han pasado prometiendo un futuro esplendor. A un costado de la precaria construcción, más precaria aún a causa de la mañana fría y nublada, un par de jóvenes flacos y deslavados –que me recordaron a los personajes de la novela El río de Alfredo Gómez Morel– hacían una fogata con algunos de los abundantes desechos que santiaguinos y santiaguinas –cuya formación, al parecer, fue un fracaso social y ecológico– arrojan cotidianamente a la corriente del río, usándolo en modo vertedero. Sobre el puente, construido en el mismo sitio donde los colonizadores españoles, mediante trabajos forzados, levantaron el puente Cal y Canto, una media docena de ambulantes ofertaban audífonos, papelillos, cargadores de baterías, pañuelos desechables, pipas, pinches, encendedores y otras menudencias de primera necesidad, mientras cientos de apurados transeúntes alternaban su mirada entre la mercancía y el ruco, algunos indiferentes ante una situación ya normalizada, otros, con una mezcla de miedo y desconfianza al identificar a los jóvenes deslavados con la amenaza del momento: la delincuencia.  Me acerqué a la baranda. Al mirar el ruco con mayor detalle me llamó la atención el hecho de que en uno de los palos que sostenían la frágil construcción flameaba una ajada banderita chilena. Obviamente no se trataba de una toma, nadie se toma un lugar que meses más tarde estará inundado pues la toma, se sabe, busca una permanencia, una solución. ¿Qué función cumplía la bandera, entonces? ¿Era una especie de talismán?, ¿una expresión de amor a la patria? No supe responder. Tampoco tuve otras hipótesis. En cualquier caso, era obvio, la tricolor no funcionaba como talismán, no alejaba el infortunio ni atraía buenas vibras, pues sus inquilinos estaban en el corazón mismo del fracaso, desprovistos de todo, tan a la deriva como aquellos inmigrantes que caminando por el desierto cruzan la frontera hacia Chile. Como expresión de amor a la patria tampoco parecía funcionar, dado que no era correspondido, no era bidireccional, no había amor de vuelta. No obstante, la bandera estaba allí, en el abandono absoluto, flameando coqueta, grácil y orgullosa, como diría un locutor deportivo en su momento poético, justo antes de pasar a los comerciales de baterías de autos. Me acordé, en ese momento, de una canción de Violeta Parra –"Yo canto a la diferencia"– donde la artista, nacida en San Carlos en 1917, señala: "el pueblo amando la patria / y tan mal correspondido, / la bandera por testigo.” ¿Qué es la patria? me pregunté más tarde. Y pensando en el vínculo entre el surgimiento de muchas democracias latinoamericanas –entre ellas la chilena– y la revolución francesa, me allegué a la definición de Voltaire (1694– 1778), que fue uno de los inspiradores de esos tiempos agitados (donde la plebe veía rodar cabezas de aristócratas y no pelotas de fútbol), para ver qué tal nos había ido con la idea después de dos siglos de implementada. La patria, establece este pensador francés –que creía 100% en la razón– es “el estado libre del que somos miembros y cuyas leyes garantizan nuestras libertades y nuestra felicidad”. En la misma sintonía de Voltaire, pero en el plano local, en agosto de 1812 la Aurora de Chile publicó un artículo llamado “Sobre el amor a la patria”, donde se indica: “Para que haya patria y ciudadanos, es preciso, que ella sea una madre tierna, y solicita de todos: (…) que todos tengan alguna parte, alguna influencia en la administracion de los negocios publicos, para que no se consideren como extrangeros, y para que las leyes sean á sus ojos los garantes de la libertad civil. Pero lo que es aun mas necesario, lo que es mas dificil de existir fuera de las republicas, es una integridad severa en hacer justicia à todos, y en proteger al debil contra a la tirania del rico.” (sic)  Los chicos del ruco, sin duda, son la prueba de que el nivel de logro de estas ideas, que variadas repúblicas adoptaron y plasmaron, además, en sus floridos, fantasiosos y belicosos himnos nacionales (cuyas letras, que piden sangre, no sería malo reescribir) es bastante bajo, insuficiente. El concepto se maleó aún mas con las intervenciones de diversas facciones derechistas –dictatoriales y no dictatoriales– que poco a poco fueron adueñándose de la palabra, de origen griego, que etimológicamente significa “la tierra de los padres”, para ligarlo al burdo nacionalismo. El dictador alemán Adolf Hitler –a quien Tarantino por fin logró ajusticiar en Bastardos del paraíso– escribió: “Para mí y para todos los verdaderos nacionalsocialistas no existe más que una doctrina: la de nacionalidad y patria.” En nuestro país, Jaime Guzmán, difunto líder de la UDI, participante cinco estrellas de la dictadura pinochetista y cerebro de una constitución que dejó como rehén de la derecha y el gran empresariado al pueblo chileno, elaboró una definición donde, fiel a las ideas de su maestro Adolf, une los conceptos de patria y nacionalidad: "La patria es el hogar espiritual donde se gesta y desarrolla la identidad nacional, basada en principios morales, tradiciones y valores compartidos que nos unen como chilenos.” Me pregunté, a raíz

Trastienda | Un puñado de palabras al vuelo de «El obsceno pájaro de la noche»

