Literatura

Cámara rodante | Plaza Bogotá

“Me fui con la nostalgia de revisitar esas calles y esas casas donde tantas veces nos reunimos con Héctor a conversar y a beber, a intentar entender qué es la literatura, a acompañarnos en momentos oscuros y trágicos, a compartir la desgracia de vivir en un país donde la cultura sirve solo si genera plata, a sabernos sin futuro por el solo hecho de escribir poesía.” Salvo por un breve viaje a Europa junto a su madre, específicamente al País Vasco y a Lisboa, Héctor Figueroa, mi amigo y compañero de variadas aventuras literarias, pasó toda su existencia en nuestro país, más concretamente en el barrio Matta Sur, en el sector marcado por la añosa y hermosa plaza Bogotá, viviendo sucesivamente en las calles General Gana y Sierra Bella. En este sentido, el famoso verso de Enrique Lihn: “Nunca salí del horroroso Chile”, se ajusta bastante bien a su experiencia vital, mejor incluso que a la del propio autor de “La musiquilla de las pobres esferas”, quien cruzó las fronteras nacionales en múltiples ocasiones, siendo una especie de viajero frecuente, a diferencia de Figueroa, quien llevó una vida más bien barrial. Pensando en esto, junto a Emilio Serey decidimos recorrer las calles circundantes a la plaza Bogotá y recoger un testimonio gráfico de los sitios que acogieron a Titín en vida. Adicionalmente, nos contactamos con uno de sus hermanos, Juan Eduardo Figueroa, quien amablemente nos permitió fotografiar tanto el interior de la casa de General Gana como las instantáneas del álbum familiar.  Nuestro primer destino fue la plaza Bogotá, ubicada en Sierra Bella, entre Ñuble y Sargento Aldea. Nos encontramos, primero, con el antiguo teatro América (ex Rogelio Ugarte), que hoy funciona como bodega de una empresa de perfiles de aluminio. Se observa en su frontis, además, una animita en homenaje a un indigente que falleció en 2017 producto de la caída de una marquesina en mal estado. Frente al ex teatro, justo delante de una fuente de agua, había un grupo de pasotas bebiendo cerveza. Nos acercamos a ellos y les pedimos autorización para fotografiarlos. Al explicarles el motivo de las fotos, para nuestra sorpresa nos dijeron haber conocido y carreteado con Héctor en la misma plaza y también en su casa, aclarando de inmediato que no se trataba de carretes ruidosos, sino de tranquilas tertulias. La única mujer del grupo, Mireya, nos contó que el autor de “Groggy” alguna vez le escribió un poema alabando sus ojos. Manejaban, además, bastantes datos acerca de nuestro amigo, como que su hermano Álex fue ministro de salud; o que había estado alguna vez en la tele, en el programa de Warken; o que había leído sus poemas en la casa de Neruda. Nos despedimos del cervecero grupo y caminamos hasta la casa de Sierra Bella -una vivienda antigua, de fachada continua- donde Héctor vivió gran parte de las últimas décadas de su existencia. Queríamos fotografiar la casa en general, pero preferentemente la pieza de techo alto, llena de libros, donde nuestro amigo escribió parte importante de su obra. Pudimos, no obstante, fotografiar solo la mampara, puesto que un pariente que ahora vive allí se hizo el sueco y no nos invitó a pasar. Nos llamó la atención el mural que estos nuevos habitantes -primos, creo- pintaron sobre la fachada de la casa. Consiste, en términos generales, en un texto de Cervantes, según recuerdo, y unas caras redondas sonrientes -tipo Smile– de bastante mal gusto que, imagino, Figueroa hubiese aborrecido. Fotografiamos luego otros lugares del barrio, entre ellos la botillería donde Titín se abastecía y una hermosa tienda de antigüedades ubicada en Madrid con Ñuble, para finalizar visitando la casa de General Gana, donde nos esperaba -con unas cervezas bien heladas- su hermano Juan Eduardo. Al interior de la casa, que el mismo Héctor ayudó a remodelar luego de dejarla medio destruida en la época de los fervientes