Literatura

Perfiles | Cerrado por inventario

  «Ojalá no suene el timbre. Sería súper incómodo abrir la puerta y descubrir, con terror, quién viene a visitarte. Sería otre decidiendo por ti y a ti gusta escoger tus propias juntas. Si pudieras elegir, estoy seguro, tampoco te sería fácil, has tenido muchas posibilidades y ninguna te hizo gracia o, como piensas con más cuidado, te desagradó por completo. Una de ellas es Danitza, la enfermera de pelo rojo. Hubiese sido fácil para ti llamarla e invitarla a beber unas cervezas, quizá también a comer unos rolls, y llevarla a tu cuarto y conducir allí su boca también roja hasta tu pene. Era una chica liberal, moderna, sin complejos. Y se notaba que le gustabas. Se notaba que ese huevito quería sal.»     Estás solo y no quieres estar solo, tampoco sabes si quieres estar acompañado. Has tenido la oportunidad de mezclarte con diversos seres humanos, hombres, gays, mujeres, principalmente mujeres, pero te mantienes solo y no sabes si quieres o no estar solo. Miras desde tu ventana de aluminio 100×100 cms las nubes. Hay nubosidad parcial y no tienes idea si las nubes son muchas o es una sola dividida en partes. Te preocupa mucho más, en todo caso, que la manilla plástica de la ventana esté quebrada y no cierre adecuadamente. Podría entrar alguien por ahí. Alguien como un ladrón en la noche, te dices, recordando la época en que ibas a la iglesia. Eras niño y todo te asustaba. Jesús y las vírgenes te asustaban. Preferías los maniquíes de las multitiendas, que estaban limpios, iluminados y vestían a la moda. Además, sonreían. La gente con túnicas o sayas nunca te gustó. Se hallaban siempre en la penumbra de las iglesias, con rostros de angustia, acechando. Querían tu alma y tú ni siquiera sabías qué era un alma. Sospechabas, sí, que era algo valioso, algo como un mineral que yacía en tu cuerpo, una bendición que la iglesia -como hace Angloamerican con el cobre- aspiraba extraer para acrecentar su imperio. Podría entrar -por la ventana- viento helado también. Podría entrar una pulmonía o tu rostro chueco por la corriente de aire, como te advertía tu madre cada invierno. Pero no quieres nada ni a nadie en tu cuarto. Te gustaría estar con todo el mundo en tu cuarto, es verdad, sería espectacular, pero no quieres nada ni nadie en tu cuarto. Ojalá no suene el timbre. Sería súper incómodo abrir la puerta y descubrir, con terror, quién viene a visitarte. Sería otre decidiendo por ti y a ti gusta escoger tus propias juntas. Si pudieras elegir, estoy seguro, tampoco te sería fácil, has tenido muchas posibilidades y ninguna te hizo gracia o, como piensas con más cuidado, te desagradó por completo. Una de ellas es Danitza, la enfermera de pelo rojo. Hubiese sido fácil para ti llamarla e invitarla a beber unas cervezas, quizá también a comer unos rolls, y llevarla a tu cuarto y conducir allí su boca también roja hasta tu pene. Era una chica liberal, moderna, sin complejos. Y se notaba que le gustabas. Se notaba que ese huevito quería sal. Verías sus mejillas sonrosadas, verías sus pupilas brillando mientras su lengua te traslada a un lugar muy placentero que no es el paraíso. Estarías en tu cama, sobre el plumón verdeamarillo que te regaló Anita, tu hermana menor que trabaja en Hites, junto al velador y la basura que acumulas allí: monedas de diez pesos, cucharas con restos de café, lápices pasta sin pasta, boletas de compraventa, fósforos quemados, colillas de THC, tiras de analgésicos, conchitas de algún viaje a la playa. Te preguntarías por qué estás con Danitza, la de pelo rojo, si nunca te gustó. Tiene las piernas demasiado gruesas para ti. Y lo senos muy pequeños y una risa estridente, algo vulgar incluso. No es muy letrada, además. Para qué hablar de lo confianzuda que es. No, Danitza no es para ti, no va con tu estilo, te dices. Luego te preguntas por qué entonces pensar en su cabello y su lengua roja surfeando en tu pene te lo ha puesto duro, ¿eres una bestia acaso? Recuerdas, entonces, aquella vez que intentaste forzar a la Fernanda Salazar, una colega de tu empleo anterior -trabajabas con ella en una consultora de desarrollo humano- a tener sexo en el montacargas. Era una chica pecosa, inteligente, de ojos verdes y cara especial para promocionar yogur u otro alimento sano. En ese tiempo tu padre había caído en desgracia y te tocaba lavarle el culo y ponerle pañales limpios. Lo hacías temprano en la mañana y al atardecer, cuando llegabas de la pega. Tenías unos guantes de goma especiales para tal labor. Unos guantes amarillos que debías remojar en cloro, antes de proceder a su lavado. Era cosa de todos los días. La pequeña pieza de tu padre, que ahora está en el cementerio, en un lugar más pequeño aún, olía de lo peor. No te quedaba otra. Eras el menor de la familia, tus hermanas se habían ido a vivir con sus amantes y follaban felices. La Fernanda Salazar dijo que no varias veces, dijo incluso que te iba a denunciar a los pacos, pero tú insististe e incluso la tomaste de forma brusca de las manos para proceder a hacerle al amor. ¿Es que nadie hoy en día quiere hacer el amor?, preguntaste en voz alta, creyéndote ingenioso. Había, en el montacargas, un contenedor de basura que don Ramiro, el egipcio, como lo llamaba tu burlesco jefe de sección, tenía que transportar al patio posterior. Estaba lleno y olía a caca, olía a papá. Huele mal aquí, dijo Fernanda, mientras tratabas de darle un romántico beso. Después te golpeó, te hundió las uñas en la cara y saliste corriendo con los pantalones abajo. Fue una época muy desgraciada. Por suerte Fernanda no fue a la policía y todo quedó ahí. Después vino lo del penoso fallecimiento de tu padre y comenzaste a estar mejor, tu vida se alivianó. ¿Lo echas

