Literatura

Narrativa chilena actual | Una tarde de cultura

«La mujer la ve alejarse, observando cómo su figura finalmente desaparece por la Alameda hacia el poniente. Tiene unas ganas enormes de hojear su regalo, pero de un momento a otro parece advertir algo raro, un murmullo que va creciendo, y pronto olvida el libro. Ahora con extrañeza mira los rostros de las personas. Algo no anda bien, piensa de inmediato, algo ha pasado en la feria.» Sábado, seis de la tarde. El Centro Cultural Gabriela Mistral, o GAM, está repleto debido a una de las tantas ferias literarias que se realizan año a año en la capital. Por todos lados se ve gente hojeando libros y hablando, sobre tal o cual libro, con los libreros o quienes atienden los stands. Las personas en los puestos son de todas las clases y formas: Chicos, altos, gordos, flacos, mujeres, hombres, la mayoría vestidos con ropa de marca o vintage, para verse más originales. Casi todos usan lentes, como si fueran la viva imagen de que lectura y los problemas a la vista están íntimamente relacionados. Se les ve felices, a la espera de la presentación de una banda musical ecléctica, conocida entre ellos y que, aseguran, todos deberíamos escuchar. Entre todo este tumulto va Francisca, que con su mano izquierda tira del carrito con los sándwiches vegetarianos que ha traído para vender, es un carrito pequeño, fácil de llevar. En la espalda de Francisca cuelga una mochila de colores, en donde destaca “Tutti Frutti” escrito con letras rojas. Camina con cuidado, tratando de no tropezar con la gente, hasta llegar al lado de la señora que vende los sándwiches de queso y jamón, con el cafecito correspondiente. —Hola —le dice la señora—. Póngase por acá nomás, mi niña, hay espacio para las dos. Francisca sonríe y se instala a su lado. En el suelo estira un mantel verde y sobre él organiza en hileras algunos de los sándwiches de carne de soya o de lechuga y tomate que preparó en su casa, usa jeans que están rotos en las rodillas, una polera de los Komando Jungle y zapatillas Converse. Lleva el pelo largo y rapado a los lados, teñido de verde y azul. Sus ojos verdes miran a los clientes de la cultura, los clientes la miran también y suspira. Con sorna se sienta en el suelo y entrelaza las piernas, como si fuera una maestra oriental a punto de comenzar a meditar, pero en vez de cerrar los ojos y dejarse llevar, saca un libro de su mochila y comienza a leerlo. La señora la observa y sonríe. La muchacha le recuerda a su hija, aunque ella no tenga los ojos verdes, ni se pinte el pelo de colores o se vista con poleras raras. —Tanta gente que anda —dice la señora buscando conversación— me gustan estas cosas culturales, se ve todo tan bonito, esos jóvenes, esos señores que leen tanto. Deben saber mucho. La muchacha deja escapar una risita, aunque no separa la vista de su libro. Solo da vuelta la página y trata de acomodarse bien en el piso. —Qué hermosas son las ferias literarias —insiste la mujer— son mi lugar preferido, ¿sabes? Pero Francisca solo suspira profundo y cierra los ojos. Ahora tiene que dejar el libro a un lado y atender a los primeros clientes que ve aproximarse. Han pasado solo unos minutos y ya varios les han echado el ojo a sus sándwiches. Como buenos niños, la intelectualidad de nuestro país no tarda en hacer una fila frente a ella. Los sándwiches de carne de soya están a dos lucas y los de tomate y lechuga a luca quinientos. La señora de los sándwiches de jamón y queso mira a los muchachos sin entender. —Pancito con jamón y queso aquí, niños —les ofrece—. Un pancito y un café a luquita ¡Vamos!, vengan. —¡Cacha! Cafecito y pan a luca —dice una de las niñas a otra chica— ¡Vamos! —¡Ay!… pero tienen jamón —responde la otra asqueada—. Yo no como carne, acuérdate. —El otro día vi en la tele cómo mataban a un cerdito —dice una de más atrás—, fue terrible. No sé cómo pueden hacerle eso a los pobres animales. De inmediato la señora deja de ofrecer sus productos y se queda en silencio, mirando sorprendida al grupo de jóvenes que hacen fila para comprar los sándwiches vegetarianos. Todos la observan, como si fuese ella la que ha matado al chancho. Los únicos que le compran son los cabros que hacen el aseo. En su rato de descanso y colación se instalan en el suelo, al lado de la señora, y comen sus sándwiches de jamón y queso y beben sus tibios cafés, sintiéndose en la gloria. Miran la fila y a los que compran libros con algún interés, pero desvían la mirada pronto y vuelven a sus conversaciones cotidianas. No hay nada que les llame la atención. Afortunadamente, para la mujer, la fila comienza a hacerse más pequeña. Francisca parece haber vendido ya casi todos sus sándwiches y ahora los saca directamente de la mochila, donde ha guardado los de reserva. La señora la mira con un poco de envidia, pero luego se siente feliz por ella y no esconde su ternura. —Regálese uno para acá poh, mi niña —le dice a Francisca—. Si somos colegas. Francisca se ríe y sigue vendiendo. En su banano sobresalen algunos billetes de luca y de dos lucas, los que trata de sujetar con la mano derecha. Por fin, cuando compra la última persona, guarda bien la plata y asegura el banano. —¡Chi! Parece que te fue bien —dice la mujer, que continúa mirándola—. Ahora estás toda millonaria. Francisca vuelve a sonreír, aunque insiste en su silencio. Es más, ni siquiera la mira a los ojos. Solo asiente incómoda y toma el libro que ha dejado hace un rato, con cuidado, y luego vuelve a sentarse de piernas cruzadas para seguir con la lectura. La mujer se queda observándola por varios segundos. Espera que diga algo o que la