carretes juveniles, encontramos diversos rastros de su existencia: fotografías suyas y de parientes vivos y fallecidos, un viejo cuaderno tipo croquera con textos inéditos de los noventa, su bicicleta, su ropa y algunos de sus libros, nos más de doscientos de unos dos mil, por lo menos, que debe haber tenido su biblioteca, ahora en manos de los parientes de Sierra Bella. Ojalá que no los vendan por kilo, ojalá que no usen sus hojas – muchas de ellas de primeras ediciones de poesía chilena- para madurar paltas, ojalá que se los devuelvan a Juan Eduardo, quien celosamente ha numerado cada uno de los doscientos ejemplares que conserva, haciendo una lista a mano con sus títulos y autores en un viejo cuaderno contable. Cerca de las ocho de la tarde nos despedimos. Me fui con la nostalgia de revisitar esas calles y esas casas donde tantas veces nos reunimos con Héctor a conversar y a beber, a intentar entender qué es la literatura, a acompañarnos en momentos oscuros y trágicos, a compartir la desgracia de vivir en un país donde la cultura sirve solo si genera plata, a sabernos sin futuro por el solo hecho de escribir poesía. Nunca, eso sí, nos faltó el humor, la ironía, pues perder una y otra vez no significa estar derrotado -nocaut- si aún puedes reírte de ti mismo y de los cabrones que manejan el bulín. “No hay que cederle territorio al dolor”, señalaba con frecuencia Héctor Figueroa en sus últimos tiempos, cuando estaba enfermo y sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida y sí mucho de muerte. Luego alzaba su vaso, botella o copa y se mandaba un buen trago. Sergio Sarmiento  

Retrovisor | «Box Poetry», cinco poemas inéditos de Héctor Figueroa

«Lo que muestra “Box Poetry”, finalmente, son los alegatos o “rounds” de un desencantado y erizado poeta púgil ante una sociedad, como la chilena, donde la cultura y la poesía valen hongo y personas como Figueroa, que solo necesitan “-aparte de tiempo y espacio, / una cerveza, café y cigarrillos- / un lugar para escribir / y comer de vez en cuando” no tienen cabida en los utilitarios y banales planes de “desarrollo” de este país sin espíritu que muchos consideran ejemplar.» “El mundo no es redondo./ La vida es un cuadrilátero.” H.F.M.   Me encuentro ahora ante el mar. Corre un viento fuerte y las nubes se mueven como ganado blanco y vaporoso contra el cielo azul. Abro una silla de playa, abro una cerveza, abro mi computador y mientras recuerdo una mañana resacosa de los noventa en que junto a Figueroa recorrimos -en mi agónico Subaru sin patente ni revisión técnica- la costa azul escuchando una y otra vez Planet Claire de los B52´s, busco entre los documentos el archivo del poemario “Box Poetry”. Se trata de uno de los dos libros inéditos (el otro es el proyecto de novela “Vendimia”) que mi amigo y colega dejó antes de que un cáncer al pulmón se lo llevara de este y de todos los mundos. Digo esto porque Figueroa no era de aquellos que apuestan por el paraíso o por el infierno, simplemente -y sin aspavientos- no creía en la otra vida, no creía en la eternidad. El “aquí y ahora” nietzscheano lo marcó a fuego, dedicándose por tanto a intensificar las experiencias del presente -y a hacer ejercicios de memoria- en vez de seguir el camino que, supuestamente, conduce a la salvación o a la condena perpetua. Encuentro el archivo y lo abro, afuera una nube gigante pasa ensombreciendo el océano. Me pregunto dónde íbamos con Figueroa esa mañana resacosa escuchando la música pop de los B52´s. Y no me acuerdo. “Box Poetry” -constato mientras reviso sus páginas- es un libro más bien breve, dado que reúne un conjunto de treinta y cinco poemas, la mayoría de carácter inédito, así como algunos textos que fueron dados a conocer años atrás en Esperpentia y en otros medios de bajo tiraje. En cuanto a su concepción, se puede señalar que sigue una idea similar a “Groggy”, único poemario que dio a conocer en vida (publicado en 2003 por Ediciones Esperpentia y en 2007 por Ediciones Tácitas bajo el título “Intemperancia”), pues también consiste en una “recolección de textos sueltos”, tal como indica la bajada de título de su estreno literario. Con esto, Héctor pretendía dejar en claro que no trabajaba bajo el concepto de “obra” que se aprecia en autores como Raúl Zurita o Diego Maqueira, lo que requiere crear una estructura y luego textos que materialicen tal estructura, conllevando no solo un cierto artificio en la escritura, un forzamiento como el que ocurre cuando se recurre a la rima, sino también la inclusión de poemas “de relleno”, necesarios para levantar el edificio poético. Para Héctor, vate ciento por ciento vitalista, la poesía no debe forzarse, sino responder al momento. Sus poemarios, así, son sumas de momentos vitales que, paradójicamente, también funcionan como una obra, dado que presentan una coherencia interna dada por las preocupaciones, vivencias e intereses de su autor.  En cuanto a los temas tratados, “Box Poetry” también encuentra gran parentesco con “Groggy”, dado que no solo mantiene el paralelismo entre el poeta y el boxeador o el título en inglés, sino que los tópicos recurrentes siguen siendo similares: la relación del hablante con el alcohol, el registro crudo de la cotidianeidad, de la amistad, del “circuito” literario y de la vida familiar, una crítica profunda y mordaz al mundo laboral, el interrogarse cínicamente en torno a las relaciones de pareja y las mujeres, el cuestionamiento del sistema político y social chileno neoliberal, así como el uso constante, para algunos excesivo -que en “Box Poetry” se hace más excesivo aún- de recursos como la intertextualidad y la metaliteratura, ya que Figueroa debe ser el poeta chileno que más autores y citas de autores menciona por centímetro cuadrado de poema, lo que algunos interpretan como una especie de exhibicionismo, de ostentación o cachiporreo intelectual, aunque quienes lo conocimos de cerca sabemos que esta especie de “barroquismo metaliterario” no es más que una prolongación de su obsesivo vínculo con la literatura, de sus múltiples lecturas, reflexiones y búsquedas, en resumen, de su sapiencia intelectual. En cuanto a las diferencias, en “Box Poetry” se puede apreciar un mayor desparpajo que en los textos que componen “Groggy», incluyendo un mayor uso del lenguaje coloquial, de la prosa, de materiales extraídos de la cultura pop y de las chuchadas, contando además con poemas bastante atrevidos, con delirio de grandeza dirán algunos, en los que Héctor cuestiona frontalmente a algunas de las vacas sagradas de la poesía chilena, tratando, por ejemplo, de “impotente” a Enrique Lihn o de “irregular poeta” a Vicente Huidobro. Los poemas, además, se presentan “más despeinados”, más rebeldes gramaticalmente, que los de antaño, siguiendo, como señala Figueroa en el poema Malcolm Lowry, “el estilo sucio y de guiones que interrumpen la / concatenación de las frases-párrafos / como en Marcel Proust y sus oraciones subordinadas.” Se observa, también, en algunos textos “un acuso recibo” de los poetas objetivistas y su estilo telegráfico que escribas como Andrés Anwandter han seguido al pie de la letra, así como una fuerte presencia de elementos de carácter autobiográfico, exhibiéndose la vida personal de forma inclemente, desnuda, apenas dentro de las fronteras de la autoficción. En este sentido, se puede decir que su poesía se encuentra en las antípodas del lirismo o el hermetismo, siguiendo más bien la idea de Ezra Pound de “tratar la cosa directamente, ya sea subjetiva u objetiva”. En este contexto, lo que muestra “Box Poetry”, finalmente, son los alegatos o “rounds” de un desencantado y erizado poeta púgil ante una sociedad, como la chilena, donde la cultura y la

Panóptico | Al poeta Héctor Figueroa Muñoz

