Literatura

Trasandino | Me hubiese gustado ser escritor de Boedo

«Cuando fui a hacer la fila a la fiambrería para comprar queso cremoso y aceitunas verdes me quedé mirando a un viejo gordo, canoso con tonsura, con camisa a cuadros, que señalaba con fuerza los diferentes tamaños de los salames y con la otra mano sostenía un palo que le llegaba hasta los hombros. Era Roque. El compañero más viejo que tuve en Letras Modernas. Tenía más de 70 años cuando se puso a estudiar. Entraba al aula con el bolso cruzado en la gran panza y con ese palo de apoyo que lo hacía parecer un eremita, un homérida recién llegado de la zona jónica.» Fui a eso del mediodía al Mercado Norte. Era 31 de diciembre y habíamos quedado con una amiga para cenar pizzas a la parrilla en su casa. Queríamos recibir el año nuevo escabiando. Pasar del rito tedioso familiar y preocuparnos poco o nada de la comida. Para que ese plan funcionara ella iba a amasar y yo tenía que ir por los ingredientes. Hice varias filas. En un local compré los pimientos rojos y amarillos, en otro, los tomates redondos, las zanahorias, la rúcula; y a las cholas, que tienen los puestos de verduras en la vereda, les compré ajo, cúrcuma, pimienta, las cebollas moradas y un atado de cebollas de verdeo. Había mucha gente, gran parte hablándose a los gritos, un exceso de estrés por la fecha. Además, los 34 grados de calor hacían que la piel ardiera y la humedad en el ambiente secaba la garganta. Sol de mierda, que lo parió, hasta discutí con una señora que se adelantó en la fila, que se turbó cuando vio que se estaban acabando los choclos. Le di mi lugar porque se veía sofocada, aparentemente se iba a desmayar. Por suerte, y para alegrar toda esa desesperación, un cuarteto a las afueras del Mercado se puso a cantar con micrófono y parlante “Fuego y pasión” de Rodrigo. Cuando fui a hacer la fila a la fiambrería para comprar queso cremoso y aceitunas verdes me quedé mirando a un viejo gordo, canoso con tonsura, con camisa a cuadros, que señalaba con fuerza los diferentes tamaños de los salames y con la otra mano sostenía un palo que le llegaba hasta los hombros. Era Roque. El compañero más viejo que tuve en Letras Modernas. Tenía más de 70 años cuando se puso a estudiar. Entraba al aula con el bolso cruzado en la gran panza y con ese palo de apoyo que lo hacía parecer un eremita, un homérida recién llegado de la zona jónica. De espaldas, era el mismo Roque de antes de la pandemia; de frente, se veía más viejo, con menos pelo en las sienes, con gesto nostálgico y ojeras oscuras, con barba blanca desprolija, pero con el mismo bigote nietzscheano que lo caracterizaba. Dijimos de ir tomar una cerveza a la esquina, a Abu-Bar. El lugar estaba lleno. El bullicio de los cubiertos rozando los platos, las risas, los murmullos de la gente, el ventilador gigante que sonaba como turbina de avión, competían con el volumen de la televisión que colgaba del techo. Los panelistas debatían sobre la salida de una participante de Gran Hermano. Una mesera morena, de pelo rubio atado sobre su cabeza, nos hizo un ademán, pasó un paño húmedo por la mesa negra, y nos hizo sentar. ¡Hola corazones! ¿Qué sería? Pedimos una quilmes y, como ninguno había almorzado, también pedimos el menú del día: costeleta de cerdo con puré. Roque me contaba que iba a pasar el año nuevo solo. Que no le quedaba familia y que todos los amigos se le estaban muriendo. Lo invité a comer pizza a la noche, pero me dijo que no, que no estaba para esos trotes, que lo más seguro era que antes de las 12 iba a estar dormido. Cli, cli, cli, una mujer mayor con barbijo celeste había golpeado la ventana para ofrecerme paños de cocina y pañuelos desechables, con un gesto le dije que no; atrás de ella, un tipo sostenía en su cuerpo un tergopol rectangular con diferentes lentes de sol, amarrados y en fila, desde los clásicos oscuros hasta los muy coloridos. Entre los dedos de una mano tenía varios modelos de lentes y, en la otra, un espejo circular en donde un cliente se miraba. Compró uno con marco rojo que le hacían juego con las zapatillas rojas puma; más atrás, los cartoneros amarraban pilas muy altas de cartón en sus carros. Roque sirvió la cerveza. Últimamente he pensado que me hubiese gustado ser un escritor de Boedo, haber ocupado un poco de mi tiempo en darle la voz a lo popular, al obrero. No sé, haber escrito algo parecido a “Malditos”, de Castelnuovo. Darle voz a esa señora que te quiso vender los paños de cocina, por decir algo, nombrarla aunque sea. Te acordás cuándo en clase de Argentina 2 le cité de memoria al profe “prefiero estar equivocado con las masas y no estar solo con la verdad en contra de las masas” y dijo que no se acordaba de quién era la frase. Me acuerdo, también, que estabas escribiendo una novela. Se me complicó, la abandoné unos años, pero la volví a retomar luego que leí un ensayo de Michel Butor. Un libro que me compré en la librería de usados en La Rioja, al inicio de la pandemia, uno en donde dice que estamos perpetuamente rodeado de relatos, que lo cotidiano es contar y oír cosas, en ese sentido, dice o quizás no, mi memoria me falla a veces, que una novela es una forma particular de contar relatos. Cuando leí eso, o algo parecido a eso, empecé a venir a Mercado Norte en las mañanas y en las tardes a tomarme un café con medialunas, y escribía, o sea, escuchaba todo lo que transcurría a mi alrededor. Y empecé a pensar que al final da lo mismo la vida del personaje, lo importante es su discurso, la idea,