Noticias de la nada | La calamidad de un azucarero

«Luego llegaba mi turno. En ese vertiginoso momento, en ese mareo, iba de mano en mano. Más no como el clavel que nadie por licencioso o promiscuo quiere, sino como una alegre bendición. Con plateadas cucharas extraían el azúcar de mi interior —que es un gran tórax— hasta dejarme semi vacío, incompleto, pero gozoso.» Sobre un mantel blanco y limpio —con racimos de moradas guindas— era puesto. Justo al centro me situaban, en un lugar donde mamá pudiera alcanzarme, donde papá, las mellizas y Janito, el benjamín de la casa, pudieran alcanzarme, pues mi cuerpo redondo, de loza fabricada en la República Popular China, contenía la dulzura, imprescindible, que la familia tomaba a diario. Evidenciaban —debo decirlo— graves carencias en este aspecto, un déficit constante. Algo muy malo tiene que haberle pasado a cada uno de ellos alguna vez. Juntos o por separado, no sé. Uno de esos golpes de los que habla el poeta Vallejo. Seguro que el hecho traumático derivó en enfermedad crónica y algún especialista les extendió la receta.  Dos veces por día, desayuno y once, ocupaba mi lugar central. La familia se sentaba en sus sillas ídem, ante su mesa ídem. Primero se procuraban agua hirviendo. La hacían circular en un termo negro con líneas plateadas, volcándola en tazones previamente provistos de té en bolsitas o café en polvo. Luego llegaba mi turno. En ese vertiginoso momento, en ese mareo, iba de mano en mano. Más no como el clavel que nadie por licencioso o promiscuo quiere, sino como una alegre bendición. Con plateadas cucharas extraían el azúcar de mi interior —que es un gran tórax— hasta dejarme semi vacío, incompleto, pero gozoso. Todos inquirían respecto del grado de dulzor alcanzado. Se preguntaban si necesitaban una media cucharadita o una puntita o una cucharada entera más, o si se les había pasado la mano y requerían, más bien, agregar agua a la mezcla. Era el momento en que sus caras, de aspecto enfermo, cambiaban. Había risas y palabras afectuosas. El tratamiento -era evidente- tenía efecto inmediato.  Décadas en eso: cumpleaños, navidades, dieciochos de septiembre, bautizos, velorios, pues llegué a la familia, lo recuerdo bien, gracias a los difuntos bisabuelos de los niños (cuya foto, tomada en unas vacaciones en Pichidangui, se encuentra en la pared del comedor que da al living). Fui parte del regalo de matrimonio que los ancianos hicieron a los padres de Janito y las mellizas, que ya van por los quince, cuando ambos decidieron compartir la mesa por el resto de sus días. De mi boca redonda ha surgido lo necesario para consumir, después de almuerzo, las beneficiosas y domingueras agüitas de menta, manzanilla y llantén que toman los adultos. Y para mejorar los desabridos duraznos transgénicos. Y para hacer café batido. Décadas en el centro de la mesa, décadas siendo llenado y vaciado con esos miles de ínfimos cristales blancos que, poco a poco, cosa terrible, fueron perdiendo el favor de la familia. Producen diabetes, producen cáncer, producen obesidad, comentaban los expertos en la tele, por lo que finalmente fueron sustituidos por sucralosa, estevia, aspartame y otras sustancias de nombres raros. Consecuencia de esto, yo, el azucarero con dibujos azules ¿te acuerdas? fui quedando poco a poco de lado hasta que un día determinado, creo que fue para el último cumple del Janito, no me llenaron ni me llevaron a la mesa. En una oscura despensa me abandonaron, vacío, es decir, lleno de sombras que me rodean y asustan por dentro y por fuera. Ni siquiera me dejaron un conchito de azúcar, un terroncito. Qué ingrata es la familia, me digo, cuando veo que una sustancia impostora, en su burdo envase plástico, es llevada a la mesa mientras yo permanezco en el olvido. Por último, podrían usarme para la mermelada, me digo a veces, pero luego recuerdo que hay un pocillo para eso, uno de cristal. Quisiera tener brazos y no asas para empujarlo —hay apenas diez centímetros hasta el borde del estante— y verlo hacerse añicos contra el piso. Me arrepiento después de este ruin deseo. Más contra un ser tan transparente como el pocillo de mermelada. Es por la falta de azúcar, es por la abundancia de sombras en mí interior, concluyo con pesar. Y deseo ser yo quien se haga añicos contra el piso.    

Narrativa chilena actual | Shito / O la repetición

«A la mañana siguiente se fueron juntos a la facultad y cuando se despidieron se besaron las mejillas, y todas las veces que volvieron a verse se besaron en las mejillas, y lo que ella buscaba no lo obtenía ya en Julio y Julio tampoco encontraba en ella lo que quería, de modo que aunque podía buscar coger con otra chica no lo hacía y Emilia sí que empezó a buscar a alguien que la contuviese, porque Julio quería hacerlo con ella y no con otra, pues la necesidad del deseo y el amor finalmente sólo podía satisfacerlo ella.» Para Carlos Oliva.   “¿Qué podría hacer que suponga que la repetición de un acontecimiento que se desea alterar, aunque sea mínimamente, no supone también la repetición de las circunstancias posteriores?” Patricio Pron.     Empieza con un adulto que no deja de ser niño y termina con un adulto desconsolado. Pongamos que él se llama, se llamaba Julio. Y pongamos que ella se llama Emilia. Igual que los protagonistas de la película que vieron en el Cineclub. Y en verdad empieza con un suicidio adulto y un intento de reparación honesto, y termina con una reparación honesta y un suicidio adulto. Algo así.    Después de ver Bonsái, la película, Emilia se compró el libro de Zambra y lo leyó en media hora. Después quiso que Julio lo leyera y terminaron leyéndolo acostados en la pieza de él. Porque Julio no vive solo y eso no quiere decir que viva con ella. De hecho, vive con dos amigos de Letras y ella vive sola. Después leyeron “Tantalia”, el cuento de Macedonio Fernández y se identificaron, cada uno a su manera, con el cuidado del trébol. Pero eso ya fue hace rato. Porque ella es alguien que se fue y ahora Julio es alguien que se pone melancólico. A lo mejor, en algún punto, esto tome tintes de confesionario, aunque no es una confesión, no sé qué es aún. Vale decir que empezaron viéndose hace tres años. Eran amigos y lo siguen siendo, al menos para ella, para Emilia, aunque para él fueron años de relación, de vínculo, y para ella fueron años de amistad, de coger, de nada. Porque Emilia salía con otros chicos, que tampoco fueron tantos, el plural es exagerado; sólo tuvo dos novios y a Julio, que no era novio, ni siquiera salían, en verdad siempre fueron amigos y Emilia a veces se lamía sus heridas con él, con Julio.    Empezó a quedarse en su casa. Julio la atendía, desayunaban café con facturas, la mimaba. Después almorzaban o no almorzaban y se iban a la facultad, porque ambos son estudiantes, ambos estudian Letras, aunque Emilia ya ha terminado la carrera y cursa una maestría de edición en la Diego Portales y Julio no pasará del tercer año, porque es poeta o no es poeta, al menos en el papel no lo es, aunque bien que lo sería, lo será, en la vida, en términos vitales. A veces cenaban o no cenaban y ella se desvestía y se paseaba por su habitación. Entonces él encendía un par de velas con aroma a vainilla encima del escritorio, alumbrando algunos libros apilados: a saber, de Fogwill; a saber, de Houellebecq; a saber, de Clarice Lispector. Y entonces hacían o no hacían el amor, se besaban y se dejaban de besar. Después veían una película que siempre elegía él en la computadora, y cogían otro rato, no mucho, pues al poco andar la cama dejaba ya de sonar. Y vivieron un tiempo así, un par de meses, no tantos eso sí, como si fuesen novios, pero sin nunca serlo —«porque no eran novios, aunque duerman juntos, coman, lean y estudien juntos, aunque compartan esa pasión peligrosa y solidaria que los acerca peligrosa y solidariamente»—; tácitamente estaban juntos y sin embargo no estaban, no estuvieron juntos. Porque las cosas no son tan fáciles, las relaciones a veces son complicadas, sobre todo este tipo de relaciones, donde ella es guapa y él no; donde ella puede estar con cualquiera y sin embargo no puede, en verdad no quiere; donde él de algún modo práctico, quizá esotérico y kármico, la tiene ligada a él; donde el que está enamorado es él y no ella; donde quien sufre por otro es ella, y aunque ya empiezo a repetirme, a lo que quería llegar es que al final Emilia, a diferencia de la película y el libro, no muere. Al menos no ella, al menos no esta vez o al menos hasta que ella decida dejarlo y la relación se resuelva en puro frío y en aguanieve; pura ilusión de cosas que fueron y no serían nunca. Y sin embargo Emilia sigue con él. Y finalmente no es ella quien se va, quien lo deja, quien desaparece. Porque Julio en un impulso que desconocía en sí mismo decide irse a Brasil. Y lo decide cuando ella le dijo que se fuera, que no estuviera, cuando ella le dijo ese viernes que no vaya al bar porque irá con sus amigas y quizá se levante a un chico y se lo lleve a la cama.    Su vida en Brasil transcurre de manera común, normal, pero es muy vago, flojo, un tanto descuidado por decirlo así. Trabaja en un bar de noche. Sigue leyendo a Lispector y se hace fan de un octogenario Rubem Fonseca. Sale de copas con uno o dos amigos. Y allá, en las playas de arena clara y agua luna conoce a muchas chicas. Se involucra con Jaicinha y están juntos un par de meses. Luego conoce a Teresinha, a Marianela, a Flavia y así vamos contando una docena más, casi todas amores de dos o tres noches. Luego viene un período largo de abstinencia involuntaria que busca terminar urgentemente cuando conoce a Clarinha, con quien vive una vida más de pareja, el tipo de relación que Emilia se negó a darle. Y estuvieron juntos un par de años, porque pasaron