Patio de luz | De regreso a la UTE

«Vinieron a mí los jardines de rosas exquisitas, alzadas sin ultraje de caída. Cada una vestida con su color, para humanizar al visitante. También la gran entrada de la JAN, la escalera que llevaba a las salas superiores. Y la caída de panfletos y papeles anunciando una concentración o algún punto de encuentro para combatir a la dictadura. Entonces veo al profesor Pulido desesperado por tal aberración, diciéndonos: ¡no los recojan, no los lean! Mientras él destruía unos cuantos que le quedaron cercanos»     Una tarde del 2004, mientras miraba la línea horizontal del mar desde mi balcón. Ese mar donde se posaban como sombras de duda los barcos, inmóviles; sin país, sin pertenencia, un destello de sol iluminó una lámpara de señas, y me llevó por una puerta secreta a una edad anterior, cuando todavía me debatía entre la adolescencia y mis ansias de juventud, perseguido por el horrible temor de ser un deficiente mental, ya que era tan diferente a todos, y el mundo me parecía un gran globo cerrado que me había dejado fuera de sus contornos. En ese despertar de medusa en su laberinto, buscando ojos ajenos para convertir en piedra, volví a recorrer el Paraninfo, con su abracadabra de paredes que se abrían o cerraban. Sus escalinatas, por donde alguno de los estudiantes rodó en más de una ocasión, con gran estruendo. Los profesores dictando sus lecciones con esa hetero normalidad que nadie juzgaba en el eterno nombramiento de hombre y mujer; o haciendo preguntas de acertijo que nos dejaban con las bocas abiertas.   Vinieron a mí los jardines de rosas exquisitas, alzadas sin ultraje de caída. Cada una vestida con su color, para humanizar al visitante. También la gran entrada de la JAN, la escalera que llevaba a las salas superiores. Y la caída de panfletos y papeles anunciando una concentración o algún punto de encuentro para combatir a la dictadura. Entonces veo al profesor Pulido desesperado por tal aberración, diciéndonos: ¡no los recojan, no los lean! Mientras él destruía unos cuantos que le quedaron cercanos. De igual forma me vinieron los árboles y los arbolillos cercanos al Paraninfo, pero casi secretos, donde solía sentarme a conversar con Nicolás, cuyos ojos azulmente inquisidores, y su cabello rojizo, contrastaban con mi vestimenta de “hermanito Francisco”, como él me llamaba.   Y entre esas idas y venidas de floración primaveral, caminando diariamente hacia el casino, se me viene al pecho Jorge, como una gran mordedura. Jorge, el hombre para la vida plena. El hombre con el que habría compartido la hora de humedad y el tedio. El hombre al que le hubiese hecho abluciones sólo para rendirme esclavo, porque a su lado no podría ser otra cosa. Voz melodiosa y casi tímida en un cuerpo fornido. Pequeña barba que comenzaba a rizar o desperdigarse por el espacio digno que guardaba la boca. Cuerpo de las mejores maderas venidas del sur. Que parecía ofrecer al caminante un descanso entre sus piernas. O un juego de manos que recorrería esas columnas siempre cubiertas por mezclilla.    El fragor de la ciudad era distinto a esta escena idílica, a ese bucólico existir que teníamos dentro de las aulas. Afuera solía haber humo, bocinazos desesperados, irrupción de vehículos por las calles cercanas. El grito y la protesta despertaban a la realidad que estaba viviendo Chile bajo la bota opresora. Las manifestaciones se acrecentaban hacia la Estación Central, donde el cruce de las barricadas con el aparato oficial de uniformados semanalmente iba en aumento. Y la participación de los estudiantes más osados, también. Pero en mi irrealidad, en mi incomprensión del momento histórico de la patria, me refugiaba en el sueño de Jorge. Sus pequeños dientes, que se entregaban de inmediato a la sonrisa, y la manera de acercarse a la gente con quien conversaba. ¡Así estuve con él tantas veces! A la distancia de un cigarro, o de una bebida en el casino. O en alguno de los cafés literarios alumbrados a vela y vino navegado. Hombre que entregaba la confianza de manera natural, al momento de ser presentado. Su cuerpo entero parecía querer decir que le tocaran. Todo su rostro incitaba a una caricia profunda a lo largo de sus brazos, de su abdomen, y más abajo también. ¡Cuántas veces me entregó esa sensación! Como pidiéndome que le rindiera pleitesía y honores. Porque lo único que le faltaba, era una corona. Pero no metálica, sino vegetal. De savia fluctuante, como el semen. Y así al mismo tiempo, de adormidera.    En este trueque de remembranza y ensoñación, aparece Óscar con su guitarra, cantando hermosas canciones de humanidad bajo el atardecer cansado de las velas. Los asistentes coreaban o algunas parejas se entristecían y se tomaban de las manos.   Jorge, a pesar de tener su amor (la infaltable mujer que lo engañaba con toda la facultad), ofrecía ese rescoldo de hogar dispuesto, seguro. Y más que a nadie, a mí. No sé por qué confabulación. Muy cerca estuvieron mis manos de sus músculos, y a él no le importó. Muy cerca mis brazos de su pecho, y le hizo gracia. Porque era una criatura tremendamente tierna y visceral. En el fondo, pienso que sufría como quien, en este, en otro país u otra ciudad, es engañado. Y se entrega a una búsqueda de unión que eche paletadas de masilla entre los quiebres. Criatura que busca y nunca sabe. Que no supo o no entendió del todo que para eso estaba yo, esperando que su mano me acercara a su cuerpo, y el mundo quedara afuera del más absorto beso.   Me viene como una ola de buenas vibras, de amistades, de paseos hacia el sur, de una vegetación y zoología ignorada para alguien nacido en uno de tantos cerros que miran al océano. Y la memoria me trae el compañerismo del negro Óscar, cuando me decía “Esta tarde habrá problemas, es mejor que te vayas a tu casa”. Y yo obedecía como un caracol que se