Narrativa chilena actual | Al sol de la media tarde

«Así que empecé a bailar contigo, y a seguirte en todo, y a responder, después de tanto tiempo, como tú querías que respondiera. ¡Me alegré tanto! Yo ya no era un problema, ya no era la muchachita, la virgencita. Qué bonita canción esta. Sí, mamá, tiene usted toda la razón. Fue raro, porque yo en ese momento me sentí tan grande y luego, así, de la nada, tan débil. Porque tú, de vez en cuando, eras como mi papá.» Tenemos un ritual juntas. Nos sentamos cada día al sol de la media tarde, mirando el mar y tomando una agüita hirviendo, siempre con limón: cáscaras o rodajas. A veces lo acompañamos con manzanilla y menta. Una vez al mes me pide que le corte las canas. Hijita ayúdame con las canas, me dice. Y saca una tijera rústica, una silla de madera, una peineta y se sienta. Yo me paro al lado  y empiezo una a una a cortarlas, porque dicen que si las sacas de raíz se multiplican. A veces prende  un cigarro y es como si fumáramos juntas porque yo me voy tragando el humo mientras corto. En  tanto busco las hebritas plateadas por la cabeza de mi madre, canto melodías que me enseñabas  tú. En esas cosas pequeñas te recuerdo, sabes, surges como de alguna palabra, algún rinconcito perdido. Que ternura me da cuando miro el pasto y te recuerdo deshojando flores. Subiéndote los anteojos de la punta de la nariz. Me gustaba cuando nos mirábamos de reojo como atravesando la palabrería de Antonio, ese novio que yo tenía y que tú detestabas. No me cortes mucho, niña, ten cuidado, cuidado con la cabeza. Pero otras veces me caes en sombra. Te recuerdo comiendo con la boca abierta, maldiciendo, gritando por la ventana. Te recuerdo golpeando mesas, quebrando adornos. Yo sé que eran cosas pequeñas, detalles quizás, pero aun así me asustaba, como esa vez que arrancaste todas las páginas de tu libro. Pienso en el miedo cuando corto las canas; en la juventud que debiese ser temeraria pero que para mí solo ha sido deambular en jardines sombríos. Qué habrá sido de Antonio. Qué cantas, hijita, no pares, no te distraigas. Mi mamá nunca sabe nada, ni de nadie, ni siquiera de tí o de mí. Sin embargo, yo de ella sé algunas cosas. Sé, por ejemplo, que ha tenido miedo: lo he escuchado, lo he olido. A veces susurra por teléfono. A mi mamá le gustaba Antonio, a mí también un poco, aunque no era como tú. Tenía una vocecita dulce y era de hablar hasta el cansancio. Hay muchos días en los que sueño contigo sin que nadie se entere. Hoy, por ejemplo, me desperté dando vueltas. Sí, mamita, yo le canto, así me concentro más, no se me estrese. Quedan dos por el lado, agáchese un poco. Sí, ponga la cabecita así, no se me mueva. Yo soñé que estábamos tú y yo en una sala, medio escondidos de ella. Recuerdo un sillón azul, gastado, de un género más bien áspero. Y tú ahí hablándome, cada vez más consumido, más arriba, no sé cómo decirlo, lejos, pero como llevándome de la mano por una escalera hasta una cima. O un acantilado. Eso hasta que te diste vuelta y te encaramaste arriba mío. Tú sabes que yo no, que yo nunca he querido. Sin embargo, ahí estabas con tus brazos peludos, gruesos y tu torso largo, interminable, enfundado en una polera sucia, moviéndote como una bestia, con una fuerza que para mí siempre ha sido irremontable. Y yo te rehuía, como siempre, aun cuando a ti te enfureciera. Pero esta vez no te alterabas, sino que cantabas unos poemas que me sonaron conocidos, unos versitos en portugués, creo, y aunque yo no entiendo mucho me sonó bonito. Así que empecé a bailar contigo, y a seguirte en todo, y a responder, después de tanto tiempo, como tú querías que respondiera. ¡Me alegré tanto! Yo ya no era un problema, ya no era la muchachita, la virgencita. Qué bonita canción esta. Sí, mamá, tiene usted toda la razón. Fue raro, porque yo en ese momento me sentí tan grande y luego, así, de la nada, tan débil. Porque tú, de vez en cuando, eras como mi papá. Entonces poco a poco mi gesto se deshizo en una mueca que ni yo pude descifrar en aquel momento. Yo soñé, que dios me perdone, yo soñé que tenía un cuchillo en alguna parte de ese sillón y que mientras tú te encantabas conmigo, yo lo tomaba y te lo enterraba una y otra vez con esfuerzo, con decisión. Soñé, lo recuerdo, con el sonido del filo que rompía la pared robusta de tu cuerpo como cuando se mata un cordero: trazando, abriendo un camino entre las carnes que a su manera también gimen, como la tela o la tierra. Entonces tu carita perpleja, escupiendo sangre y saliva, corriéndote por encima, haciendo esfuerzos por pararme y mientras, yo solo podía ver mi mano, moviéndose por sí misma, empuñando una y otra vez el arma contra tus caderas, tu torso, tu cuello. Ay, mamá, ay mamita, perdóneme, ay mierda, mamita, las canas, el pelo, yo la limpio, yo le curo, mamita, el cuello, yo llamo, tiene mucha sangre, mamita. Quédese tranquila al sol. Mamita, yo también tengo miedo.     ____________________ Catalina Echeverría Larraín (Santiago, 1998). Ha publicado textos narrativos en revista Poros (2022) y en la reciente antología “Vereda Sur” (Ediciones Esperpentia, 2023).      