“Te ocultabas en trabajos lejos de la poesía de salón, de la academia, lejos de los circuitos ´correctos´, adentrándote en ese espacio que tanto apreciabas: el del ciudadano de a pie, del que se embriaga para tapar la realidad, del que no le alcanza el sueldo para llegar a fin de mes, de las mujeres que se venden, del poeta borracho que quiere morir joven dejando una leyenda tras de sí.” “Así es la soledad, el encanto de escribir perfectamente borracho” (H.F)   La última vez que te vi fue en la Posta Central, allí en la calle Portugal. Estabas en una pieza solo. Creo que me reconociste, aunque no podías hablar, pues tenías puesta una mascarilla de oxígeno, pero me sonreíste quizá pensando en un poema. Hace varios años que no nos veíamos. Pero eras tú mismo: Héctor, Titín, el Chico Figueroa. No pude estar mucho rato contigo, había varias personas esperando. Estábamos despidiéndonos. Lo sabías. Yo también lo sabía. Pero ¿qué decirte, qué palabras inventar en ese momento? Recuerdo que te di saludos de mis hijos a quienes me ayudaste a cuidar durante muchas vacaciones, en el Litoral Central, de padre recién separado. Me sonreíste por segunda vez. Te tomé una mano, y mintiéndote te dije que tuvieras fuerzas, que ibas a salir pronto de allí, que teníamos (tenías) poco tiempo, pues había mucha gente afuera que quería entrar a verte. Te di un beso en la frente. Salí y la realidad de un pasillo de hospital público me golpeó, la gente aglomerada, la gente pobre sufriendo la burocracia de la salud. Bajé las escaleras, afuera hacía mucho calor, el sol golpeaba fuerte esa tarde de enero, caminé hacia el Barrio Lastarria, buscando sombra, dándole la espalda a la muerte, a tu agonía y a los cientos de desahuciados que a esa hora agonizaban en todos los pisos de la Posta.  Pocos días después, sentado en la sala de embarque del aeropuerto de Santiago, minutos antes de iniciar un largo viaje hacia el invierno, recibí la noticia en mi celular, te habías ido, habías salido de escena, habías tirado la toalla, habías colgado los guantes definitivamente. Quizá era lo que querías. Terminar por fin con la función y comenzar con la leyenda de un poeta que muere en la Posta Central antes de cumplir 50 años. Pero la verdad es que, tal como dijiste en un poema, solo te nos habías adelantado. No pude asistir a tu funeral, estaba a miles de kilómetros de distancia de esa tumba que te recibió, después de los discursos de los viejos amigos. Nos habíamos conocido mucho tiempo antes, en los años ’80, en plena dictadura, en un colegio del centro de Santiago, cuando apenas eras un adolescente de 15 años y yo un profesor de Castellano recién egresado. Al comienzo eras uno más de los 45 alumnos de tu curso, hasta que poco a poco comenzaste a destacar con tus opiniones, con las largas y bien redactadas respuestas en tus pruebas. Eras distinto. No he encontrado muchos como tú en todos estos años. Con algunos de tus compañeros, interesados en la Literatura, hicimos una revista escolar en agosto de 1986, muy precaria, escrita a máquina, fotocopiada. Se llamaba “Laberinto”, en homenaje a Borges, muerto ese mismo año y, en la portada, Neruda. En esa revista de un número único, horriblemente diagramada y en cursiva, aparecieron publicados tus primeros poemas, estabas en segundo medio y ya eras un poeta. Y también un alumno modelo, especialmente en las humanidades, el hijo que toda madre quiere, bien portado, de uniforme y raya en el pelo. Después vino la época de tus lecturas compulsivas de poemas y también de los talleres literarios, en ese tiempo te invité a uno en la USACH, recuerdo la primera vez que fuiste, por dos cosas. La primera, que nos impresionaste a todos por la capacidad que tenías para citar autores y lecturas, se notaba que habías leído mucho. Te veías muy maduro para ser solo un escolar. La segunda que a la salida nos recibió, en la Alameda con Ecuador, una lluvia de bombas lacrimógenas y de piedras, era un día de protesta en contra de Pinochet. Ese era el contexto en que nosotros, ingenuamente, queríamos hacer Literatura, no panfletos.  