Trasandino | Aquel jinete ahorcaba con ira al caballo de terciopelo azul

«Fede Fantasía dio por terminada las lecturas y anunció la fiesta en el patio. ¡No, no, no puede ser! gritó de pronto el chicx de melena que vendía ácidos. ¡Micrófono abierto! ¡Micrófono abierto! coreaba mientras golpeaba el suelo. No te anotaste antes, perdiste hermano, las lecturas se acabaron, contestó Fantasía desde el micro. No, mentira, me mintieron, yo me anoté por instagram, le dijo al dueño del lugar, no me voy a ir sin recitar ¡Micrófono abierto! ¡Micrófono abierto! decía y golpeaba con más fuerza el suelo.»     A eso de las 19hs me junté con Augusto en la esquina del correo. Habíamos quedado para hablar sobre la reescritura de algunos poemas de mi futuro libro. Antes de salir de casa, y en un ataque histérico, me senté frente a la compu para sacar esos textos que veía más flojos y también los que me causaban duda por el tema o frases en las que intuía la necesidad de dilación. La escritura y su incesante desbrozo y esas señales muy íntimas, casi secretas, para que el intelecto se sienta con la voluntad de cortar con escalpelo cada emoción, cada sonido e imagen, observando con minuciosidad esos órganos en un estado de alerta ante el impulso que permite entrar en esa experiencia de sensibilidad, y ahí dentro preguntarse qué es lo que anda mal, su sonoridad o su sentido, sus sentimientos o su forma, arriesgarse a reescribir para volver a armar nuevamente el cuerpo textual, estar dócil en esa coyuntura y cuando la voluntad lo requiera volver a hilvanar de inicio a fin, y en el peor de los casos, intentar operar a corazón abierto con el riesgo de perder todo contacto con la respiración del poema. Todo este escrúpulo que aparece con el labrar de la emoción me hace recordar un verano cuando trabajé de temporero en los kiwis. Con mis amigos rondábamos los 15 años y no teníamos plata para hacer nada. El tío de un amigo vio nuestra situación y nos llevó en camioneta hacia una localidad llamada Cholqui, a un fundo que quedaba cerca de un cordón de cerros. Allí habló con un viejo amigo para que nos dieran trabajo. Nuestra tarea consistía en sacar los kiwis deformes y pequeños de los árboles. Lo que quedaba en el árbol se iba a Europa, lo que caía a tierra se recogía y se vendía en la feria del fin de semana en Melipilla. Teníamos un jefe cascarrabias, un huaso muy anciano que cojeaba por las extensas hileras de árboles frondosos gritando qué hacer, cómo avanzar y muchas veces hablando solo en voz alta mientras era asediado por latigazos de sol y sombra. Su cara morena y arrugada era intimidante. Tenía por costumbre acercarse mucho a las personas para escucharlas porque además de miope, sufría una sordera crónica que ni el dispositivo que ocupaba en la oreja lo podía ayudar. ¡No escucho ni una hueá! decía sacándose el audífono ¡Estás pilas de mierda que no sirven pa na! ¡Boris, Boris, ven pa ca hueón! ¡Arréglame esta cuestión Boris! le recriminaba a su hijo, un hombre grande, medio tonto, que era jefe de la otra cuadrilla, y que se emborrachaba a la hora de almuerzo con un vino en caja de dos litros Santa Rita. Una tarde calurosa el viejo llegó al lado mío. Yo iba muy atrasado en la hilera en relación a mi grupo. No tenía pericia para sacar rápidamente la fruta deforme y los callos en las falanges aún no se me endurecían para ejercer la técnica que nos habían enseñado. ¡Mire!, me dijo acomodándose el audífono y jadeando hondamente mientras negaba con la cabeza observando los kiwis desperdigados por el suelo negro y húmedo. Esto es muy fácil cuando se aprende ¿me entiende?, pero mire, mire bien, no tiene que dar vueltas como loco, usted viene, se pone debajo del árbol y lo mira, lo mira harto, harto, lo mira por aquí, lo mira por acá, después agarra mata por mata, racimo por racimo, espacio por espacio, así ¿ve? así, con paciencia, y al final el árbol solito le va decir que ya está.    La noche estaba fría, nubarrada y olía a lluvia. Caminamos hasta el Patio Olmos buscando algún lugar para sentarnos y conversar. Pero la mayoría de las cafeterías estaban llenas y más de alguna ya estaba con las sillas sobre las mesas. Augusto me hablaba con el vaho sobre su cara de lo que le había parecido la primera parte del poemario, y así mismo de la posibilidad de hacer una plaqueta con algunos poemas para resaltar la disposición tipográfica y de que eso serviría para anunciar que el poemario estaba pronto a salir. Le dije que sí, que me parecía buena idea intentar ganar unos pesos con ese laburo. Subimos por la calle Buenos Aires al 1100 y nos encontramos con una cafetería que en media hora cerraba. Pedimos dos cafés simples en jarrito. Vos sabes que esta mañana leí un capítulo de “Leer poesía”, de Alicia Genovese, en donde dice que en el verso libre el poeta es más parecido a un surfista que a un arquitecto, porque está más atento al azar, al desequilibrio, a esa inestabilidad que posibilita el poema. Hermosa idea, la poesía como mar y el poema como orilla. ¿Pudiste leer las anotaciones que te hice? Sí, reescribí algunas cosas, otras las saqué y bueno, supongo que ahora dejaré descansar al poemario. Es lo mejor, no te gastés boludo, dale un poco de respiro…, cambiando de tema, ¿viste cómo subió el precio del papel?, ¡se fue a las nubes!, aumentaron los precios de los libros nuevos y el usado va a tener que subir también… Al lado de nosotros había una pareja con una Mac sobre la mesa que reía mientras redactaban en voz alta preguntas para el chat GPT, pregúntale qué piensa del amor, qué piensa de la muerte, no, no, mejor pregúntale cómo hacer para ganar plata en dólares… Con Augusto nos

