Literatura

Perfiles | Una última esperanza

«Recibí incontables lumazos, me ahogué con las lacrimógenas, me quebraron la nariz con un golpe de escudo, recibí patadas en los testículos y pasé por el túnel oscuro más de una vez. Y siempre seguí luchando, dando la cara, aunque mi mujer me pidiese que me calmase, que ya estaba bueno, que al final mi batalla era inútil, no ves que las noticias siguen igual de mentirosas, que la gente ve más series que nunca y que todos quieren reír, pasarlo bien, reír solamente por reír, tener plata a como dé lugar y que se jodan los demás. Entiende, ahora el héroe no es Allende, ahora el héroe es Leonardo Farkas y su sonrisa idiota y su caridad populista y sus ordinarias cadenas de oro.» Luché toda mi vida contra el capitalismo. Estuve contra Pinochet y sus crueles crímenes en nombre del maldito evangelio neoliberal, participé en cuanta protesta pude, marché una y otra vez por calles, plazas y avenidas, repartí panfletos, molotovs y miguelitos, encendí neumáticos y pallets, arrojé piedras a los pacos fascistas y cadenas a los transformadores del tendido eléctrico. Quería -con esto último- cortar la luz para que mi país se liberara del adoctrinamiento mediático de la tele, que la gente dejase de ver noticias falsificadas, teleseries de cartón y programas familiares que llamaban a reír cuando todos estuviesen tristes, a reír en medio de la sangre de los asesinados y la ausencia de los desaparecidos, a reír y reconocer el origen del sufrimiento como un error personal, como un mal paso, un tropezón, individualizándolo tanto como los fondos de pensiones. La tarea era urgente: sin suministro eléctrico mi pueblo vería -en las pantallas- la imagen verdadera de la dictadura: una mancha negra, inanimada y silenciosa, un hoyo lleno de cadáveres. Y entremedio, difuso, fantasmal, el reflejo del propio rostro inmerso en la oscuridad de la historia. Intenté, siempre, agudizar las contradicciones y acelerar la llegada de lo que, hasta mi muerte, nunca llegó. Estuve totalmente en contra del sucesor del criminal Pinochet y los civiles que lo acompañaron en su tarea monstruosa. Me refiero a Aylwin, “el maricón sonriente”, como le llamaban en las poblaciones. También estuve contra Frei Tagle, ese clon pifiado de su padre. Y contra Lagos, el gran traidor. Y contra Bachelet uno y dos. Y contra Piñera uno y dos. Todos, caras de una misma moneda. Me la pasé más en la Alameda que en mi casa o en mi tallercito de cinturones artesanales, herencia de mi fallecida madre allendista. Alzando pancartas se me podía ver, gritando consignas que rimaban: “uf, uf, qué calor, un guanaco por favor”, por ejemplo, cantando junto a muchos otros que detestaban este sistema tanto como yo, este sistema que en materia de desarrollo humano promueve el amor solo para vender chocolates suizos, este sistema que funciona sobre la base de la privatización fraudulenta y descarada de lo público.  Fui secretario del Sindicato de Artesanos de Recoleta (SAR) y tesorero de la junta de vecinos de mi pobla. Estuve tantas veces preso por protestar que terminé perdiendo la cuenta. Fueron, para no ahondar más de lo necesario, casi cinco décadas de lucha en contra del poder económico global, hegemónico y puto, que basa su desarrollo en nuestro subdesarrollo, en nuestra sumisión, en nuestra aculturación al kétchup, la música basura, las sudaderas de los Chicago Bulls y las salchichas gringas. Mi tallercito, obvio, sufrió con las importaciones de productos desechables, baratos, innobles, no de cuero legítimo como mis cinturones y perdí casi todos mis clientes. Recibí incontables lumazos, me ahogué con las lacrimógenas, me quebraron la nariz con un golpe de escudo, recibí patadas en los testículos y pasé por el túnel oscuro más de una vez. Y siempre seguí luchando, dando la cara, aunque mi mujer me pidiese que me calmase, que ya estaba bueno, que al final mi batalla era inútil, no ves que las noticias siguen igual de mentirosas, que la gente ve más series que nunca y que todos quieren reír, pasarlo bien, reír solamente por reír, tener plata a como dé lugar y que se jodan los demás. Entiende, ahora el héroe no es Allende, ahora el héroe es Leonardo Farkas y su sonrisa idiota y su caridad populista y sus ordinarias cadenas de oro. Meses antes del estallido social me sentí mal, me dolía mucho el estómago. Entonces fui al médico y supe que padecía de una enfermedad terminal que no detallaré, puesto que no es mi intención despertar la conmiseración de nadie. Cuando mi afección avanzó y caí en cama y no pude seguir trabajando y me quedé, por ende, fuera del Fondo de Salud Pública por no pago de las cotizaciones mensuales, mi hijo mayor, el Samy, que me salió del otro bando y trabaja como supervisor -o negrero- en un supermercado oligopólico, me inscribió en su plan de salud privada como carga. Yo le dije que no gracias, que valoraba mucho su ayuda ahora que había quedado en el aire, pero que no entraría jamás en las dependencias de una ISAPRE, esas instituciones que lucran con la vida humana y más encima estafan a sus clientes. Me negué firmemente a acudir a una clínica y me las arreglé comprando Tramadol en la feria. También tomé harta agua de matico, yerbita que dicen hace bien para las afecciones estomacales. Vino luego un período en que caí en la inconsciencia. Ahí es cuando el Samy, en complicidad con mi mujer, me llevó a una clínica privada. Yo creo que eso fue lo que me hizo mal, porque a las dos semanas me fui de este mundo. Paré las chalas, como se dice.  Lo peor de todo, eso sí, vino después, porque en un ataúd de un azul horrible, parecido al color de los uniformes de los aviadores que -siguiendo las órdenes del sádico general Leigh- bombardearon la Moneda, me trasladaron a mi última morada, “Los jardines del paraíso”, un cementerio con fines de lucro (y un antiecológico exceso de

Fichero | «Turnos», de René Peri Fagerstrom: los versos de un paco que sirvió a la dictadura