Retrovisor | La bestia mágica

«Con ilustraciones monocromáticas de su amigo y compañero de bohemia, Rafael Ampuero, «La bestia mágica» contiene un conjunto de 99 poemas donde Mora -usando descripciones que destacan por su luminosidad pictórica- da cuenta de aquello que lo rodea: su mujer, sus hijas, sus amigos, la ciudad de Tomé, los paisajes del sur, el mar, los pájaros, los animales, construyendo un fresco del mundo que lo vio nacer y morir. En el medio de ese mundo, además, surge un yo que reflexiona, que confiesa, que vive, mezclando sensualidad y crítica, humor y ternura, mientras de fondo -río oscuro que desemboca, atenuándose, en el celeste océano tomecino- acecha la duda existencial, el vacío.» Hace más de medio siglo, exactamente “en la madrugada del 29 de febrero de 1960 -entre humo y café-, utilizando los modestos talleres del periódico NOTICIAS, de propiedad del autor” -como señala su detallado colofón- se terminó de imprimir el tercer poemario de Alfonso Mora Venegas: La bestia mágica. El libro está dedicado al Liceo de Tomé, ubicado en el puerto homónimo, lugar donde en 1921 nació el poeta, de profesión abogado, que, además, se desempeñó en la localidad como juez del crimen subrogante, periodista y profesor del citado establecimiento educacional.  Alfonso Mora -arraigado fuertemente a su tierra- pasó prácticamente toda su existencia en el pequeño puerto ubicado al norte de Concepción, alejándose solo para cursar estudios de Derecho en la Universidad de Chile, en Santiago, siendo uno de los actores de la potente vida literaria y artística que surgió en la sureña ciudad a mediados del siglo XX, participando como fundador, en 1947, del Círculo de Bellas Artes de Tomé, donde confluyeron pintores como Rafael Ampuero, Elías Zaror, Raúl Sanhueza y Alejandro Reyes, junto a poetas como Benjamín Silva y Alejandro Chávez. En cuanto a lo literario, antes de La bestia mágica, Alfonso Mora publicó dos textos difíciles de encontrar en la actualidad. El primero de ellos es Litorales (1954), que se enfoca “en el canto a la naturaleza, a los seres libres y a lo simple, en oposición a lo convencional y artificial de la vida ciudadana y sus instituciones”, como indica el poeta Guillermo Quiñónez (Valparaíso 1889-1982) en el prólogo de La bestia mágica. Ideas que se mantienen, aunque esta vez en prosa, en Las semillas profundas, su segundo poemario, fechado en 1955, de acuerdo con lo expresado por el mismo prologuista.  Cinco años más tarde vería la luz el texto que nos ocupa, La Bestia Mágica, libro que rescaté en la cola de una feria libre de Recoleta años atrás y que quizá a causa de su tiraje enorme, inusual para estos tiempos, de 1300 ejemplares, logró sortear el paso del tiempo. Se trata un libro sencillo, impreso en tinta azul en papel hilo N°2 (material en que se imprimieron 1000 ejemplares, siendo 300 facturados en papel imprenta, como se señala en la misma edición). El libro, como todo lo que Mora dio a conocer en vida, fue una autoedición, viendo la luz bajo el sello Ediciones Collén justo un año antes de su última publicación, Estrellamar (1961), obra que, lamentablemente, también resulta difícil encontrar. Con ilustraciones monocromáticas -también en azul- de su amigo y compañero de bohemia, Rafael Ampuero, La bestia mágica contiene un conjunto de 99 poemas donde Mora -usando descripciones que destacan por su luminosidad pictórica- da cuenta de aquello que lo rodea: su mujer, sus hijas, sus amigos, la ciudad de Tomé, los paisajes del sur, el mar, los pájaros, los animales, construyendo un fresco del mundo que lo vio nacer y morir. En el medio de ese mundo, además, surge un yo que reflexiona, que confiesa, que vive, mezclando sensualidad y crítica, humor y ternura, mientras de fondo -río oscuro que desemboca, atenuándose, en el celeste océano tomecino- acecha la duda existencial, el vacío; cauce, sin duda, que brota desde las primeras páginas del libro, pues el epígrafe escogido es un verso de Hölderlin que se pregunta: “¿Por qué hay un implacable aguijón en mi pecho?”. Mora -crítico del progreso- amaba profundamente Tomé y voluntariamente hizo su vida en la localidad sureña, renunciando a hacer carrera -y a ganar dinero- como abogado en Santiago o como juez en el mismo Tomé, cargo que ejerció por poco tiempo, privilegiando, finalmente, algunas horas de docencia en el liceo local, pues la educación fue otra de las pasiones de este hombre de principios rectos e inamovibles. Su poema “Siempre sales perdiendo, Alfonso”, da luces acerca de su porfía por ser consecuente con su forma de pensar, asunto que lo transformó en un loser de la época: “Pero te han dicho todos, / Alfonso, te ha increpado el mismo Mora: / Debes cambiar. / Compra compás masónico; / Adora el agua, sé bombero; / Usa báculo, participa en los desfiles / De los escauts primaverales; / Aspira el incienso en las iglesias; / No opines cuando puedas molestar; / Concurre a ciertos clubes, / Juega cacho, pide fuerte, firma vales; / Sé político, cambia de opinión cada minuto; / Y verás cómo triunfas en todos los concursos.” Alejado de la nostalgia de la poesía lárica, Mora retrata su pueblo, el océano y su existencia con la intensidad y la claridad plástica de quien está viviendo, in situ, lo que canta, no recordando. Así, por ejemplo, refiriéndose a la gente de mar de la zona, en uno de sus poemas escribe: “Para San Pedro, pescador, / Se meten al mar con sus mujeres / Y en medio de los huiros / Cantan, beben // Las mujeres son celestes y dulces / El oro en los trigales se atesora, / La verde fragancia en las maderas, / Amorosa la lluvia.” Poeta de carácter vitalista, en su texto “Plenitud”, como Baudelaire, pone la embriaguez en su justo lugar: “No importarme que el amor / Ni que una gran pregunta / -muerte, dolor, destino- / Me impidan dormir / En plumón de jacintos / Con tal que el mundo sea / Cáliz de rojo vino”. No se trata -hay

Narrativa chilena actual | Éver

«Sus dos hijas vivían con Sabina —su ex mujer— y con un chileno, porque ella lo dejó por un chileno que le supo describir el mar. Las palabras de Éver dejaban entrever una desdicha que él veía como correspondida. Lo negaba, pero su entonación hacía pensar que creía que lo merecía. Por eso, cuando Sabina lo dejó, decidió viajar a Chile a conocer el mar y nunca volvió, siendo este el acto más revolucionario que había hecho jamás. Solo viajaba cada dos años a ver a sus hijas.» Se llamaba Éver y era de nacionalidad boliviana, pero era el boliviano más chileno que conocí. No porque hablara como chileno —hablaba como boliviano—, ni tampoco por su aspecto —tenía rasgos definidamente altiplánicos—, sino que más bien por su destino, por su irremediable condición de sudaca que piensa que merece algo más de lo que tiene, que nació en el lugar equivocado. Lo conocí en un bus cruzando la frontera, y fue la primera y última vez que lo vi.  Llevábamos más de diez horas viajando desde Cochabamba hacia Iquique, y a pesar de que estaba sentado al lado mío, no habíamos hablado durante esa primera mitad del viaje. Con los compañeros de asiento se establece un acuerdo tácito, de aquel saludo simpático y luego una distancia prudente, necesaria; sobre todo en los viajes largos, y este viaje duraba veinticinco horas. Y quizás fue por eso, o porque me subí totalmente drogado al bus, que al principio no hablamos. Yo había decidido que fumar marihuana era la única alternativa para sobrevivir los viajes en los buses bolivianos, porque me quedaba dormido rápido y con eso evitaba la adrenalina de mirar por la ventana y ver directamente el abismo y no su borde, a pesar de que pienso que los choferes bolivianos, aunque temerarios, son los mejores del mundo. Y durmiendo también evito las ganas de ir al baño, porque en Bolivia las compañías de buses suelen cerrar los baños para no tener que limpiarlos.  Después de ver unos minutos «Rambo I », en pésima calidad, con un pésimo doblaje y a un volumen insoportable, me quedé dormido.  Por eso no hablamos hasta llegar a la frontera entre Chile y Bolivia. Desperté desorientado, tiritando del frío y con un intenso dolor de cabeza, posiblemente por los balazos incesantes de Rambo; a esa hora ya estaban transmitiendo la cuarta película de la saga. Vi el final, que casi llegó a conmoverme. «¿Nos veremos alguna vez?», le pregunta la rubia a Rambo con acento madrileño. Tenía subtítulos en inglés, que decían: «Will I ever see you again?» «Todo es posible», responde él. Luego vinieron los créditos, que duraron unos pocos segundos hasta que empezó nuevamente «Rambo I», desde el comienzo. Fui a preguntarle al chofer cuánto rato estaríamos parados. Me miró y no me contestó. Bajé del bus a investigarlo por mi cuenta, y vi el amanecer altiplánico que iluminaba de color rojizo la fila interminable de camiones. Me alejé un poco para fotografiarlos. Parecía un tren con cientos de vagones y varias locomotoras, porque detrás de algunos salía un humo que nacía de las fogatas encendidas por los protagonistas de la carretera. Me acerqué a un grupo de choferes chilenos que estaban fumando alrededor de una de las fogatas y me explicaron que la aduana abría a las ocho, y que por razones de orden y seguridad pública —usaron esas palabras— el paso era lento y engorroso. Volví a mi asiento; aunque hacía más frío que alrededor de la fogata, era mejor escuchar a Rambo disparar que las risotadas de los choferes. El frío entraba por los intersticios de las ventanas, y al sentarme me percaté de que la manta que me habían entregado al principio del viaje la estaba usando ahora un joven un par de asientos más atrás. Decidí dejársela; su aspecto caribeño me daba razones para pensar que estaba menos acostumbrado al frío que yo, y además llevaba puesta la indumentaria completa del Colo-Colo, equipo del que siempre he sido hincha. Puse mi codo en el apoyabrazos que mi compañero de asiento no estaba ocupando, y apoyé mi frente en la palma de mi mano. Me dolía la cabeza, estaba cansado y triste. Pensé en ella, me pregunté si acaso mi periplo altiplánico fue algo así como una huida. Mi compañero de asiento tampoco tenía manta porque no entregaban a todos, y por eso parecía que tiritaba. Para calmar mi pena intenté establecer un diálogo, conversar sobre el frío, y toqué amistosamente su hombro con mi dedo índice. Pero cuando se volteó me di cuenta de que estaba llorando, que sus espasmos no los causaba el frío sino que la tristeza. Le pregunté protocolarmente si estaba bien, y luego pensé que esa pregunta era estúpida, porque era evidente que no. Se limpió la nariz y empezamos a conversar, o más bien yo lo empecé a entrevistar, que es lo que suele pasar en mis conversaciones, pero esta vez porque él necesitaba desahogarse y yo necesitaba escuchar hablar a un boliviano; a pesar de que estuve casi dos meses viajando por Bolivia, estaba más familiarizado con el silencio que con el ruido de ese lado de la frontera. Tenía unos cincuenta y tantos años, la edad de mi papá; era muy moreno y de contextura robusta, una gordura solidificada por el trabajo. Me contó que su familia, o lo que quedaba de ella, vivía en Cochabamba. A su padre lo había desaparecido la dictadura boliviana de García Meza el año 80. Éver tenía doce años, y un día en que lo acompañó a su trabajo, de una camioneta blanca sin patente bajó un grupo de policías o militares vestidos de civil y se lo llevaron para siempre. Su mamá y su hermana aún vivían en la misma casa, como petrificadas en el tiempo. Hablaban poco, y desde la década de los 80 usaban las mismas cien palabras.  Sus dos hijas vivían con Sabina —su ex mujer— y con un chileno, porque ella lo dejó por un chileno que