Signos vitales | El niño herido

«En Latinoamérica, el hecho de que el cristianismo haya hegemonizado las creencias ha evitado, al menos, que nos matemos por motivos religiosos. Nosotros, los de hoy, puesto que nuestros antepasados, todos muy píos, muy beatos, se vieron en la necesidad de asesinar a un número enorme de indígenas, a crucificarlos, a quemarlos, a empalarlos, a mutilarlos a ellos y a sus dioses, todo por amor a Jesucristo.» Camino por las calles de Batuco. En una esquina solitaria un grupo de evangélicos predica y canta. Una escolar que pasa los mira y se aleja apresuradamente, como huyendo de un perro rabioso, de un rottweiler con biblia. El tipo que dirige al grupo, el pastor supongo, discursea afiebradamente, violentamente. Como todo líder debe manejar a sus ovejas, que son su abrigo y su alimento, no dejarlas que se dispersen, que se pierdan, que queden a merced de los lobos, puesto que no podrá explotarlas él mismo, no podrá alimentarse -usando un lenguaje tipo evangelio- de su carne ni curtir su cuero ni cardar su lana. Su capital, en consecuencia, se verá mermado, pues el rebaño es su riqueza, su teta. Para no perderlo -incluyendo la VAN que tiene estacionada a la vuelta de la esquina, la VAN con que mueve a sus víctimas y que, no sé por qué, tiene una banderita de Israel en el parabrisas- debe mantener a sus fieles permanentemente atemorizados del poder de Jehová, su dios omnipotente, su dios que, como él mismo dice, mandó a dos osos a descuartizar a cuarenta y dos niños por bromear a sus mayores, pues es un dios celoso, eso enseña el Levítico, un padre duro que no permite la desobediencia.  Su éxito consiste en vender una verdad totalitaria, incluyendo residencia en el infierno para los que no se porten bien, para los que pequen, para los que no se pongan con billete. Entremedio, por cierto, debe aplicar ciertas caricias, ciertas palabras bonitas, ciertas ayudas -a la manera de un sádico- para mantener bajo control la voluntad de “sus hermanos y hermanas”. Algo parecido hacen todas las religiones. Fomentan, así, sin ningún sustento lógico ni racional, el infantilismo, la ignorancia, el terror, la dependencia, la respuesta fácil, el fanatismo y otras cuantas plagas. Lo ideal sería prohibir este tipo de prácticas por ser dañinas para la salud mental. Por generar paranoia colectiva. Por otra parte, ante lo desconocido del origen de la vida, cualquiera tiene derecho a creer en cualquier cosa, por absurda que sea, siendo peligroso, además, dedicarse a prohibir creencias. Eso sí, antes de ponerse a creer en algo habría que tomar en cuenta que cualquier investigación seria descarta de inmediato ciertas posibilidades. Por ejemplo, si se va a estudiar por qué chocó un autobús se dejará de lado de inmediato la tesis de que un dios lo ordenó, o que un fantasma o un ángel se le cruzó en el camino. En el caso del origen de la vida habría que hacer lo mismo, sacar de inmediato a dios, a los fantasmas, a los ángeles, entre otras figuras mágicas, de las elucubraciones y ponerse serio, es decir, dejar de inclinar la cabeza ante una idea fantástica y primitiva y bastante tonta, hay que decirlo, y usarla mejor para pensar, para sumergirse sin miedo en el universo incierto y bucear buscando verdades, luciérnagas que iluminen desde la razón (todavía nos debe quedar algo en stock) un fragmento de la incerteza que somos y que seremos. Hay que tener esa paciencia. Las religiones nos ofrecen, en cambio, respuestas inmediatas, instantáneas, que funcionan como enormes reflectores que anulan el claroscuro, que encandilan y acaban con los tonos -infinitos- que hay de la luz a lo lóbrego, encegueciéndonos.  El problema de fondo, me digo, mientras me acerco a la línea del tren bajo un cielo rosado, es que demasiadas personas creen en alguna divinidad. Si fuesen pocas y tuviesen poco poder daría igual, serían hasta simpáticas, llamativas, pintorescas, habría hasta una oficina turística cerca de sus casas y gringos con cámaras posando junto a ellos, pero son la mayoría y además muchos siguen de manera militante -son followers– a un montón de dioses que obviamente son incompatibles entre sí, dioses que promueven el amor, pero cuyos fieles, como ocurre hoy en Palestina, terminan asesinando a los creyentes de la deidad del lado. Descartes -filósofo racionalista- escribió alguna vez que entre creer en dios y no creer es mejor creer, pues si la creatura divina no existe no se pierde nada y si existe se gana todo. Discutible idea, puesto que al creer debemos seguir reglas ridículas a cambio de una ganancia difusa, pues en ninguna parte se explica en qué consiste el paraíso. El planteamiento de Descartes, que más bien parece un mal plan de negocios, es el sustento para que muchas personas se declaren creyentes, profundizando el problema.  En Latinoamérica, el hecho de que el cristianismo haya hegemonizado las creencias ha evitado, al menos, que nos matemos por motivos religiosos. Nosotros, los de hoy, puesto que nuestros antepasados, todos muy píos, muy beatos, se vieron en la necesidad de asesinar a un número enorme de indígenas, a crucificarlos, a quemarlos, a empalarlos, a mutilarlos a ellos y a sus dioses, todo por amor a Jesucristo. Contrasta, ciertamente, esta actitud con la idea que Nietzsche -uno de los principales cuestionadores del cristianismo-, planteó acerca de esta doctrina, pues el autor de Así hablaba Zaratustra la veía como una creencia para débiles, dada su idea de la compasión para con el otro, su poner la otra mejilla, su paraíso para los desventurados y etcétera. Eso, en el papel, porque en la realidad opera con mayor fuerza otro fenómeno que el mismo Nietzsche -al que le faltó hacer la práctica en Latinoamérica o África- llamó voluntad de poder. Detrás de las religiones, parapetada, se esconde esta ansia de homogeneizar, de controlar, de ser monopolio, de dictar las reglas, de quedarse con los territorios, los recursos y hasta con los sexos. No en vano, como