Perfiles | Operación rescate

«Mi opinión era que la ruptura no era tan mala, puesto que la Chaby nunca trató muy bien a Bórquez, al que calificaba de taimado, mañoso, perdedor y flojo culiao, adjetivos que intensificaba cuando se tomaba unas copas de más. Tenía razón, es verdad, pero como yo soy de la idea de que el cariño nos hace ver una versión mejorada del otro, nos hace engañarnos, muchas veces sospeché de los verdaderos sentimientos de la Chaby. Otras veces me dije que tal vez fuese masoquista, una masoquista castigadora. La mayoría de las veces, sin embargo, tuve claro que no era mi problema y no pensé nada.» Amo la costa, ese espejo muerto en donde el aire gira como loco. Blanca Varela   Fui a ver a Bórquez porque la noche anterior me llamó y se notaba bastante desesperado. Por suerte tenía el sábado libre. Amanecía cuando salí del departamentito interior que arriendo en Recoleta. Llegué al terminal poco antes de las ocho de la mañana. A esa hora las calles de Estación Central se hallaban húmedas y vacías. Las hordas de salvajes ambulantes que muestra la tele -caníbales creo- no se veían por ninguna parte. Era muy temprano y de seguro estaban borrachos o drogados durmiendo la mona. Recuerdo que llevaba un lápiz en la mano, un viejo BIC que no sé si escribía o no, puesto que lo tomé a la rápida de mi velador con el objetivo de defenderme ante posibles ataques bárbaros. Se trataba de mi arma de escritor, artilugio romántico con el que lucharía por mi vida y por la de los bienes portátiles -teléfono, mochila, libros- que llevaba esa mañana. Un arma poco eficiente, es verdad, pero no soy de ir por la vida con un revólver o una escopeta, no me creo el sheriff del condado.  A las ocho treinta partió el bus a Valparaíso. Estábamos en la época feliz de los aromos. Los bordes de la autopista rebosaban de flores amarillas que contrastaban con un cielo celeste y completamente despejado. A Bórquez lo había dejado su mina y estaba más que bajoneado. Ese era su problemón. Había pedido una licencia en el trabajo y, según dijo, se encontraba en cama desde hace dos semanas, alimentándose de suchi, comida china y empanadas fritas, todo gracias a los esclavos del delivery. Mi opinión era que la ruptura no era tan mala, puesto que la Chaby nunca trató muy bien a Bórquez, al que calificaba de taimado, mañoso, perdedor y flojo culiao, adjetivos que intensificaba cuando se tomaba unas copas de más. Tenía razón, es verdad, pero como yo soy de la idea de que el cariño nos hace ver una versión mejorada del otro, nos hace engañarnos, muchas veces sospeché de los verdaderos sentimientos de la Chaby. Otras veces me dije que tal vez fuese masoquista, una masoquista castigadora. La mayoría de las veces, sin embargo, tuve claro que no era mi problema y no pensé nada.  En el bus aproveché de leer una antología de Blanca Varela. El primer poema me encantó. Después se puso muy abstracta, muy verbal y dejé el libro y me puse a mirar por la ventana. Estaba contento, siempre me pone contento ir a Valparaíso. Cuando llegué al puerto tomé un bus hasta la subida Ecuador y desde allí un colectivo hasta avenida Alemania. Hace más de cinco años que no viajaba a la ciudad que me acogió en momentos difíciles y me emocioné un tanto recordando los tiempos lejanos en que fui un habitante más de estos locos cerros. Cuando llegué a la casa de Bórquez, que era pequeña, de dos pisos, hallándose en un pasaje poblado de coloridas construcciones de madera, mi amigo se asomó por la ventana del segundo piso y me tiró las llaves. Abre tú, weon, dijo. Estaba tirado en su cama de dos plazas, tamaño King, con una polera con franjas grises y blancas y la cara demacrada. Se parecía al niño de la película El pijama a rayas. Me imaginé también que me encontraba ante el Mr. Hulk, el abogado de Joseph K en El Proceso, un tipo gordo y burocrático que atendía a sus clientes desde la cama. Puta que fue chueca la Chaby, me dijo al llegar. Hola cómo te has sentido, respondí. Disculpa, amigo, por no saludar adecuadamente, señaló entonces, excusándose por su falta de civilidad. Lo que pasa es que todavía estoy como enrabiado. Estoy a puro tricalma y no pasa nada. No me puedo relajar. Tampoco con esto -levanto una botella de ron desde el borde de su cama- y con esto -me mostró un cenicero lleno de colillas de pitos- y con esto -me mostró unas papelinas que sacó de una cajita de fósforos que tenía en el velador. Me miró después a la cara y con voz firme aseguró que su mina iba a volver. Pronto la loca va a estar de vuelta, es cosa de tiempo nomás. En el piso flotante, en el mueble de melamina negra que sostenía su plasma, en su velador -el de la Chaby estaba intacto-, así como en una silla que tuve que despejar para sentarme, había montones de basura: cajas de cartón, platos de aislapol, bolsas de plástico, envoltorios de papel kraft manchados de aceite, vasos desechables, latas de cerveza, botellas de ron, ropa, tazas y platos sucios. Se fue por una wea súper ridícula, señaló apenas logré sentarme, te vas a reír. El asunto es que no instalé un botiquín -que ella compró- en el puto baño, era cosa de atornillarlo, no costaba nada, lo podría haber hecho altiro, pero la Chaby, que es de carácter fuerte, tú las has visto, se molestó más que la chucha. En tres años no has sido capaz de instalar el botiquín, weon. Pero no eran tres años, se lo aclaré de inmediato, eran dos años y seis, cuando mucho, siete meses. Valoro, le dije después, mientras ella, no sé por qué, se puso a llorar, valoro, repito, que quieras

Poesía chilena actual | Cuatro poemas de Victoria Ramírez

SELECCIÓN DE POEMAS     parentesco   a esta edad me preguntan si deseo tener hijos temo pensar que nadie sabe cómo ser un buen pariente   sueño a veces con un niño sofocado lo he olvidado en una camioneta cuarenta grados y las puertas son ladrillos   otras veces es un trozo de carne que deshielo paciente bajo el agua   en mis sueños no puede decir sí al pasar los días nuestra afinidad crece y cada noche devuelvo la habilidad de escurrir agua por los ojos     hueyusca   mi madre me pide que busquemos la casa que llenó mi abuelo de tejuelas   este es su lugar de nacimiento un pueblo de una sola cuadra un río que brilla como una espada   tras la cerca veo la inflamación de la madera la historia del niño que no llega a ser adulto mis tías que peinan la hierba de su cráneo   solo consigo rasguños en las piernas la mirada de un perro que sospecha   mi madre se ofusca divide a las personas entre las que desean y no desean recordar     encuentro   pasaron varios años para sentarnos como dos personas que alguna vez se amaron mucho   nuestras inquietudes regresan veladas te quejas de una picadura de insecto que ha tomado todo un brazo me muestras fotos de tu perro ya viejo tu padre que se ha ido al sur a devolver su espíritu   no podría explicar mi sensación en el teatro cuando apoyé mi cabeza sobre tu hombro como una obligación     materiales   no saber en qué consiste una casa no distinguir las vigas que la sostienen anillos de árboles que se despuntan en veladores o respaldos de catre   con el tiempo uno deja de sorprenderse aparecen muebles en habitaciones ajenas cajones y repisas desperdigados   la consistencia no debería medirse por las cosas pero ahí están jarrones manteles maceteros el ciervo de madera emergiendo de la pared el búho de piedra roja que alguna vez arrojaron a la cabeza de mi padre       ___________________________ Victoria Ramírez Mansilla (Santiago, 1991). En 2016 obtuvo el premio “Roberto Bolaño” de poesía y el 2017 se le otorgó el “Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral”. Los textos fueron tomados de “Magnolios” (Overol, Santiago de Chile, 2019), primer libro de la autora.        