Fichero | La abandonada

«En el calor apocalíptico del verano de Santiago, bebiendo una cerveza de medio pelo, una cerveza para los golpeados estratos C3 y D, ingresé en las páginas de «La Abandonada», donde, para mi suerte, nunca dejaba de nevar. La novela, fui descubriendo, gira en torno a Susana Ivanovna, una moscovita joven, bella, inteligente y de buen gusto artístico, cuyo destino está marcado por ser la hija no reconocida de un aristócrata ruso y de una inmigrante judía centroeuropea, mostrándonos la poco afortunada situación de la mujer en la sociedad rusa de la primera mitad del siglo XIX.» Años de años que no leía una novela rusa decimonónica y hace unos días, tras un paso por un mesón de libros en oferta, me encontré con La Abandonada, de Iván Turguéniev, narración desconocida para mí hasta ahora, disponiéndome a la lectura de sus breves y precisos capítulos apenas crucé la puerta de mi casa. El texto, es necesario precisar, fue editado por Alcalá Grupo Editorial en 2015 (España), tratándose de una “retraducción”, pues consiste en la traducción al español que Dmitry Záitsev hiciera de la versión en inglés de Cedric Fernsby que, imagino y espero, habrá trasladado directamente del ruso. ¿Me desalentó este detalle? No, puesto que me encuentro en una etapa en que no me interesa ser un purista de ninguna cosa. El ripio es necesario. El viento que desordena el prado es necesario. En el calor apocalíptico del verano de Santiago, bebiendo una cerveza de medio pelo, una cerveza para los golpeados estratos C3 y D, ingresé en las páginas de La Abandonada, donde, para mi suerte, nunca dejaba de nevar. La novela, fui descubriendo, gira en torno a Susana Ivanovna, una moscovita joven, bella, inteligente y de buen gusto artístico, cuyo destino está marcado por ser la hija no reconocida de un aristócrata ruso y de una inmigrante judía centroeuropea, mostrándonos la poco afortunada situación de la mujer en la sociedad rusa de la primera mitad del siglo XIX. Contada como una historia de amor que termina en tragedia, al recorrer las páginas de La Abandonada el lector o lectora se enfrentará a algunos efectos de los mecanismos de sometimiento femenino vigentes en la época. La ley zarista, sostén junto a la religión de tales mecanismos, indicaba que la mujer debía obedecer a su esposo como jefe de familia, siendo amante, dócil y cortés. En este contexto, como señala Irati Zuriarrain en un artículo publicado en la revista digital Arteka: “El marido era dueño de todo lo que su mujer podía poseer o heredar, y necesitaba el permiso de este tanto para trabajar como para tener un pasaporte.” Menos derechos aún, por cierto, tenían las solteras como Susana Ivanovna, que dependían completamente de sus padres o tutores legales. La revolución rusa, décadas más tarde, generó cambios profundos en estos aspectos, dando un trato más igualitario a la mujer respecto del hombre, pero esa es otra historia. En lo relativo a La abandonada, estas normas -que funcionaban como barrotes o cepos- determinan el nefasto destino de la protagonista de la novela, cuya existencia depende exclusivamente de la voluntad masculina, descrita como poco ética, por decir lo menos, por el también autor de Padres e hijos. Una de las pocas salidas esperanzadoras para Susana Ivanovna, y para las féminas no casadas de la época, consistía en la llegada del amor romántico y su consumación mediante el matrimonio, asunto que no las liberaría, por cierto, de las cadenas patriarcales, pero al menos (supuestamente) haría estas más livianas, más llevaderas. Esa era la ilusión. En el caso de la protagonista de la novela, esta ilusión -que nace leyendo novelas de Walter Scott a su amado enfermo- se quiebra y la joven queda, según la cita de Shakespeare que hace el novelista ruso, cual blanca paloma perdida en medio de una bandada de cuervos negros: su padre biológico, que la utiliza y la abandona; su padre adoptivo, que la maltrata y la explota como recurso económico; su tío paterno, que pretende convertirla en su querida; su hermano, que es un vago en busca de dinero fácil; su nuevo e indolente pretendiente, un tipo irresoluto y desapasionado, incapaz de jugársela por su relación. En estas condiciones, la joven da testimonio de su vida -que hoy llamaríamos subalterna- y luego, ante la muerte del amor romántico, busca una salida diferente, una que la libere de su condición de mujer, sensible e inteligente, en medio de un mundo masculino cabrón y burdo. Terminé de leer los veintiocho capítulos de la novela al anochecer. La sensación que me quedó fue de pesadumbre, pues La abandonada, texto bien narrado, con observaciones agudas y sin ornamentos barrocos, es solo una muestra del sometimiento que las mujeres históricamente han sufrido y siguen sufriendo en nuestro planeta, puesto que a pesar del avance logrado por las féminas en algunos países, subsisten enormes zonas geográficas y culturales donde se ha avanzado poco y nada en sus derechos y la mujer sigue completamente a la sombra del patriarcado y la religión, fenómeno que Iván Turguéniev, el más europeísta de los narradores rusos decimonónicos, supo detectar y documentar cuando muy pocos se interesaba por el tema.      