Pero ya en ese tiempo algo en ti había ido cambiando, la poesía se había metido en tu ser, y poco a poco habías dejado de ser un “alumno modelo”, para lentamente convertirte en el “inútil de la familia”.  Creíste en la desmesura, el despropósito. Creíste que el poeta debe llevar también una vida de poeta, claro, leíste a Baudelaire, Rimbaud, Lautremont y comenzaste el camino del “amarditado”, del poeta marginal, subterráneo, del copete, del faltar a clases, de abandonar tus estudios, pues la poesía está en la calle. Y mientras algunos de tus compañeros poetas buscaban “la fama” en los circuitos correctos, conociendo y adulando a la gente correcta, arrodillándose frente al poder de una beca en el extranjero. Tú, por disposición anímica, por personalidad, te ocultabas en trabajos lejos de la poesía de salón, de la academia, lejos de los circuitos “correctos”, adentrándote en ese espacio que tanto apreciabas: el del ciudadano de a pie, del que se embriaga para tapar la realidad, del que no le alcanza el sueldo para llegar a fin de mes, de las mujeres que se venden, del poeta borracho que quiere morir joven dejando una leyenda tras de sí.  Con el paso de los años el taller de la USACH se cerró y los sobrevivientes formamos otro más informal, nos gustaba juntarnos a conversar de Literatura, de la realidad o de lo que fuera. No había un líder o alguien que lo dirigiera, pero nos reuníamos en la casa de alguno o en un bar a leernos y a destrozarnos sin piedad ¿Te acuerdas de esas reuniones? Había mucho humo, ruido de copas o vasos, alguien leía un poema y después de un silencio largo, el veredicto: lapidario, sanguinario, desprovisto

Retrovisor | Recuerdo

“¿Por qué busco justamente el poema ´Recuerdo´ y no cualquier otro? Porque, me parece, es el último que Figueroa publicó antes de morir, siendo además una especie de repaso de su existencia, algo así como una mini autobiografía, y al mismo tiempo una despedida.” Hace calor, caen los patos asados y mientras reviso los ejemplares de la primera época de El Mal Menor buscando el poema Recuerdo de Héctor Figueroa, tomo vino con melón heladito, fumo unos milígramos de juanita y rememoro la época -primera década de los dos mil- en que ambos fuimos parte de la perdedora revista Esperpentia. Yo escribía la columna La Morgue, donde hacía la autopsia (sin anestesia) a diversas publicaciones literarias, por lo general poemarios, y Héctor estaba a cargo del Ecualizador, sección donde DJ Tito, su atrevido alter ego, se daba el lujo de denunciar un plagio de Nicanor Parra o de corregir los versos de poetas para muchos intocables como Jorge Tellier o Pablo de Rokha, esto bajo la premisa de que todo autor sufre de altibajos.  Revuelvo el vino, los cubos de hielo entrechocan entre sí y con el vidrio verdoso de la jarra acinturada y barata que los contiene -un artículo de feria libre- formando una rítmica y delicada música que Figueroa, el Chico, amante del alcohol y del jazz hubiese encontrado maravillosa, motivadora, hipersensible, comparándola -esto ya es pura imaginación- con las cristalinas notas de vibráfono que Milt Jackson aportó durante décadas a las composiciones del Modern Jazz Quartet. ¿Por qué busco justamente el poema Recuerdo y no cualquier otro? Porque, me parece, es el último que Figueroa publicó antes de morir, siendo además una especie de repaso de su existencia, algo así como una mini autobiografía, y al mismo tiempo una despedida. El poema fue publicado originalmente en El Mal Menor número 9, en junio de 2017, en la sección Taberna, espacio que Héctor mantenía en nuestro medio. “Hola amigo, acá te envío (archivo adjunto) un texto, un ejercicio literario para ser publicado en la revista, si es que te tinca. Ojalá.”, señalaba el mail que lo acompañaba. El poema, que ahora entregamos a los lectores, por cierto, nos tincó y lo publicamos. También fueron las palabras con que lo despedimos en ese lugar que los inocentes llaman camposanto.  