Trasandino | Esos golpes del azar que nos vuelven pensativos

«Detrás de él, una chica muy delgada con gafas negras había abierto una cigarrera de aluminio y les decía algo a sus amigas mientras le mostraba la parte de abajo de la lengua, una de ellas, una rubia delgada con pecas, se mojó el dedo índice con la lengua y levantó de la cigarrera un pedacito de pastilla que se metió en la boca, a su lado, un chique con remera atigrada había prendido un faso, su cara denotaba cansancio, como si no hubiese dormido en varias noches, miraba con mucha atención, de arriba a abajo, a la gente que iba hacia la pista de baile.» Salí de una fiesta a las 6 de la mañana. La aurora aún no astillaba la noche oscura y un viento suave, inconstante, no mermaba la humedad del ambiente. A los lejos, en el horizonte nocturno, la luna decreciente se hundía gradualmente entre las casas de Cofico. Desaté la bici de un árbol y tomé rumbo hacia casa, eso pensaba, pero en realidad no sabía hacia dónde me dirigía -no conocía el barrio-, pedaleaba por las avenidas sólo por intuición. Me detuve debajo de un poste de luz amarilla, en la esquina de Sucre con Faustino Allende, a buscar en google maps una ruta confiable. A una cuadra, por la Sucre, vi dos focos blancos acercándose lentamente en la oscuridad. Es sólo gente volviendo de la joda, pensé, mientras memorizaba la ruta. De la nada surgieron dos motos deportivas delante de mí, con sus motores bramando. Rápidamente se bajó un copiloto, un pibe moreno de pelo corto gritando ¡entregá el celular o te mato! Reaccioné saltando de la bici y se la tiré de una patada a la moto negra que intentó subir a la vereda. El pequeño inconveniente es que yo andaba con unas sandalias con broche y cuando iba a empezar a correr la punta del calzado se atrapó en una fisura de la vereda. Eso hizo que perdiera el equilibrio y que cayera con la rodilla derecha contra el cemento. Fue el azar quizás, pero el haber caído me salvó del casco de moto que pasó delante de mi cara e impactó en una pared. De súbito comencé a correr sin rumbo. Mientras corría por las veredas, llenas de árboles y casas hermosas, escuchaba los cilindros acelerando y los pasos y las respiraciones agitadas y los ¡quédate ahí! ¡quédate ahí! ¡te voy a matar! de los dos pibes corriendo a mis espaldas. Para burlarlos regateaba en las esquinas y me contorneaba en esas calles vacías, y para escapar de las motos me agarraba de los troncos de los árboles, pues no podían doblar tan rápido y se quedaban unos segundos con el inconveniente de la marcha atrás. Eso me daba un tiempo para pensar qué hacer. Pero en realidad no sabía para dónde ir, ni qué hacer. Lo que me extrañaba era que no pasaban vehículos, ni gente, ni se prendían las luces de las casas, ni nadie se asomaba a chusmear para saber qué mierda ocurría con los ¡run! ¡ruun! ¡ruuunnn! ¡ruuuunnn! En un momento la moto negra se metió temerariamente entre los árboles y subió a la vereda. Me cerró el paso. Quedamos enfrentados. Salté a una reja simulando que quería pasarme a una casa y la moto negra aceleró con intenciones de chocarme, pero bajé inmediatamente de ahí y se golpeó contra la reja. Crucé la calle. Yo ya estaba muy cansado por la persecución y respiraba desordenadamente. ¡Quedate quieto hijo de puta! gritó el colérico de la moto azul con blanco que se precipitó para subir a la vereda, pero las raíces secas que sobresalían de la tierra hicieron que perdiera el control. La moto le cayó encima. Y los gritos de ¡aaah! ¡uuuh! ¡la puta madre! ¡La pierna! fueron epifánicos, ya que al escucharlo gritar, grité también ¡ayuda! ¡ayuda! con un vozarrón estertóreo. Al instante, la moto negra recogió a un copiloto y la moto azul con blanco fue levantada de un tirón. Desaparecieron por Juan B. Bustos.    Ya sin energías para correr me encaramé a la reja más alta de una casa y pedí ayuda, pero nadie salió. Tenía miedo de que volvieran. Saqué el celu y llamé a Patrick, porque sabía que se había quedado en la fiesta. Patrick apareció a los minutos por la esquina preguntándome qué me había pasado, que dónde estaban los motochorros, y reparó en que tenía la rodilla rota y sangrante. Yo no me había dado cuenta del gran corte que tenía debajo de la rótula. Me intentaron asaltar, contesté como asmático, pero se fueron por esa calle, ayúdame a ir a buscar la bici, agregué soltando todo el aire. Cuando llegamos al departamento empecé a sentir la hinchazón y la incomodidad al caminar, pero lo que más me asustaba era la disnea y el pum pum pum del corazón. La mayoría de la gente se había ido de la fiesta, no había música, sólo las dueñas de casa con amigues y compañeros. ¡Lo intentaron asaltar, pero zafó! dijo Patrick para que cesaran los ¡qué les pasó! Sentía que me iba a desmayar en el living mientras escuchaba que se debatía si llevarme a un hospital o una clínica para que me cosieran la rodilla. Pedí unas servilletas para limpiarme la sangre de la pierna y no ensuciar el piso. Patrick me agarró del brazo y me sentó en una silla al lado de una ventana, tomá aire, me dijo. Una brisa húmeda apareció. Cuando te sientas mejor avísame y vemos qué hacemos, voy a estar acá, al lado tuyo, así que tranqui. Puso una silla frente a la ventana y prendió un faso mirando el aclarar del día desde Cofico. No es para tanto, dije, con povidona y gasa ya está. Me parece que estás delirando, eso es para varios puntos, dijo Abril, seria y preocupada, mientras me pasaba papel para limpiarme la sangre, además se te ve el hueso, concluyó cruzándose de brazos y apoyándose