«El afuera es la intemperie que se aleja y nos asedia con su presión indefinida, transmutada en violencia, en policía que controla los límites y golpea, en religión decadente, en búsquedas y creencias que están fuera de nuestro alcance. Pero aún más, es el abismo y el laberinto de las máscaras, de los mitos, del ser alguien. Algo que sostenga lo real, que sostenga la posición en la vida.» La novela El obsceno pájaro de la noche de José Donoso marca un desvío en la literatura realista y diría en la literatura de representación. Es un espectro lúcido de los procesos literarios y de identidad desfondada. Es el roce con la materialidad en la lengua, como si su orientación de sentido fuese intervenida y dislocada por esa materialidad que comienza a ocuparla. Máscaras, mitos, cuerpos, transfiguraciones, sexo hechizado, castraciones, reposiciones, intercambios, mutilaciones, injertos. Movimientos de un mundo en constante desplome. Rostros de cartón piedra o deformes como el grotesco. Imbunches y brujería. Un perro amarillo como fondo permanente, recorrido de una mirada animal que lo transforma todo. Y lo que queda es el despojo hecho cenizas. Una vida que se esfuma al borde del río que cruza una historia, las historias que se desvanecen, como un río de palabras, la misma narración del mudito. Un mundo oculto y grotesco. Y la necesidad de la máscara, de ser alguien aunque el tiempo termina barriendo con todo y hay quienes nunca tuvieron una máscara y pudieron habitarlas todas. El desamparo de los sospechosos sin nombre, de los que no tienen lugar, y la calle es su abismo, los expulsa, los mueve en la incomodidad animal, en el porte de su miembro que los mantiene en la excreción de vida a como dé lugar. Una violencia permanente en los muros de adobe que contienen una mirada, una pregunta desesperada, una venganza contra toda la significación idiota de un país que no termina de ser. Del barrio la Chimba hacia su propia intemperie, lo único que queda es la desprotección absoluta de todos esos fantasmas que pueblan las palabras y la conjuración atormentada de alguna fuerza sobrenatural (la artificialidad del collage de carne, del mosaico religioso a los fragmentos de cuerpos y vidas ajenos, injertos y mutilaciones) que no hace más que cortar y pegar carne contra carne, monstruos con monstruos, deformaciones y palabras. En los bordes de la representación no hay país posible, no hay identidad. Y está el grito desasosegado de ser alguien, de vestirse con la ropa que los jutres imponen, para hacerse visible, ser reconocido. Y lo más interesante de ese abismo de la identidad, es el abismo de la escritura. Esos mismos cortes son los procesos portentosos de una novela de esta magnitud, un monstruo de cortes que son los signos, las palabras como injertos arrastrados por la fuerza que los impulsa. El mostrar lo que no vemos, la necesidad de la máscara que se ha hecho parte de la piel, que reconocemos como propia, es un proceso sin terminar. Un ocultamiento que solo pueden ver los que han quedado al margen, porque no se reconocen, porque sus máscaras se notan y notan la tuya y la de todo lo que está en escena, es la mirada obscena de este pájaro de la noche que no deja de vernos. La literatura chilena ha tenido como obsesión la identidad. Representarse el ser chileno como aquel ente civilizado idealista que con su voluntad (liberal) puede construirse una vida decente, o como el que lucha contra la naturaleza y sobrevive por su fuerza (Latorre) y se autoconstruye, pero esas imágenes fracasan y exigen una figura que sostenga la imagen que nos damos. Desde Manuel Rojas el deslizamiento fantasmal de los contornos poco precisos del ser chileno abren un desfondamiento en el desamparo de no ser sino una caída. Un puñado de palabras que no pueden sino hundirse con el rio y desaparecer en el silencio del viento cordillerano. Un silencio mineral donde las piedras que estuvieron antes que nosotros lo estarán cuando no haya nada. Donoso abre la herida con la fuerza poética de su prosa. La abre hasta el vértigo. En las casas de tierra, adobe, en las casas patronales, en las extensiones de una pesadilla. En el deslizamiento, como el hechizo de un soplo, de un ruido, sonidos y carne que se van desgajando, desmintiendo, anulando la importancia de cualquier forma de superioridad de casta. Notable momento en que el resentimiento de Jerónimo emerge, por el hermoso pañuelo hecho por la Peta Ponce, y nos sumerge en el odio resentido contra la vida. Una vieja y su colchón pudriéndose, no podría producir esa belleza. Ese momento reconocible de la oscuridad de una clase que se fabrica su superioridad de casta, se impone construyendo muros que nos separen, de tal modo que nadie los cruce si no tiene el aspecto de su propia invención. Pero por las rendijas, por las miradas, por las palabras, por medio de esas manos gastadas aparece algo que nos sorprende por su belleza. Siempre asediados por los de afuera como si entre los muros aparecieran los brazos que los tironean fuera de la ilusión de su investidura. Investidura que se teje en las relaciones, y aparece cuando esas relaciones tocan su tejido, una ficción jerárquica. Así sucede con la escritura. Una ontología que sigue los pasos de una sustracción irremediable. La sacralidad de la que emana lo que mueve las búsqueda de un reconocimiento beato rechazado. Qué somos, parece decir la novela de Donoso, y ahí está lo obsceno, todo lo que no entra en escena y que asedia y aparece asoma en la lengua de Donoso, es aquello que se disimula tras los muros, el tiempo, las viejas, la pesadilla, la locura, el cuerpo y el sexo, el fondo de una santa ausente y el mito de un origen puro, la acumulación cabalística de cajas insertadas unas en otras hasta el infinito. Cómo si de ese modo las viejas invocaran el infinito de la carne triste y del retorno

Patio de luz | ¿Por qué una mujer, y no un hombre?