Fichero | La cultura de los muertos

«En total son cerca de ocho decenas los autores incluidos en las más de setenta páginas de la revista. Sus creaciones, principalmente textos con forma de poemas, conviven allí con anuncios del propio cementerio -bóvedas familiares, nichos de reducción, revestimientos, convenios con empresas oligopólicas como Copec o municipios fachos como el de Providencia- y una nota gráfica a la celebración del llamado “Día de Todos los Santos” en el propio cementerio, ceremonia que contó con la participación del cardenal Ezzatti, siniestro sujeto que, según recuerdo, se encuentra vinculado al encubrimiento de curas abusadores de menores.» ¿Qué motiva a un cementerio a editar una revista cultural? ¿acaso leen los muertos?, me pregunté cuando un amigo -días atrás- me regaló un ejemplar (atrasado) de la revista "Cultura”, editada a todo color -y en papel couché- por el Cementerio Metropolitano de Santiago (institución privada pionera del rubro en Chile). Mi amigo obtuvo la revista, según me contó, un día que se sentía más que mal. Andaba bajo la nube negra y precisaba, como le explicó a su terapeuta, poner los pies en la tierra, darse cuenta de que sus problemas -auto malo, mujer violenta, dividendos impagos- no eran necesariamente irremediables. Se le ocurrió, en su locura, visitar un camposanto. Y el Cementerio Metropolitano era el que le quedaba más cerca. Allí, mientras otros hundían el cuerpo entero, la cabeza, los brazos, el tórax y las piernas en la tierra, él se mantenía incólume, vertical, hundiendo apenas los zapatos. Eso, se dio cuenta, ya era bastante bueno. Me hizo súper bien, confesó, ver a viudas y viudos, a huérfanos y huérfanas, a deudos y deudas, llorando ante esas encomiendas negras, heladas y sin solución. Me di cuenta de que lo mío no era tan grave, que podría arreglar el auto, quizá pagar las cuotas de la casa y que no me sería difícil abandonar, por fin, a mi mujer, ese cacho, antes de que me moliera a golpes (semanas atrás la enferma me había azotado la cabeza contra el medidor de la luz). Me di cuenta de que yo sí tenía un futuro, un destino. Me di cuenta de que estaba vivo.   Tiene hartos poemas y cuentos, a ti te gustan esas weas fomes, me dijo mi amigo con esa mezcla de brutalidad y afecto -que caracteriza a buena parte de nuestros iletrados conciudadanos- cuando me entregó la revista. Se trataba del número 33, un número atrasado, del año 2017, dedicado a dar a conocer, como se ve en la portada, textos de escritores pertenecientes al Ateneo de San Bernardo, a la agencia Aguja Literaria, al taller del Cementerio Metropolitano y a escribas ítalo-chilenos, así como algunas entrevistas. En total son cerca de ocho decenas los autores incluidos en las más de setenta páginas de la revista. Sus creaciones, principalmente textos con forma de poemas, conviven allí con anuncios del propio cementerio -bóvedas familiares, nichos de reducción, revestimientos, convenios con empresas oligopólicas como Copec o municipios fachos como el de Providencia- y una nota gráfica a la celebración del llamado “Día de Todos los Santos” en el propio cementerio, ceremonia que contó con la participación del cardenal Ezzatti, sujeto que, según recuerdo, se encuentra vinculado al encubrimiento de curas abusadores de menores.    ¿Qué motiva a un cementerio a editar una revista cultural? ¿acaso leen los muertos?, me volví a preguntar cuando, estando en casa, hojeé el regalo de mi amigo. Hallé rápidamente la respuesta en los créditos de la publicación. No es que los difuntos hayan adquirido la capacidad de leer, secos están sus ojos, secos sus sesos, acallado su entendimiento. Se trataba de algo mucho más simple: el director/editor de la revista -que es trimestral y ya va en su número 54- es un tal Alfredo Gaete Briseño, quien simultáneamente es director del Cementerio Metropolitano, escritor de poemarios y novelas (históricas, de crecimiento interior y ficción) y editor de Aguja Literaria, una agencia dedicada a publicar libros digitales (autofinanciados) de autores más bien naif; empresa que en parte se nutre, especulo, de los participantes del taller del cementerio, que serían algo así como los clientes de este curioso mix empresarial: hoy de la agencia y mañana, si todo anda bien, de una sepultura en el camposanto. ¿Habrá descuentos?   La publicación de la revista, por otra parte, le permite al cementerio exhibirse como una organización con responsabilidad social empresarial y probablemente descontar algunos impuestos ligados al aporte a la cultura. Nada de esto sería tan criticable -da lo mismo, según Baudelaire, de donde venga la belleza- si la revista tuviese una propuesta estética, conceptual y artística interesante. Su diagramación, sin embargo, la asemeja a esos mamotretos funcionales, monótonos y jactanciosos que son las revistas de las multitiendas; o a las memorias de las empresas, aunque las memorias de las empresas al menos tienen índice. Las fotografías y los dibujos, a su vez, son estandarizados, inconexos respecto de los textos y parecen provenir de un banco barato de imágenes. No hay amor allí, no hay espíritu, no hay creatividad, hay solo el deseo de cumplir, de rellenar hojas. En cuanto a los textos -parte sustancial de este número dedicado a la literatura- son más bien clichés, pobres en figuras literarias, desconectados de la realidad, escasos de pensamiento crítico y flacos en cuanto a estilo. Abundan, así, versos fácilmente olvidables, prescindibles, trillados, como los de Annamaría Barbera Laguzzi: “Bajo la lluvia somos exiliados / llevamos bajo el brazo a nuestros muertos / y en los bolsillos soliloquios de fantasmas.”; o los de Eugenia María Leyton “Como en un lienzo / que pintas a diario / ahí queda / tu vida de ayer.”; O del mismo Gaete Briseño: “A lo lejos detuviste el vuelo / una última mirada envolvió el cuarto, / observé tu cuerpo, / entonces / supe que te habías ido para siempre.”; versos, finalmente, que hacen recordar aquella frase de Huidobro respecto de que el principal enemigo de la poesía es lo poético.     Mención aparte merece el artículo