Iniciamos, así, la publicación de una serie de artículos y material inédito en homenaje a nuestro amigo y colaborador a tres años de su fallecimiento, ocurrido el 14 de enero de 2019. Vuela alto, se ve a menudo escrito en los autos que componen los cortejos fúnebres. Lo mismo le deseamos a Héctor. Vuela alto, toca las estrellas, embriágate con el éter fina reserva del cosmos.     RECUERDO por Héctor Figueroa   Recuerdo una mañana junto al olor del pasto tras el riego en una cancha de fútbol durante mi adolescencia.  Recuerdo el casete “Now’s the time” que sonaba todo el día y toda la noche y que me duró años en varias casas viejas hasta que me lo hurtaron. Recuerdo el triciclo rojo y el de color azul de mi hermano gemelo. Recuerdo el guión de un personaje de película de Woody Allen, quien dice "No sabía si un recuerdo es algo que tienes o algo que has perdido". Recuerdo que más que nada en el mundo quería ser futbolista cuando grande. Recuerdo el rostro de la primera puta con la que me metí, en la calle Lira 240. Recuerdo a la Tatiana Zurita (amor platónico) y a la Claudia Correa (primer amor carnal). Recuerdo las jugadas y los goles de Carlos Caszely con Severino Vasconcelos, pases y goles que vi presencialmente con entrada pago de niño en el Estadio Nacional. Recuerdo que Sócrates dejó dicho que el recuerdo es la memoria del alma. Recuerdo la muerte por Sida en 1996 de mi hermano gemelo, Nelson Figueroa Muñoz, del quien nadie se acuerda. Recuerdo el Súper-Tanker. Recuerdo cuando me llevaban preso por beber, como Rubén Darío, en la vía púbica.  Recuerdo cuando anduve con un pellet puesto en el estómago durante todo un año. Recuerdo la primera vez que dejé de tomar. De la segunda y de la tercera vez, también me acuerdo. Recuerdo cuando llevé a mi amigo de infancia José Millanao para que se descartuchara en un lenocinio. Me acuerdo de una puta linda pero de pies hediondos. Recuerdo el “I remember” de Joe Brainard y los “Yo me acuerdo” o “Je me souviens” de Georges Perec. Recuerdo a mis hermanas lindas hijas de mi padre de su segundo matrimonio. Recuerdo siempre Cartagena, sus casas y calles, la tumba del poeta, la Playa chica y la Playa grande. Recuerdo las voces y los gritos de los niños al salir de la escuela. Recuerdo cuando perdí ebrio un cuaderno de tapa negra donde iban todos mis poemas manuscritos de juventud. Recuerdo que también perdí ebrio las obras completas del loco Hölderlin. Recuerdo los libros que presté y no me los devolvieron jamás. Recuerdo cuando leí por primera y única vez Crimen y Castigo en el patio de la casa de mis abuelos. Recuerdo cuando leí completo El Quijote de la Mancha y me maté de la risa, a los 33 años. Recuerdo las empanaditas de queso, el pastel de choclo y las humitas que cocinaba mi mamá. Recuerdo cuando conocí a mis hermanas y a mi hermano de la playa. Recuerdo cuando el poeta Jonás me invitó a publicar en sus ediciones Alta Marea, ahí en El Tabo, donde conocí a mis hermanas y a mi hermano de la playa. Recuerdo cuando éramos cabros chicos ahí en Victoria Subercaseaux con la Alameda y nos leíamos poemas con Germán Carrasco. Recuerdo mi primera revista literaria (la “Laberinto”) que fundamos en el Colegio Excelsior en 1986. Recuerdo cuando parimos (parto difícil) la revista Esperpentia con Sergio Sarmiento y Maximiliano Díaz Santelices. Recuerdo la cuestión fantástica de lo metaliterario. Recuerdo a Borges y sobre todo El mal de Montano. Hay huevones a los que no les gusta Vila-Matas. Allá

Testigo ocular | Agustín Zumaeta Basualto