«El disfrute, el placer, debe ser el motor por el cual aportamos al mundo lo necesario para que éste continúe existiendo. Los hombres que nunca han tocado a otro hombre debieran dar el primer paso. Liberarse de la carga de siglos de esclavitud pensante, de farsas religiosas, filosóficas, sociológicas y psicológicas. Comenzar a ser felices en la diversidad que llama a grandes voces. Y dejar de caer en esa baba constante de que la mujer y el hombre son el uno para el otro, el complemento, el ying y el yang.» ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Debiera preguntarse el joven rubicundo que está a las puertas de la iglesia esperando a la mujer que ha elegido para toda su vida…o no para tanto. Mientras arregla su corbata, pasa revista a la limpieza de sus pantalones y piensa intermitentemente en su noche de bodas. Es más, espera saltarse toda la recepción para llegar al pastel más apetitoso. ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Piensa un señor cuyo matrimonio se llevó a efecto en la década de los ochenta, con mucha pompa, mucho beso, mucho abrazo, y los años que le siguieron bautizando a cada uno de sus tres hijos. ¿Por qué una mujer? Si en estos momentos espera al mejor dotado de los escorts que aparecen en la página Sexo Urbano, y lo espera para hacerse tan sumiso, dejándose reventar el culo por ese “machote” que alquila religiosamente una vez por mes para tener la mejor de sus alegrías, sintiendo el infinito placer que nunca antes había experimentado en su memorable matrimonio. ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Gesticula un padre cuya hija acaba de graduarse de Física, en una de las importantes universidades del país, mientras tres sátiros lo penetran a turnos sobre un sling que se balancea en un antro santiaguino.  ¿Por qué una mujer, y no un hombre? No he hecho esta pregunta a los mismos hombres socialmente aceptables, de los cuales he gozado múltiples veces su agujero: padres, abuelos, recién casados, en pareja… porque me molesta hablar cuando practico el sexo con desenfreno. He conocido, sí, respuestas que bordan el ridículo. Por un lado, la de un académico de gran sabiduría, que dijo “porque me gustan las mujeres”. Por otro lado, la de un vividor, fanático del sexo, que por unas monedas se entregaba a cualquier hombre que lo solicitara, en las oscuridades del estero Marga Marga. Bien dotado de verga, pero con cierto grado de dificultad mental, que dijo “porque las mujeres tienen tetitas”. Bien entrado este siglo 21, a las puertas de una tercera guerra mundial, con gobiernos que caen bajo el populismo, el neofascismo, el sable islamita o la religión más severa, esta pregunta debiera ser tan contemporánea como nosotros, que hemos vivido el embate de las calamidades golpistas, la ausencia de libertad de pensamiento y conciencia, la desaparición de seres queridos y la desorganización completa de un país que alguna vez tuvo una esperanza. Justo hoy, que una pareja está a esta hora frente al oficial civil para formalizar su matrimonio, el mencionado debiera preguntar ¿Por qué una mujer, y no un hombre? ¿Por qué una mujer, y no un hombre? Debiera preguntar el cura que hace sus transmutaciones de saltimbanqui, en vez de indagar por el “sí acepto” a la pareja que está frente al altar, un tanto emocionada y nerviosa. Al cura, en principio, le resultaría de maravilla esta pregunta, ya que él está pensando en los culitos de los acólitos, que estaban vírgenes antes de entrar a la comunidad, igual que la mitad de otros niños y adolescentes de la población. A pesar que a alguno, más despabilado, tuvo que soltarle unos billetes… Con el simple raciocinio, y sin tener conocimientos suficientes para avalar cualquier teoría, se puede establecer las siguientes ideas para esta consulta un poco átona para aquellos que piensan que las cosas deben darse porque sí: — Las enseñanzas religiosas, que rezan: creced y multiplicaos. La iglesia, desde sus inicios, fue la más canalla detractora de libertades; y creadora de mitos en relación al hombre y su conducta, especialmente en lo que respecta al tema sexual. — La costumbre social, que transmitió estas enseñanzas como panes multiplicados misteriosamente y cortó la garganta de la libertad a lo que no estuviera acorde a esas doctrinas. — La fragilidad emocional de los jóvenes (y no tanto), de todos los siglos anteriores al XIX, de reflexionar acerca del conocimiento de su cuerpo, de su funcionamiento, y de la simple idea del placer. — La política, que en cualquiera de sus variaciones adicionó el sesgo de “hombría” a los hombres que deseaban firmar por una causa de este tipo. Aquellos “evangelizadores” de los súper hombres, que construyeron el nazismo, el marxismo, el comunismo y las ultraderechas más recalcitrantes que se sumaron en masa, y cerraron con un candado indeleble aquellas pequeñas luces que ya comenzaban a alumbrar el camino de la reflexión acerca de las relaciones sexuales. — La publicidad, en especial la de América del Norte, que dictó estándares de comportamiento, vestimenta y normas asociadas al consumismo. Cuando, paralelamente, infiltraba las revistas de desnudos masculinos, el porno gay y los juguetes sexuales, que comenzaron a ser el sueño húmedo de miles de consumidores a lo largo del mundo. Anotemos aquí también a la Alemania, Francia, Inglaterra, los países bajos y los nórdicos. La historia, contrariamente, tiene un montón de ejemplos en donde la pregunta ¿por qué una mujer, y no un hombre? ni siquiera era necesaria. Los griegos y el Imperio romano llevando la delantera en este acalorado asunto. En lo que va de mundo, no obstante, la farsa de los sexos se ha mantenido en el mismo esquema profetizado por Yahvé, Buda, y el sinnúmero de imaginaciones fantasiosas que han restringido la libertad del hombre, o ese pequeño “libre albedrío” que algún somnoliento ve en la distancia entre dedo y dedo de la creación del mundo, de Miguel Ángel. En mis años de liceo, el