Poesía chilena actual | Doce poemas de Miguel Faúndez

Selección de Poemas     OCÉANO   Me abrazo de marea atrabiliaria En este paralelo. Humedad de sardina Y lobo errante. Estoy enfermo de parecerme a los océanos, Al mar Pacífico Que arrastra catedrales en su espejo Y derrumba la noción del día En una casa alta Como un puente. Estoy enfermo de ser tan azul. De vomitar arena entre los faros, De apaciguar los peces indecisos Que irán a morder Cualquier anzuelo. Y es que, Aparte de lavarme con salmuera, Respiro algas cortadas, Moluscos sin edad Y rocas que dibujan las ciudades De la muerte. ¡Me estoy muriendo de Mares desatados. Anfitrión de los barcos Mercantiles, De las lunas paradas En el cielo Y tantos capitanes!       VISIÓN DESDE LOS CERROS   Veo Valparaíso en mi memoria. Saturno suelto que pide Ventilación bajo la lluvia. Los cerros han bebido todo el día Y, saciados al fin, Arrojan el agua de sus lindes. Cayendo, tropezando, Los hilos se procuran verticales Que apacienten su fuga Sin itinerario.   El puerto me despierta Las tazas de té Con aroma de mar Y caserío. Un ancho cascarón de soledades Remolca las chalupas En la lluvia.   Soledad de las redes Y del hombre. Soledad de la mesa Y la cocina.   Los árboles, Oscuros, En los cerros Cimbrean Como abrigos de polvo La ceniza.   ¡Ceniza se hace el corazón En esta noche. Ceniza la memoria Que quiere retorcer Un largo grito!       SÓLO UNA CIUDAD   La ciudad gitana Que dice la hora En un reloj de flores Invitando al mar Que la corteja.   Ciudad de playas y veleros Nacida de la uva, Los trenes y el azúcar. La más bella que me viera En mis días de niño Y eucaliptos.   Transita entre Avenidas de lujo Y hambre. Con ventanas de cristal Y ranchos sin camino.   La madre de jardines, Tutelar de cerros Como catedrales Bizantinas. Bizantina de gentes Y banderas.   La ciudad recién amanecida. Amazona dorada Donde venden manzanas y algodones, Y las plazas Ofrecen a sus jóvenes más bellos.   La ciudad iconoclasta De ocio y vacaciones. De lujuria callada Y proxenetas.   La próxima al paraíso Que vive esperando La señal de la cruz, El ángelus y los maitines Para abrirse reflejo En los dedos de Cristo.   La que no fue maldita Porque no escuchó la trompeta Entre el tráfago de vajillas de plata, Cristales de Bohemia Y estruendosos trasatlánticos Que se iban y volvían.   De: Memorial de Argonautas       ALAS   He pensado que no me importa Que mueras esta noche. Que reviente tu corazón Como una estrella, Lejos del mar. Y los pájaros olviden su dulzura Su pensamiento musical sobre las naves. He pensado que no seré capaz De llorar contigo, por ti Como una lucha de invasores Abriendo continentes: Estrategias anónimas En el ciclo del mundo. Ni que podré velar las últimas entregas Por no dormirme luego. Ni presentir tus ojos En mariposas verdes. He pensado que quedaré en las islas Próximas al ruido En los jardines de mantel Donde cae la fruta. Mientras tú me quisieras En un rasgón de puerto Con lloviznas heladas Y entregándome al frío De los muchos objetos Mantenidos al margen De tu boca. He pensado que no seré feliz. Incluso que la tarde se reñirá conmigo Trayendo tu abedul en los amantes. Y en el sombrero de los montes Cuando se hagan pedazos las hojas Que no seré columpio de avellanos Ni el cabrestante tibio De otras veces. Porque todavía no me libro De tus alas.       PINOS   He pensado en ti Y he dicho “Ahora, en este instante, Los pinos efluyen Sus agujas Con pétalos redondos, Rutilantes, Al borde de los techos. Se erigen en pasajes De tiniebla, Casi solos, Comunes al martirio De la noche. Y en ellos (Escalera sin tráfico) No subo a proponerle Ni a decirle: Aquí estamos los dos, En ese zócalo. En esa ruta De lanzas y navíos; En esa aguja tenue Que incorpora a la luna Y la hace tira. Aquí estamos los dos, En esa gota Dispuesta a reventar Y exterminarnos”.       NOCHE ENCENDIDA   Anoche En los últimos balcones De la isla Te dije que trajeras mi revólver Y con él Las flechas de abedul Que guardaron los nuestros En aquellas vitrinas Del olvido. Y me trajiste luces de bengala, Estridencias de sol, Filamentos rojos Que no ayudan a morir Ni a esconderse Como bulbos de amapola. Entonces no tuve más remedio Que amar los reflectores, Los dorados matices, Las brillantes coronas Que repetían tus ojos. Tus ojos como una Nueva York alucinada, Llevándome a una vida De contusos.   Y amé tu pretensión de alcobas Al borde del abismo Como un naufragio De barcas sin muelle En los mares sin nadie. Embriagado de reflectores Y somníferos.   De: De Lunas y Centauros       EXTRAÑA EXALTACIÓN   Si te llamara Quebraría los cristales Del hielo Y la quietud Del lago transparente Retenido entre arbustos Y aves migratorias. También Calaría En la curiosidad De la gente Que toma su café O promete No volver a verse. Hablando sin razón Por temor al vacío O a que el alma Les quede tiritando.   Y si te hablara El mundo soltaría Su guillotina De hojas Para enterrarme vivo Con los más penitentes.   Debo callar y verte, Nada más. Debo sentir Y ahogarme en este trance De extraña exaltación, De pena y gozo.   Debo, por fin, Volver a mi ciudad Lejana Donde estarás conmigo Sin restricción, Sin tiempo.       DELIRIO   Mi corazón te espera aún En su ensenada. Lleno de sol lunar, De estrella y nave. Sabe que si vendrás La tierra se abre En lenta flor de espuma Hacia su viaje De mariposa y fruto, De polen y álgebra.   Mi corazón te espera aún En su delirio. Loco con su vaivén, Su ritmo cándido. Su manifiesta ensoñación De