Nacido 1920 en Gultro, Rancagua, Agustín Zumaeta Basualto -el último de “Los Inútiles”- desarrolla su poesía siguiendo una línea seminarista, religiosa, creando versos emplazados en un ambiente provinciano, cotidiano, nostálgico, que no dejan de lado la reflexión sobre la escritura ni el aspecto político, mostrando un alto sentido de la injusticia. Publicó en vida un único libro, “No se ha extinguido el sol” (1991), conservando su familia, además, cientos de poemas inéditos, algunos de los cuales se incluyen en la presente selección. Agustín Zumaeta falleció en 2010, viviendo en la comuna de San Bernardo.     A ROBERTO PARADA                   Una vez más caemos a la muerte  sin término; pero este hombre tan alto,  tan potente, tan duro, que parecía hecho de sustancias  de roble, cayó hace muchos días bajo  el filo salvaje del hachazo cobarde  que le taló a su hijo.   Ahora ya las cosas son sin remedio. Se condena a los reos comunistas para siempre al infierno. ¡Y el cielo está de par en par abierto para sus asesinos!   No es justo, es imposible,  no lo acepto. No puede ser. No es bueno que los hombres  de abrazo libre  y corazón fraterno sean proscritos  de la tierra madre por concebir  el aire y la estatura sin ajustarse al último decreto del que reparte  el pan discriminado.   Ahora estoy llorando hasta  la sombra volviéndome a los puntos cardinales preguntando a los cielos y a la tierra la razón de esta sinrazón horrenda de que esta voz que embalsamaba el aire con su recia ternura  haya tenido que salir a buscar  lejos de Chile la almohada de su muerte.     LA FUGA   Mis hermanos duermen.  Son la pena dentro de la cárcel. Mis hermanos duermen.  Su conciencia cesa de enrostrar delitos. Mis hermanos duermen.  Los legisladores establecen leyes. Mis hermanos duermen.  Sólo un centinela atrapado en su torre. Mis hermanos duermen. En sueños se evaden saltando los muros. Mis hermanos duermen. No queda uno solo en la cárcel.      ORDEN   Habría que haber puesto orden a tiempo, haber trazado  las líneas divisorias, las enérgicas  alambradas de púa.   Me decían  que era posible que me arrepintiera  de que la casa echara sombra, de que el árbol produjera sus hojas anualmente, que era posible que me arrepintiera de tener cinco dedos  en la mano.   Y yo me arrepentía del crepúsculo; pero el crepúsculo era. Y yo me arrepentía de la casa; pero la casa era y de la mano  y de sus cinco dedos, y de la rueda y de la superficie inclinada en pendiente  ¡todo era! Y sigo arrepintiéndome  del mar y las montañas, de los árboles, y del ladrido concertado y múltiple  de los perros heridos por la luna  que ahí están  ¡y me muerden!      EXTRAÑO   Me desconocen los que fueron míos. Soy uno que pasó. Ni aún mi nombre ha quedado en su voz. De su memoria ha quedado  barrido para siempre, más extraño que nunca,  me mantengo a distancia del viento y la marea; y mientras los que bullen a mi lado corren, gritan, aúllan, gesticulan, trepan por escaleras, se encaraman para alcanzar el vuelo de las nubes yo me mantengo hermético,  callado, ausente, esquivo,  extraño como nunca, mientras la soledad irreductible clava en mi libertad su aguda lanza.     ARISTAS   De repente me dicen  los que saben que yo no sé, que yo no entiendo, que ando perpetuamente equivocado, que niego que haya rosas de cemento en el bolsillo, que arden con la dureza firme  de sus pétalos, que abren su dura maravilla bajo un árbol, junto a una casucha de madera, tanto por la mañana como ahora en el atardecer de las arterias.   Tengo que confesar, hermanos míos, no haberlas visto nunca, ni haber tenido ante mis ojos una de estas rosas tan útiles, tan duras, tan necesarias para la paz del alma y sus confines, tan imperiosas para el horizonte que nos aguarda  en una enredadera que desistió de su costumbre de anudarse a un balcón, a una ventana que ya debiera estar definitivamente cerrada.   Yo no la he visto; pero existe y siento  que me es estrictamente necesaria     ARTE POÉTICA   Me he pasado la vida lleno  de miedo por la luz imperfecta. No, esto no anda y menos se remonta. Los que han presenciado mis intentos de marcha, me alientan a que siga. Y algunos, unos pocos me han visto haciendo esfuerzos con las alas, me dicen que eso es vuelo que, hendiendo las nubes, alcanza las estrellas. Pero yo no les creo.   