Fichero | Los peligros de escribir a la rápida

«Más logrados, tengo la idea, son aquellos relatos de la argentina donde los personajes presentan perturbaciones mentales, como la narración que da nombre al libro, puesto que al mostrar algo de la locura de la sociedad actual resultan más creíbles e inquietantes. En todo caso, si se trata de sentir terror, las noticias del día a día son mucho más eficientes que la prosa de la Enriquez. Causa escalofríos, por ejemplo, pensar que el estado de Chile haya esperado durante décadas (y siga esperando) que fallezcan miles de profesores y profesoras a fin de no pagarles una deuda contraída por Pinochet y sus socios derechistas. O que una mujer –en el sur de Chile– haya sepultado a su guagua en un cementerio de mascotas. O que variadas víctimas de asesinato –machismo, mafia, ajustes de cuentas– sean enterradas cotidianamente bajo losas de cemento en patios o subterráneos, al mejor estilo de los relatos de Poe.» Su figura –de aura mustia– se me ha cruzado en diversos diarios nacionales e internacionales y hasta en la tele (en una entrevista con CNN, según recuerdo), recibiendo un tratamiento poco común en Chile para alguien del mundo de las letras, pues además de ser noticia en la prensa ha dictado charlas –de esas que llaman magistrales– en universidades y centros culturales. Debe ser la nueva estrella de la narrativa sudamericana, pensé con cierta ironía –inevitable– cuando supe que hasta el Diario Financiero le había dedicado unas páginas, poniendo como título una de sus frases: “Que hablen los que tengan realmente algo que decir y no por ser famosos”. Estoy hablando, escribiendo más bien –el agudo lector ya lo habrá notado– de la escritora argentina Mariana Enriquez, cuyo conjunto de relatos Los peligros de fumar en la cama (2017), adquirí –y muy caro– con el objetivo de conocer su publicitada narrativa. Mis expectativas, por cierto, eran altas, puesto que, además de su ubicuidad mediática, al indagar en la red me encontré con positivas opiniones acerca del volumen de cuentos en cuestión, básicamente, eso sí, las mismas que emite Anagrama –editorial que publica a la trasandina– con estrictos fines de marketing literario. Se habla, allí, de “doce soberbios cuentos” que, para ser breve, recrearían / refrescarían el género clásico de terror, insertándolo en la cotidianeidad de estos tiempos, agregándole una pátina de turbio erotismo femenino. Es decir, estaríamos hablando de una mezcla de Edgard Allan Poe o Mary Shelly –por mencionar algunos hitos del género– con plumas eróticas como la de Anaís Nin o el mismísimo George Bataille de Historia del ojo, aunque actualizados, metidos en la juguera de la posmodernidad, modernidad tardía, líquida o como quiera llamársele a esta etapa que nos toca vivir. Me puse a leer la obra. Lo primero que observé es que los relatos que componen Los peligros de fumar en la cama se sostienen sobre dos mecanismos que habitualmente se ligan al terror: lo sobrenatural y lo psicológico. Estos mecanismos, de más está decir, no funcionan por su sola presencia, es decir, no basta con poner un fantasma o un zombi agusanado que se escapa de una tumba para que el texto sea un relato de terror. Se requiere, además, de una estructura narrativa que permita mantener la atención del lector y generar, obvio, miedo, angustia, sudores helados. En este sentido, los relatos de la Enriquez quedan bastante en deuda, puesto que son textos planos, lineales, donde la sorpresa solo puede provenir –si lo hace– de lo anecdótico, dado que su autora los deja a medias, como si de pronto se le acabase la imaginación y le viniera el tedio, inventando un final a la rápida, abrupto, poco convincente, además fome, dejando al lector con la idea de que lo han estafado. No tanto la escritora, sino las editoriales, la prensa, en fin, la máquina de poder que hay detrás de cada estrella del mainstream literario, como lo es la Enriquez, puesto que, si alguien envuelve un pollo agusanado y lo vende como pollo fresco, la culpa, se sabe, no es del pollo.  Además de la falta de una estructura sólida, los relatos contenidos en Los peligros de fumar en la cama, adolecen de verosimilitud, es decir, dificultan que uno como lector se crea –en el marco de la "suspensión voluntaria de la incredulidad" de la que hablaba Coleridge– lo que está ocurriendo en la narración y entre en el mundo fantástico –en este caso en el subgénero del terror– que nos propone quien escribe. Tal “negociación” no se lleva a efecto en los relatos de la escritora argentina, al menos yo no fui capaz de “firmar el contrato”, puesto que sus narraciones, especialmente aquellas donde priman elementos sobrenaturales, son demasiado gratuitas, sin fundamento, charchas se diría en Chile, como la mujer roja hecha de yeso y de pezones negros que, de la nada y sin justificación, se le presenta a una de las chicas “acaloradas” del relato “La virgen de la tosquera”. Esta ideación, me parece, no supera ni siquiera a las clásicas y repetidas leyendas terroríficas del pueblo, como “La llorona”, que tienen cierta lógica y contadas adecuadamente siguen poniendo a muchos la piel de gallina.  Más logrados, tengo la idea, son aquellos relatos de la argentina donde los personajes presentan perturbaciones mentales, como la narración que da nombre al libro, puesto que al mostrar algo de la locura de la sociedad actual resultan más creíbles e inquietantes. En todo caso, si se trata de sentir terror, las noticias del día a día son mucho más eficientes que la prosa de la Enriquez. Causa escalofríos, por ejemplo, pensar que el estado de Chile haya esperado durante décadas (y siga esperando) que fallezcan miles de profesores y profesoras a fin de no pagarles una deuda contraída por Pinochet y sus socios derechistas. O que una mujer –en el sur de Chile– haya sepultado a su guagua en un cementerio de mascotas. O que variadas víctimas de asesinato –machismo, mafia, ajustes de cuentas– sean enterradas cotidianamente bajo losas de cemento en patios o subterráneos, al mejor estilo de