Patio de luz | La familia Cerda

«Mientras saboreaba la empanada, y trataba de no escuchar a la segunda enfermera, que seguía tintineando como si las campanitas fuesen eternas, me percaté que el jardinero y mecánico del dueño de casa, me miraba a mí, que estaba a su extremo izquierdo, y a una de las nanas, que se encontraba al otro extremo. Simultáneamente hacía el movimiento de los ojos, tocándose el labio inferior con el dedo índice. Casi pude leer el pensamiento del hombrón corpulento y atractivo: “¿a quién se lo pongo primero, a la nana peruana o a ese mariconcito que parece dulce de La Ligua?”»   I   La familia Cerda tenía su mansión incrustada en los faldeos del cerro Santa Lucía. Era una construcción de cuatro pisos, que en su tiempo de esplendor y bautismo (digamos los años 30), debió ser imponente al estar acompañada por otras construcciones grandiosas. A la vez, era una especie de fortaleza entre las piedras que asomaban del cerro, porque nunca acerté a saber dónde guardaban el BMW, a menos que fuera en un telón de acero negro que nunca vi abierto. Recibido hacía un año del curso de Asistente de Enfermos, mi profesora se comunicó conmigo para un posible trabajo. El jefe de la familia (o familión), era el señor Cerda. Hombre corpulento, alto, gordo, a quien se le atrofiaron las piernas y ya no podía caminar; por lo tanto, se servía de una silla de ruedas para trasladarse en los paseos cercanos. O de su automóvil con chófer cuando decidía que le llevaran a visitar a uno de sus vástagos. El señor Cerda había procreado ocho hijos: tres mujeres y cinco hombres, los que hasta ese momento le habían regalado con treinta nietos. Es posible que este dato sea incorrecto, porque los números para mí son mero argumento de algo que siempre olvido. Y no creo en eso que el ministro Marcel lanza por la tele a toda la ciudadanía: que retirar el 10 % de los ahorros previsionales hace caer la macroeconomía y atrae la inflación. Por tanto, el familión pudo ser mucho más amplio, o no. Ahí, enquistado en el frondoso pulmón del Santa Lucía, el señor Cerda vivía con una de sus hijas. Y era ella justamente la que debía completar el staff de cuidadores para su padre, que se componía de dos enfermeras y dos ayudantes masculinos. Decir enfermeras es decir mucho, porque ambas damas habían hecho el mismo curso que realicé yo, y con la misma profesora. Es decir, teníamos la misma formación y grado. Las enfermeras se dividían en dos: la primera, que era la jefa (no sé por qué razón), delgada, de lentes, estólida. Nunca se reía y en todo instante parecía estar molesta. La otra, morena, con más cuerpo que la anterior, era pura risa y chacharacheo. Hablaba a kilómetros por segundo, hasta que mis oídos caían en inopia. Llegué a la hora convenida gracias a un Uber, porque de lo contrario, todavía estaría dando vueltas por el paso bajo nivel que conducía a la sinuosa calle de la mansión Cerda. La amable señora me esperaba. De inmediato me condujo a la cocina, que correspondía al reducto de la servidumbre. Una nana peruana preparaba merengue con azúcar granulada. Era el toque para el “Suspiro Limeño”, creo. Luego rompió una bolsa plástica para hacer de manga y lanzar los mojoncitos de merengue sobre las copas. Le pregunté a la dueña de casa si debía lucir uniforme para realizar mis funciones. Eufórica me respondió que sí, y me condujo por una escalera ciega de la cocina hasta el cuarto piso, donde estaba mi habitación y la sala de baño que ocuparía. Solo en el cuarto me puse aquel uniforme “adoncellado”, que nunca me gustó. Menos aún con esa pechera blanca maternal que ostentaba mi nombre bordado prolijamente. Descendí por la misma ruta, o desanduve la misma. La señora casi aplaudió de alegría al verme tan formalito y con tanta distinción, porque mis compañeras de trabajo no portaban ningún distintivo, aparte de sus caras reconocibles por la razón o el cansancio. Mi patrona tenía que salir, así que me dejó en la cocina donde crucé algunas palabras con la nana peruana. Me contó que se turnaba con otra cocinera, que vendría del campo, y de seguro conocería mañana. Me puso al tanto que el señor Cerda era un hombre muy querido por todos y el mundo entero le respetaba por su religiosidad y su fortaleza. Me faltaba sólo esperar unas horas para conocer al puntal de mi sueldo, pues venía de sus dominios rancagüinos con el chófer, el mozo y una de las enfermeras que completaría su turno por la mañana. El trabajo, según me explicaron antes, precisaba fuerza por la magnitud del señor Cerda. Yo reemplazaría a un macho alfa, que renunció maliciosamente. Debía permanecer quince días en el caserón, luego de los cuales sería sustituido por otro macho recio. El sueldo era de $500.000, libres de alimentación y vivienda. Para un desocupado, en el 2018, no estaba nada mal. Mas aún cuando me encontraría a pasos del centro santiaguino, pasando por la fuente de Neptuno, que ornamenta el espacio vegetal por donde se desemboca a la calle Merced. Cuando ya comenzaba a declinar la luz borrosa de Santiago, me avisaron que el señor Cerda había llegado y tenía que comenzar a ejercer mis deberes. Salí de la casa y me dirigí hacia el automóvil estacionado muy cerca. Divisé a la comitiva: la enfermera estólida, un hombre pequeño y pelirrojo que más adelante supe era el sirviente; el chófer de planta, que era un hombre sencillo y campechano junto a mi patrona; una silla de ruedas cercana al auto, y el señor Cerda con toda su humanidad dentro del mismo. Su hija le dijo algunas palabras que no escuché, pero que claramente se relacionaban conmigo. Mirarme y odiarme al primer avistamiento fue la reacción del caballero. Había que ponerse a la labor de bajar a ese tonel del automóvil y

50 años del GOLPE | Poesía en los campos de concentración

«Hubo quienes pasaron por esos lugares de tormento y terror y de esa experiencia, en vez de balas de vuelta, surgieron poemas. Es el caso de los fallecidos poetas Aristóteles España, quien contaba solo con 17 años al momento de su confinamiento en Isla Dawson, y de Floridor Pérez, asesor en ese tiempo de la exitosa editorial Quimantú, quien estuvo preso en Isla Quiriquina, así como del analista político, académico y periodista Sergio Muñoz Riveros -antiguo militante comunista hoy en las filas liberales- quien pasó por Villa Grimaldi, Tres Álamos, Cuatro Álamos y el centro Melinka en Puchuncaví.» Alrededor de doscientas cincuenta mil personas fueron detenidas -en Chile- entre el 11 de septiembre y el 31 de diciembre de 1973, según datos de Amnistía Internacional y la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Si consideramos que en 1973 nuestro país tenía cerca de diez millones trescientos mil habitantes, podemos deducir que un 2,4% de la población chilena fue detenida en ese período, porcentaje no menor, muy similar al que hoy en día representan todos quienes viven en las regiones de Tarapacá y Aysén respecto de nuestra población total, lo que habla de la magnitud del tenebroso fenómeno.   Los lugares de detención -más de mil en toda la franja- fueron diversos: regimientos, comisarías, retenes, bases aéreas, cuarteles de investigaciones, buques, cárceles, gobernaciones, hospitales, estadios, industrias, parcelas, clubes de tenis y variados inmuebles privados. Algunos, como los campos de concentración de Isla Dawson, Pisagua, Chacabuco o Tres Álamos, por mencionar algunos, eran de conocimiento público. Otros, como Villa Grimaldi o Londres 38, eran de carácter secreto y su existencia fue negada por el oficialismo y la prensa nacional de ese entonces. En todos estos sitios, de manera sistemática, se practicaba la tortura, el abuso sexual y se asesinaba a opositores de la dictadura cívico militar.   Hubo quienes pasaron por esos lugares de tormento y terror y de esa experiencia, en vez de balas de vuelta, surgieron poemas. Es el caso de los fallecidos poetas Aristóteles España, quien contaba solo con 17 años al momento de su confinamiento en Isla Dawson, y de Floridor Pérez, asesor en ese tiempo de la exitosa editorial Quimantú, quien estuvo preso en Isla Quiriquina, así como del analista político, académico y periodista Sergio Muñoz Riveros -antiguo militante comunista hoy en las filas liberales- quien pasó por Villa Grimaldi, Tres Álamos, Cuatro Álamos y el centro Melinka en Puchuncaví.    Leyendo sus versos, recordé que -en su Poética– Aristóteles le dio preeminencia a la Poesía por sobre la Historia, afirmando que la primera es más elevada, más filosófica que la segunda, puesto que la Historia aborda lo particular, lo concreto, mientras que la Poesía posee un carácter general, amplio, genérico, pudiendo especular sobre lo posible. Tema debatible, por cierto, pero en este caso la fórmula parece funcionar, puesto que los poemas seleccionados en esta pequeña muestra -escritos en un lenguaje coloquial, cercano, sin artificios- nos conectan de manera profunda con lo ocurrido en los demenciales centros de detención y tortura instaurados por Pinochet y sus colaboradores uniformados y civiles, convirtiéndose así en documentos imprescindibles para conocer la verdadera magnitud de lo que pasó en Chile en esos años funestos, impregnando de humanidad y sensibilidad las cifras, datos y análisis que consigna la Historia.     Selección de Poemas     ARISTÓTELES ESPAÑA / (Castro, 1955 – Valparaíso, 2011)     LLEGADA   Bajamos de la barcaza con las manos en alto a una playa triste y desconocida. La primavera cerraba sus puertas,  el viento nocturno sacudió de pronto         mi cabeza rapada                     el silencio esa larga fila de Confinados que subía a los camiones de la Armada Nacional                             marchando cerca de las doce de la noche del once de septiembre de mil novecientos setenta y tres en Isla Dawson. Viajamos por un camino pantanoso que me pareció una larga carretera con destino a la muerte. Un camino con piedras y soldados. El ruido del motor es una carcajada, mi abrigo café tiene barro y bencina: nos rodean bajamos del camión uno              dos               tres             kilómetros cerca                      del                      mar y  de  la nada. ¿Qué será de Chile a esta hora? ¿Veremos el sol mañana? Se escuchan voces de mando y entramos a un callejón esquizofrénico que nos lleva al campo de concentración, se encienden focos amarillos a nuestro paso, las ventanas de la vida se abren y se cierran.     APUNTES   Me fotografían en un galpón como a un objeto, una, dos, tres veces, de perfil, de frente, confeccionan mi ficha con esmero: “soltero, estudiante, 17 años, peligroso para la Seguridad del Estado”. Miran de reojo: Quieren mis huellas dactilares. Un sudor helado  inunda mis mejillas. No he comido. Creo que hay una tormenta. Me engrillan nuevamente. Tengo náuseas. Empiezo a ver que todo gira a mil kilómetros por hora. Se estrellan sus puños  en mis oídos. Caigo. Grito de dolor. Voy a chocar con una montaña. Pero no es una montaña. Sino barro y puntapiés, y un ruido intermitente que se mete en mi cerebro hasta la inconciencia.     Y NO ERAN PERROS   Anoche al acostarme escuché ladridos  en algún lugar del campamento. Y NO ERAN PERROS     MÁS ALLÁ DE LA TORTURA   Fuera del espacio y la materia, en una región altiva (sin matices ni colores) llena de un humo horizontal que atraviesa pantanos invisibles, permanezco sentado como un condenado a la Cámara de Gas. Descubro que el temor es un niño desesperado, que la vida es una gran habitación o un muelle vacío en medio del océano. Hay disparos, ruidos de máquinas de escribir, me aplican corriente eléctrica