Signos vitales | La esperanza no ha muerto

«Años más tarde, transitando ya en la adultez, mi perspectiva cambió y lo que me tocó ver, mayoritariamente, fue gente desesperanzada haciendo filas en bancos o locales -estilo Sencillito- para pagar o repactar la cuenta eléctrica, la del agua, la del teléfono, la del gas, la del crédito de consumo, la del crédito hipotecario, la de la tarjeta de crédito, la de la casa comercial tipo Falabella, Paris o Hites, la del supermercado, la del instituto, preu o universidad, la de la operación de vesícula, riñón o cadera. Internet, por suerte, nos evitó esa pérdida de tiempo, aunque también nos quitó esa especie de socialización de la desesperanza, esa constatación de ser un perdedor más entre muchos que uno experimentaba en las filas de cobranza. De la derrota colectiva se pasó a la derrota individual, del rostro del otro se pasó al reflejo del rostro propio en la pantalla.» Todos los atardeceres, al volver del trabajo, paso frente a una gasolinera ubicada en la Panamericana Norte. He hecho esto durante un par de años, pero, distraído como dicen que soy, no me había dado cuenta de que cada día se forma una larga fila de vehículos esperando pasar por la ventanilla del AutoMac que opera en el lugar. Pensaba que se encontraban allí por bencina, no por el local de Mc Donalds, puesto que había llegado al convencimiento, no sé cuándo, no sé bien por qué, pero hace mucho, de que la famosa cadena gringa ya no atraía demasiado a los chilenos, que había pasado la novedad, que todo el mundo tenía claro que se trataba, por lo bajo, de una estafa alimentaria. Hace poco, sin embargo, me di cuenta de mi error. Detenido frente a la gasolinera a raíz de un taco vi que la larga fila de vehículos no culminaba en los surtidores de combustible, sino en el local de comida rápida, justo a una hora propicia para la once o cena.    Adentro de cada auto -descubrí- había seres humanos, había mc padres, había mc madres, había mc abuelos, había mc pololos y mc pololas, había mc hijos y mc hijas, esperando ansiosos la mc mercancía: hamburguesas, papas fritas, gaseosas de fantasía, productos principales de esta mc empresa nacida, como cierta mafia, como cierto neoliberalismo, en la norteamericana ciudad de Chicago. Me pregunté esa vez, y me sigo preguntando cada vez que paso por el sitio, qué hace que estas mc personas consuman -a mc precios nada bajos- mc alimentos que, como todos sabemos hace mc décadas, es vox populi, nutren poco y tienden a dañar la salud, agregándose hoy en día un estudio que asocia el consumo de comida chatarra a un incremento en el deterioro cognitivo. Es decir, pagas para volverte fofo, insalubre y poco listo. ¿Por qué entonces esta marca sigue floreciendo? No tengo idea, pero la respuesta debe ser parecida a las razones que la gente tiene para escuchar a Bad Bunny, viajar al Caribe a emborracharse a diario en un resort o votar por la Dra. Cordero. Cuando estoy de mala los pongo en mi categoría de imbéciles 24×7, esa sería la razón. Y punto. Cuando estoy más cuerdo atribuyo el fenómeno a asuntos como la derrota de la educación pública o el amplio triunfo del neocolonialismo en nuestro país, que como escribió Parra, es más bien paisaje.    Me sorprende también, cada vez que paso frente a la gasolinera, el hecho de que las mc personas sean capaces de hacer fila, de esperar pacientemente en sus mc autos, incluso con alegría, los mc combos de la franquicia norteamericana sabiendo que, en la sociedad actual, de lo inmediato, del aquí y el ahora, esperar es una experiencia ampliamente desvalorizada. Desde mis tiempos de infancia, cuando iba todos los domingos a misa de doce a la iglesia de Fátima, en Independencia, cerquita del Hipódromo Chile, que no me tocaba ver tanta gente esperanzada haciendo filas o colas, como se les llamaba antaño. Los feligreses -en esa época- ponían su esperanza en el retorno de un ser amado, en mejorarse de alguna enfermedad, en pagar una cuota a tiempo, en evitar el embargo de una casa, en la aparición de un familiar secuestrado por los milicos. Por eso se comulgaba, es decir, se recibía, sin ser aparentemente violado o violada, el cuerpo de Cristo en la propia carne, representada por la hostia, que es otro alimento poco nutritivo. Después venía la ofrenda, el pago, que se depositaba en un canastito que olía a incienso, a misterio. Años más tarde, transitando ya en la adultez, mi perspectiva cambió y lo que me tocó ver, mayoritariamente, fue gente desesperanzada haciendo filas en bancos o locales -estilo Sencillito- para pagar o repactar la cuenta eléctrica, la del agua, la del teléfono, la del gas, la del crédito de consumo, la del crédito hipotecario, la de la tarjeta de crédito, la de la casa comercial tipo Falabella, Paris o Hites, la del supermercado, la del instituto, preu o universidad, la de la operación de vesícula, riñón o cadera. Internet, por suerte, nos evitó esa pérdida de tiempo, aunque también nos quitó esa especie de socialización de la desesperanza, esa constatación de ser un perdedor más entre muchos que uno experimentaba en las filas de cobranza. De la derrota colectiva se pasó a la derrota individual, del rostro del otro se pasó al reflejo del rostro propio en la pantalla.   Hoy por hoy, en este presente eterno en que vivimos, en este barco sin mar en que navegamos, la esperanza, para muchos, sin embargo, parece haber renacido. O nunca murió y yo, terco, no quise darme cuenta. Esta esperanza es el Mc Donalds. Allí, en vez de bancas de oscura madera hay un mobiliario práctico y colorido; en vez de aburridos santos hay un payaso sonriente; en vez de vetustos y seriotes sacerdotes de sotana negra hay alegres jóvenes vestidos con ropa deportiva entregándonos el cuerpo del capitalismo -la hamburguesa- en higiénicos envases que nos permitirán echarnos nosotros mismos

