Literatura

Testigo ocular | Ximena Rivera Órdenes

Poeta chilena nacida en Viña del Mar en 1959. Producto de una infección hospitalaria fallece en 2013 en el hospital Carlos Van Buren. Su breve obra, sin acentos externos, solitaria, dialoga con el deseo profundo y frágil, construyendo discursos en los que muestra su extrañeza ante sí misma y ante el mundo. Su primera publicación fue “Delirios o el gesto de responder” (2001). En 2016, Ediciones del Cardo editó su obra completa.       Selección de Poemas   *   YO RECUERDO UN ESTADO de la noche, una especie de olvido sumamente físico, un olvido cósmico, por decir algo, que para ustedes se manifiesta en sueños. Es una navegación que me lleva de mi nombre hacia la noche, noche abajo; un viaje nocturno, una ruta por un brazo de la noche, que soy yo misma. Me digo Ximena para reconocerme, me nombro, y lo olvido. Ya sé: es la locura que viene, y en el río de aquella noche lloro con un llanto que corta la piel y reseca la lengua. Cuando salgo de puerto, de inmediato reconozco el hecho insólito de una nueva lengua: me creo en otro país, por lo tanto, estoy en otro país; ningún nombre está sujeto a sus cosas, los nombres están salidos, idos de sus cosas. Todo es intercambiable, pero en un principio entendible y aceptable. Por ejemplo: la calle es un río, la pared un árbol, mi bebé un ícono.                       LA MÁS POBRE DEMOSTRACIÓN DE AMOR   I   No basta el recuerdo de los cinco días que le precedieron no basta mi presencia ni la medianoche ni la esperanza siempre no basta, sabemos que no basta que los hijos son otra cosa siempre.   Ahora callo entre la niebla y las sombrías aguas. La contemplación de la vida de Valeria se clava en mi corazón como una estaca.   Yo sospecho que me será negada la alegría que seré dividida en muchas voces que el corazón no muere cuando uno cree que debería.   Fui con hojas resecas a visitarla fui con hojas siempre hojas heladas, verde olivo hojas, hojas llenas de códices fui verdad solitaria y sola.   II   Recuerdas, mi niña, la tarde de Santiago. Ese momento, esa desdicha,  esos golpes que escuchamos como un plaf en el cuerpo de la desconocida. Mi recuerdo, Valeria, la convierte en historia en guion, en argumento pues ese cuerpo persiste en mí como la costra de cemento que soporta la tierra que esparcimos y que ahora dibujamos para representar  otras historias.   III   Valeria está dormida sus pensamientos están dormidos. Valeria está dormida sus piernas y sus pies están dormidos. Valeria sueña en la butaca en sus manos un cucurucho de palomitas de maíz restos de mazapanes y dulces eso es lo que creo. Y después es la película de Coppola  lo que ha entrado en mi corazón él ha levantado el corazón de los antepasados él ha levantado el corazón de los que nos precedieron y nosotros hemos buscado el corazón de los antepasados y de los que nos precedieron y él me ha dicho que hay que buscarlos y yo los he buscado y los he encontrado y él me ha dicho que hay que matarlos y yo los he matado y él me ha dicho que tome mis escritos y yo le he dicho que no quiero mis escritos que no me importan mis escritos y él me ha dicho que tome lo que quiera como ejemplo en mis escritos y yo entonces he alargado mi brazo en la butaca y he tomado el obstáculo mayor que es su mirada del mismo modo que el obstáculo mayor que es su mirada del mismo modo que el obstáculo mayor son mis escritos los cuales no me han impedido que yo tome como obstáculo mayor a su mirada pues el mal de mi cabeza no puede impedir que tome el obstáculo mayor como son su mirada y mis escritos. Y si el mal está en mi cabeza, Valeria yo no he retirado el mal yo no lo he puesto fuera, y si el mal está en los orificios de mis narices yo no he retirado el mal yo no lo he puesto fuera, y si el mal está en los orificios de mis ojos yo no he retirado el mal yo no lo he puesto fuera, y si el mal está en los orificios de mis oídos yo no he retirado el mal yo no lo he puesto fuera. Yo no he separado el bien del mal yo no te he separado de mí, Valeria no me he separado de tu cabeza de tu nariz de tus ojos de tus oídos nada más mi mano fue alargada en la butaca nada más que la película de Coppola no tiene fin.   IV   Valeria llega a la rotonda con la manía del zoológico en la cabeza y la promesa que va y viene de zapatones y dulces dentro de su alma. ¡Ay! Nanita las formas del cariño son grandes ¿me recuerdas?   Te seguiría, Valeria, por todas partes desde Barrancas hasta Pudahuel y te llevaría al centro donde hay hermosas tiendas con banderas y pancartas para que te distraigas para que se te pase.   Yo sueño volver a la tranquilidad sin arcángeles furiosos y sin el tiempo que hace daño, ya se me pasará, Nanita y seré entonces la misma de siempre la de todos los días.   Dice, el especialista, que mis sueños de dormida al igual que mis sueños de despierta no son míos verdaderamente son algo agregado a mí son tránsitos, dice quizás pleitos que uno tiene con el pasado y el monótono espectáculo de bardos melodiosos que hechizan a la multitud atenta.   Entonces, sin entusiasmo le pido que ponga música de radio y le hablo de la familia y le hablo de la infancia y comienzo a repetir mi nombre primero