Patio de luz | Edgardo

«Los fiordos del lóbulo temporal y sus placas tectónicas no alcanzaron a borrar los instantes en que su metro ochenta, con cabeza rapada y sus costras de casi suicidio, me abrazaron. Y él retuvo mi cabeza en su pecho, abrigándome con la piel del gamulán y de su cuerpo, dándome el calor que todavía perdura, como si la vida me resarciera en la fotografía exacta del momento en que me dijo que no podía quererme.» Antes de la plaga. Antes que la tierra estuviera enferma, permeando alcohol gel y luciendo mascarillas. Antes que el año se hiciera una tableta de microscópicos calmantes, con figuras de estrellas o formas indecisas. Antes. En el momento justo en que se me desenhebró la aguja, y el hilo se convirtió en trances de olvido y memoria, estuve en ese lugar de cruces, de jardines con rosas, de un avestruz, y de camas como dedales para ciegos. Había muchos ojos sin mirada cierta, carcajadas soltadas al ventarrón, y horarios precisos para levantarse e ir a dormir; entregados para que sintiéramos que aún estábamos vivos. En un naufragio displicente y sórdido, pero vivos. Justo en el momento en que las señoras de cofia celeste pusieron a aquel chico en la cama contigua. Pero no era un muchacho. Más bien un treintañero en salida de cancha, con las muñecas vendadas sin prolijidad. Luego de esa escena, ocurrió la noche. El aprendiz de suicida se llamaba Edgardo. Era risueño, amable, tierno, como un tronco de árbol en el cual uno pudiese apoyarse, y dormir junto a él para siempre. La historia se me vandaliza entre píldoras letárgicas o estallidos de razón, que nunca estuvieron mientras el arquitecto Di Girolamo mostraba sus maquetas o elogiaba mi camafeo del siglo XVIII, bajo una corte de jóvenes voraces que marcaba su ruta de habitaciones. Éramos tres en la mesa, o en mi memoria rota. Y yo le quise. Durante todos los minutos, todas las sonrisas y todos los paseos de rosales fervientes en multicolor. En las visitas al enorme avestruz que, entre rejas, buscaba eliminarnos. Y en la búsqueda del huevo de dos kilos que alarmó al hombre de sotana. Mi amor de amapola se convirtió en arsenal de velero intrépido, que cruzaba las aguas confusas de diagnósticos y traumas. Y se hizo la veleta que me guiaba a Edgardo, y hacia él echaba las redes y el ancla. Anclado en sus dominios, mi corazón reverberaba alegría, sueños de victoria, coraje. Rezumaba vida nueva en esperanza. La trágica némesis no permite que aclare a ciencia cierta si fue chimenea incestuosa o un palimpsesto de fósforo quien destruyó mi pretensión de amante, entre las fucsias de fuego, devorando la declaración de amor, que me devolvió, como una petunia pisoteada por los cerdos. La existencia se quedó momificada. Sólo el viento rizaba la espesura de delantales blancos, como un sinfín de gotas llovedizas. Mi madre, mis hermanas, cruzaron por las naves de la virgen a las horas de visita. Mientras yo manipulaba óleos y pinceles para que el espacio se hiciera más estrecho, o el colchón de las horas se durmiera sedante tras sedante. Los fiordos del lóbulo temporal y sus placas tectónicas no alcanzaron a borrar los instantes en que su metro ochenta, con cabeza rapada y sus costras de casi suicidio, me abrazaron. Y él retuvo mi cabeza en su pecho, abrigándome con la piel del gamulán y de su cuerpo, dándome el calor que todavía perdura, como si la vida me resarciera en la fotografía exacta del momento en que me dijo que no podía quererme. Después. Después de las avenidas de pájaros y luciérnagas. Después de los aforos y los pases de movilidad, el mundo contrincante y mimetizo. Sin horarios, sin visitas, sin capsulados. Mi cabeza de tic tac rayado, en simbiosis de ufano y desencanto, a ratos me muestra esa imagen como la del beso más perfecto que me hubiesen ofrecido. Luego que mi boca se ha deshecho en tantos labios, en tantas oquedades lascivas que he compartido en mis torpezas de corazón y vino magro.    