«Me di la tarea de leer este libro, editado en 1971, no por masoquismo o algo parecido, sino, primero, por la curiosidad –quizá morbosa– de saber qué tipo de poesía puede escribir un uniformado (ya se sabe, los pacos no tienen fama de inteligentes ni sensibles) y, segundo, con la idea de explorar qué había en el discurso poético de quien dos años más tarde asumiría como asesor cultural de la Junta Militar –más encima ad honorem– y luego como ministro de Bienes Nacionales, cargo que ocupó entre 1979 y 1987, siendo el responsable –entre otros actos de despotismo y corrupción– de entregar las propiedades confiscadas a los partidos políticos a CEMA Chile, es decir, a Lucía Hiriart de Pinochet, quien las usaría para su propio beneficio.» Encontré –hace unos días– en mi biblioteca un poemario que ya no recuerdo de dónde salió, no tengo idea pues soy un comprador compulsivo de libros de poesía –ojalá de autores sin prestigio– que agonizan en las cunetas de los persas, en las colas de las ferias libres, en los alrededores de La Vega y en los meandros de Internet. El libro en cuestión, volviendo al tema, es el poemario Turnos de René Peri Fagerstrom (1926–1996), general de carabineros que llegó a ser ministro durante la cabrona y sangrienta dictadura cívico militar de Pinochet. Me di la tarea de leer este libro, editado en 1971, no por masoquismo o algo parecido, sino, primero, por la curiosidad –quizá morbosa– de saber qué tipo de poesía puede escribir un uniformado (ya se sabe, los pacos no tienen fama de inteligentes ni sensibles) y, segundo, con la idea de explorar qué había en el discurso poético de quien dos años más tarde asumiría como asesor cultural de la Junta Militar –más encima ad honorem– y luego como ministro de Bienes Nacionales, cargo que ocupó entre 1979 y 1987, siendo el responsable –entre otros actos de despotismo y corrupción– de entregar las propiedades confiscadas a los partidos políticos a CEMA Chile, es decir, a Lucía Hiriart de Pinochet, quien las usaría para su propio beneficio. Navegando en la red me pude dar cuenta, además, que Peri Fagerstrom no era un novato en las letras, pues publicó numerosas novelas, poemarios, cuentos y artículos periodísticos, incursionando también en la literatura infantil y la investigación, recibiendo elogios –muchos de ellos en plena dictadura– de tipos como Alone, Alfonso Calderón, Jaime Quezada o Andrés Sabella. El polifacético general, además de carabinero, era periodista colegiado, miembro de la SECH, administrador público y contaba con un magister en Ciencias Políticas, publicando estudios acerca de la función policial y de la negritud en Chile. Peri Fagerstrom, por tanto, no clasifica dentro del modelo de carabinero que estamos acostumbrados a ver (el hijo tonto de la familia, como dicen los mal hablados), pues se trataba de un intelectual. Con estos antecedentes comencé mi lectura de Turnos, cuya portada, obvio, es de color verde.  Publicado en plena época de la Unidad Popular e impreso como tantos libros de ese Chile antiguo en Arancibia Hermanos, el libro está dividido en dos secciones: “El hombre” y “El hombre y su paisaje”, títulos que dan la idea temprana de que, al menos en el género lírico, no había en Peri Fagerstrom un volcán creativo en acción. Cosa contraria –hay que señalar– aducen los tres naftalínicos y pintorescos uniformados que, cada cual con su retrato fotográfico, prologan el libro: Armando Romo Boza, coronel(r) de Carabineros; Santiago Polanco Nuño, coronel(r) de Ejército y Darío de la Fuente, funcionario policial de bigote flaco y rango indeterminado que, en vez de ofrecer una presentación del autor y su obra, como hacen los dos primeros, le dedica un enrevesado –y extemporáneo aún para la época– poema donde da a entender que Peri Fagerstrom es un “labriego y caballero / que no piensa en halagos ni en caudales”. Es decir, un idealista. Armando Romo Boza, a su vez, muestra “una sincera y honda complacencia al ver cómo han surgido verdaderos valores literarios en el seno de nuestras filas…”, dando la idea de que a la institución policial no le importa tanto combatir el crimen o exterminar izquierdistas como verse a sí misma como un semillero de poetas y narradores, ser, en el fondo, una academia literaria. En eso estaría su orgullo.  Santiago Polanco Nuño, por su parte, comienza con una semblanza de Peri Fagerstrom que pone énfasis en su versatilidad, destacando en su escritura “el impacto de sus metáforas, el regalo impagable de la emoción, la precisión y justeza de su condición descriptiva”. Tomo aire. Tanta perfección me abruma. Si le creyera al prologuista, me encontraría ante un genio literario, pero claro, nunca hay que creerle al prologuista. El prologuista es un hombre sándwich. Más aún Polanco Nuño, personaje que parece sacado de las páginas de La literatura nazi en América del difunto Roberto Bolaño. Este entusiasta coronel(r) de Ejército, por cierto, no se queda solo con la semblanza del autor, sino que se atreve también con una breve lectura de Turnos, señalando en ella que “hay algunos poemas que nos emocionan y volvemos y volvemos a leer, como ese “Carabinero del tránsito”, pequeña obra maestra; ese “Avenida La Paz”, elocuente expresión del rechazo ante la injusticia ciega, apasionada, que, de tumbo en tumbo, pretende gangrenar el alma de la ciudadanía, esos pequeños romances, “Paisanita” y “Villancico”, gráciles, esbeltos, rítmicos”. Termina Polanco profetizando que “este brillante puñado de poemas de René Peri va a dar que hablar. Y van a hablar, no versificadores, como el que escribe estas líneas, sino reales críticos o poetas de alto vuelo, quienes, por suerte y honra del terruño, no escasean en este valle de hombres libres.” Me pregunté –en ese momento– si yo era uno de esos “reales críticos” (poeta de alto vuelo no me calza para nada) y cómo podría saberlo. No había –en el texto– una lista de cotejo o algo parecido, una encuesta, una escala de Likert.     Después de un café, me lo