Panóptico | El litoral de los poetas

«Este balneario cuyas playas de arenas negras, semejantes a muchas de Europa, sirvió de inspiración a las familias ricas de la época para crear su propia Costa Azul, con palacetes, mansiones y casas señoriales, construidos con materiales importados, traídos desde el otro lado del Atlántico, para una aristocracia cuyos descendientes hace ya rato los abandonaron por otras posesiones mucho más exclusivas y menos accesibles. Hoy, en ruinas, sirven de albergue a veraneantes de escuálidos fondos, gente popular que veranea con poco.» “Todo es poesía / menos la poesía” (N. Parra)   A una hora y media de Santiago, en auto o en bus, directo por la Autopista del Sol o por la Ruta 68 (desviándose hacia la costa en Casablanca) llegamos al Litoral Central o, como fue bautizado por algún siútico, publicista y/o experto en marketing: “El Litoral de los poetas”. Hace muchos años, cuando aún no tenía este nombre tan rimbombante, se podía llegar en un tren de carros de madera que partiendo de la Estación Central pasaba por largas y silvestres estaciones con nombres como: Padre Hurtado, Talagante, El Monte, Melipilla, Leyda, para luego cruzando algunos túneles llegar a la estación del puerto de San Antonio, que quedaba justo donde hoy está la entrada a un mall-casino con forma de barco “pseudocubista”. Así luego de varias horas, vendedores con canastos en los pasillos y con la cabeza asomada por la ventana, se arribaba a la estación Cartagena, sitio del que hoy, tras el incendio que la afectó en 1999, queda solo una reproducción de utilería, recuerdos, vestigios de carros estacionados o alguna que otra foto en sepia. “El litoral de los poetas”, esta audaz sinécdoque fue usada, suponemos, debido a que tres poetas chilenos (quizá los más “importantes”) en distintos momentos de sus vidas buscaron refugio y soledad en sus costas, huyendo como diría Fray Luis “del mundanal ruido” para poder escribir sus versos. Claro que hoy esto es una utopía, especialmente durante los meses de verano, donde estas playas sufren la invasión de un depredador natural: los veraneantes, a quienes muy poco les importa la obra de estos artistas, pues buscando “desconectarse” de sus productivas vidas y equipados con aparatos, cada vez más sofisticados, reproducen con una potencia inusitada, la música de moda para ellos y todos sus vecinos. Además, dejan cicatrices en la arena, infinidad de envases de todo tipo, basura de distintos colores que otros veraneantes aumentarán con colillas de cigarros, pañales desechables, botellas, latas, suciedad humana que perdurará años, décadas. Hace unos días leí la noticia que, en una playa de la comuna de El Quisco, encontraron un envase de un helado de la década del ‘70 del siglo pasado, casi intacto. ¡Cincuenta años enterrado! En fin, dirán algunos, es el precio del descanso. Durante la primera mitad del siglo XX en Cartagena, sobre un cerro, vivió el poeta Vicente Huidobro, padre del Creacionismo, quien afirmaba que era el primer y único poeta que había existido, pues los demás solo copiaban la realidad y solo él era un creador auténtico. Su familia fue dueña de gran parte de esta ciudad en la que pasó sus últimos años. Este balneario cuyas playas de arenas negras, semejantes a muchas de Europa, sirvió de inspiración a las familias ricas de la época para crear su propia Costa Azul, con palacetes, mansiones y casas señoriales, construidos con materiales importados, traídos desde el otro lado del Atlántico, para una aristocracia cuyos descendientes hace ya rato los abandonaron por otras posesiones mucho más exclusivas y menos accesibles. Hoy, en ruinas, sirven de albergue a veraneantes de escuálidos fondos, gente popular que veranea con poco. Así se fue transformando desde un balneario de lujo para la aristocracia, hasta uno muy proletario, muy lejos del sueño y de las aspiraciones de las familias de clase alta que lo visitaban hace un siglo. Para llegar a la que casa donde vivió y murió Huidobro, hay que subir cerros de calles sin pavimentar, al costado casas bajas muy precarias nos dan la bienvenida. Después de varias curvas polvorientas, arribamos a un museo bien estrecho y un tanto prescindible, con el que la fundación, que cuida la memoria del poeta, nos quiere informar quien fue este hijo de la aristocracia chilena. Con paredes atiborradas de fotos de su vida, llenas de reproducciones y muy pocos documentos originales pues, según se dice, los herederos del poeta vanguardista los mal vendieron o los regalaron. Lo bueno es que nunca hay gente, ni grandes colas a la entrada.  Algunas cuadras más arriba de la casa-museo, sobre una colina que domina la ciudad, que está cada vez más cerca con sus construcciones modernas, pero espantosas, está su tumba. “Abrid la tumba / al fondo de esta tumba se ve el mar”, dice en la lápida y no faltó el borracho idiota que hizo caso a la instrucción y trató de abrirla, y otros que, como homenaje, llenaron la tumba, del creador de ese lenguaje inaugural y cósmico de Altazor, con grafitis y botellas vacías. Hoy la tumba está abandonada, rejas rotas y jardines, hace años inexistentes, la rodean. Pienso en eso mientras camino por la terraza de Cartagena, entre la playa grande y la chica, fotografiando el deterioro de las casas, algunas verdaderas hazañas arquitectónicas, aún en pie, que  miran al mar o las placas que han puesto los fieles en agradecimiento a “La Virgen del Suspiro”, entonces  recuerdo los versos de Enrique Lihn que creo que habría que releer a la luz de este paisaje: “…una ruina de lo que no fue entre los restos de lo que fue un / balneario de lujo / hacia 1915, con mansiones de placer señorial convertidas en / conventillos veraniegos…”. Hacia el norte, en una localidad con una hermosa playa, Neruda compró una cabaña de piedra para refugiarse con su mujer de entonces, Delia del Carril, después de la Guerra Civil Española, en esa época a este sector se llegaba solo a caballo y, según la tradición, fue el poeta quien la bautizó como Isla Negra.

Narrativa Chilena Actual | Mujer sumergida

«Cuando llegamos a la esquina frente al metro se estacionó cerca de un negocio que tenía afuera una máquina que decía Savory. ¿Sabes interpretar sueños?, me preguntó. No contesté. Ella comenzó a contarme uno, no esperó mi respuesta. La seguían unos hombres con máscaras de lucha libre y la metían en el maletero de un auto. Ella sentía mucho terror. Así dijo, terror, no miedo ni angustia, sino terror.» A través del parabrisas, vi la ciudad abajo. Era como un espejismo. Un agujero de humo y cemento al que volvía todos los días. Las manos sostenían el volante y una de ellas tenía una herida. Le pregunté qué le había pasado, me dijo que se había quemado con el horno haciendo pizzas. Hablamos un poco sobre las cosas que hacía con sus hijos y su familia los fines de semana. No dije mucho porque no hago cosas así. Luego entró en el terreno del trabajo de todo lo que significa para la vida. El tiempo que ocupamos todos en esto, sin mucho que ganar, pero sí, nos manteníamos. -Estoy pensando en irme -dijo de pronto. Me volví en el asiento y miré su cara que estaba mirando hacia la calle grande. No había mucho tráfico. No entendí a qué se refería. Pensé que me consideraba un amigo y quería decirme algo que podría ser importante para ella o quizás solo necesitaba hablar. El automatismo del viaje.  -A veces me cansa la enseñanza. No nos valoran. -Pero… -No puedo llegar e irme. No hay cómo, siempre hay cuentas, la vida es cara. -De hecho no sé cómo se vive…nunca alcanza para mucho. Pero todos sabemos que hay situaciones peores. -Es cierto, por eso, dejar esto… por malo que pueda parecer, es siempre la posibilidad de quedarse sin nada.  -Estamos atrapados. -Eso parece. Ella movió las manos rodeando el volante como acariciándolo. La herida era un relieve rojizo sobre uno de sus dedos. Imaginé el horno hirviendo y el borde de la bandeja. Santiago se veía cargado de edificios y con pocas vías. Esperaba sumergirme en ese humo de todos los días. Las calles arriba estaban arrasadas de vacío. Y el hoyo que es Santiago, parecía una emanación tóxica y alucinada. -Una piensa que puede dejarlo todo, pero yo no puedo, tengo hijos y un marido. Siempre pensé que lo tenía todo, se veía normal. Estaba atenta al camino y daba leves giros siguiendo las curvas. -Hay cosas que se pueden terminar. Pero lo demás es una cadena… nunca te cases. Dijo eso y me miró un momento.  No pensaba hacerlo… pensé mientras miraba sus ojos muy abiertos hacia mí, dejándome entender que a la vez que me miraba presentía el camino conocido.   El sol de la tarde se abría en el horizonte en un pliegue que parecía como una piel abierta y recogida, enrollada hacia dentro. El fondo rojo.  -Cuando estoy con él no sé qué decirle… no sabe lo que me molesta o lo sabe bien y no le importa. Sus manos se enroscaron sobre el volante y la ciudad nos iba tragando en la medida que entrábamos en el plano. No podía verla desde arriba, abandonamos la pendiente, estábamos en la ciudad atochada, circulando. No sabía qué responder, pero tampoco ella esperaba que le dijera nada, creo. En un semáforo se detuvo y se acomodó. Era como ser engullidos lentamente por un ruido confuso. Voces, bocinas, pisadas, susurros, a veces gritos. -Quisiera no llegar. -Las cosas se arreglarán. – ¿Cómo surge de pronto esto?  -No podemos ver todo, a veces las cosas llegan y uno no se da cuenta. -Una siempre sabe lo que va a pasar, otra cosa es que una se engaña para seguir. Pensé que era como todos, que nos mentimos para poder levantarnos todos los días y pensar que somos algo más que un puñado de cifras y cuentas por pagar siempre. Sin embargo era algo un poco distinto. Era como si lo presintiera en la piel. -Llega con todos los avisos, pero no puedo sacudirme la educación que me dieron.  Frenó, sentí como si el auto tuviese su propio reflejo, un tiempo fantasma que se conectaba con sus piernas. Y vi el tráfico, un par de vehículos indefinidos contra la tarde, el susurro de los neumáticos en las calles.  -Es como estar atrapada en una. Pero él también… No dijo nada más y siguió conduciendo como si hubiese entrado en la inercia del viaje y las palabras estuvieran gastadas y enmudecidas. También me callé y miré el camino. Todo se repetía y nuestros cuerpos se acostumbraban. El mismo camino de siempre, dijo ella.   Cuando llegamos a la esquina frente al metro se estacionó cerca de un negocio que tenía afuera una máquina que decía Savory. ¿Sabes interpretar sueños?, me preguntó. No contesté. Ella comenzó a contarme uno, no esperó mi respuesta. La seguían unos hombres con máscaras de lucha libre y la metían en el maletero de un auto. Ella sentía mucho terror. Así dijo, terror, no miedo ni angustia, sino terror. Lo remarcó cómo se demarca la desesperación, como una atmósfera que lo invade todo, incluso nuestros movimientos. Cuando la sacaron del maletero, no sabía cómo, lograba soltarse y correr hacia una playa, se metía al mar y seguía caminando, corriendo, pero las piernas no le obedecían. Lograba quedar completamente sumergida. Gritaba. Con toda la fuerza que tenía. Una fuerza ralentizada, demorada, como en los sueños. Un grito ronco, pesado. Gritaba hasta que se le rompía el pecho. ¿Sabes qué significa?, me preguntó al final, como si no importara o solo alucinara con la imagen o algo que había en el sueño. Recordé que estaba apurado, pero luego ya no. Parecía que no hubiese tiempo y su sueño entrara de a poco en el auto, su neblina, una corriente leve y envolvente dando envites ligeros o sus restos como los susurros de los neumáticos que pasaban lejos. No quería pensarlo, o no podía creerlo, pero tampoco podía saber con certeza.