Panóptico | El hombre imaginario

«Estas escritoras que, en alguna etapa de sus vidas, han puesto a un hombre como centro, que han escrito sobre ellos y los han idealizado, no han sido capaces de soportar la cruda luz de la realidad, pues al descubrir en estos hombres su condición de fantasmas y sueños de su imaginación, algunas optaron por soluciones radicales.» Tal como sucede con la literatura escrita por hombres, en la escrita por mujeres también, a veces, aparece una figura inspiradora, en este caso la de un hombre que se convierte en el eje de sus vidas, rompiendo sus paradigmas, despertando su deseo, su pasión y la idea de que en alguna parte existe el amor total. Un ser que dada su perfección puede llevar a la mujer a estados de exaltación pura. Pero este tipo de relaciones, al parecer no forman parte de la vida cotidiana, por eso están teñidas por la imposibilidad, el quiebre y la decepción, pues no siempre estos hombres han estado a la altura de las circunstancias o son solo parte de un sueño. Alrededor de la figura de este ser imaginario se han escrito muchas páginas, siendo la inspiradora de grandes pasiones que han quedado en la historia de la literatura. Los casos que recogeremos se centran fundamentalmente en nuestra época contemporánea, no porque este hombre haya surgido solo en los últimos siglos, sino porque es ahora cuando la mujer ha tenido la oportunidad de publicarlo.   Violeta Parra (1917 – 1967) conoció al músico y antropólogo suizo Gilbert Favre (1936 – 1998) en su cumpleaños número 43. Los 18 años de diferencia entre ambos no fueron para ella ningún problema. El “Gringo” o el “Chinito”, como le apodaba, fue el último de sus grandes amores, antes se enamoró muchas veces, incluso algunos han llegado a afirmar que siempre estuvo enamorada. Junto al suizo vivió una aventura extraordinaria, como fue su exposición en el Museo del Louvre de París. Sin embargo, por diversos motivos estuvo varios períodos alejada de él y esto fue la fuente de muchas cartas que le envió. En estos textos, en que mezcla elementos de la cotidianidad, de la subsistencia diaria y el amor, se la ve como una creadora llena de pasión, iracunda a veces, celosa, posesiva y enamorada, pero sobre todo llena de dolor: “Un año nuevo sin ti. Mala suerte. Tengo un hombre fantasma ¿Cuándo tendré un compañero a mi lado? Parece que los chinitos no se han hecho para mí. Parece que no estoy en este mundo porque siempre me encuentro volando muy sola…”. Para Gilbert, al parecer, lo que comenzó como admiración por la artista, pasión y amor, con el correr del tiempo se fue enfriando. Son muchas las cartas en que Violeta le pide respuestas urgentes, solicita verlo pronto o lo añora: “Tu carta es bastante diversa. Se diría que ya no me quieres. No me ocultes la verdad por nada del mundo (…) Puede que tengas penas, puede que yo también tenga pena. Puede que se fue el amor y puede que no (…) claro que yo no sé si eres mío, ese es el misterio”. También en la poesía de su última etapa –que es justamente, la de la relación con el “gringo”– encontramos las huellas de este amor. En “Gracias a la vida”, por ejemplo, en el último verso de casi todas las estrofas se habla de este hombre, de su “voz tan tierna” y de sus “ojos claros”. Pero todo termina con la separación definitiva, Gilbert se fue rumbo a Bolivia donde comenzará una nueva vida, es en ese instante donde Violeta escribe este poema extraordinario que nos habla del dolor de la pérdida, del tren que se lleva a Run Run pa’l norte: “En un carro de olvido, / antes del aclarar, / de una estación del tiempo / decidido a rodar / Run Run se fue pa´l norte, / no sé cuándo vendrá / vendrá para el cumpleaños / de nuestra soledad…”. La vida para ella, después de esta partida, no volverá nunca a ser la misma, se llenará de clavos y espinas, poco tiempo después ella también partiría, pero por la puerta de emergencia: “Run Run se fue pa´l norte, / qué le vamos a hacer, / así es la vida entonces, / espinas de Israel, / amor crucificado, / corona del desdén / los clavos del martirio / el vinagre y la hiel / ¡Ayayay de mí!”.   La poeta uruguaya Idea Vilariño (1920 – 2009), fue una escritora quitada de bulla, tímida y, por lo mismo, poco conocida por los grandes públicos, pero que sin duda escribió una obra poética en torno al amor (sobre todo al desamor) de gran factura, en la que aparece la figura de un hombre ajeno, prestado, alrededor del cual va a tramar sus poemas durante muchos años. Que el hombre sea casado o inaccesible, también es una constante en la obra de Idea –el nombre se le ocurrió al padre, aficionado a la poesía–, quien se enamoró del también tímido y casado novelista Juan Carlos Onetti (1909 – 1994) y, según sus biógrafos, a él están dedicados la mayoría de sus textos de amor. Es una relación de instantes fugaces, sin embargo, fueron capaces de llenarla para toda la vida: “Tal vez tuvimos solo siete noches / no sé / nos las conté / cómo hubiera podido. / Tal vez no más de seis / o fueron nueve. / No sé / pero valieron / como el más largo amor. / Tal vez / de cuatro o cinco noches como esas / tal vez / pueda vivirse / como de un largo amor / toda una vida”. Se enamora de Onetti, la misma noche que lo conoce, según su propia confesión y comienza así una relación que les va a durar toda la vida “un hombre que llegaba a mi casa sin aviso, a cualquier hora, cerrábamos las puertas y las ventanas. Se detenían todos los relojes. Ya no sabíamos si era de día