50 años del GOLPE | Poemas del exilio

«Esta “internacionalización” -que no se dio solo en el ámbito de la poesía- sumada a la mayor prosperidad de gran parte de los países que acogieron a los desterrados, ha hecho que muchos hayan hablado -cínicamente- del exilio como de “la beca Pinochet”. Estos aspectos favorables, sin embargo, no quitan lo despótico y cruel de la medida, que significaba no solo abandonar forzadamente (y muchas veces después de golpizas o sesiones de tortura) el país y los proyectos personales de vida, sino también el sueño de una sociedad mejor.» Según las cifras entregadas por la Comisión Chilena de Derechos Humanos, el número total de exiliados y exiliadas durante la dictadura mafiosa encabezada por Augusto Pinochet y secundada por civiles -sí, viles- ascendió a más de doscientas mil personas. Dentro de esa cifra se cuentan numerosos poetas que -obligados a partir- se llevaron consigo una parte de nuestra tradición literaria, la que repentinamente se vio enfrentada, como sus autores y autoras, a nuevas culturas, idiomas y estilos, circunstancia que tuvo como consecuencia una inesperada ampliación del campo poético nacional, así como la conexión con escritores de otros países. Esta “internacionalización” -que no se dio solo en el ámbito de la poesía- sumada a la mayor prosperidad de gran parte de los países que acogieron a los desterrados, ha hecho que muchos hayan hablado -cínicamente- del exilio como de “la beca Pinochet”. Estos aspectos favorables, sin embargo, no quitan lo despótico y cruel de la medida, que significaba no solo abandonar forzadamente (y muchas veces después de golpizas o sesiones de tortura) el país y los proyectos personales de vida, sino también el sueño de una sociedad mejor. La disposición, recordemos, no tenía fecha de expiración, por lo que su levantamiento dependía exclusivamente del régimen, es decir, el regreso de las personas exiliadas se hallaba bajo los designios de Pinochet y sus socios de una derecha chilena que -a la fecha- ha cambiado muy poco (y no podría asegurar que para mejor).   En el escenario recién descrito, los temas que surgen de la poesía chilena del exilio –que fue registrada en revistas como Araucaria de Chile, Literatura chilena en el exilio o LAR- están marcados, en general, por la nostalgia por el país perdido, sus paisajes, los parientes, los amigos, los amores y el proyecto político aniquilado por la armas, así como por la compleja adaptación a las nuevas sociedades y el deseo siempre presente de tener el derecho de volver a la patria, de borrar la letra L de los pasaportes, ante una pena de extrañamiento que, en muchos casos, fue superior a los diez años, incluyendo también a quienes no volvieron porque murieron en el exilio -como Julio Moncada- o aquellos que decidieron quedarse en el extranjero. Hay nostalgia en los versos de la diáspora chilena, como se dijo, pero también hay rabia y sufrimiento. Eso no quita, por cierto, la presencia del humor y la ironía, principalmente ante textos de corte más bien antipoético o al menos donde la lírica -que en los años sesenta se hallaba en franca retirada- no tiene un rol protagónico. Al respecto, podemos citar el poema “Espera” de Eduardo Carraco, donde el autor señala que: “Desde el 11 de setiembre / de 1973 / estoy parado / en la esquina de Saint-Michel / con Saint-Germain / esperando que pase la Pila-Cementerio.”    El cosmopolita narrador gringo John Dos Passos -autor de la magnífica novela Manhattan Transfer– indicó alguna vez lo siguiente: “Podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre”, máxima que se puede apreciar nítidamente en la breve selección de poemas del exilio que se presenta a continuación.     Selección de Textos     OMAR LARA / (Nohualhue, 1941-Concepción, 2021)   HE ENCONTRADO UNA MUCHACHA EN LA CALLE         He encontrado una muchacha en la calle La conocí             hace tiempo en un lejano país. Recordamos que pudimos habernos amado. En ese tiempo.   (Hoy en esas ciudades  en que un día vivimos crecen muertos y una historia se hace silencio).   Hemos cortado ramas de un arbusto es como el cedrón y de nuevo nos abandonamos a aquel tiempo en que pudimos habernos amado.   Ese tiempo.     EN UN TREN YUGOESLAVO   1         A mi lado hablan los hombres, dulces y agredidos, fumamos y el humo nos une, no entiendo qué dicen pero cruzan las manos en un gesto que me es familiar.   2   Durante varias horas nos ha acompañado un pequeño río de grises y duras aguas. Quisiera preguntar cómo se llama, ¿cómo se llama ese río? sonríen, cómo se llama ese río, sonríen, este río se llama Sonrisa. No hubiese podido irme sin saber su nombre.   De: Fugar con juego, Madrid, Editorial LAR, 1984        EDUARDO CARRASCO / (Santiago, 1940)   ESPERA   Desde el 11 de setiembre de 1973 estoy parado en la esquina de Saint-Michel con Saint-Germain esperando que pase la Pila-Cementerio.   De: Araucaria de Chile N°8 – Madrid, 1979       ALICIA SALINAS / (Lautaro, 1954)   TOMADOS DE LA MANO   El país donde viví́, tuve hijos, y aprendí́ una lengua que no he vuelto a pronunciar.   Tenía cupulas con estrellas de zafiros.  Maternidades, donde doblaban a las guaguas para que el frio no arremetiera en sus cuerpos de niños.   -Nosotros envolvíamos los propios para no desmembrarnos-  Así́ podíamos caminar por la nieve tomados de las manos. Nada era de uno, solo la sangre que corría por las venas de los pequeños.   Las tardes en que borrábamos la nostalgia a manotazos,  cubríamos con pañuelos y pieles sus cuellos, y nos deslizábamos en trineos -sin medir las consecuencias-     EN MEDIO DEL JARDÍN   Cortaron el árbol de damascos imperiales del jardín de la casa.  Lo cambiaron por un mísero rosal. Nuestros hijos creían que el cielo quedaba en su copa.   Nadie se sube a