Signos Vitales | ¿Para qué están los amigos?

«Al final, alguien propuso que nos juntásemos allí mismo al año siguiente para recordar a Figueroa y todos estuvimos de acuerdo. Se habló de traer copete y carretear, se creó, también, un grupo de Whatsapp para coordinar la junta. Al año siguiente, de a poco, todos tuvieron algo que hacer para el aniversario de la muerte de nuestro compañero de juegos y finalmente ninguno de nosotros fue al cementerio el diecinueve de enero. ¿Para qué están los amigos?, hubiese preguntado el Chico. Para cagar a los amigos, se hubiese respondido al instante, acompañando la frase con una gran carcajada.» Salí atrasado y pasé a comprar un par de botellas de tinto. Fue donde El Toño, almacén y botillería de Batuco Viejo en cuyo exterior es frecuente encontrar a los alcohólicos del sector -campesinos, jardineros, recolectores de latas y cachureos varios, operarios del parque industrial, choferes de colectivos- saciando su sed eterna, infinita, en una especie de puesta en escena de un poema de Jorge Tellier versión dos punto cero. Está ubicado en una casona antigua, de adobe, como de tres metros de altura, tapizada con afiches de gaseosas, snacks y cervezas. Hay, en su frontis, un enorme alerón sostenido por cuartones -dicen que de roble- que le otorgan un aspecto tipo Far West. En los últimos años, además, la construcción ha incorporado rejas, un montón de rejas anti delincuencia que le agregan un toque moderno, híper actual, al vetusto establecimiento comercial, mostrando que la ruralidad no se encuentra ajena al devenir del país, que está plenamente integrada, que en Chile la democracia funciona para todos y todas y todes. Traté de recordar cuántas veces vinimos con Héctor a comprar alcohol, café, pan y cigarrillos donde El Toño. Obviamente no me acordé. Pagué la cuenta, salí del local y me subí a mi Chery IQ del 2006.  Mientras echaba a andar el motor me di cuenta de que tendría que decir unas palabras de despedida en el cementerio. No era una obligación, estaba claro, pero sentía la necesidad de hacerlo, puesto que con Héctor fuimos amigos de la vida misma, de la rueda de la fortuna con sus altos y bajos, con sus florecimientos y sus defunciones, así como compañeros de ruta en gran parte de los lances literarios que, con suerte parecida a la de Prat, abordamos. Tenía que decir algo, aunque la idea, por cierto, no me acomodaba demasiado: nunca me han gustado las ceremonias fúnebres y mucho menos ser el oficiante. Las ceremonias fúnebres, además de inútiles, el muerto o muerta nunca resucita, el muerto o muerta ya aprobó todos los cursos, tienen una impronta moral que se derrama sobre el público. Una especie de peste púrpura. Una idea del bien y el mal, del sentido de la existencia y cosas de ese tipo. Son como medallitas biopolíticas que se enganchan en la solapa de los deudos. Una ceremonia fúnebre, a fin de cuentas, requiere afirmar algunas verdades, algunas rutinas, y yo no me siento tan seguro de nada.  Avancé media cuadra, me detuve en el paso de cebra que hay frente al pasaje que lleva al consultorio local, inaugurado, recordé en ese momento, justamente por Álex Figueroa, hermano de Héctor, durante el gobierno de la justicia en la medida de lo posible. Héctor no era democratacristiano, no tenía un afiche de Aylwin o Frei en su cuarto, pero cuando lanzaba una opinión media amarilla, bromeando lo tratábamos de pertenecer a las cuestionadas filas de la falange. Un tipo cargando una puerta terminó de cruzar el paso de cebra y retomé el viaje. Ahora me encontraba ante Los Huilles, ayer restaurante popular, hoy lenocinio tipo Cali, Colombia. Miré sus puertas aún cerradas y me vino a la mente la imagen del Chico, para un 18 de septiembre, bailando allí la peor cueca que he visto. Me acordé, también, de la ocasión en que tras escuchar por primera vez “Una chilena en París” de Violeta Parra -eso fue en Recoleta- Figueroa, que por esos años jugaba a ser un punky que odiaba la nueva canción chilena, el canto nuevo, así como a los artesas y a los hippies, lloró emocionado mientras era blanco de nuestras burlas. ¿Para qué están los amigos?, se preguntaba en ocasiones de ese tipo. Para cagar a los amigos, se respondía. Y lanzaba una enorme carcajada.  Llegué a la carretera pensando que no diría nada, que daba lo mismo, que todos los muertos reciben, helados en sus cajones, palabras de adiós que no podrán escuchar. Es otra de las tantas cosas absurdas que hacemos. Pip, sonó el TAG en ese momento. Medio, $ 560, informó la marquesina con sus letras anaranjadas. Puteé a Piñera, puteé a Lagos, puteé a los empresarios mexicanos que, dicen, son dueños de la carretera, puteé a Pinochet y a los gremialistas de la Católica que soltaron el demonio del neoliberalismo en Chile. Pensé, luego, que las despedidas a los difuntos, apostróficas y todo, no son tan inútiles, sirven, puesto que nos permiten, como dicen los sicólogos de la tele, cerrar capítulos. Pensé, entonces, un discurso. Diría, me dije, que tras su fallecimiento seguiría dialogando con Figueroa, que seguiríamos teniendo conversaciones no porque yo sea un creyente en la otra vida ni Héctor lo haya sido, sino porque el Chico rayó con lápiz grafito muchos de los libros que alguna vez le presté: chistes, comentarios, definiciones de la RAE, párrafos marcados. Y yo seguiría leyendo, releyendo esos libros. Pasé a un camión que llevaba, encarcelados, a dos caballos. Lo dejé atrás y volví a la idea de los libros rayados. La encontré medio cliché, pero era lo único que tenía. ¿Cerraría con eso un capítulo? Pasé por el segundo y el tercer TAG a toda velocidad, estaba atrasado, la ceremonia comenzaría en quince minutos y como había un tráfico intenso no tuve tiempo para putear a nadie. Escuché, eso sí, los pitidos del pórtico de cobro. Se trataba de un sonido similar al que hacen los molinetes del metro cuando