Perfiles | Idas a negro

«De regreso de la panadería, donde el color calipso de los delantales de las dependientas estimuló algo en ella, una pila, un centro energético, un chacra mal sintonizado, pasó al bazar y se compró un set de maquillaje con 36 tonos diferentes. Es igual al de maybelín, niuyork, le dijo la vendedora, una morena de boca estrecha y moño, con los párpados cubiertos de gel brillante, que parecía la estatua de cera de una morsa coqueta.» Hace unos minutos terminó la serie turca de la media tarde y ahora, delante de una tacita de té, espera que llegue la hora de ir por el pan. Un vestido azul, con minúsculas flores blancas, cubre su cuerpo delgado, pálido, esmirriado. En lo alto, una peluca cana -con tintes violetas- le da a su cabeza septuagenaria, afectada por una creciente calvicie senil, el tono de una maceta ornamental que contiene colas de zorro. Hace quince minutos que se encuentra inmóvil. Está pegada en un recuerdo, aunque si alguien le preguntase en cuál, le ha sucedido, la memoria se le borra. Se le van los detalles, dice. Está descansando y se lo merece, pues a primera hora, además de abrir los ojos, toda una tarea, no solo preparó el desayuno, sino que fue capaz de comer y lavar la loza correspondiente. Tomó una serie de pastillas, además, que la mantienen viva. Pensó luego que sería bueno ordenar la cama, cambiar las sábanas, barrer no solo el dormitorio sino la casa completa, la vida completa, pero no tuvo ganas, casi nunca tiene ganas y aceptó de buen grado el desorden doméstico, las sábanas sucias, pasadas a desodorante, talco y orina, la persistente capa de polvo sobre el piso y los muebles, las arañas que cruzan sorpresivamente los muros, el cerro de ropa por lavar que mantiene en una silla. Le hubiese gustado tener una criada como la de las teleseries, con delantal y toca, casi una enfermera del cloro, pero la plata de la jubilación -es una más de las estafadas por las afp- no le da para esos lujos.  En vez de asear se puso a escuchar discos de Rocío Dúrcal, “la Señora de la Canción”, alcanzando un clímax emocional cuando la diva de las divas interpretó su obra más sentida: “La gata bajo la lluvia”, hit internacional en el mundo de la llamada “música bonita”. En ese momento se paró frente al espejo y, con más entusiasmo que entonación, cantó a viva voz el tema, lo coreó mientras hacía movimientos eróticos con sus caderas y gestos de gatita con sus manos huesudas y su boca arrugada: “Tú te vas y yo me quedo aquí, lloverá y ya no seré tuya, seré la gata bajo la lluvia y maullaré por ti.”  A partir de las doce preparó el almuerzo, pure de lentejas en caja otra vez, lentejas años dorados, años borrados, luego comió y volvió a lavar la loza, sufriendo el atasco del lavaplatos, contratiempo que superó con media botella de ácido muriático. El siguiente ciclo de comida, correspondiente a la once, todavía no comienza. Falta para eso. Por eso descansa, por eso está quieta, relajada. Tiene muy presente, se lo repite a cada rato, que hoy, en la panadería, además de marraquetas comprará algunas cositas extras para la once, paté de ternera, mermelada de alcayota, servilletas, una palta, pues su hijo vendrá a visitarla. Viene todos los miércoles. Es súper buen cabro. Imagina que cuando muera será lo mismo. Arturo, el Rurro, irá al cementerio cada miércoles a dejarle unas flores y a contarle cómo va la vida. Esta idea la hace pensar que tiene la eternidad asegurada, que su rutina no cambiará ni viva ni muerta. Con esos pensamientos en la cabeza mira una imagen de la virgen del Carmen, patrona de Chile, que mantiene en la cocina, junto al oxidado refrigerador, y le guiña un ojo pensando en Betty, la Chinita, su amiga y socia de juventud, quien se la regaló la noche anterior a caer de siete puñaladas en un hotelito de San Pablo.  Fue en los setenta. Un milico curado se puso celoso.  De regreso de la panadería, donde el color calipso de los delantales de las dependientas estimuló algo en ella, una pila, un centro energético, un chacra mal sintonizado, pasó al bazar y se compró un set de maquillaje con 36 tonos diferentes. Es igual al de maybelín, niuyork, le dijo la vendedora, una morena de boca estrecha y moño, con los párpados cubiertos de gel brillante, que parecía la estatua de cera de una morsa coqueta. Una vez en casa, mientras se maquillaba, recordó que en su juventud se acostó con muchísimos tipos por plata. Le vino el flash, como se dice. Fue un tiempo nomás, se justificó, no acertando a determinar si fueron dos o tres años, quizá cuatro. Sabe, sí, que de ahí viene Arturito. Sabe, también, que por él dejó el oficio y se empleó como operaria mal pagada en una fábrica de niples. Se pregunta si debe contarle o no a su hijo ese pasado. Ya no es un niño, debe andar por los cincuenta y algo, es un hombre hecho y derecho y sabrá entender. Pero también es posible que sea juzgada, que sea juzgada y condenada, aunque ya no recuerde exactamente qué hizo con su culo, hoy con pañales, y con quién y por cuánto y le dé igual.  Viene repitiendo este diálogo con ella misma desde hace décadas, aunque cada vez con menor claridad, cada vez más desprovista de imágenes de archivo, cada vez con más idas a negro, y seguro que esta vez será lo mismo: no le contará nada mejor. No, porque vivió, un par de veces, la experiencia de ser rechazada por tipos que la quisieron y huyeron cuando conocieron sus inicios laborales. Tipos a los que ella también quería y la hicieron sentir, verdaderamente, una “gata bajo la lluvia”. Después de estos fracasos no lo volvió a intentar, Arturito no sabría su origen pues