Poesía chilena actual | Jorge Etcheverry: Poemas desde Canadá

LA POESÍA  Ese género Que nos decían es para expresarse ¿de qué estamos hablando Con todas esas canciones, videos Las posteadas en el Facebook en Twitter En las así llamadas redes sociales? Con todas las resmas, perdonando la imagen anticuada De papel con afirmaciones humanistas En un momento (nos carga el vocablo tiempo) En que se reiteran los buenos propósitos y sentimientos Con los que en general estamos de acuerdo Pero que parecen que no llevan a ninguna parte Si no es por los contactos Los partidos La red de amistades y conocidos Que permiten llegar a algún encuentro internacional Ojalá prestigioso En que más o menos se dicen las mismas cosas Pero en que a la postre Se conoce gente, se toma se conversa A veces gente del uno Pero de ahí para dónde vamos Es que a lo mejor estamos pegados en una imagen romanticona Suponer un más allá para este quehacer Es casi ridículo Pero una voz nos dice A lo mejor esa chiquilla, la poesía dice “a ver cabros, o cabras Echémosle pa delante porque patrás no cunde” Y en una de estas y no creo que deba editar esto antes de ponerlo en estas circunstancias Porque prometo que esto no lo voy a publicar Es que estoy con unos tragos   LA ÚLTIMA DE TINTO  Lo juro Que se fue en dos horitas y seis puchos aunque oficialmente no fumo Pero  Por mi madre y mi abuela que en paz descansen es la última minifarra Privada quizás la penúltima Para mi cumpleaños Que se avecina va a ser la definitiva Después vendrán las caminatas el pescado y el tofu Me embarga la vergüenza de sacar mis trapitos al sol Si la poesía no sirve para esto mejor me jubilo de veras    DE LA RISA Y LA SANGRE   Eran otros tiempos Otra ciudad  la de diarios matutinos con espacios en blanco  por los recortes a última hora que ordenaban los militares Desaparecían los periodistas junto a sus reportajes Pero la gente se contaba en las fiestas chistes sobre el pinocho Le imitaba esa voz gangosa tan chilena Aunque los comentaristas radiales fueran hechos callar para siempre y sus comentarios reemplazados por el hit más a la moda Otro continente, claro Los espacios y sujetos  han cambiado pero el humor puede seguir siendo arma de combate sinó pregúntenselo a Parra Eso sí  Van a tener que andarse con cuidado No sea que la interpretación torcida de algún libro sagrado O algún oficial de civil o de uniforme —ya más al viejo estilo— Encarnando al poder que sea Los borre de esta tira cómica Del mundo   LA VIDA EN SUEÑO  Me despierto A lo mejor no La veo sentada al borde la cama Me dice  “mira Jorge Ya sé que soy conmovedora y ando siempre ocupada Pero no invoques mi Santo Nombre en vano Para sacarle el poto a la jeringa”    LEYENDO A RIMBAUD  Hay un poema en las iluminaciones No lo voy a consultar textual aunque debe estar en la red se llama en español Oración de la tarde Al final el poeta sale a mear Y hay unos heliotropos En otro del mismo libro  Arturo empieza a hacer un inventario poético de flores al final se cabrea y manda al lector a buscarlos en el libro De un especialista en flores y plantas Lo cotidiano empapa la poesía Terminar un poema es una lata   ANTES  En los albores humanos de la especie que se abría en abanicos esos homínidos que nos dieron lugar No había fronteras  sólo accidentes naturales, las hordas llevaban de valle a montaña de estrecho y planicie a mar a continente su fuego su cultura que empezaba a balbucear Quizás ahora estemos  en una Manvantara que se inicia o que termina Las fronteras que resultan de las anécdotas del poder de milenios de invasiones guerras colonizaciones saqueos se ven perforadas por multitudes otra vez desplazadas por los cuatro ámbitos del globo Con sus escasas pertenencias o solo con su vida y su familia Por un mundo que unen redes comerciales rutas marítimas y áreas redes virtuales carreteras que a veces atraviesan continentes Esos grupos se desplazan por arterias de metal y concreto El poeta me dijo el otro día “Jorge, no sé si debamos lamentar o celebrar la globalización que le dicen cada letra se baña en sangre pero en lo recóndito Me atrevo a decirte Titila una luz” A lo mejor en una de éstas y pese a todo el sufrimiento los caudales humanos  que se cuelan por las cercas fronterizas puede que sean la semilla de un futuro Un poco la calma de la mar después del tifón Un mundo hermano Sin fronteras.   LALGARABÍA   alborotaría la urbana demografía                                                                  de bocinazos cacerolazos permearía las ventanas de los cubículos más altos a los retículos de corazones mentales desataría en esa alborada algarada multivoces multícaras que se solucionan resuelven gesticulantes en puños fogatas buenas y de las otras aclaremos las que prenden barricadas de madera chatarra heroica que ardeparriba metafóricamente no pabajo idem el fuego cizaña malo de vándalos dicho sea de paso pueblo bárbaro—de “bar bar” como los griegos le decían a esa otra gente que hablaba algo que les sonaba como eso—de los pulentos vándalos que en el siglo V les daban dolores de cabeza—testa—a los romanos ahora bien según la Wiki “la palabra vándalo se utiliza para hacer referencia a una persona o un grupo de personas que actúan de la misma manera, organizadamente o no, para destruir, robar, saquear y violentar propiedades privadas, etc.” pero como decía esa chiquilla dirigente estudiantil en una laaaarga entrevista muy reciente que la gente quemaba todo a fines del año 2019 pero no tocaba ni a las escuelas ni a los bomberos entonces está esa cosa del instinto de las masas del pelao Lenín, aunque de conciencia política na que ver parece aunque hay unas semillitas básicamente a nivel comunal pero volvamos             La algarabía que nos llega a la terraza del edificio que quizás no aguante el último pencazo avecinable del terremoto que venga algazara a los pájaros, gaviotas, palomas, humildes zorzales que se apersonan a la terraza del edificio porque adivinan avizoran en algunos hilos o filamentos de ese vasto tejido polícromo sonoro las hebras de la REVOLUCIÓN.    PERSECUTORIA Me he cambiado de ropa y de ciudad y yano camino por la calle a las mismas horas ni duermo todas las noches. Alteré desde mis hábitos alimenticios hasta el diámetro de mi cintura. Ya no persigo ningún tipo de pájaro fantástico con los ojos enrojecidos, el cerebro achicharrándoseme adentro del cráneo (grueso) mientras la fiebre cubre mi frente de un agua caliente y salada.  Enhorabuena, enhorabuena. Esas son las voces de los más sensatos que sin necesidad de comunicarse, de recibir ningún mensaje, ahora salen a la puerta de sus casas modestas pero bien cuidadas a saludar mi paso de réprobo arrepentido. En algún lugar de estas vastedades, unos batracios, al menos eso parecen en medio de las sombras que los cobijan aún de día, ya que evitan el comercio con la luz y hurtan la cara, aún deciden entregarse a veces a urdir y desurdir negros ovillos de lana sucia. Tienen la vana esperanza de que sus