Colaboración | Dos anécdotas

«Nos deslumbrábamos con su dominio de la pelota, muchas veces nos la quitaba y llegaba solo con ella o a Portugal o a Santa Elena, mientras le gritábamos «Devuelve Titín la pelota, po». Era un personaje para nosotros.» Escritas por los poetas Rodrigo Verdugo y Christian Aedo, las anécdotas acerca de Héctor Figueroa que compartimos en el siguiente artículo -motivadas y recopiladas por Marcelo Sepúlveda Ríos- nos muestran reveladores momentos de la existencia del autor de Groggy. Atisbamos, así, episodios de su primera juventud en el barrio Matta, de su etapa de poeta promisorio que carretea en los cenáculos literarios de los noventa; así como del período en que ejerció, de manera bastante particular, el rol de monitor reemplazante de un taller de poesía. Pero basta de adelantos. Dejemos, mejor, que los poetas hablen. EMM     TITÍN, UN CÍRCULO QUE SE CIERRA Por Rodrigo Verdugo   1998, un sábado no recuerdo de qué mes, llegué junto a mi pareja de entonces a una fiesta donde en su mayoría había poetas vinculados a la revista Casagrande. Allí estaban varios poetas: Kurt Folch, Alejandra Del Rio, Germán Carrasco, Julio Carrasco, Antonio Silva, Héctor Figueroa y otros más, no recuerdo en qué casa fue, lo que sí recuerdo es que no se trataba del departamento del poeta Leonardo Sanhueza, donde se realizaban también algunas fiestas. Es en esta instancia que cruzo algunas muy breves palabras con el poeta Héctor Figueroa, a raíz de un tema que estaban tocando de Los Prisioneros. Algo en el rostro de Héctor me pareció familiar, pero antes de que tuviera tiempo para decirle algo, se fue en busca de más cervezas, y por supuesto la breve conversación llegó a su fin.  1999, encuentro en un libro del poeta German Carrasco un texto sobre él.  1989 -1991, vivimos junto a mi madre Patricia Pizarro Silva, mi hermana, mi recién nacido hermano Ignacio, mi primo y mi abuela Silvia Silva Robles en la esquina de General Gana con Portugal. Allí entablé amistad con Heine y otros amigos más, con los cuales organizábamos las consabidas pichangas barriales, en las que de pronto intervenía un joven mayor que nosotros, siempre con una camisa de cuadrillé roja, que vivía casi al llegar a Santa Elena con General Gana. Nos deslumbrábamos con su dominio de la pelota, muchas veces nos la quitaba y llegaba solo con ella o a Portugal o a Santa Elena, mientras le gritábamos «Devuelve Titín la pelota, po». Era un personaje para nosotros. La mayor parte del tiempo el Titín estaba acompañado de otros amigos como el Chubaka, como Johnny (vecino mío), quien le consiguió un trabajo en Chilectra. A veces vestía una chaqueta de cotelé y llevaba una libreta en las manos, decían que allí anotaba poemas. Por ese entonces yo comenzaba a escribir mis propios textos en un cuaderno, que el inspector del Colegio Reyes Católicos me pidió leer para no devolvérmelo. Y las pichangas seguían y había veces en que el Titín nos quitaba la pelota y debíamos ir a reclamarla a su casa y su madre, que era una noble y abnegada costurera, nos la devolvía pidiendo disculpas o a veces él mismo la devolvía entre risas, apareciendo desde el fondo de la calle con ella.  Titín estuvo al menos en dos fiestas que un primo mío organizó en el departamento donde vivíamos. Una de esas noches, recordando lo de su libreta, quise comentarle que yo escribía también poemas, pero no lo hice finalmente, porque ocurrió un fenómeno paranormal que dio fin a la fiesta. Titín abandonó su casa cerca del año 1991, también nosotros nos cambiamos de domicilio. Atrás quedó esa esquina de Padre Orellana con General Gana, epicentro nuestro. Con el paso del tiempo volvimos con mi hermana, Teresa Verdugo Pizarro, a recorrer esas calles y a recordar nuestra infancia, y siempre aparecía el recuerdo de Titín a tal punto que a Teresa la empecé a nombrar Titín. Un día mi primo me comenta que el Titín había muerto, se trataba de una equivocación, era su hermano gemelo Nelson Figueroa quien había fallecido. 2019, un amigo poeta, Marcelo Sepúlveda, avisa por redes sociales que el poeta Héctor Figueroa ha muerto. No sé por qué caminé ese día desde la esquina de la posta Central, Portugal con Diagonal Paraguay, hasta Portugal con General Gana, yo no sabía quién era ese Héctor, yo solo conocía a Titín, pero caminé porque esa calle Portugal unía su vida con su muerte. Ahora, que sé que ambos nombres corresponden a una misma persona, puedo juntar a Héctor Figueroa y a Titín en una misma historia, alguien que formó parte de mi adolescencia y alguien con quien dialogué después una sola vez. 2018, Jorge Montealegre publica su libro Wurlitzer, cantantes en la memoria de la poesía chilena, allí estamos antologados junto a Héctor Figueroa. Con ello se cierra un círculo entre nosotros que nunca en vida hablamos de poesía.      * MIENTRAS EL VINO CORRÍA Por Christian Aedo   El Chico Figueroa llegó al taller con tres botellas de vino. Venía a reemplazar al poeta laureado, un tipo que había ganado algunos premios y publicado varios libros ya en ese tiempo. Un engrupido decía yo, un winner diría el chico de su amigo, que había ido a negociar un concurso en Argentina.  Cuando llegamos, el Chico estaba poniendo unos vasos plásticos sobre la mesa del taller y destapando las botellas de vino. Nos ofreció y se presentó. Nos preguntó luego qué habíamos visto en el taller. Mucha poesía gringa, dijo. Hoy vamos hablar de Pablo de Rokha, señaló enseguida. Nos contó la trágica historia del poeta, recitó algunos poemas, golpeó la pizarra, alzó la voz con emoción, en el momento preciso, y también nos preguntó qué opinábamos. Nosotros tímidamente íbamos sacando vino y hablando, perdiéndonos en ese entramado de potencia volcánica y delicadeza insubordinada que es De Rokha. En la encarnación que hacía el Chico Figueroa de la poesía.            “Yo tengo la