Patio de luz | El Ibáñez

«El Ibáñez y yo formábamos una extraña conjunción. Ambos confiábamos el uno en el otro, como si hubiésemos hecho un pacto secreto. Pero entre los dos no había secretos, ya que nuestras conversaciones (o sus extensos monólogos), no pasaban de lo habitual, de lo cotidiano. Un día tras otro él me pedía que le acompañara a tomar la micro. Y yo aceptaba encantado, porque tenía la sensación de caminar al lado de un hombre a quien, de una u otra forma, le importaba.» Para Guiulio, el de los cerros de Valparaíso   Hablar del Ibáñez es abrir un poco la puerta de mi escamoteada adolescencia. Época de la cual evito pronunciarme, por falta de memoria tanto como por la indigencia de existir en aquel periodo: flaquísimo, a medio vestir, con todas las posibilidades de futuro en mi contra. Vivir era más que un esfuerzo. (Paradójicamente, la población donde vivía, y aún vivo, se llama El Esfuerzo). Pelear todos los días por respirar, por salir a la calle, por bajar las enormes escaleras del cerro para dirigirme al liceo. Y allí convivir con un montón de extraños, la mayoría de los cuales nunca supo de mi existencia. Era pelear porque el recreo terminara pronto y volver a la sala de clases: mi único refugio para la guerra que se desarrollaba en la sociedad, oscureciendo las bondades del país, que se había transformado en un piño de soldados cuidando su metralleta; una retahíla de bandos y decretos que salían por la radio a pilas, y los interminables estupidoloquios de Hermógenes Pérez de Arce, que continúa vivo negando lo innegable hasta estos días de tecnología digital y robotes que comienzan a quitarle el lugar a los hombres, bajo una resolana de inteligencia artificial.   Aquellos años de pantalones zurcidos, de zapatos prestados, de corbatas y útiles escolares donados por algún apoderado de buena voluntad…o de gran billetera. En esta atmósfera caleidoscópica, coronada por el gran silencio que me envolvía, pareciendo ser un clon, abarcando las márgenes de cualquiera que quisiera acercarse, porque de vez en cuando se percibía el vacío… En fin. Ante toda esta antisepsia existencial, parece que para el Ibáñez yo existía. No sé cómo, ni cuándo, comenzó esa historia tan banal y a la vez tan significativa.    A mis 14 años cursaba el primero medio en el liceo Guillermo Rivera, de Viña del Mar. Institución con sólido prestigio educativo. De sus aulas habían surgido profesionales de renombre, que tarde o temprano los profesores nos embestían como para decirnos que no podíamos ser menos que aquellas lumbreras. Nada que la infancia pudiera superar. La insignia del liceo estaba formada por las letras GR, que los estudiantes mayores traducían como “Gatos Rabiosos” cuando les tocaba ir a algún enfrentamiento con los pacos o a alguna protesta. Pero no eran los únicos que se apersonaban en esas situaciones. También el liceo de niñas de Viña del Mar, cuya insignia consistía en las letras LVM, y se transformaba en “Las Vacas Marinas”, asistían a esos eventos. Los Gatos Rabiosos iban a buscar a Las Vacas Marinas, que saltaban los muros de su liceo y se dirigían a las zonas del conflicto, con mucho alboroto y ruido de trompetas plásticas.   Entre esa majamama de clases, recreos y protestas, el Ibáñez comenzó a hablarme. Él era un chico de mayor estatura y edad. Su cabello era rubio, sus ojos, verdes; y su tez levemente tostada. Era un muchacho hermoso, pero no creo haberlo advertido en aquellos momentos. Siempre estaba a mi lado hablando, tratando de sacarme de mis monosilábicas respuestas. Me gustaba sentirme tocado por su voz y por su risa. Era alegre, a pesar de que sus notas sólo de vez en cuando rozaban el 4.0. La mayoría de sus rojos parecía agrandarle más la sonrisa y los deseos de flotar en ese mundo tan suyo. El Ibáñez y yo formábamos una extraña conjunción. Ambos confiábamos el uno en el otro, como si hubiésemos hecho un pacto secreto. Pero entre los dos no había secretos, ya que nuestras conversaciones (o sus extensos monólogos), no pasaban de lo habitual, de lo cotidiano. Un día tras otro él me pedía que le acompañara a tomar la micro. Y yo aceptaba encantado, porque tenía la sensación de caminar al lado de un hombre a quien, de una u otra forma, le importaba. La caminata no era muy corta. Había que llegar hasta el lecho del estero Marga Marga, desde donde salía la micro número 51, que le llevaba a su casa. Esperaba hasta que la micro comenzaba a partir y le hacía señas de adiós con la mano. Luego desandaba los pasos y me dirigía a esperar locomoción para mí. A menos que no tuviese plata y regresara de vuelta a pie.   A ratos me da por explicarme la verdadera relación (o el influjo), que El Ibáñez ejercía sobre mí. No creo haber estado enamorado de él, aún por su hermosura y su carácter afable. Tampoco puedo decir que fuéramos amigos. Tal vez en aquella época yo no entendiera la amistad, y sólo le considerara un compañero de curso. Pero había otros también, y a ellos ni siquiera los miraba. Existía una extraña barrera invisible que no podíamos cruzar. Por apellidos, por situación social, por una precoz conciencia político-partidista que afloraba en mí, pero no en los demás. Ellos eran como un batallón que se ponía firme junto a la imagen del dictador. Cosa que El Ibáñez y yo nunca hubiéramos hecho, a pesar de que su padre era carabinero. El Ibáñez, con su risa espontánea, que transmitía luz más verde a sus ojos, estaba ajeno a esa contingencia en especial.   Cierto día, con una mirada inquietante, me dijo que necesitaba conversar algo importante conmigo; que nos juntáramos en un rincón de la “Villa Serena” (construcción en ruinas que se encontraba en el patio trasero del liceo), a la hora del recreo. Llegué al lugar de la cita. Con entusiasmo, y sin rodeos,