Patio de luz | De la vida de las sábanas

«Ahora que he vuelto, ordeno la casa y me deshago de los trastos, encuentro sábanas deslavadas, hilos casi flotantes en el esplendor de la mañana, en los cuartos deshechos de pena, donde alguna vez fueron reinas.» Dedicado a Patricio, Adriana, Susana, Julio, Nelson…porque están muy cerca. Y a quienes de la generación del 80 que todavía sueñan.   La vida de las sábanas: solas, mojadas, dando vueltas en la lavadora, en el líquido espumoso que les devolverá el frescor y tensará, un poco, de manera que piensen en sus mejores años. La historia nuestra de las sábanas. A veces teníamos. Otras, no había ninguna. Entonces acudíamos a la vecina para pedir prestadas esas alas volátiles, el emparedado en que se moverían las personas que llegaron a la casa sin avisar. Los cuerpos y las almas con su bochorno cotidiano de viajes y fatigas. Recuerdo las primeras: hechas con sacos harineros, que salían de la máquina todopoderosa de mi madre. La aguja sonaba mientras el hilo iba rociando su potestad sobre el blancor de los sacos con letras azules. Aquel aparato futurista para los ojos inquietos de un niño, que sacaba de los apuros económicos principalmente para las grandes fiestas, cuando los clientes iban a buscar costuras terminadas, y los niños podíamos comer, al sonar las 12, el puré con bistec y ensalada de porotos verdes, que era el gran premio al recibir los villancicos; o en la noche iluminada por el ingenio de fuegos de artificio que cubrían los cerros. Las sábanas que se van replegando y nunca se ponen de acuerdo conmigo. Se recogen. Me faltan o me sobran. Y se sueltan del colchón como un silencioso tiro de honda. No sé en qué época entraron por mi casa aquellas sábanas diferenciadas de colchón y tapa. Las sábanas improvisadas que alguna vez encontré con sangre, y me sorprendí porque no supe de ninguna de mis hermanas herida. Las sábanas meadas, que se secaban y endurecían bajo el sol. Las otras, de los sueños húmedos, que infundieron temor y angustia en un entorno pacato de misa dominical. Las sábanas de los primeros amores, que aún tremolan de suspiros y se cuentan confidencias de las novias quitándose el vestido, y callan todo lo que ocurrió después, cuando apagaron la luz. Las sábanas de los románticos, que plasmaron poemas grabados con lágrimas, con suave carmín, o la palidez exangüe de Violeta Valéry. Las sábanas de mis amantes, que se amotinaban de la cama y nos hacían rodar hasta el piso. Aún unidos en ese cordón de exaltación, calor y transpiraciones saladas. Los amantes se empeñan en estar juntos, sin soltarse: uno dentro del otro, porque no saben si volverán a verse. Porque ignoran si un día se encontrarán en ese tráfago de estampados o bordados inútiles. Entonces la alfombra era una nueva sábana para mis amantes. Y las más volanderas, las verdaderas, se desprendían de un cabello rizado, del moreno, del rubio o el de ojos de avellano que se quedó como un paisaje en la pared del subconsciente. Las sábanas que acogieron a mi padre y mi madre, cuando yo era criatura entre ellos y me movía dentro de una oscuridad siniestra, porque sabía que algo iba a suceder; como cuando la niebla se disipa, cortada por un rayo de luz, que viene a quebrar la marea de los barcos en reposo. Las apercancadas, las que se debían hervir en agua con jabón. Y luego el almidón les daba una impresión de hostias o golillas pisiúticas. Mi abuela, que guardaba sus sábanas en un mueble de madera impenetrable, lugar que a los dedos pequeños se les prohibía husmear. Las blancas sábanas del recuerdo aromatizadas con violeta, o un aroma que ya no alcanzo a discernir. También el baúl de la memoria nos borra los datos…que tal vez podrían haberse guardado en un pendrive. Ahora que he vuelto, ordeno la casa y me deshago de los trastos, encuentro sábanas deslavadas, hilos casi flotantes en el esplendor de la mañana, en los cuartos deshechos de pena, donde alguna vez fueron reinas. Los cadáveres de sábanas, que al deshacerse guardan una enorme diferencia con la vida. Sin el hedor del muerto, y tan volantineras, que parecen haber transfigurado en sus almas. Las sábanas de broderie, de polar, de seda, de satín, de nailon, de organza, de encaje o muselina. Las de 155 hilos. Las sábanas chinas, que en un momento cubrieron las necesidades de casi todos los países. Las sábanas que no lo son, y se enorgullecen por cumplir la santa tarea de albergar los cuerpos cansados del trabajo de toda una jornada, o de los juegos que despertarán al mundo de su estólida mentira y su endogamia de valores abstrusos. Los juegos que no son el “Mambrú” ni “El Perro Judío”. Las fábricas de sábanas que sucumbieron con la dictadura. Que sintieron las metrallas y los tanques, con los coleópteros de acero destruyendo la Moneda. Terminando con nuestra dicha y la de ellas. Las que fueron mortajas de asesinados, que lloraron lágrimas rojas y nunca se pudieron desmugrar y llevan la mancha despiadada y traicionera de obispos y generales. Aquellas que continúan en secreto o vagan sin paradero. Las sábanas de los hospitales en los que yací, que me vieron surgir de la anestesia. Las proletarias, las solidarias, que pertenecen a todos. Las de las clínicas que escondieron mis años de locura. Que se retorcieron conmigo bajo la fiebre; se me revelaban contra los fantasmas y los ladrillos que atormentaban la cabeza, llenándome de psicotrópicos hasta quedar sordo de mareas.  Aquellas donde me enamoré, porque el amor es cosa de locos… y él era un chico tan apuesto que se cortaba las venas. Y las sábanas protegían sus vendajes tan cerca de mí… ¡y a la vez tan lejos! Porque el amor es cosa de locos totales, no de aquellos de temporada. Y había que seguir por los espinos, con las cápsulas multiformes, para no saltar del octavo piso o para llamar

Panóptico | ¿Por qué leer El Quijote hoy?

«Cómo no nos vamos a reír cuando entendamos que la palabra “quijote” hacía referencia a una pieza de la armadura que cubría el muslo, o sea, una especie de “muslera” y que “La Mancha” era para los lectores de Cervantes un lugar tan prosaico como cualquier otro, de ahí que el nombre de la novela, “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, era bastante ridículo, pues a “Ingenioso e hidalgo”, que podían ser atributos  positivos, se le contraponía el nombre del caballero que, para que el lector comprenda, sonaba algo así como “El ingenioso hidalgo don Muslera del Mapocho”. O sea, desde el título es una burla, una parodia, por ejemplo, del Amadís de Gaula, la más famosa de las novelas de caballería de esos tiempos.» A todos mis amigos que nunca han leído completo “El Quijote”.   Este artículo está dirigido a aquellos buenos lectores que, sin embargo, nunca han leído El Quijote de manera completa. Para aquellos que sabiendo que en algún momento deberían leerlo, que es una “deuda” que se arrastra año tras año, lo dejan para después. Por lo tanto, este artículo no está dirigido a especialistas que busquen una “nueva” mirada sobre la novela de Cervantes. No me interesa ser novedoso, ni menos original. Para acometer esta empresa quijotesca –la de escribir este precario artículo sobre esta obra monumental– me basaré en mi experiencia como profesor de literatura que ha tratado de enseñar y cautivar a sus alumnos –con buenos y malos resultados– y en mis lecturas de la obra, como de otras a lo largo de los años. El lector de este artículo no encontrará citas a otros autores, ni menos una bibliografía extensa –como se estila en estos casos–, solo encontrará un resumen muy breve de razones por las que yo creo importante leer hoy El Quijote.   En fin, comencemos de una vez. La primera o la única pregunta que habría que tratar de responder es ¿Por qué tenemos que leer El Quijote hoy? Es decir ¿Por qué en esta época de la acumulación, de la búsqueda del beneficio urgente, de la satisfacción inmediata, habría que acometer la empresa de leer una obra que tiene más de 400 años de publicada, que tiene 126 capítulos con infinidad de situaciones, personajes, además de un español –de comienzos del S. XVII– confuso para nosotros, lleno de arcaísmos propios del protagonista, que trataba de imitar el habla de un caballero medieval? O ¿Por qué en esta época de lo instantáneo, de las series –que, con mirada bovina, recibimos cada noche con la boca abierta–, habría que hacer un esfuerzo y leer esta novela? Esa es la pregunta, la única pregunta que hoy me propongo responder, pero claro, mi respuesta no es única.    La primera razón por la cual habría que leer esta obra es exclusivamente literaria y les interesa principalmente a los novelistas, porque Cervantes nos enseñó a escribir novelas, él es la fuente de todas las narraciones modernas y contemporáneas, y esto por su forma tan singular, tan maravillosamente artística que solo podía aflorar de la mente de un genio. La estructura de las aventuras es simple, pero tiene variaciones hasta el infinito. El hidalgo Alonso Quijano enloquece de tanto leer libros de caballería e, imitándolos, busca un nombre: Don Quijote de la Mancha, con el que se interna en el mundo real creyendo que es el de sus novelas, transformándolo. Generalmente alguien le dice que lo que ve no existe, sin embargo, él insiste, y viene el choque entre lo que él cree que ve y lo que realmente es. Choque entre sueño y realidad.     A nivel formal se encuentra también otro aspecto clave, que la gente olvida o pasa por alto a la hora de leer la obra, pues la leen en serio y con cierto temor de no entender, como si fuera la Biblia o algún tratado de filosofía o alguna gran tragedia griega –esto seguramente inspirado por las clases de algún trasnochado profesor de Lenguaje que la enseñó sin pasión, obligado–. No toman en cuenta que la primera intención de Cervantes fue criticar a través de la parodia –imitación con fines de burla– los libros de caballería, esas novelas que él tanto amó y que hablaban de héroes gallardos e invencibles, princesas hermosas y virginales, gigantes, dragones, o sea, un mundo maravilloso, pero irreal, un mundo que no existía. En este lugar instala a don Alonso Quijano de alrededor de 50 años –un anciano para el S XVII, quizá hoy diríamos alrededor de 70–, quien quiere ser un caballero como los que él había leído, en un mundo donde ya no hay caballeros, más bien son parte del pasado medieval, pero él no lo sabe (o en su locura lo olvidó) y eso hace que todos lo traten de loco –porque hace tonteras– y el lector se ría de él. Cómo no nos vamos a reír cuando entendamos que la palabra “quijote” hacía referencia a una pieza de la armadura que cubría el muslo, o sea, una especie de “muslera” y que “La Mancha” era para los lectores de Cervantes un lugar tan prosaico como cualquier otro, de ahí que el nombre de la novela, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, era bastante ridículo, pues a “Ingenioso e hidalgo”, que podían ser atributos   positivos, se le contraponía el nombre del caballero que, para que el lector comprenda, sonaba algo así como “El ingenioso hidalgo don Muslera del Mapocho”. O sea, desde el título es una burla, una parodia, por ejemplo, del Amadís de Gaula, la más famosa de las novelas de caballería de esos tiempos. En definitiva, Cervantes quiso reírse de este tipo de libros, comenzando con los poemas en tono burlesco del comienzo, porque le llenaron la cabeza de mundos que no existían –y no solo a él, sino que a una época y a una nación que salió a navegar por todo el mundo buscando aventuras– y para esto creó