Colaboración | Recordando al Chico Figueroa

«Se hacía bien la partidura, se vestía con formalidad, con la camisa adentro, tenía por principio no usar chalas. Su conversación era instruida, educada, y llegado el caso galante, buscaba la conciliación, realmente la buscaba, no era afecto a atizar rencillas, simplemente no estaba en él, por el contrario, tendía a apagarlas. Todo esto lo hacía extraño en cualquier entorno relativamente juvenil, para no hablar el de los poetas del Santiago de los ’90.» Conocí al Chico Figueroa en una época de mi vida en que andaba con el corazón roto (qué comienzo). Me encontraba como al final de una novela de formación: había emprendido con motivación, y algo de estúpida confianza, algunos de los grandes proyectos de la vida: el amor, el trabajo, el deseo de asentarse económicamente, y había fracasado en todos. Era muy consciente del fracaso y, como quizás es natural, pensaba que a nadie más le sucedía lo mismo. Veía en mis compañeros de generación historias de éxito. Se asentaban, encontraban trabajos que los motivaban, establecían relaciones de pareja que se veían promisorias, o al menos una de las anteriores. Del Chico Figueroa, unos pocos años mayor, me impresionaba la tranquilidad, diría la alegría con que pasaba de todas esas cosas. No creo que haya sido una actitud completamente plena en todo caso. Era perceptible que había una cierta vibra de malditismo en él, una especie de confraternidad con la derrota, sympathy for the devil. Pero eso era algo subterráneo, incrustado en pliegues inaccesibles, que se dejaban traslucir solo con el tiempo. De apariencia era un personaje encantador, querible, querendón, a quien reamente no le importaban un rábano los sueños de éxito, de figuración, de contactos, que después se tomaron el país y arrasaron con él, como una plaga de langostas. En contrapartida, guardaba en alta estima los valores de la clase media, lo que él consideraba los valores de la clase media, en cualquier caso, ya en desaparición en el Chile de los ’90. Y que inervaban también su poesía:             Ni rubia ni morena, tan sólo digamos rica             harto rica la tonta, moléstele a quien disgústele             tan solo esto digamos             Ya frente a frente, por una dirección preguntóme             Respondí cordialmente, pues soy chico y gano poco mas no soy un roto Se hacía bien la partidura, se vestía con formalidad, con la camisa adentro, tenía por principio no usar chalas. Su conversación era instruida, educada, y llegado el caso galante, buscaba la conciliación, realmente la buscaba, no era afecto a atizar rencillas, simplemente no estaba en él, por el contrario, tendía a apagarlas. Todo esto lo hacía extraño en cualquier entorno relativamente juvenil, para no hablar el de los poetas del Santiago de los ’90.  Por alguna razón, enganchamos. No aprecié lo improbable del hecho en su momento, lo vine a ver después, antes de que muriera eso sí, afortunadamente. Teníamos algo en común. Algo raro, un poco perturbador. Nos tomamos cariño. No pasa tan a menudo en la vida, a decir verdad, al menos a mí. Quizás fueran las diferencias, los colores complementarios. Yo demasiado alto, de colegio particular pagado, más bien mezquino y autorreferente, asediado por el temor al fracaso. Por un tiempo, nos juntábamos a carretear prácticamente todos los fines de semana. Su cultura literaria era amplia y poética, le gustaba blandirla con cierto tono magisterial, pero siempre cortés. En ese entonces sus poemas nos parecían algo tentativo, un poco cómicos, con algo de jugarretas. Quizás demasiado sinceros o sobre expuestos para los altos cánones de la época. “Averiguar bien qué chucha es un poema objetivista”. Con el tiempo, creo que han crecido. Pero ahora, en la distancia, puesto ya bajo tierra en un ataúd rociado de vino antes que descendiera al “nicho helado”, me parece casi trivial, o quizás demasiado deliberado hablar de los poemas. Parecen ser otras cosas las que quedan, otro el misterio, otro lo incomprensible. Cuando tomaba más de la cuenta, se ponía insistente, “demasiado cariñoso” con las mujeres. Las que lo conocían lo entendían, lo tomaban como un gesto de cariño. Las que no, las que estaban de paso, reaccionaban agraviadas, o molestas, había que explicarles. Pero ¿explicarles qué? Era algo intransferible, que ni siquiera él parecía entender bien. Por ese tiempo yo estaba escribiendo mis primeros cuentos. Les otorgaba gran valor, y por lo mismo, no me atrevía a mostrárselos a nadie. Los había impreso, anillado, en la forma de un pequeño libro, y los tenía guardados en un cajón de mi escritorio. Malas copias de Faulkner o de Henry James, que me parecían una prístina forma de tormento espiritual. En uno, un chico atormentado llega a su casa después de romper con su novia, y ve cómo un enano emerge sorpresivamente de una caja de metal que tenía como adorno encima de la mesa, y le empieza a dar instrucciones respecto de cómo traducir a Shakespeare. En una de las juergas en mi casa, el Chico Figueroa me robó el manuscrito, obviamente sin que yo tuviera la menor idea. Al fin de semana siguiente, cuando me toca el citófono, se presenta intempestivamente como “el enano de la caja de metal”. Por un momento -un lapso no despreciable- una sensación un poco surreal se apoderó de mí. ¿Quién podía saber de la existencia de ese personaje de un cuento que no le había mostrado absolutamente a nadie? Me pareció que de alguna forma se hubiera escapado de las páginas para venir a atormentarme. Me tomó unos momentos caer en cuenta que el Chico había cometido el sigiloso latrocinio la semana anterior. Se había leído el libro completo, con gran atención, y lo traía lleno de anotaciones con lápiz mina. Nada demasiado halagüeño ni irreflexivo, casi por el contrario, consejos punzantes, directos, llenos de buena intención. Sobreponiéndome al temor al cliché, creo que el Chico me enseñó muchas cosas en la