Perfiles | Los sueños de un camionero

«Cuando tenía como doce años, ahora voy en los cuarenta y tantos, un profe de castellano me dijo que escribía bien y me dio por inventar poemas. Me entretenía haciendo esas weas. Eso hasta que mi papi me pilló. Me sacó la chucha el viejo. Los poetas o son maracos, o son curaos, o son drogadictos, o son comunistas, me retó. Estaba indignado el hombrón, señaló como corolario. Después bebió un largo trago de coca cola y despidió un sonoro eructo. Esta es la poesía que hago ahora, dijo. Enseguida lanzó una carcajada celebrando su rústica broma.» Días atrás, almorzando en un restaurante popular, tuve la oportunidad de compartir la mesa con un camionero. Era un tipo gordo, bastante desaseado, muy locuaz y dueño de un teléfono de los más caros. Desde que me contó cuál era su oficio surgió en mí la tirria contra su persona, pues soy de aquellos que aún no olvidan que una parte importante de sujetos de este tipo -pagados con dólares gringos- armaron un paro prolongado que fue clave para derrocar al gobierno de Salvador Allende, lo que conllevó el asesinato, desaparición, exilio y tortura de miles de chilenos y chilenas, así como la entrada de nuestro país en un sistema sin espíritu, sin sensibilidad, donde debemos alegrarnos por tener treinta pares de calcetines, un plasma de ochenta pulgadas, trescientos amigos virtuales que se autorretratan (y comparten ese autorretrato) cada 15 minutos, un auto que brilla ante nuestros ojos apagados, una tarjeta de crédito -por lo general sin saldo-, el corazón educado por la Teletón y el cerebro convertido en una planilla Excel que hace cálculos -día y noche- para llegar al final del mes, al final del año, al final de la vida.  El local, ubicado en los extramuros del centro santiaguino, en calle Santa Isabel con Dieciocho para ser más preciso, estaba completamente lleno. Hora de almuerzo y los trabajadores de los negocios cercanos, en su mayoría ligados a la mecánica automotriz, copaban las mesas. Yo había pedido una cazuela de vaca con ensalada de repollo más una copa de vino. Estaba comenzando a comer cuando el camionero se me acercó y me pidió compartir la mesa, ya que el espacio se hacía escaso. Claro, por supuesto, le dije. Y corrí el pocillo con salsa de ají hacia el centro de la mesa. Al principio se mantuvo en silencio. Parecía pensar. Cuando el garzón lo atendió, pidió pure con pulpa al horno, preguntando si era de cerdo o no. Sí, es de cerdo, señor, le respondió el mesero y, consultado por la ensalada, solicitó tomate con cebolla, es decir, chilena, adicionando a su pedido una coca cola con azúcar.  Apenas llegó su plato comenzó a hablar. Sin nosotros el país no se mueve, fue lo primero que dijo, a propósito de una noticia relativa a la exportación de cerezas a la República Popular China que daban en la tele, un plasma gigante que nos hacía parecer pequeños y opacos. Yo no sabía aún de su oficio y compelido por su comentario le pregunté a qué se dedicaba. Transportista, dijo. Y agregó algo que no pude entender, algo supuestamente gracioso, pues se rio dejando abierta la mandíbula, golpeándose el pecho con ella varias veces. De inmediato me puse a pensar en mi odio al gremio del rodado. Recordé, por ejemplo, que los milicos -tras el golpe- los premiaron, primero que nada, con el desmantelamiento de Ferrocarriles del Estado, medida que les dejó despejada la cancha en el negocio del transporte. Se les otorgó también descuentos en el precio del petróleo y muchos de ellos pudieron tributar con renta presunta, pagando menos impuestos que el común de los mortales. Todo por venderse a la derecha. Eso hasta hoy, pues ningún gobierno posterior a la dictadura ha revertido esta situación de privilegio, seguro que por miedo a nuevos paros de estos seguidores sudacas del mafioso Jimmy Hoffa. Me contó que su último viaje fue a Ovalle, que de allá venía llegando, que transportó, de ida, estanques de agua, de esas weas celestes, y de vuelta verduras, venía harto ajo, harto tomate, harto poroto verde, harta zanahoria. Me habló luego de su familia, no sé cómo llegó al tema. Tenía un hijo chico con parálisis cerebral, le nació así y se esperaba su defunción muy pronto, se nos va a ir el angelito, se nos va a ir para el cielo, por suerte que tengo dos más, dos mayorcitos, esos me llenan el corazón, por ellos sigo manejando. Su mujer, en tanto, pasaba por una larga depresión y él estaba medio chato, está tomando unas pastillas culias, yo la entiendo, yo también estoy pasando por lo mismo, pero uno se aburre ¿cierto? Por suerte soy camionero y usted sabe, en la ruta, decimos nosotros, siempre hay una puta, ja ja, es un decir nomás, yo respeto a mi mujer, ella es buena, no la dejaría por nada del mundo. El camionero hablaba y hablaba. Su historia, debo confesarlo, tocó mis fibras íntimas (como se dice en los matinales) y pude verlo como un ser humano. Un ser humano de mierda, es verdad, pero un ser humano a fin de cuentas ¿Qué culpa tiene del golpe de estado? Ninguna, no había nacido. Se me ocurrió, entonces, levantarle el ánimo. Y para entrar en un terreno de positividad, le pregunté por sus sueños. Sueño harto yo, po, sueño por ejemplo con el general Pinochet, sueño que resucita y me viene a ver con mi papá, que también está muerto y fue camionero igual que yo, de él aprendí, po. Él estuvo en el paro patronal del 72. Gran hombre. Me enseñó a manejar de chico, a veces no iba a la escuela para acompañarlo en sus viajes. Al final no terminé la media y me puse a manejar. Dale, me decía mi papi, sigue nomás. Pa que vai a perder el tiempo estudiando si acá ganai platita. Y me mostraba unos dólares que había guardado como reliquia.

Glosas | Vereda Sur

«Saludamos, desde estas páginas, la aparición de este libro que será el primero de muchos -esperamos- de este grupo literario que, durante la primera década de este siglo, nos entregó una brisa de aire fresco que a muchos nos remeció, gracias a su revista y a sus publicaciones alejadas de la oficialidad.» El sábado 22 de abril del 2023, en el Liceo de Aplicación de Santiago, se llevó a cabo el lanzamiento de la antología de poesía y cuento “Vereda Sur”. La ceremonia se realizó en el establecimiento vecino al casco histórico, pues fue allí donde funciona -desde el 2019- un taller literario dirigido por el poeta Maximiliano Díaz Santelices, cuyos integrantes participaron de esta publicación.    El libro, por lo tanto, es el producto del trabajo de cada uno de los autores, en su gran mayoría inéditos, quienes decidieron dar a la imprenta sus textos, para que trascendieran el estrecho círculo de sus reuniones semanales. Por otra parte, la obra es la primera publicación de Ediciones Esperpentia -en su segunda temporada- y el diseño, incluida la portada -muy bella-, fue hecha por el poeta, narrador y editor Sergio Sarmiento Monje. Saludamos, desde estas páginas, la aparición de este libro que será el primero de muchos -esperamos- de este grupo literario que, durante la primera década de este siglo, nos entregó una brisa de aire fresco que a muchos nos remeció, gracias a su revista y a sus publicaciones alejadas de la oficialidad.    Volviendo a “Vereda sur”, debemos decir que el grupo de escritores y escritoras está conformado por personas de distintas esferas profesionales (profesores, abogados, periodistas, psicólogos, estudiantes, administrativos, etc.), algunos con poco más de 20 años, otros cercanos a los 50. Con miradas y poéticas diversas, algunos con una vocación literaria ya perfilada, otras aún en una búsqueda. En este sentido, hay un cruce muy post moderno de estilos e intenciones, tolerándose mutuamente, sin anularse y sin tratar de imponerse, conviviendo en el caos de lo diverso.   Por esta razón “Vereda Sur”, como cualquier antología, nos muestra un variopinto grupo dedicado a la Literatura que con diferentes brochas o pinceles finos -desde un realismo duro hasta textos simbólicos u oníricos, pasando por algunos que a través de un orden clásico abordan situaciones complejas, a otros de visiones fragmentarias que muestran la diversidad del mundo; pero cada uno, poseedor de una mirada que indaga y cuestiona aquello que convencionalmente llamamos “realidad”, tratando de penetrar su volátil esencia, desplegando las formas con un lenguaje artístico- pintan en monocromías o con los más abigarrados colores la página en blanco, creando composiciones múltiples.   ¿Quiénes son los autores incluidos en la antología? Respondiendo esta pregunta, que el lector ya se estará haciendo, paso ahora a dar una breve mirada a cada uno de ellos y ellas, así como a sus obras: Luciano Alarcón, nos presenta un relato minimalista con un lenguaje preciso de referencias oníricas.  Andrés Barahona, sus cuentos indagan con habilidad en lo perverso, con un penetrante lenguaje, no carente de humor negro.  Federico del Río, poeta y narrador, busca con eficacia entre los intersticios de la compleja existencia humana. creando inquietantes imágenes.  Catalina Echeverría, publica cuentos con un notable uso del lenguaje, creadora de inquietantes imágenes. Macarena Fevre, poeta y narradora de cuentos breves y de hallazgos luminosos. María Pía Jara, en sus cuentos aparecen personajes muy bien perfilados enfrentados a situaciones límites, a la locura de existir. Felipe Morales, ha creado cuentos de gran factura técnica, que surgen de la observación penetrante y aguda de la realidad. Rodrigo Rojo, sus relatos operan como memoria de la historia reciente de Chile, con gran mordacidad crítica. Tomás Veizaga, con un gran manejo del lenguaje en cuentos donde no sobra ni falta nada.  Preciso y crítico.  Cristian Villouta, poesía sardónica y satírica de la contingencia.    Estos son los autores y -en su mayoría- sus primeras obras publicadas. Y como alguien dijo, por ahí, el tiempo dirá, el tiempo -el mejor crítico- hará su propia Antología y quizá algunos de ellos sobrevivan y su obra perdure, más allá de las breves páginas de este libro.    