Narrativa chilena actual | Biblias, fotografías

«Agucé la mirada e intenté ver si la conocía de alguna parte, pero no pude recordarla. Era como si todo fuese borroso y no pudiese precisar nada, ella provocaba esa sensación. La imaginé en la parrilla, desnuda, y me parece que sí, que era ella. Me tomé el té y le pregunté si le interesaba alguna. Le mostré las biblias con las palmas abiertas hacia arriba, sonriendo un poco, como un caballero, así nos educaron, así se trata una mujer.» Me estaba viniendo abajo. Tuve que pensar en algo y decidí salir a vender. Vendí biblias. Lo hice puerta a puerta. No hubo muchos resultados, no convencí a nadie al principio. Conocí a algunas personas. Las conocí por alguna conversación casual o porque nuestras opiniones coincidieron en algún momento, lo que despertó la simpatía. No lo hice por plata, me venía abajo por otros motivos y era bueno ver gente. Con una de ellas tuve algo que no fue amor precisamente. Ella me gustó y pasó algo que no creí que fuese a suceder. La primera sensación que tuve de ella fue que me había reconocido, pero ella era muy joven como para que hubiésemos tenido algún tipo de cercanía en otra época. Además, yo venía de un círculo muy cerrado. Perdí mi trabajo unos años después de la vuelta a la democracia. Sin embargo, tenía una pensión, me alcanzaba bien, siempre fui austero. Al principio me dediqué a trabajar particularmente en seguimientos. En un momento decidí dejar todo eso, desaparecer de ese medio. Hice un último seguimiento que me encargó mi amigo Esteves, que trabajaba en una financiera, eso fue en el año dos mil. Los seguimientos fueron en localidades pobres, andinas y en la pampa argentina.    Ella fue muy amable. Se llamaba Carolina. No me sonaba de nada. La segunda vez que fui a su casa nos acostamos. Yo estaba solo y arruinado.  Pero sucedió.    A veces salía, aunque estuviese lloviendo. La ciudad nublada y triste como si la soledad fuera parte de la atmósfera que respiramos. Me pude haber quedado haciendo nada. Deprimido mirando una ventana recorrida por las gotas de lluvia. No podía estar mucho tiempo así. Le había tomado el gusto a mirar la lluvia caer irremediablemente. Pero, pronto venían las imágenes. Las bolsas negras. Las cuencas vacías. Los cuerpos. Tenía que hacer algo. Caminar u ocuparme en algo. En la mañana ponía en orden la casa. Lavaba platos y arreglaba lo que estuviese malo. Me subía al techo a ver que todo estuviese bien.   La primera tarde Golpeé la puerta de la casa de Carolina cuando aún no sabía que ella abriría. Me miró y me preguntó qué quería. Le dije que vendía biblias. Se rio. Me preguntó: ¿quieres pasar? Le dije, bueno. Me senté en un living silencioso. Un sofá, frente a una mesita pequeña, sobre la mesita el diario del día y una taza con café. Por la ventana vi caer la lluvia. ¿Por qué biblias?, me preguntó. Le dije que quizá estaba pagando alguna culpa. Eres creyente, me dijo. Sonrió. Le dije que era un hombre de convicciones. Fue en ese momento que sentí que me conocía o me reconocía. El living silencioso se tornó crepuscular. Nos quedamos callados, podría haberle preguntado si la conocía o si era creyente, pero no lo hice. Ahora ese no era mi problema. Se me vino a la cabeza la frase, gente sin principios.  Santiago es triste en invierno y sobre todo cuando llueve. Miré hacia el patio mientras se hacía una poza y ella me decía que me iba a servir un café. Le dije que me diera un té. Mi estómago se había vuelto débil. A veces nos parece que el mundo nos pertenece al punto que disponemos de la vida de los otros, dijo ella, pero al final todos nos volvemos débiles, por naturaleza, aunque no sabemos cuánto puede soportar cada uno. Me asusté. Agucé la mirada e intenté ver si la conocía de alguna parte, pero no pude recordarla. Era como si todo fuese borroso y no pudiese precisar nada, ella provocaba esa sensación. La imaginé en la parrilla, desnuda, y me parece que sí, que era ella. Me tomé el té y le pregunté si le interesaba alguna. Le mostré las biblias con las palmas abiertas hacia arriba, sonriendo un poco, como un caballero, así nos educaron, así se trata una mujer. Me dijo que no. Me preguntó cómo me llamaba y me dijo que si me animaba a ir otra tarde a acompañarla. Le pregunté si vivía sola. Sí, vivo sola, pero a veces me acompaña un amigo que me quiere mucho. Amigo, le dije. Me dijo, sí, con desdén. Entonces le dije que era el único trabajo que tenía y que estaba arruinado. Aún tenía la pensión del Estado que me alcanzaba, la verdad, pero eso no se lo mencioné. Me comentó que debía buscar algo más estable. Aunque estable no hay nada, terminó diciendo. Aún llovía. Le pregunté en qué trabajaba. Soy periodista, pero por ahora estoy dedicada a la fotografía. Le comenté que me parecía interesante, que yo también sabía algo de fotos, de lentes, el gran angular, el zoom y las obturaciones. Me miró con cara de por qué yo sabía de eso. Le dije que en algún momento pensé en dedicarme a eso. Las fotos de los cuerpos, del cadáver, lo retengo en una imagen cuando aún está vivo. Los trozos, dedos y sangre, como maniquíes desmembrados y en posturas imposibles. Como utilería de una película de terror, en la que yo era el ejecutor. Un Dios que impone su ley. Le pareció fabuloso, esa fue la palabra que utilizó, y quiso mostrarme algunas fotos, pero prefirió dejarlo para otra oportunidad. La temperatura había bajado y la lluvia había cesado un rato antes. Carolina se paró y fue a la cocina. Le dije que las imágenes traicionan, pero perduran. Pensé, pero no se lo dije, que las imágenes se generan