Trasandino | De la escritura de un ex boxeador

«El hablante de “Groggy” es el sujeto imaginario de una emoción encarnada, la máscara del citadino angustiado, con deudas, sin futuro, que satiriza su realidad porque siempre se ve superado por los hechos, el oficio de ser escritor en Chile y no tener plata para sustentarlo, un Sísifo en cuclillas que ya no puede levantar el peñasco gigante y solo espera morir…» "En absoluto deseo demostrar, asombrar, divertir, o persuadir, escribo para amortiguar la realidad" H.F.   Llenando un vaso de cerveza escucho un álbum de Coltrane. Vuelvo sobre “Groggy”, un poemario de Héctor Figueroa. Con el correr de la noche levanto la mirada y sospecho: ¿Quién es el sujeto simbólico que está fisurado en estos poemas? ¿Quién es este ser fragmentado y diluido en un archipiélago de emociones? ¿De qué está hecha esta poesía urbana, irónica, poesía etílica con actitud punk que le da con el martillo a la moral catolicona chilena?  Es sabido que la poesía brota de lo incierto, que la fuerza del instinto sodomiza a la razón, y es ahí donde el artista, en su arrebato o delirio de pasión por la vida, de constante rebeldía contra sí mismo, arremete con la vitalidad del arte para herir los filamentos de la moral que lo coarta. En esta lucha sin descanso, en las páginas de “Groggy” vemos al poeta sobre el ring, desconcertado, lanzando golpes a lo loco a ese peso pesado que es la sociedad. Entre cada asalto escribe lo que siente, lo que le pasa. Repite azorado que no quiere salvarse ni salvar a nadie, tampoco responsabilizarse con el mundo, sino alcoholizarse como refugio para poder mascullar su nihilismo profundo, esa angustia que lo tulle y lo agrieta como tumbas a cementerio. Y en donde puede lamerse como perro callejero las llagas infectadas por el tiempo. En el fondo sabe que es su propia actitud punk lo que lo tiene contra las cuerdas. “No hay futuro”, replica, quizás por hastío o quizás por su fatiga ante cualquier profecía, sin embargo escribe, se esmera por aquellos materiales que solidifican su poesía y que hacen el registro de lo que siente, de lo que ve, de lo que oye, esa energía modelada de ritmo, de imágenes, colores, sonidos, silencios que devienen en unidad y le dan forma al poema; sólo para “conseguir estampar alguna bella imagen artificial.” En este sentido la poesía en “Groggy” es pulsión vital, emoción caótica y dispersa que tensiona repentinamente, y que se libera como un golpe ante un ataque, pero que en el fondo no es más que aquel vinculo momentáneo que se hace y se desprende de la vida para volcarse en el poema, entonces cabe pensar que lo que ata al poeta y a la poesía está hecho de puro instinto. Por eso “Groggy” nos presenta el mundo como lo experimenta, una poesía emparentada con el objetivismo que recurre a dar cuenta de la ciudad: un Santiago nocturno de los 80, 90, cableado público, casas abandonadas, deudas, borracheras, amantes, velorios, jazz, gorriones, poetas, televisores, donde circulan: “punkies vegetales, aspirantes a escritores, / mujeres despechadas, absurdos trash; / cesantes, lesbianas y homosexuales, / todos amigos de algo que jamás se concretó.” Con un jab nos enfoca la mirada para entrar en su cotidiano, a lo más cercano, ya que “el objeto natural es siempre el símbolo adecuado” decía Pound. Ausculta en lo entrañable, en lo frágil, en lo que avergüenza: "Puerta cerrada celda día / y aunque hace la cama barre la pieza / escucha música fuma; consignémoslo: / copralálico farfullante hacia dentro, su mente / es un hacinante de suicidios – imaginables de / todo tipo-." Ahonda en temas con un humor ácido, sin temor a la crudeza de algunas situaciones: “´La única manera de apartar a alguien del suicidio es empujarlo a él´. / -en esto se equivocó Cioran, el rumano charlatán, pues / mucho antes de leer su aforismo / aconsejé suicidio a un colega de trabajo. / Lo empujé de manera seria y no en broma, / no sin antes escuchar atentamente todas sus penas / (un montón de deudas, problemas con el trago, mujeres, se sentía solo). A mí ex-compañero / le gatillaron, le sirvieron mis palabras: / a la semana siguiente se colgó de un árbol en El Tabo." Con un swing nos interpela. Nos orilla con sus lecturas, huellas intertextuales para cartografiar su camino de lector: Williams Carlos Williams, Macedonio Fernández, Joyce, Franz Kafka, Enrique Lihn, Oliverio Girondo, Carlos Droguett, Juan Carlos Onetti, Guillaume Apollinaire, Emil Cioran, Edgar Lee Masters, Maximiliano Díaz, Sergio Sarmiento, William Faulkner, Friedrich Nietzsche, Cosntantino Kavafis, Juan Rulfo, Fernando Pessoa, etcétera, etcétera.  No obstante, algo peculiar ocurre cuando nos habla de su pasado. Rememora sobre hechos, retazos de la ciudad que lo habita, vuelve sobre vidrios rotos para respirar: "Era el tiempo primero, / tiempo de nunca acabar, era el amor / entre la fiesta del jazz y el champagne." Observa con melancolía las impresiones de otro tiempo, la imposibilidad de volver a bañarse en ese río. No así en su presente, ya con la experiencia de haber sido golpeado muchas veces. Vocifera imprecaciones rabiosas, hosco hasta con lo más íntimo: “¡Qué terrible ver / otro día tener / mañana y tarde por delante, / sol y color y más ser!” Con una escritura ácida se ríe de su decadencia, de su enfermedad, del amor, del oficio de la escritura, del Chile hipócrita que no ha superado al dictador culiado, del mundillo hediondo de los poetas de facultad, que se arremolinan como moscas en la caca para sacar algún provecho literario del talento de un poeta difunto. Se mofa, se alcoholiza, lee y escribe cuando la realidad lo excede; hurga sobre sí mismo, como carnicero faenando una res, para saber de qué está hecho. Se acalambra cuando la honestidad satura. El poeta con cada poema abrevia su existencia. En fin, el hablante de “Groggy” es el sujeto imaginario de una emoción encarnada, la máscara del citadino angustiado, con deudas, sin futuro,

Testigo Ocular | Héctor Figueroa Muñoz

«¡Ah, si ustedes hubieran conocido a Lucy, mi peluquera loca! / Una verdadera bruja, un hechizo de placer en la cama, / del baño a la cocina, de pie en el pasillo o bajo el parrón del patio, / en cualquier parte humedecíamos el cielo / (¡regálame tu lechecita, chico maricón!). // Fue un largo idilio, una borrachera intensa. / Hasta el día de hoy me arrepiento de haberla echado / con temor a que me pillara mi madre / haciendo de su antigua casa un lenocinio / con mujeres mayores que ella.» H.F.M Héctor Figueroa Muñoz nace en Santiago (1969), específicamente en el barrio Matta, viviendo allí hasta su muerte en 2019. Su poesía, de carácter vitalista y en constante diálogo con la literatura, muestra las andanzas y desandanzas del hablante, en un constante paralelo entre la figura del poeta y del boxeador. Sus textos por lo general son de carácter referencial, situándose en entornos familiares, barriales, laborales, estudiantiles, de amistad, los que observa a través del crudo prisma de la ironía. Contestatario y crítico, su poesía cuestiona no solo su ambiente más cercano, sino que se enfoca en la realidad del Chile de la dictadura y la post dictadura, mostrando la vida de los perdedores del sistema. Publicó, en vida, un solo poemario, aunque bajo dos títulos: “Groggy” (2003) e “Intemperancia” (2007).     “Groggy” Selección de poemas     Aunque la poesía no hace que sucedan cosas, dedico este libro a Nelson Figueroa Muñoz, muerto de sida a los 26; por tu homosexual hombría para enfrentar la catástrofe, porque te marchaste del país hipócrita y catolicón y ya nunca más te volveremos a ver.   CASA NATAL                                                                                                                           Mira nuestra juventud,                                             qué alegría más triste y falsa.                                                                      Jorge González  Tarde o temprano, majareta o no pero en retrovisor, hablarás de lo mismo: de aquella casa grande del musaraña dueño de casa (adolescente tardío con veintitantos), donde fuera de consternación primavera más invierno, entre la basura de los rincones y el demonio o solitario entre la multitud como un ditirambo al presente, iba desplegándose la fiesta, el carrete bello de la estupidez con actores torpes y desquiciados, refractarios a un futuro que los pillaría –solteros o en matrimonio– de la peor manera: con trabajos mala paga y ojos fijos a un horizonte con forma de televisor.   Luego de la diáspora sanguínea (padre calentón, hermanos responsables e independientes), lo que importa aquí es el asunto que lograste echar abajo, derrumbar completamente la antigua casa de tus padres (que alguna vez fuera el típico hogar de la familia chilena que tanto cuesta levantar para los de tu condición al menos). Bajo plenaria decadencia del imperio eternas, anodinas noches exprimiéndose como limón seco, vieja casa, en que ahora sólo ruidos de fábrica. Entre las habitaciones y los pasillos de ventanales rotos vientos disolutos de fantástica inmediatez, una situación de carpe diem como consciente a la tempestad, punto metal cero que sobrevendría.   Y tú como único imbécil anfitrión para ese variopinto zoológico, con todo tipo de aves y animales: punkis vegetales, aspirantes a escritores, mujeres despechadas, absurdos thrash; cesantes, lesbianas y homosexuales, todos amigos de un algo que jamás se concretó.   Humo y jazz, muchachas pálidas y melancólicas entrando y saliendo como rayos de luna en tu cuarto; tristeza y locura, días inválidos, jarana interminable a dos cuadras del Matadero.    INTEMPERANCIA  Se escapan solos y libres en la línea. Técnica, oficio, no importan tampoco la fama ni el anonimato porque a esa hora hay puro sentimiento como victrola vieja con tango nuevo y todo tiene sentido, es precisa la imagen el arranque y el vuelo magníficos, más solitario que de costumbre.   Si me vieras, amigo Lowry, precioso en la fuga.   Así es la soledad, el encanto de escribir perfectamente borracho.   EDIPO                                                       Sí; la vida es mujer.                                                                        Nietzsche   De adolescente que tengo un problema que me encanta: obnubílanme las mujeres mayores, no todas por supuesto, pero sí las hermosas, de rostro o cuerpo o simplemente de conmovedores gestos.   De aquel etario grupo fantástico me gustaron y síguenme calentando, una que otra vecina, las madres de mis amigos, las suegras de mis hermanos (aunque también a veces tengo rarezas, como la de encontrarme masturbando con mujeres más jóvenes o cercanas a mi edad como son la raza de las cuñadas, yo que tengo cuatro, cuatro cuñadas que no me pueden ver pero que por esto mismo me las violo mejor, con rabioso orgasmo de ellas inclusive).   Se sabe, hay mujeres de las que uno se enamora por su pura voz o la forma de callarse, su forma de sentarse o de sus movimientos lentos de pantera nocturna e insatisfecha; ¡hay mujeres de las que uno se enamora por cualquier cosa!   Maduritas mamacitas, de rostro ojos o piernas prodigiosas. Mis imposibles son: Paloma San Basilio, Faye Dunaway, Gloria Ana Chevesich, Jessica Lange, etc. Pero mejor no ficcionar, sigamos en