Narrativa chilena actual | Té con leche

«A un lado del sillón hay una mesa lateral, sobre la cual hay un vaso de agua a medio beber, marcado con numerosas huellas digitales; y a un lado de ese vaso hay un corazón de manzana. Restos masticados. Apenas algo comestible, café, oxidado, con dos semillas negras asomándose del centro. Tal vez, algún día, una de esas semillas llegaría a ser algo más. Tal vez no.» Los dos niños están sentados en el suelo desnudo, frente a un sillón deshilachado, sobre el cual un viejo en camiseta y calzoncillos duerme la siesta.   El mayor está concentrado en un juego: construir una estructura con piezas de madera. El menor lo observa con los ojos muy abiertos. De pronto las piezas caen, la torre se desarma y el ruido de las maderitas rebotando hace que el viejo pegue un ronquido y se rasque las costillas. Pero sigue durmiendo. El niño mayor se ríe y se dispone a reconstruir su edificio.   El más pequeño solo mira, sentado en el piso frío, con las piernas cruzadas y los labios húmedos:   —Tengo hambre —dice, en voz muy baja. —Yo también —Es la respuesta, indiferente. Después de un rato, el mayor lo mira con la cabeza un poco ladeada. Lo escruta y le dice—: Ya viene la abueli. Parece que vamos a tomar once cuando llegue.   El pequeño esquiva su mirada y se lleva un dedo a la boca. Pregunta algo en voz baja.   —¿Qué? Habla fuerte po. El Ricardo no se despierta con nada.   Dicho esto, el mayor le pasa un dedo al viejo por el bigote. El viejo ronca y se da media vuelta, pero sigue durmiendo.   —¿Viste?   El menor toma aire y pregunta:   —¿Quién es la abueli?   El otro lo mira como si estuviera loco.   —La abuela Rosa po —contesta—. Nuestra abuela…    El pequeño parpadea con ojos grandes, húmedos, llenos de confusión. Pasea su vista por las paredes descascaradas, se cruza de brazos.   —Tengo hambre —repite, despacio.   El otro niño lo mira extrañado, pero en seguida menea la cabeza y se concentra en su juego. A un lado del sillón hay una mesa lateral, sobre la cual hay un vaso de agua a medio beber, marcado con numerosas huellas digitales; y a un lado de ese vaso hay un corazón de manzana. Restos masticados. Apenas algo comestible, café, oxidado, con dos semillas negras asomándose del centro. Tal vez, algún día, una de esas semillas llegaría a ser algo más. Tal vez no. Aún así, el menor de los niños le propina una mirada curiosa, y se humedece los labios. Luego, para distraerse quizás, voltea la vista hacia sus zapatillas y enciende las luces que traen incorporadas en los talones.   El mayor mira las luces parpadeantes, y luego sus propios pies. Arruga el entrecejo y se voltea para darle la espalda. Sigue jugando así.   ***   Se abre la puerta y entra una mujer de pelo cano, cargando una bolsa de mercadería.   —Saluda a la abueli —dice el mayor de los niños, riendo por lo bajo.   El menor se para e intenta acercarse. La anciana le clava la vista, paralizándolo, y luego se retira para entrar a la cocina y trajinar. El pequeño se queda de pie, sin saber qué hacer. Después de un rato vuelve a sentarse donde estaba, y se mira las zapatillas. Las lucecitas a veces se encienden, pero solo para volver a apagarse.   Se escucha más ajetreo en la cocina: cajones, loza, cubiertos, maldiciones y murmullos. Ante estos ruidos, el niño mayor se ríe y mira al otro de reojo, pero el menor ahora vuelve a observar los restos de manzana que yacen sobre la mesa lateral. El viejo Ricardo sigue durmiendo sobre el sillón.   La abuela sale de la cocina cargando cosas y dice:   —Me hacen salir a comprar leseras. ¡Ya! Vengan a tomar once. Y a ese, despiértenlo.   Deja unos platos sobre la mesa, también unas tazas, y vuelve a la cocina. Silba una tetera y se oye un chasquido y un gruñido. Cajones se abren y cierran.   El mayor de los niños se levanta emocionado y se acerca a la mesa. Desde ahí, grita:   —¡Ricardo! ¡Despierta! ¡La abueli trajo comida!   El viejo del sillón sorbe saliva y levanta la cabeza, gris y despeinada. Mira hacia la mesa con un ojo cerrado y las cejas alzadas:   —¿Ah? ¿En serio? —pregunta, rascándose la guata—. ¿Por qué? —Luego ríe, incrédulo, y menea la cabeza.   El menor se levanta del suelo y se dirige a la mesa. Al verlo, Ricardo endereza la espalda e inspira profundamente. Abre el otro ojo y dice:   —¡Ahh! Deveras. —Se pone de pie, tosiendo y sobajeándose el vientre—. Buena, qué rico… una oncesita… qué mejor. —Se sienta frente a los niños.   La abuela Rosa entra con una tetera y empieza a servir té. Ricardo le agradece, sonriendo.   —¡Mira tú! —exclama, con la vista fija en el mayor de los niños—. ¡Qué bien atendidos estamos hoy!   Rosa se sienta al lado del viejo y le pega en un hombro:   —Cállate —dice—. Ya, cómanse todo. Aprovechen.   El menor mira su taza de té, humeando. Ricardo toma una hallulla de la panera:   —Uhh… fresquito —comenta.   El mayor también toma un pan, ávido, y se lo lleva inmediatamente a la boca.   —Oye, échale algo aunque sea —ordena la mujer.   El viejo está untando margarina:   —Harían falta unos huevitos revueltos —susurra, y le pasa el cuchillo al joven de más edad, para que obedezca a su abuela. —¡Chá! —exclama ella—. Malagradecío. —Lanza un escupo de fogueo. —Na, si era broma, mamita. —Huevos revueltos querí. Búscate pega mejor será. —¿Pa qué? ¿Pa ser como el Julio y aparecer una vez al año? Estaríai toa botá y la con… —Yo no estoy botá —dice la señora, cortante, y luego mira al niño pequeño—.