Poesía chilena actual | Hándicap literario, siete poemas de Cristian Cruz

UNA BELLA NOCHE PARA BAILAR ROCK   Esta es una bella noche para bailar rock. A mi padre lo trajimos muerto desde Santiago, la familia quería verse reunida por fin: nuestra madre sólo recibía órdenes de la familia. “Tú eres el encargado para irte con tu padre en la carroza”. Bien, asentí, y fui a comprar cigarrillos. A la salida de la ciudad le pedí al chofer que prendiera la radio, /nos pusimos a fumar. “Mi padre fumaba también”, dije. Ya en la carretera buscaba una emisora; las radios aquí se escuchan mal producto de las montañas. “Escuchemos un cassette”, dijo el chofer. Colocamos la cinta, una selección de rock argentino, y luego preguntó si fumaba cannabis. Fumamos mientras avanzábamos /por las montañas y la carretera. Al llegar bajamos el féretro de papá y le di las gracias al chofer por el viaje. Hoy como hace dieciocho años pienso a quién debo traer de la gran ciudad, para que la familia esté unida, para que la familia sea feliz.     RELACIONES   Por la mañana leí un texto llamado Literatura + Enfermedad = Enfermedad. Al terminar no pude dejar de pensar en mis várices; mi madre las tenía en una de sus piernas /y el dolor la despertaba de madrugada. Su hermana solía pedirme ayuda para llevarla de su pieza al baño, del baño a la mesa del desayuno, y de ahí al jardín para tomar sol, su cadera se había roto mucho tiempo atrás. Ellas murieron de otras cosas: vejez, Chagas, Alzheimer. Incluso ese escritor murió un par de semanas después de escribir Literatura + Enfermedad = Enfermedad. El poema en todo esto es que alguien me vino a despertar desde un lugar remoto y cálido.     LA TRAMA   El poema es la trama que está sobre nosotros sin darnos cuenta, es la avioneta que deja entrar su ruido por la ventana y pensamos en el piloto que mira nuestra casa. Entonces la avioneta es el poema que está sobre nosotros y el piloto es el que escribe en su libreta que ha visto una casa, un auto varado en el patio, una hilera de árboles azotándose contra el viento y dos o tres pozas de agua que son dos o tres espejos  /si están quietas. Continúa diciendo el poema, que sobre el techo de la casa la sombra de la avioneta o bien la sombra del poema comenzó a pilotarla una mujer con los brazos abiertos. Nosotros que a esa hora dormíamos en casa interpretamos el sonido del poema que entraba por la ventana; más bien era el sonido del cielo, porque las avionetas son el sonido del cielo. Pero era el poema que ululaba tras los visillos  /para que yo lo escribiera.     RESTORÁN SENCILLO   La mesera te dice ¡ya, cariño!, y de manera fugaz eso estremece tenedores y muebles; este restorán, donde comen los pobres de corazón, se transforma en tu casa de acogida. No has tocado el pan del menú, no deseas tocar el corazón de nada. La mesera, los pobres de corazón y yo creemos ver el Sol en los espejos, y el ¡ya cariño! junto al bamboleo de los platos es una gambeta a la soledad, la mesa coja del corazón.     EDISON NO VISITÓ EL CEMENTERIO DE CONCEPCIÓN   Se me vino la imagen muy clara de la electricidad que por cierto no tuve por una semana en casa, un vecino me alcanzó energía con un alargador. Veía las noticias frente a la casa oscura, veía mi sombra preparando el té o buscando un lápiz o un bolso. La casa oscura me obligaba a pensar en los detalles y cosas del día; no quería por supuesto pensar en cosas extrañas, o malas, nadie quiere eso cuando la casa está a oscuras. En el Hotel Almagro decidí recorrer la ciudad, me habían hablado bien de ella, pero igualmente terminé en el cementerio; regresé pensando: ¡qué mal el cementerio, qué mal está la gente! En la cena la mesera me preguntó por la ciudad; respondí: la gente acá se quiere poco, el cementerio está por los suelos. Ah, mire, hace mucho que no voy por ahí, mi hija y mi marido están allá, un accidente, usted sabe. No, no sé respondí, y en ese momento me fui a oscuras, la electricidad me había abandonado, y pude ver mi sombra y la de ella buscando a tientas entre los platos y los manteles pero alguien prendió la luz de la campanilla de los pedidos y nuestras sombras volvieron a nuestros cuerpos: la electricidad volvió a retorcerse en nuestras vidas.     DE CÓMO MIRO POR LA VENTANA   Me acerqué a la ventana a mirar el paisaje, pero no era el paisaje, era yo que estaba allá afuera como un corpus, y cuando te digo corpus es que los árboles flotando /podrían ser mis brazos o mis piernas, no es seguro, tómalo como ejemplo; o esa pareja a orillas del río, con ganas de lanzarse o amarse ahí mismo, no puedo asegurar qué querían hacer. Pero si fijo la mirada vuelvo a las nubes y trozos celestes, eso podría ser mi cara, a ratos cubierta o despejada: qué mejor que tu cara sea el cielo. Me falta el río, no lo he olvidado, pero saca a la pareja mejor: el poema no requiere de calentura o derrota, el río, el río es importante, y el corpus también; no olvides el corpus que traspasa el cristal convertido en ti. Ahora enciendes un cigarro porque te entusiasmaste, porque no quieres dejar la ventana, que es el núcleo. Tu tronco es el río, por él trafican los fluidos, tu voz, y aunque no se ve el final de ese río piensa que tus pies son el delta, que los dedos son un brazo o un hilo de agua, que las aves y la flora de ese delta son tu cabellera. Como es de tarde, la luz que abrazaba el paisaje abandona