Perfiles | Un regalo de navidad

«Constantemente experimentaba crisis en las que sufría por no estar segura de sus sentimientos. Es una gran tragedia –afirmaba con tristeza– la ausencia de un instrumento que certificara la existencia del amor. O que, en su defecto, dictaminara la presencia de afectos menores: querer, calentar, gustar, apreciar, estimar, reconocer. Por mi parte, dado mi carácter introvertido y poco expresivo, no aportaba demasiado a profundizar la relación, pues me costaba –y me sigue costando– sacar a flote mis emociones, que parecen navegar en un submarino.» ¡Si describir una desgracia fuese tan fácil como vivirla! E.M. Cioran   Diciembre. La parafernalia navideña arreciaba y yo, que andaba deprimido por mi reciente ruptura con la Maca, odiaba con más fuerza que nunca esta fiesta del consumo que los comerciantes han hecho del nacimiento de un redentor que –entre otras cosas–promovía lo espiritual por sobre lo material; un redentor que mandó a la chucha a los mercaderes del templo, es decir, que le dio sus buenas patadas en el culo a los Luksic, a los Solari, a los Angelini, a los Ponce Lerou, a los Matte, a los Paulmann y demás comerciantes de la época. Yo no creía, por cierto, en la existencia de tal redentor, era una fantasía más producto del miedo, el oportunismo y la ignorancia, pero me llamaba la atención el enorme grado de contradicción entre el mensaje original y lo que se observaba en la realidad. Por las noches, después de la pega, dejaba de lado mi alergia navideña, se trata una fiesta cultural, me decía, y me enfrascaba en la lectura de Cioran –ese pozo negro de la filosofía– quien calmaba mi despecho por lo de la Maca con pensamientos del tipo: “Amar al prójimo es algo inconcebible. ¿Acaso se le pide a un virus que ame a otro virus?”. Imposible, repetía en la soledad de mi casa. El amor a otros, por tanto, no era una alternativa cierta. Eso significaba que estaba todo bien, que nunca había amado a la Maca ni ella a mí y que, en consecuencia, no tenía por qué pasarlo mal. Llegaba a esas conclusiones mientras tomaba hasta quedar imbécil y desmemoriado, hasta convertirme en un virus. Por las mañanas, tipo siete am, despertaba con migraña y tras beber café, comer unas tostadas e ingerir algunos analgésicos partía, desde la Recoleta Roja, a mi trabajo en la municipalidad de una comuna cuica, específicamente en la corporación de educación, donde funcionaba como uno de los asistentes del director, un UDI católico hasta la médula de los huesos, experto en birlar fondos públicos, promover el embarazo adolescente, castigar a los chiques rebeldes y condenar a los ladrones de izquierda. Andaba mal, pero disimulaba, pues como escribe Cioran en Ese maldito yo, resulta “imposible asistir más de un cuarto de ahora sin impaciencia a la desesperación de alguien”. Y yo no quería impacientar a nadie. Mi vida, para los demás, parecía funcionar correctamente. Cuando me preguntaban cómo estai, yo respondía bien ¿y tú?, sabiendo que recibiría por respuesta bien igual, gracias. Tal era el protocolo. Una palabra más significaba enfermedad mental. Me mostraba amable, serio, responsable, aunque sentía que mi interior era una especie de mar congelado, un pedazo de vacío quebradizo y hostil donde podría ahogarse el universo entero. Me volví un mago de la simulación, un actor de primera desarrollando el rol de un tipo que, en una época donde la palabra culo ha reemplazado a la palabra corazón en las canciones de moda, no pierde el tiempo en estupideces románticas. Entendía los códigos. Funcionaba. Eso era lo importante. Hasta participé en el amigo secreto de la pega y tuve tiempo para comprar regalos navideños a mi familia. A mis padres y a mis dos hermanos, dos tipos exitosos, alegres, prácticos, sin compromisos sentimentales y de pocos escrúpulos. Uno es abogado, el otro arquitecto y les va la raja. Al menos estás cerca del poder, ironizaban cuando nos encontrábamos en la casa paterna y yo me quejaba de mi presente laboral. Tenís que mamársela al jefe, esa es la forma de escalar, me aconsejaban riendo y haciendo la mímica de una felatio cuando mi madre iba por el postre. Ante esto mi padre, que es una especie de ausencia con bigotes, movía la cabeza negativamente al tiempo que sonreía, quedando bien, simultáneamente, con mis hermanos y conmigo, el perdedor que había optado por la pedagogía. Después venían las preguntas acerca de si conocía o no al director de obras o al encargado del departamento legal del municipio, a los que les podrían ofrecer sus buenas lucas, cada uno en su especialidad, por algunos favorcitos. Delante de todos me mostraba fuerte, indiferente a la partida de la Maca. Estoy como tuna, respondía cuando en la familia o en la pega alguien me preguntaba cómo me sentía. No quería bromas, especialmente de mis hermanos, expertos en festinar con la desgracia ajena. Me hallaba, sin embargo, más bien débil, machacado, pues durante nuestros seis años de convivencia reiteradamente la Maca se fue a vivir a Pudahuel, donde sus padres, alegando no entender sus emociones. Regresaba meses después, con los ojos brillantes y el corazón enamorado. Entonces nos reconciliábamos. Todos esos años estuve en una especie de montaña rusa cuyos efectos –nada positivos– se fueron acumulando en mi sistema nervioso. Me confundió, creo, con un terminal de buses o con un aeropuerto. Constantemente experimentaba crisis en las que sufría por no estar segura de sus sentimientos. Es una gran tragedia –afirmaba con tristeza– la ausencia de un instrumento que certificara la existencia del amor. O que, en su defecto, dictaminara la presencia de afectos menores: querer, calentar, gustar, apreciar, estimar, reconocer. Por mi parte, dado mi carácter introvertido y poco expresivo, no aportaba demasiado a profundizar la relación, pues me costaba –y me sigue costando– sacar a flote mis emociones, que parecen navegar en un submarino. La Maca, apenas entraba en crisis, decidía irse donde sus padres. Empacaba sus cosas, guardaba algo de ropa en una mochila y se marchaba con los ojos enrojecidos. Por lo general me lo