Testigo ocular | Patricio Olivos Wohkl

Patricio Olivos Wohkl nació en Casablanca, Chile, en 1933, falleciendo en 2014. Su producción poética comprende seis poemarios, los que fueron publicados entre 1953 y 1994. Los textos que se entregan a continuación pertenecen a “Miel y sal de la vida” (1968), llamando la atención en ellos su enfoque sexual, donde el autor, con un lenguaje abierto, descarnado, transforma el erotismo en un ritual liberador. Se trata de un poeta que aún se encuentra por clasificar en la escena poética chilena.       Selección de textos     DIVERTIMENTOS SEXUALES    canta, poema, en el tropel de las aguas la evasión del tema: una alta licencia en el flanco de las vírgenes profética,  una eclosión de óvulos de oro en la leonada noche de los légamos y mi lecho hecho, oh fraude, a la linde  de semejante sueño, allí donde se aviva y crece y comienza a girar la rosa obscena del poema. Saint-John Perse     Hoy amor  en mi ataúd de otro tiempo te he sentido   sin tristeza me masturbé  pensando en ti   soledad de otro tiempo vivido en mi sombra  soledad de otro cuerpo vivida en tu cuerpo   solo desde otra soledad a horcajadas desnudo  sobre carnes abiertas a mi lengua de paloma y rocío   hoy tus piernas pálidas  eran dos lunares en las islas   solo en la semejanza en que busco  mi otro corazón perdido  en la noche de los suburbios   cuando mis pasos cayendo de incendio  en incendio me guían hacia la soledad de mi cuerpo a millones de años-luz  del despojo del espíritu   a saliva traviesa recuperando la sed del espíritu entre el pecho y los espejos que reflejan  mi alma de puta solitaria de juglar habitando los sucios rincones de la noche los orificios tibios y manchados de unas piernas abiertas  a todas las lluvias y a una lágrima de Dios  en mi ombligo   unos labios a contraluz  me recordaron  cómo eras tú hace muchas lunas  alguien que yo no conocía  cuyo cabello largo  como la cola de los caballos ocultó la soledad  de mi tiempo vencido…   y decirte que rodaron lunas como lunas  y una espada de piel tibia  atacaba mi sexo  para sentir que el verano de tus muslos  que la quebrada de tu cuello  y tu pelo húmedo de semen  están muertos que el paroxismo del amor revolotea como matapiojos muertos  como mi vida muerta   y decirte que a este lado de la sangre  mis piernas silenciosas viven olvido como aún esa estrella el país impaciente  como aún esa estrella cómo aún ese espejo en penumbra  y el amor del otro equinoccio detenido en la frente…   es tarde  languidece en mi boca  la palabra atardece en tu ombligo   es tarde la niebla interior me resucitó como sin horizonte sin eco  sin surco donde las estrellas  buscan unas manos  que acaricien su cansancio   es tarde un sonido que resucite los lagos que herían tus piernas  en mi no-ser olvidado en la infancia   sed  sed enorme  de tenderme una vez sobre el sol  sed violenta en mis ojos   sed de sentir y llenar el cielo  como una marcha nupcial  sed mojada hacia abajo por la altura sed en el ejercicio tímido de la lengua ya académica de tanto galopar noviembre en vientres  solicitando a las lluvias  el embrujo de la memoria lo perdido e irrecuperable  como la mano de un mendigo  entre sesenta y nueve lunas que sostienen mi cabeza extraviada en la llaga del pensamiento mi cabeza-semilla y semillas del llanto  por la oscilación irrecuperable de los relojes  como un ojo de mi madre crucificado entre los ojos del perro  y llorar por un aerolito caído en la enagua de mi mano  una mano hacia lo inmóvil…   si ansías conmigo el paraíso  que nace en la diagonal del cielo  hay un Dios solo que amanece en tus tatuajes antiguos  que habla por mi boca en tu boca  y te recorre dejando fuegos-señales para los regresos donde desvisto el deseo   si ansías conmigo  vivirte en otras vidas  y cultivar las maderas  bautizadas por un líquido trémulo que nace de mi piel  con olor a cama abandonada  en mi cuerpo abierto a la lucha y al quejido   si ansías vivirte en otra carne y sentir la soledad  de los cuerpos que se huelen…   ayer junto al piano de un burdel tu enagua gris  y mi alma buscaban su paraíso perdido   alguien gemía sobre tus muslos alguien  que a mi lado moría galopando  y en mi lecho oceánico  nacían máquinas tragadoras de familias insectos  y ministros sin cartera ingenieros  y sagrados sacerdotes  doctores especialistas en infinitos matapiojos   y un horizonte de madres asesinas oscurecía mi cielo…   mi hogar es un saco envejecido   voy solo y viejo  viejo y gastado como un caballo   ayer   me robaron las cejas  y desde el año azul de mil novecientos treinta y cinco viajo por el mundo con los pantalones rotos  y el espíritu parchado   esto soy en mi carne:  tomad el espíritu de un lobo  y la osamenta de un gamo   amor mío  clausura las ventanas afuera  hay ruido de tambores…   yo más lejos que nadie existía en la noche  del suavium genital volviendo de una cruz  en mis ojeras hacia un destierro entonces desconocido de mi dicha de vagina  en vagina  en vagina y pubis oloroso a noche  de reinos de otro mundo donde la penetración no exilia y el amor no cansa  ni la carne envejece…       LA ODA PORNOGRÁFICA   amancebado  hace trescientos años algún Olivos  en un burdel de España   tarde tarde de semen y toros  de pronto de lo hondo de lo oscuro un rayo de sol cae cae sobre la cama sucia   cae como un escupitajo  como un vómito  una palabra pura   cae porque cae la vida  así  nació mi poesía…   lenguas largas calientes  temblorosas llagas

Signos vitales | Desmalezando

«Desmalecé hasta el mediodía. En algún momento la loica se desprendió del polín y voló junto a una compañera (de pecho rosado) que no había visto, perdiéndose bajo el cielo inmensamente azul. Volví después a casa y me dispuse a escribir este texto, que delineé mientras arrancaba de la tierra yuyos, malvas, teatinas y otras especies -ya secas- cuyo nombre ignoro.» ¿Qué canta el canto? Nada. El canto canta, el canto canta,  no como el pájaro, sino como el canto del pájaro.  Pablo de Rokha   Hoy, mientras realizaba la agotadora tarea de desmalezar, vi una loica parada en la punta de uno de los polines del cerco. Frecuentemente estas aves, propias de Chile y Argentina, aparecen por Lo Fontecilla, pequeño caserío -limítrofe con el humedal de Batuco- donde vivo hace más de dos décadas. Su pecho colorado, específicamente el de los machos -pues se trata de una especie dimorfa- las hace especiales, diferentes, llamativas, siendo la causa de su inclusión en un sinfín de leyendas, tanto de los pueblos originarios como de los posteriores ocupantes de este sector del planeta. Según Alonso de Ovalle, los indígenas que habitaban lo que hoy por hoy es Chile atribuían al canto de esta ave la capacidad de pronosticar la muerte, las enfermedades y otras desgracias, fenómenos que afectarían a quien la escuchase o a sus parientes. Sería, por tanto, un ave de mal agüero. Para el actual poeta mapuche Lorenzo Aillapán, en cambio, la loica sería una anunciadora, pero de visitas y al mismo tiempo una ayudante de el o la machi, es decir, un ser positivo, casi new age. Pese a este rol de “anunciantes”, estos pájaros “pechicolorados” -así los llamaban los españoles- históricamente han estado asociados más bien a leyendas vinculadas a la sangre. En estas narrativas, el rojo líquido que corre por nuestras venas y arterias, que ha sido derramado de abundante forma en nuestro país pasillo (como lo llama Bolaño), es metaforizado, romantizado, endulzado, envasado, permitiendo que podamos digerirlo, procesarlo, incorporarlo, incluso nutrirnos vampirescamente de él, para luego seguir adelante, como se dice eufemísticamente. En “Historia de por qué la Loica tiene el pecho colorado”, texto publicado durante los sesenta en “Las historias de mama Tolita”, Marta Brunet recopila una de estas leyendas, específicamente aquella que señala que pese a temer al hombre y “su malignidad que se distrae matando”, la loica, que asume el rol de una piadosa TEN emplumada, cuida a un cazador que la quiso matar y tuvo problemas con su escopeta, le salió el tiro por la culata y se pegó -inepto- un tiro en su propio pecho, quedando agónico en un descampado. El contacto del ave -de mentalidad cristiana- con la sangre del cazador, por tanto, sería la causa de su plumaje colorado, color que en el texto fue aprobado ever for ever nada menos que por el mismo San Pedro, que “había bajado a la Tierra a tomar un poquito de fresco a la sombra de unos hualles y había visto todo lo pasado” (cosa extraña eso de que el personaje bíblico bajase “a tomar un poquito de fresco”, pues se supone que el calor extremo se da en el infierno, no en el paraíso, que es un sitio bacán como Hawai, Miami o Isla de Pascua, aunque -espero- sin blancos, gente abc1, uniformados ni yanaconas). En los mismos años sesenta, en un poema titulado “Loica”, incluido en su “Arte de Pájaros”, Pablo Neruda le pregunta al ave de pecho rojo: “Por qué me muestras cada día tu corazón ensangrentado?” // “Qué culpa llevas suspendida / qué beso de sangre indeleble, / qué disparo de cazador?” En este último verso, el poeta nacido como Neftalí Reyes y hoy tachado, eliminado del juego, por violar a una sirvienta en Ceilán, dialoga, sin duda, con la leyenda recopilada por la Brunet, aunque en su poema parece no haber problemas de carácter técnico con la escopeta y la loica ha sido baleada, transformándose de alma caritativa en víctima. Un flash forward, sin duda, del gran poeta de Parral, dado que al comienzo de la siguiente década el cazador, vestido de uniforme gris azulino, aviones de guerra y gafas negras, dispararía contra el corazón del pueblo, ensangrentaría su pecho, convirtiendo a Chile entero en una especie de loica. La imagen de la víctima vuelve a aparecer en los tiempos actuales, específicamente en el poema-denuncia “La loika” de Graciela Huinao, donde la poeta huilliche se pregunta: “¿Por qué canta la loika? / Si le han cortado el árbol / donde solía cantar (…) // ¿Por qué canta la loika? / Si le han robado la tierra / donde iba a anidar (…) // ¿Por qué canta la loika / Si no le dejan migajas / para comer” (…) //- Canto por mi árbol, migajas, tierras, / por lo que fue mío ayer. / -Canto por la pena de perderlo…” En este texto, la loica o loika funciona como una analogía respecto del pueblo mapuche y su tragedia, que a estas alturas parece inmanente, incluyendo además una dimensión no considerada por la Brunet o por Neruda: lo ecológico.  Desmalecé hasta el mediodía. En algún momento la loica se desprendió del polín y voló junto a una compañera (de pecho rosado) que no había visto, perdiéndose bajo el cielo inmensamente azul. Volví después a casa y me dispuse a escribir este texto, que delineé mientras arrancaba de la tierra yuyos, malvas, teatinas y otras especies -ya secas- cuyo nombre ignoro. Para informarme busqué algunos datos en Internet. En ese navegar, junto con su poema “La loika”, me crucé con una entrevista que la Huinao dio a Álvaro Miranda, texto que aparece en la página del “Festival de Poesía de Medellín” y que aparentemente corresponde al año 2009. La poeta huilliche, primera integrante indígena, además, de la Academia Chilena de la Lengua, señala allí que la loica “es un pájaro originario del sur de Chile que está a punto de extinción.”  Preocupado por el destino del ave, pensé que pronto no la