Panóptico | La mujer imaginaria

«Una mujer que vuela por los aires, más que ir con los pies por la tierra, una figura que hace soñar de amor al escritor y a los lectores, pensando, creyendo –claro porque también es cosa de fe– que en alguna parte se debe encontrar alguien parecido, que sea capaz de romper con la realidad y que, tal vez, sea esa misma que cruza la calle en un semáforo o perdemos para siempre entre la multitud de una estación de metro. Esta figura que hoy nos preocupa es la mujer imaginaria, que aparece y desaparece en la vida de un escritor, dejando una estela, a veces, de alegría o sufrimiento, pero también una obra que, en muchos casos, trasciende al amor que la inspiró.» “Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad”                                                                                                                                      (Robert Desnos)   La historia de la Literatura está llena de casos donde una mujer ha inspirado a un escritor, ha despertado su pasión, hasta el punto que una obra ha nacido gracias a su magia, a su aura, a la fascinación que despierta. Una mujer que vuela por los aires, más que ir con los pies por la tierra, una figura que hace soñar de amor al escritor y a los lectores, pensando, creyendo –claro porque también es cosa de fe– que en alguna parte se debe encontrar alguien parecido, que sea capaz de romper con la realidad y que, tal vez, sea esa misma que cruza la calle en un semáforo o perdemos para siempre entre la multitud de una estación de metro. Esta figura que hoy nos preocupa es la mujer imaginaria, que aparece y desaparece en la vida de un escritor, dejando una estela, a veces, de alegría o sufrimiento, pero también una obra que, en muchos casos, trasciende al amor que la inspiró.   Comenzaremos con una historia conocida, la de Dante Alighieri (1265 – 1321), autor de La Comedia –años después Petrarca la calificará de Divina–. Obra arquitectónicamente perfecta, está divida en tres partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso, cada parte consta de 33 cantos que más el canto introductorio suman 100. Nada es azaroso en ella, todos estos números son sagrados para el cristianismo. Este gran poema fue escrito durante la Edad Media, pero como toda obra genial se anticipó a la época siguiente, es decir, al Renacimiento, pues si bien es cierto el texto narra el viaje de Dante desde la tierra hasta el Paraíso, pasando por el Infierno y el Purgatorio, en otras palabras, el viaje espiritual del hombre a Dios, no es menos cierto que este viaje lo hace inspirado por el amor a una mujer: Beatriz Portinari (1266 – 1290). Claro que este amor era muy especial, según se cree el florentino la vio solo tres veces en su vida y nunca la tocó, pues ella –amargamente– se casó con otro. Sin embargo, su muerte –muy joven– inspiró un sueño al poeta que sería la primera piedra del gran poema, convirtiéndose en su musa ideal y en el símbolo de la mujer imaginaria como ángel y salvación, superior en virtudes al hombre, pues sin ella se sentía perdido en el caos. En la obra aparece sobre un carro, en una nube de flores y ángeles para guiar a Dante en su paso por el Paraíso para llegar a Dios. Al encontrarla, en su viaje, después de contemplar las penas del Infierno y el Purgatorio dice: “…llena de estupor y de gozo, mi alma saboreaba aquel manjar que al mismo tiempo sacia y provoca nuevo apetito (…)”. Y le ruega: “– ¡Vuelve tus ojos a tu fiel seguidor, que para verte tantos pasos difíciles ha dado! Concédenos la gracia de mostrarle por gracia tu rostro…”. (Purg. C.XXXI). Marcando para siempre la Literatura con la imagen de la mujer–ángel, salvación para el hombre.   Otro caso, mucho más contemporáneo, es el de Nicanor Parra (1914 – 2018). El antipoeta, que dejó muy pocos rastros biográficos en su obra, hizo una excepción cuando escribió a fines de los años 70  “El hombre imaginario”, este texto es muy distinto al estilo antipoético que había cultivado hasta entonces, no hay ironía, ni humor, ni tampoco usa el lenguaje coloquial: “El hombre imaginario / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imaginarios / a la orilla de un río imaginario…”, se trata más bien de “una historia” de desamor, en la que todo es imaginario, menos el dolor que el hablante siente por la pérdida amorosa:  “(…) Y en las noches de luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria  / que le brindó su amor imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario  / y vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario.” La mujer imaginaria, según declaración del mismo Parra, era menor que él, casada, con dos hijos, perteneciente a una familia burguesa. “Era inconmensurable y eterna (…) Yo tenía 64 años y ella 32. Y ella era la mujer que yo soñaba, y que yo buscaba y que creía haber encontrado”, dice el antipoeta en una entrevista. Pero no se pudo, ella lo abandonó y él escribió el poema, porque la otra salida, según su propia confesión, habría sido el suicidio. La poesía como antídoto frente al abandono, la poesía como terapia frente al desamor. El antipoeta que se había reído e ironizado y disparado “a diestra y siniestra”, no pudo, en este caso, reírse de sí mismo, tuvo que convertir a la mujer real en la imaginaria.   Siguiendo las huellas literarias de esta musa, nos encontramos con esta primera frase que, al mismo tiempo, es una pregunta en la novela Rayuela (1963)