Poesía chilena actual | A la vuelta de la esquina, once poemas de Sergio Miranda

ÉPICA DEL BARDO   Me despedí de mi tierra  la abandoné  aún siendo un pájaro sin plumas,  surqué el Paso del Caracol  con la verborragia de un mochilero la vena aorta del Cono Sur  la lengua pétrea, me dije yo nunca había visto el sol nacer el Pacífico es un recipiente  que lo humedece hasta apagarlo todo un esfuerzo existencial  para escribir para lanzarme vagué  como lazarillo por Córdoba  buscando maestros para conversar  buscando comida para comer  buscando trabajo para trabajar pero la locura, el jazz, los mirlos  en la cabeza siempre pueden más me dije: “la poesía te vulnera  como al rebaño    y no es cosa de asustarse  ni de crear figuraciones  tan horripilantes como bellas a semejanza de las Aguafuertes  de Goya  para ejemplificar” quizás tenía razón, quizás no pero la formalidad en mi escritura  me desagradaba, escribía  como si fuese el fregador de pisos de la torre de marfil los poemas no son tulipanes y si lo son  tienen que oler al lugar donde nacen yo sólo escribía en gladiolo  palabras que olían  como agua estancada de cementerio algo andaba mal en mi escritura  por alguna razón  que ignoraba  algo fallaba pedí consejos a libreros en el Paseo de las Artes, pero sólo me respondían en libros en epitafios, en apotegmas, en epigramas  y ya estaba hartado fastidiado  de tomar vino toro hasta el amanecer  cagado de frío con rolingas y punkies  que veían el horizonte como vertedero que tomaban parafraseando a Bukowski,  tarareando a Los Piojos y a Charly  queriendo verse en una fotografía como Artaud o como el niño con el arma de Klein  un poco de estoicismo al anochecer me vendría bien, pensé después de meses  ¡Basta de ser copias de Caicedo y Pizarnik!  Vuelve sobre la ruta, me dije  a lo que vinimos, recalqué  entonces tomé valor y entré en la UNC sentía la aridez de su tierra en mi cara la sombra de Atenea con su risa macabra  sobre mi cabeza, al poco tiempo conocí  a los Saussure, a los Bajtin, a los Adorno y Horkheimer  a los Melendéz Pelayo, a las Kristeva, a las Butler, a los Benjamin a los Pierce, a los Genette, a los Barthes, a los Derrida y a una infinidad de autores que me llevaban  al límite del ACV agotado como Atlas sobre el escritorio pero con un cuerpo esquelético me soñé como uno de los ladrones  en el Gólgota, vituperado por conceptos  dañado por la punta de lanza del Logos diciéndole al Hijo de Dios lascivamente: “dile a tu padre, sólo si es cierto, que la cagó  al crear el lenguaje el con che su ma re”  la facultad olía a mayo francés y yo que sólo quería encontrarme  con Sanchos Panzas y Quijotes no te impacientes me dije: “la poesía  pernocta en los anales de cualquier tiempo feroz” pero la sensualidad burguesa fue mucho más fuerte muchos Dionisos prestaban las casas y hablábamos complicado, como rindiendo exámenes  los suaves citando a Rilke de memoria los ásperos rasguñando el Tractatus Logico-Philosophicus  pero con marihuana y ácidos de calidad  vino de calidad, con cuerpos de calidad  por momentos me sentía en Delfos lleno de sátiros y bacantes danzando en la pintura de Matisse pero tantas caretas pesan en la cara  en un mundo lleno de deseos hasta el espíritu se vende  y yo no tenía ni la cara ni la plata para tanto goce yo debía morderme los labios de cuando en cuando hasta hacerme sangrar para despertar de ese ensueño para recordarme que vivía  en una pensión oscura  en Ayacucho al 2200 que venía de la clase obrera,   que me quedaba un poco de arroz  dos cebollas y un ajo para comer entonces  armé una pared con libros   y me encerré a leer a leer y leer.       EL NARANJITA DE LA PLAZA ALBERDI   Me contó de las calles  de lo difícil de conseguir laburo  de que hay que rebuscárselas en donde sea que no queda de otra, que no hay más me contó de los pájaros de los perros, de lo difícil que es ponerles nombres  de la gente que no cree en Dios  y de la inutilidad  de no creer en nada me contó que con el vivir no alcanza  que la muerte es sólo de ida   que desengañarse del mundo es el camino que tiempo al tiempo que hay que mirarse las manos  para no olvidar nada me contó de sus miedos  de adentro hacia afuera palabras pesadas como la vida  pero inmóviles como cementerio me contó del frío en los huesos de las operaciones a la cadera  de la cicatriz que no le cura de un accidente de borracho en la línea del tren me contó de la comida que no come y de la que nunca comerá me contó de sus amores siempre fugaces siempre intensos pero vulnerables me contó de las peripecias de su vida  de Lazarillo que no quiso escribir   me contó que a veces  viene gente a rezar con él que pide por él pero no logran conmoverlo  me contó de su diabetes  que le comió el pie, que por eso la muleta   que la vergüenza se pierde con el vino que los amigos sirven para hacer historia que el mundo está lleno de sabiduría desgraciada.       UN DERSU UZALA DEL VALLE CENTRAL    De madrugada termino “Dersu Uzala” de Kurosawa pienso en ese bosque  colosal de coníferas  la expedición de los rusos en una zona sibilina    y escucho a mi viejo  que se levanta  a las 5am como de costumbre  se queja como puerta vieja le pregunto si está bien pero no contesta prende el televisor hace zapping en el living   hemos conversado poco últimamente   lo comprendo, me comprende  su vida ha sido dura a diferencia de mí él habla lo necesario    lo imagino como un Dersu  Uzala del valle central  que camina a través  del puente Marambio  silbando al son  del

Poesía argentina actual | Jorge Castañeda: Urnas vertebrales

                                                   Y mis vértebras hervían.                                                                          L. A. Spinetta.                                                        …redimido regresó a su patria                                                      Cerca de la medula espinal.                                                                          G. Benn.       Hierro pensado ¿Estaba el lóbulo (Mordiendo la estirpe) En ahogo constante?   La escritura  Está formándose  En el polvo.   A veces Los glaciares se potencian E imprimen espuma Sobre su frente (No puedes sellar con clavos                          La escritura leudante)   …puedes comer del nervio embalsamado…   Huecos diurnos. Posibles cuencos.   La cura  Es un reloj A cuatro manos.   La columna nerviosa                                      Es amplia.                                                   Voces.   Traguemos con fuerza El pan de centeno Y pernoctemos  En esta caja blanca.   Tu cerebro  No estigmatizado (Sobreviviente                                 A una                                     Ecuación astral) Utiliza las cuerdas Para la luz habitable.   Nadie deteriora El acceso a los nervios  (El oleaje más pesado                          Para el más pesado umbral)   …hay muestras de un rayo…   ¿Dónde está la plétora hambrienta?   Un corresponsal Trasplantará Las agujas en la espalda (Mientras los roedores                          Mueren electrocutados)   No rechacen el oído A la altura de los clavos.   (¿Urnas?)   La columna vuelve a barnizarse De medicamentos forzosos, Levanten el legado magnético Para la resonancia ausente          (¿Cuál es la verdad de estos huesos?)   Abandonen ya la cabaña Y recuperen La primera edición Para morder la piel abstracta (La sal en construcción                           Espera en la nieve) Busquen la medicación en el estanque.   Perpetuidad. Urnas. Noche.   (Hay voces que señalan los vegetales)   La retina  Se pierde en la pierna izquierda.   Ojo volátil-restos arácnidos Frente a la melancolía Pudriéndose en tu mente.   …a nivel medular y subcortical   Atravesamos el desierto ¿Sellamos las piedras?   Nervio hinchado de significado.   La neurona ahorcada Se incendia En el refugio del paladar.   Los acupunturistas Muerden la vegetación Y vomitan clavos (¿Tantos nervios aquí en el polvo?) Es para brotar dentro de vos.   ¿Coro de agujas? ¿Represa de signos? ¿Expedición en el ciruelo de Dios?                                                                                         El cuerpo sangra  Con la alianza embrutecida.   El hueco influenciado por el átomo Exige códigos Fuera de esa mandrágora Penetra el nervio.   Huesos.                           (¿Vos?)   Flujo lunar Calma el grito  De este hueso   YA   (Y corre a una zona menos ruidosa).   Nudos flotantes _(el santuario, un coloquio difícil)_ Si se precipitan No sean invisibles.   Cabeza. Tronco. Vértebra.   Reducción de órganos En la corteza terrestre   …único ejemplar en la placenta de Dios.   Vértebras. Laguna acústica. Membrana habitable.   …en su interior…   El cáliz recuerda el vibrar del féretro. El – meridiano – no – profetizado.                                                       Noche. ¿Urnas superadas?   El hueso  Clonado a martillazos Se hace cargo De la nomenclatura.   Filo del tiempo: Las bocas eclipsaron las vértebras de barro.   Vox. Ojos. Giro de leños.   Vuelca el pensamiento A esa cabaña sin luz (Duerme – aquí – cerca) Un grupo accede a las agujas.   Voz. Huesos. Polvo   Para la descarga Neuronal                                            Aleatoria.   Vacío. Nervio. Grasa animal.   (¿Cómo?)   _ Sobre la espalda_   La lengua de la oración. …haciendo que cicatrice El pequeño eclipse circundante.   Urnas. Huecos.   …es tan onírica su reputación…   ¿Bajo esa espera sucedánea…?   Su pregnancia metálica purifica a los flamencos.   Cáliz. Vox.   El destino produce hongos. Agujas La muralla tiene el mismo diagnóstico.   Nervio constante-sin ojos El gran vacío cubre las vértebras _ seda y huella _ Puntos algebraicos en la espalda   ¿Por qué aquí? ¿Hasta cuándo las cajas metálicas?   Las hachas esperan La audiencia de esa logia.   ¿Sangre en el cáliz?   Meridiano                                         (En una urna…)   Tu cuello