Fichero | Los Pichiciegos

«En Latinoamérica, específicamente a inicios de la década de los 80, tuvimos nuestra propia dosis de guerra. Se trató del conflicto de las Malvinas, enfrentamiento creado por la dictadura militar argentina -encabezada por Leopoldo Fortunato Galtieri- para recuperar las islas que los ingleses denominan Falklands y que ocupan desde 1833. Fue también una forma de validarse ante los habitantes del país de Borges y Arlt y mantenerse en el poder por parte de la Junta de Gobierno. Una forma delirante, poco realista, que terminó con una rápida derrota trasandina y cerca de mil soldados muertos, siendo la mayoría argentinos.» La guerra -todos lo sabemos, no es novedad- ha sido una constante en la historia del autodenominado “homo sapiens”. Ni la religión, ni la política, ni la ciencia, ni ninguna otra actividad han logrado (no sé si lo han querido verdaderamente) erradicar este proceso de matanza mutua que, de cuando en cuando, y siempre más temprano que tarde, estalla en algún lugar del mundo, confirmándonos, una vez más, que la pretensión de racionalidad del ser humano aplica solo a la técnica, a la metodología. Hoy es el turno de Ucrania, allí se practica por estos días la crueldad y el aniquilamiento. ¿Mañana? No se sabe, pero de que vendrá, vendrá. En Latinoamérica, específicamente a inicios de la década de los 80, tuvimos nuestra propia dosis de guerra. Se trató del conflicto de las Malvinas, enfrentamiento creado por la dictadura militar argentina -encabezada por Leopoldo Fortunato Galtieri- para recuperar las islas que los ingleses denominan Falklands y que ocupan desde 1833. Fue también una forma de validarse ante los habitantes del país de Borges y Arlt y mantenerse en el poder por parte de la Junta de Gobierno. Una forma delirante, poco realista, que terminó con una rápida derrota trasandina y cerca de mil soldados muertos, siendo la mayoría argentinos. Un acercamiento a este conflicto es el que propone el narrador argentino Rodolfo Fogwill (fallecido en 2010) en su primera novela “Los Pichiciegos” (1983), aunque desde una arista diferente a las novelas bélicas tradicionales, pues en vez de enfocarse en las hazañas o en las derrotas de alguno de los bandos en disputa, fija su atención en un grupo de desertores del ejército argentino que, en vez de dedicarse a combatir a los ingleses y poner con ello su vida en riesgo, se dedican a la siempre compleja tarea de sobrevivir. Construyen para ello un refugio subterráneo al que llaman la “Pichicera”. Allí, estos hombres que se identifican con los “pichis”, que son una especie de bichos que viven bajo tierra, establecen normas de convivencia mientras trafican cigarrillos, pilas, abarrotes, llegando incluso a negociar con los británicos. Su situación de desertores, por cierto, no los libera de la guerra, no están totalmente encapsulados, puesto que de todas formas son protagonistas del conflicto bélico, presenciando y experimentando las atrocidades muchas veces inimaginables que se dan en este contexto. Por ejemplo, el hecho de que los ingleses ataran a los soldados argentinos capturados a barcazas que ponían a navegar rumbo al Polo Sur, con el objetivo de que estos muriesen congelados.    Más allá de los hechos puntuales, la pregunta que subyace a la trama de “Los Pichiciegos” es si vale o no la pena morir por la patria, más aún si esta se encuentra en manos de un grupo de generales golpistas, megalómanos e inescrupulosos. Para el grupo de desertores, la mayoría de origen humilde, “negros”, como los llama el narrador, ciertamente, la respuesta es negativa. Asumen así el riesgo totalmente cierto de ser fusilados por traición a la patria, decisión que conlleva también un heroísmo -no todo es caer de forma gloriosa luchando contra el enemigo- pues saben que los uniformados argentinos no tuvieron problemas para asesinar a miles de sus propios compatriotas durante la llamada “guerra sucia” y que tampoco los tendrán para disparar contra quienes abandonen el teatro de operaciones, como en jerga militar se denomina -eufemísticamente- al lugar donde ocurren las acciones bélicas. Escrita con un lenguaje directo y coloquial, donde asoman observaciones y diálogos agudos e inteligentes, “Los Pichiciegos” es ya un clásico de la literatura argentina, categoría que ha alcanzado no solo por sus características formales o por estar conectada a un hecho histórico relevante para la nación trasandina, sino por mostrarnos la opción de un grupo de uniformados que cuestionando dicotomías como “valiente-cobarde”, “patriota-traidor”, “argentino-inglés”, como indica Martín Kohan, decide sobrevivir al conflicto, dar la propia batalla, en vez de ser un grupo de boludos dispuestos a dar la vida por la elite de un país que históricamente los ha marginado.