Fichero | Una vendimia inédita

«El protagonista de “Vendimia”, Éctor Abaroa, es un escritor santiaguino decadente, sobreviviente de cáncer al riñón, aficionado al trago y al cigarrillo, alter ego de Figueroa que oscila de forma permanente entre la cesantía y los trabajos menores -hacer el aseo, lavar la ropa, limpiar la caca de los perros, ir de compras- que realiza en las casas de sus hermanos burgueses, mientras sueña con ser trending topic en las redes sociales.» Durante la segunda década del nuevo siglo, Héctor Figueroa, que además de ser un gran lector de poesía era un fanático de la narrativa, comenzó a escribir una novela. Se sumaría así a la extensa fila de poetas chilenos de las últimas generaciones -como Alejandro Zambra, Guillermo Valenzuela y Yuri Pérez, entre otros- que han incursionado en este género que promete, pregúntenle al argentino Washington Cucurto, muchísimas mejores posibilidades de sobrevivencia económica que la poesía, algo que Figueroa requería con urgencia. Lamentablemente la muerte, que no está ni ahí con las humanas intenciones, lo visitó cuando había concretado solo los dos primeros capítulos de “Vendimia”, título del proyecto de novela en cuestión.  El escrito -aún inédito- llegó a mi correo enviado por el editor de esta revista, quien me solicitó -con amabilidad espartana- que escribiese un artículo al respecto, el que se sumaría al homenaje que -a tres años de su fallecimiento- El Mal Menor haría al poeta Héctor Figueroa, quien fue colaborador de este medio en su primera época, teniendo a su cargo la columna Taberna. Solícito, descargué el archivo, fue un proceso lento, estoy escaso de gigas, y lo abrí, encontrándome al tiro con el título de la inconclusa obra: VENDIMIA (fragmentos y capítulos de anticipo) Acto seguido -para no trabajar de más- lo copié y lo pegué en el presente artículo, conservando su tamaño y su tipografía, mientras me preguntaba si quien lea estas letras estará o no leyendo exactamente lo mismo que Figueroa pulsó sobre su teclado en algún momento a partir del dos de junio de dos mil dieciséis a las diez catorce de la mañana, fecha de creación del documento. No tuve, por cierto, una respuesta adecuada a mi pregunta, solo vanas especulaciones acerca del aura y lo original, así que continué con la inspección del archivo, sumergiéndome en la lectura de una obra que desde sus primeras páginas dialoga y rinde tributo al novelista barcelonés Enrique Vila-Matas: “Le está pasando [con Vila-Matas] lo mismo que le ocurrió cuando era adolescente con el libro ´Muertes y Maravillas´ de Jorge Teillier, lo leía de a poco, a pequeños sorbos, iban pasando las hojas y los poemas, un día uno, otro día otro, magia cotidiana, igual a un avaro que guarda y conserva sus monedas de oro para que no se le acabe de inmediato su riqueza. Pero ahora es diferente, y él lo sabe, ya no hay juventud, el futuro es ahora, la vejez se instaló y se siente ridículo como una colegiala en clases enamorada del profesor de manera secreta”, escribe el narrador refiriéndose al protagonista de “Vendimia”, Éctor Abaroa, un escritor santiaguino decadente, sobreviviente de cáncer al riñón, aficionado al trago y al cigarrillo, alter ego de Figueroa que oscila de forma permanente entre la cesantía y los trabajos menores -hacer el aseo, lavar la ropa, limpiar la caca de los perros, ir de compras- que realiza en las casas de sus hermanos burgueses, mientras sueña con ser trending topic en las redes sociales. Su madre, por otra parte, se encuentra enferma, internada en una institución hospitalaria, víctima de un accidente cerebrovascular, asunto que lo mantiene ocupado visitándola y en un malpaso cotidiano permanente, pues era ella quien se preocupaba por él y ahora no encuentra: “ningún lugar a la hora de once donde tomar una taza de té.” Los lazos entre “Vendimia” y la obra de Vila-Matas (Vil-Matas para Figueroa) no se quedan, no obstante, solo en comentarios de admiración hacia la obra del español, puesto que también se dejan ver en la estructura del proyecto novelístico del autor de “Groggy”, donde las andanzas y reflexiones de Abaroa en el Chile bárbaro y neoliberal de las últimas décadas -el Chile delineado por milicos, udis, erre-enes y grandes empresarios- se hallan entremezcladas con textos que ocupan el amplio espacio de posibilidades que hay entre el pelambre y el artículo de opinión, así como con una infinidad de citas de variados autores, mails enviados a amigos escritores, conversaciones con poetas chilenos y hasta una breve sección de adivinanzas literarias tipo programa de TV. Zygmunt Bauman, George Perec, Jorge Luis Borges, Robert Walser, Djuna Barnes, Isabel Allende, George Oppen, Brian Weiss, Pablo Coehlo, Franz Kafka, John Kennedy Toole, Stephen King, Gilles Lipovetsky, Honoré de Balzac, Baltasar Gracián, Noam Chomsky y diversos escritores chilenos como Pedro Lemebel, Vicente Huidobro o Carla Guelfenbeim, entre muchísimos otros, son las figuras  que surgen en estos textos, haciéndonos recordar una de las citas de Walter Benjamin que Vila-Matas trae a colación en su novela “El Mal de Montano”, donde señala que en nuestros tiempos “la única obra dotada de sentido (…) debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras.”  En este escenario, las opiniones respecto de sus pares de Éctor Abaroa, que también se refiere a sí mismo con el mote de “Mefuialachucha”, son furibundas, son resentidas, son mordaces, son descarnadas, pasando muchas veces los límites de lo “políticamente correcto” respecto de las mujeres y las minorías sexuales, donde se advierten brotes de corte machista de parte del personaje. En términos generales, eso sí, se encuentran centradas en lo literario y seguramente sacarán ronchas, pues Figueroa no tiene problemas para dar los nombres de los autores a los que se refiere, algo poco común en Chile, donde todo se matiza tanto que al final cada cosa es nada. Algo de eso alcanzará a percibir el lector en los fragmentos de “Vendimia” que se incluyen al final del presente artículo.  El título de la inconclusa y autobiográfica obra, para ir terminando, remite a la novela del norteamericano (premio Nobel de Literatura)

