Trasandino | Me hubiese gustado ser escritor de Boedo
«Cuando fui a hacer la fila a la fiambrería para comprar queso cremoso y aceitunas verdes me quedé mirando a un viejo gordo, canoso con tonsura, con camisa a cuadros, que señalaba con fuerza los diferentes tamaños de los salames y con la otra mano sostenía un palo que le llegaba hasta los hombros. Era Roque. El compañero más viejo que tuve en Letras Modernas. Tenía más de 70 años cuando se puso a estudiar. Entraba al aula con el bolso cruzado en la gran panza y con ese palo de apoyo que lo hacía parecer un eremita, un homérida recién llegado de la zona jónica.» Fui a eso del mediodía al Mercado Norte. Era 31 de diciembre y habíamos quedado con una amiga para cenar pizzas a la parrilla en su casa. Queríamos recibir el año nuevo escabiando. Pasar del rito tedioso familiar y preocuparnos poco o nada de la comida. Para que ese plan funcionara ella iba a amasar y yo tenía que ir por los ingredientes. Hice varias filas. En un local compré los pimientos rojos y amarillos, en otro, los tomates redondos, las zanahorias, la rúcula; y a las cholas, que tienen los puestos de verduras en la vereda, les compré ajo, cúrcuma, pimienta, las cebollas moradas y un atado de cebollas de verdeo. Había mucha gente, gran parte hablándose a los gritos, un exceso de estrés por la fecha. Además, los 34 grados de calor hacían que la piel ardiera y la humedad en el ambiente secaba la garganta. Sol de mierda, que lo parió, hasta discutí con una señora que se adelantó en la fila, que se turbó cuando vio que se estaban acabando los choclos. Le di mi lugar porque se veía sofocada, aparentemente se iba a desmayar. Por suerte, y para alegrar toda esa desesperación, un cuarteto a las afueras del Mercado se puso a cantar con micrófono y parlante “Fuego y pasión” de Rodrigo. Cuando fui a hacer la fila a la fiambrería para comprar queso cremoso y aceitunas verdes me quedé mirando a un viejo gordo, canoso con tonsura, con camisa a cuadros, que señalaba con fuerza los diferentes tamaños de los salames y con la otra mano sostenía un palo que le llegaba hasta los hombros. Era Roque. El compañero más viejo que tuve en Letras Modernas. Tenía más de 70 años cuando se puso a estudiar. Entraba al aula con el bolso cruzado en la gran panza y con ese palo de apoyo que lo hacía parecer un eremita, un homérida recién llegado de la zona jónica. De espaldas, era el mismo Roque de antes de la pandemia; de frente, se veía más viejo, con menos pelo en las sienes, con gesto nostálgico y ojeras oscuras, con barba blanca desprolija, pero con el mismo bigote nietzscheano que lo caracterizaba. Dijimos de ir tomar una cerveza a la esquina, a Abu-Bar. El lugar estaba lleno. El bullicio de los cubiertos rozando los platos, las risas, los murmullos de la gente, el ventilador gigante que sonaba como turbina de avión, competían con el volumen de la televisión que colgaba del techo. Los panelistas debatían sobre la salida de una participante de Gran Hermano. Una mesera morena, de pelo rubio atado sobre su cabeza, nos hizo un ademán, pasó un paño húmedo por la mesa negra, y nos hizo sentar. ¡Hola corazones! ¿Qué sería? Pedimos una quilmes y, como ninguno había almorzado, también pedimos el menú del día: costeleta de cerdo con puré. Roque me contaba que iba a pasar el año nuevo solo. Que no le quedaba familia y que todos los amigos se le estaban muriendo. Lo invité a comer pizza a la noche, pero me dijo que no, que no estaba para esos trotes, que lo más seguro era que antes de las 12 iba a estar dormido. Cli, cli, cli, una mujer mayor con barbijo celeste había golpeado la ventana para ofrecerme paños de cocina y pañuelos desechables, con un gesto le dije que no; atrás de ella, un tipo sostenía en su cuerpo un tergopol rectangular con diferentes lentes de sol, amarrados y en fila, desde los clásicos oscuros hasta los muy coloridos. Entre los dedos de una mano tenía varios modelos de lentes y, en la otra, un espejo circular en donde un cliente se miraba. Compró uno con marco rojo que le hacían juego con las zapatillas rojas puma; más atrás, los cartoneros amarraban pilas muy altas de cartón en sus carros. Roque sirvió la cerveza. Últimamente he pensado que me hubiese gustado ser un escritor de Boedo, haber ocupado un poco de mi tiempo en darle la voz a lo popular, al obrero. No sé, haber escrito algo parecido a “Malditos”, de Castelnuovo. Darle voz a esa señora que te quiso vender los paños de cocina, por decir algo, nombrarla aunque sea. Te acordás cuándo en clase de Argentina 2 le cité de memoria al profe “prefiero estar equivocado con las masas y no estar solo con la verdad en contra de las masas” y dijo que no se acordaba de quién era la frase. Me acuerdo, también, que estabas escribiendo una novela. Se me complicó, la abandoné unos años, pero la volví a retomar luego que leí un ensayo de Michel Butor. Un libro que me compré en la librería de usados en La Rioja, al inicio de la pandemia, uno en donde dice que estamos perpetuamente rodeado de relatos, que lo cotidiano es contar y oír cosas, en ese sentido, dice o quizás no, mi memoria me falla a veces, que una novela es una forma particular de contar relatos. Cuando leí eso, o algo parecido a eso, empecé a venir a Mercado Norte en las mañanas y en las tardes a tomarme un café con medialunas, y escribía, o sea, escuchaba todo lo que transcurría a mi alrededor. Y empecé a pensar que al final da lo mismo la vida del personaje, lo importante es su discurso, la idea,