Retrovisor | Todas las furias juntas, poemas de Miyó Vestrini

«La poesía de Miyó Vestrini, en último término, es la de quien no logra comulgar con la existencia y las formas que esta adquiere en la llamada “vida en comunidad”, sintiendo el peso profundo de la soledad que esta sensación provoca. “Alguien descubrió el mundo por mí / y me dejó tirada a mitad camino / entre el sol / y la niebla”, escribe en uno de sus poemas póstumos, dando cuenta de la impresión de abandono que la abrumaba hacia el fin sus días.» Nubes blancas y negras se alternan en el cielo mientras escribo, en pleno invierno, esta nota acerca de la poeta venezolana Miyó Vestrini, cuya obra -poco difundida en Chile- se encuentra fuertemente emparentada con la llamada “poesía confesional”, esa vertiente surgida en la década de los cincuenta que aborda de manera directa -sin hermetismos ni enmascaramientos- las experiencias, reflexiones y emociones de sus autores y autoras, muchas veces de carácter íntimo, rompiendo la barrera entre ficción y realidad. Se trata de una poesía franca, a menudo con elementos surreales, que para muchos parece sacada de la consulta de un psiquiatra. Representantes destacadas de la poesía confesional son las estadounidenses Sylvia Plath y Anne Sexton, así como la argentina Alejandra Pizarnik. Con ellas, Miyó Vestrini no solo comparte su acercamiento a esta corriente, sino también un paralelismo de carácter generacional, una contemporaneidad, ya que todas ellas vinieron al mundo en torno a la década del treinta del siglo veinte, viviendo una adultez marcada por los grandes conflictos ideológicos y socioculturales que estallaron durante la segunda mitad de tal centuria, incluyendo las luchas feministas que develaron el desmejorado rol de la mujer en el mundo del patriarcado, siendo la poesía confesional una especie de testimonio de tal situación.     Respecto de la poeta que nos convoca, debemos señalar que Miyó Vestrini nació en 1938, en Francia, emigrando su familia a Venezuela cuando ella aún era una niña. En el país de las arepas y el petróleo, la poeta, cuyo nombre de nacimiento fue Marie-José Fauvelle Ripert, desarrolló una carrera como periodista, guionista de televisión y narradora, además de participar en diversos grupos literarios y crear una obra poética cuyo primer fruto fue Las historias de Giovanna (1971). Posteriormente daría a conocer los poemarios: El invierno próximo (1975) y Pocas virtudes (1986), dejando además dos libros póstumos: Valiente ciudadano y Es una buena máquina, el primero de los cuales, junto con sus anteriores publicaciones, fue compilado por Monte Ávila Editores en 1994. Es una buena máquina, en tanto, fue publicado recién en 2014, es decir, hace menos de una década. Cabe señalar, también, que en 2019 la editorial norteamericana Kenning publicó un primer volumen de su poesía en el idioma de Whitman: Grenade in Mouth: Some poems of Miyó Vestrini, es el nombre del libro que fue traducido por Anne Boyer y Cassandra Gillig.   Ahora, yendo a la poesía de Miyó Vestrini, que es de carácter cosmopolita y con intentos de innovación en lo formal, se puede señalar que desarrolla una mirada provocadora, cruda y desencantada acerca de la condición humana, en este caso femenina, cual si “todas las furias juntas”, como anota en uno de sus poemas, estuviesen confabuladas en su contra. En esta lógica, da a conocer -sin ambivalencias y con algún grado de delirio- los conflictos internos y contradicciones que la hablante mantiene con su madre, su descendencia, sus amigues y sus amores, es decir, con su círculo íntimo, tocando de manera descarnada temas como la sexualidad, la infancia, el (des)entendimiento mutuo y la salud mental. Pero no se queda allí, puesto que detrás de esta corriente se aprecia una mirada nada alentadora acerca de la realidad que le tocó vivir, cuestionando aspectos como las prácticas políticas y la violencia de la guerra. En este contexto, en su poema “Los paredones de primavera”, escribe: “No enseñaré a mi hijo a trabajar la tierra / ni a oler la espiga / ni a cantar himnos”, añadiendo más adelante: “Lo llevaré a Hiroshima. A Seveso. A Dachau. / Su piel caerá pedazo a pedazo frente al horror / y escuchará con pena el pájaro que canta, / la risa de los soldados / los escuadrones de la muerte / los paredones en primavera.”    La poesía de Miyó Vestrini, en último término, es la de quien no logra comulgar con la existencia y las formas que esta adquiere en la llamada “vida en comunidad”, sintiendo el peso profundo de la soledad que esta sensación provoca. “Alguien descubrió el mundo por mí / y me dejó tirada a mitad camino / entre el sol / y la niebla”, escribe en uno de sus poemas póstumos, dando cuenta de la impresión de abandono que la abrumaba hacia el fin sus días. Un mundo oscuro como las nubes negras que ahora copan el cielo (esfumáronse las blancas) y que en 1991 la llevaron a cometer suicidio, tal como antes lo habían hecho Sylvia Plath, Anne Sexton y Alejandra Pizarnik. Miyó Vestrini, en particular, se quitó la vida ingiriendo una dosis letal de Rivotril. Siguió, así, el camino de las poetas confesionales.       SELECCIÓN DE POEMAS     LAS HISTORIAS DE GIOVANNA (fragmentos)   *   Hacíamos votos por una dulce muerte  y hoy, continente de flores claras, sofocadas por el humo de los hornos,  sabemos que cierta forma de morir más  ruda nos espera.  ¿Lo sabías tú, Giovanna?  Después de ti, tantas otras han muerto, pero ninguna de ellas por razones  tan buenas como las tuyas. Sonabas los dedos al cruzar la esquina,  para que te trajera buena suerte,  decías, gritando no se sabe qué cosa,  la chaqueta azul, los cuatro botones dorados,  los zapatos de lona y el viento  revolviéndote los cabellos.   Todo mezclado, Giovanna, como esa neblina que enturbia la fuente  de la plaza y nos llama a la dulzura de una sola estación. Pequeña trampa cotidiana, para echarnos  de cara al cielo,  para no advertir sangre y agua y frutas, temblor en los ojos de