Taberna | Tocopilla la lleva (y eso que no hay un puto peso)

«La cuestión es que el loco hace goles y juega lindo, consigue hacer poesía, y por si fuera poco, riega y humedece terrenos salvajes y de carestía como son las calles de Tocopilla, veredas que no tienen nada que ver con Barcelona o esa playita de la Costa Brava donde narraba para callado y hacía las compras en la panadería Roberto Bolaño, el frustrado y resentido escritor mexicano…» Luego de leer las lúcidas respuestas de Daniel Marín, un quinceañero hip-hopero de Lampa entrevistado por esta misma revista en su edición número 5 del mes de mayo de 2006, Antonia me cuenta, drogados con alcohol y de manera atinente, que un sobrino suyo oriundo de Calama, el Fabián, odontólogo actualmente de 25 años, siendo niño conoció en persona a Alexis Sánchez, el futbolista sudamericano del momento. Dice que se codeó con el líder del equipo inglés Arsenal cuando era uno de los tantos niños y jóvenes introvertidos en el Chile de la primera década del 2000.   En sus veraneos en la comuna de Tocopilla, pre-adolescente escapándose del camping familiar, Fabián compartió con la estrella del balompié en varias ocasiones, sí, con Alexis Sánchez, nuestra estrella chilena nacida en Tocopilla. Como se sabe, Tocopilla fue una caleta fundada por un francés, una bahía que en 1871 fue nombrada “puerto menor” por Bolivia y que posteriormente sería casus belli de la Guerra del Pacífico, impuestos más, impuestos menos, cuando “nuestro país” la anexa definitivamente para su territorio, cuidando intereses económicos ingleses. En la misma época y guerra, hay que decirlo todo (ya que Wikipedia no lo hace) mientras la naciente nación de Chile se preocupaba de guerrear contra la Confederación Perú-Boliviana, la República Argentina nos robaba una considerable parte de la Patagonia, saqueo artero a nosotros chilenos, un pueblo pobre económica, monetariamente hablando. Me fui para otro lado. Le pido disculpas al lector. Esta crónica no es histórica. Tan sólo quiero aquí explayarme un poquito escribiendo acerca de un futbolista de relevancia no tan sólo por su fútbol, sino también en su calidad de ciudadano, aunque no vote.   La cuestión es que el joven de Calama describe a Alexis Sánchez como un niño que deambulaba con una pelota rota, hecha pedazos, hilachenta de tanto chutearla, desinflada, casi sin aire, un balón que apoyaba bajo el brazo mientras buscaba y reclutaba jugadores para “pichanguear” entre cunetas que apenas se asomaban a las polvorientas calles de tierra de Tocopilla. En su experiencia, Fabián le cuenta a su tía Antonia que la primera vez se puso triste cuando le preguntó por su papá, ya que Alexis le dijo que no, que no tenía papá, cuestión que lo conmovió profundamente. -¿Y vas al colegio?  -No, no voy al colegio. -¿Qué quieres ser cuando grande?  -Yo quiero ser un futbolista mundial, ¿y tú? -Yo quiero ser dentista. -¡Ah! La respuesta que le dio Alexis se apega a la realidad. Es de conocimiento público, hasta por medios internacionales, que el futbolista chileno admiraba y se quedaba pegado frente a la tele con los dibujos animados -animé japonés- doblados al español como “Los Supercampeones”.  Dominaba el balón y leseaba todo el rato con la pelota, le dice Fabián a su tía. Y que una tarde le preguntó ahí a orillas de la playa desértica de Tocopilla: -¿Quién te enseñó a hacer todas esas cosas con el balón? -Nadie. También le narra que el niño Alexis se quedaba solo a la hora del crepúsculo, lejos de la casa, mirando el océano, mientras todos los demás muchachos ya estaban tomando once (la hora del té, el pan con mantequilla o chancho en Chile) en sus respectivas casas. Prosigue contándole a la Antonia (nuestra Sherezade) que durante otras vacaciones de los años 2000 le pregunta, de manera chilena, al futuro bicampeón sudamericano, lo siguiente: -¿No tenís frío? -Sí, no sé, estoy acostumbrado, le dijo. El frío del desierto de Atacama lo conocen bien, cuando salen pa fuera a fumarse un cigarrito, los astrónomos que se pasan noches eternas mirando el cielo estrellado del universo, cual poetas chinos o escritores de verdad como Robert Walser, pero desde los telescopios internacionales financiados por el imperio y asentados en el norte del país de Lesa Humanidad de América Latina, el país Chile, satélite experimental de E.E.U.U. Perdón, tiendo a irme para otro lado, cual el talentoso narrador-protagonista Marcel Proust. Volviendo al artículo, la cuestión es que me tocó escuchar emocionado esta historia acerca de Alexis Sánchez (como ex futbolista y poeta frustrado que soy), pues lo primero que hice -luego de una vida bajo la crianza  de Pinochet,  los Chicago boys, Don Francisco prometiéndonos una nueva previsión, Bonvallet y el “condorazo” del mejor arquero del mundo que se perdió- a los 46 años, cuando tuve acceso a Internet y a Youtube por veinticuatro horas seguidas, lo primero que hice fue meterme a ver las jugadas del futbolista chileno compactadas por la televisión inglesa, recién llegado al Arsenal  y cuando apenas había convertido cinco goles.  La familia del niño Fabián, en Calama, todavía se emociona cuando ven a su ídolo por la televisión, haciendo goles en Inglaterra o por la selección chilena, o como cuando en Navidad o en otras ocasiones el futbolista chileno entrega regalos a los niños de Tocopilla. Sin reafirmar aquí que Tocopilla ya no es la Comala de antes, un pueblo muerto, triste y gris, con banderas plásticas negras de basura en señal de protesta por el abandono central, sino que ahora existe una atmosfera, según sus mismos habitantes, más bonita, llena de colores (plantas artificiales, verde césped enclavado en los alrededores del desierto más seco del mundo), donde además Alexis dona y paga  mensualmente para que un camión aljibe moje las veredas y riegue las calles polvorientas durante la canícula terrible de este pueblo pobre y aún olvidado del norte de Chile. Alexis Sánchez, con sus platas privadas -cuando lo privado y sus excedentes no son egoístas- le mejora el ánimo incluso a los veraneantes de Antofagasta o Calama que van a