Patio de luz | Apuntes de una historia

«Recordemos que era el tiempo de la editorial “Quimantú”, de la revista “Cabro Chico”, del medio litro de leche, de las jocosas historias de Isabel Allende, que escribía con tanta naturalidad, antes de convertirse en una productora de libros. Era el tiempo de la cultura popular, donde la gente reía arriba de los buses, en la calle, en las reuniones de vecinos o en las concentraciones para ver los artistas de la generación que estaba surgiendo, o había surgido sin que todos nos diéramos cuenta.» (Dedicada al “Negro” Óscar. Él sabrá por qué)   Éramos pobres. Paupérrimos. Vivíamos en uno de los tantos cerros (entonces poco poblados, con gran vegetación y saltos de agua), marginados del gran centro urbanístico de la “Ciudad bella”, “Ciudad del Turismo”. Ciudad del famoso festival de la canción, de la gaviota, y del temido “monstruo” que fue y después no fue más. Ciudad cuya postal favorita y obligatoria para el visitante, era el Reloj de Flores. A pesar de tener muy poco de cuanto se llamara “material”, teníamos, yo y mis seis hermanos, unos padres presentes. En especial, una madre que se preocupaba de que estuviésemos al día de lo que ocurría en el mundo. De lo que guardaban las grandes ciudades. Que nos hablaba de libros, música, cines, iglesias. De ella la conversación surgía cálida y con una emanación de ternura que nos cautivaba. Como si, al entregarnos lo que existía, nos estuviera arrullando hacia un sueño que nosotros pudiéramos alcanzar…y realizar. Aun así, ella, contrariamente a mi padre, no nos permitía faltar a la escuela…aunque lloviera. Era la época dorada. Y en Santiago de Chile se celebraría el gran acontecimiento de la inauguración de la UNCTAD III, en su edificio flamante, construido en tiempo récord por muchos trabajadores. En el colegio del barrio nos hablaron del gran suceso con anterioridad. Recuerdo que a una de mis hermanas mayores (que ya asistía al liceo de niñas, bajando una escala de más de 400 peldaños y caminando un medio centenar de cuadras para llegar a él), en el tiempo que se rendía la famosa Prueba Nacional, y los sujetos estudiantes eran derivados según su puntaje, a liceo o escuela industrial o comercial. Es decir, el tiempo en que sólo podía estudiar un tipo de “elite” bastante atípica; tuviese o no recursos económicos, y que comprendía al 10% de la población en edad escolar. Pues bien; a mi hermana le dieron como tarea en la asignatura de Artes Plásticas realizar un trabajo que tuviese relación con la UNCTAD III. Ella llegó a casa con su obra, que mostró a todos los desapercibidos en ese momento. Había pintado, con lápices de colores, una sala de reuniones vista desde atrás, en la cual aparecían cabezas de personas con el pelo verde, rojo, morado, azul. Se había sacado un 7. Yo quedé muy sorprendido, pues a mis once años, jamás había visto a ninguna persona con cabello de aquellos colores. Concluí en que la profesora sintió lástima por mi hermana, y a eso correspondía la nota. En esa época de oro de mi infancia, que se prolongó más de lo que suele ocurrir con un cristiano común, mi madre nos comunicó una espléndida noticia: viajaríamos a Santiago, a conocer el edificio de la UNCTAD, que estaba abierto a todo tipo de público. La idea del viaje me produjo una gran emoción, y arrebatado júbilo a mis hermanas. La noche se fue más de prisa entonces. Al otro día endilgamos hacia Santiago, con nuestras mejores pilchas. El tren era un espacio de ciegos con acordeón cantando canciones lastimeras, al borde de cortarse las venas. El “Pobre Payaso” también era un emblema local, para quienes oyeran, miraran por la ventana, comieran sus huevos duros o los dulces de La Ligua. El olor misceláneo de las comidas se mezclaba con el viento que remecía los árboles y entraba hacia los vagones, a confundirlo todo. El ruido insistente de la ferrería aportaba una nota más trágica a los cantores ciegos. Era una gran orquesta que acompañaba con su diapasón sanguinoso y truculento el “Amor de pobre solamente puedo darte…” De ese momento no recuerdo más, hasta que estuvimos en las inmediaciones del edificio inaugurado. Era sorprendente ver la cantidad de gente que circulaba por las veredas. Igual la variedad de tipos humanos que, por primera vez, estaban frente a mis ojos. Parecía que todas las razas hubiesen confluido en ese sector. Era emocionante el colorido del vestuario de las gentes de color; eran como una explosión de primavera cubriendo sus cuerpos, sin ninguna arrogancia ni el vergonzoso impulso de mi ciudad beata, donde el rosario era pan de cada día, igual como cruzaba el horizonte, cortando la bruma marina, el “Argonauta” de mis niñeces. Jóvenes de pelo largo que hacían acrobacias, otros tocando la guitarra en una esquina, leyendo poemas en voz alta, o mostrando artesanías inexplicables. Surgían, de repente, mujeres con hábito hindú, otra con grandes turbantes. Ya sea en negro o en blanco, hombres corpulentos con largas chaquetas bordadas en dorado. La vida, en su mejor esplendor y en su diferencia natural, abría sus venas para que bebiéramos de ella. Entrando ya al edificio, nos impactó la monumentalidad de éste. El hormigón armado que se convertía en escaleras cortadas a noventa grados mientras subían, los accesorios de cobre, la enorme puerta del mismo material, la alegría de la gente del pueblo que asistía a una cita con la historia. Allí almorzamos gratis. Nos sentamos en aquellas sillas que eran novísimas, de color salmón, de material más resistente que el plástico, pero tal vez de la misma familia, y armazón de tubos de aluminio (aunque no sé si era aluminio u otro entuerto de metales aliados). Mi madre junto a mí, ya que mis hermanas estaban desgreñadas por otros rincones, dedicamos varios minutos a mirar cada una de las esculturas que poblaban tanto el jardín como la propia construcción. Ya fuera arcilla, piedra o metal, las piezas hablaban del humanismo, el