Me quedo en esta duda: me propongo ensayar otra vez y, a mi juicio, o a mi mal juicio,  que eso es punto dudoso, no resulta el intento.   La palabra no prende. La lámpara no inunda  de resplandor el sueño. El cielo permanece infranqueable para mi corta brisa.   En el silencio, es cierto,  la palabra exacta, la palabra está llena  de resplandores mágicos; algo como un ritmo inédito que me mece entre sus brazos, los querubines surcan los cielos infranqueables; el alba está más pura que el rocío recién editado.   Pero ocurre solo en el silencio. Cuando hablo, caigo a la tierra.     ÓRDENES    Una palabra y otra palabra me dicen: «Cántame» y yo las canto; una palabra y otra palabra  me dicen: «Lárgame» y yo las largo; una palabra y otra palabra  me dicen: «Túmbame» y yo las tumbo; una palabra y otra palabra  me dicen: «Rézame» y yo las rezo; una palabra y otra palabra  me dicen: «Cántaro» y yo las quiebro; una palabra y otra palabra…   Cruzan las sílabas por mis ojos; cruzan las sílabas por mis manos; cruzan las sílabas por mis dientes; cruzan las sílabas las palabras.   Y así me pasó días de días en este juego sin reticencia, en ese juego sin consistencia, en este juego sin más violencia,

Fichero | Cartas desde la Casa de Orates

Hace un par de meses, en la cola de la feria de Batuco, entre barbies sin brazos, brocas oxidadas, discos duros muertos y sudadas novelas de Alejandro Zambra, Carla Guelfenbein y Hernán Rivera Letelier, me encontré con un libro en cuya portada podían apreciarse médicos, enfermeros y pacientes, todos borrosos, todos pretéritos, todos con aire fantasmal, posando ante el lente de una antigua cámara blanco y negro. Atraído por la fotografía me agaché ante el montón de ruinas que ofrecía el vendedor, un tipo joven, con polera pirata de Nike, y tomé el libro: "Cartas desde la casa de Orates", tal era su título. Hojeándolo, al poco rato me encontré con un par de párrafos conmovedores, párrafos que dejaban traslucir tanto el delirio de quienes escribían como su soledad, sus ansias de libertad y su enorme abandono. Tenían, además, un cierto aire a la narrativa de Roberto Arlt, lo que me pareció fantástico. Pregunté por el precio. Deme una luquita papi y llévese de yapa uno de estos, dijo indicando los ejemplares prematuramente avejentados de Zambra, Guelfenbein y Rivera Letelier. No, gracias, le respondí. Quiero solo este. Ya, deme quinientos pesitos, entonces.  Sentado en la plaza de Batuco -entre evangélicos, colombianos, haitianos y pasotas que bebían cerveza- examiné con detalle el ejemplar recién adquirido. Se trataba de una colección de veintinueve cartas, escritas en la primera mitad del siglo XX por internos de la Casa de Orates, hoy llamado Instituto Psiquiátrico. Fueron encontradas por su editora, Angélica Lavín, en una antigua y singular caja con forma de libro -una verdadera cápsula del tiempo- en la biblioteca del organismo el año 2000, siendo dadas a las prensas -como se decía antaño- tres años más tarde por el Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la DIBAM. El hermoso y poético objetivo de la editora de los textos es “la ilusión de liberar del encierro estas voces que nunca llegaron a su destino.” Claro, porque como señala Paula Tesche en un artículo publicado por la Universidad Austral de Chile referido al libro en cuestión, por ese tiempo los internos -según las investigaciones de Foucault- eran alejados de sus familias, a las que se les consideraba como “el agente detonante de la desviación”, lo que los dejaba en una condición equivalente al exilio: “estando en el hospital, no hai amigos, ni parientes, ni tia, ni sobrinos, ni nada. El que se quema que muera. Asi, es la vida moderna…”(sic), consigna uno de ellos. Las primeras cartas datan de 1913 y las últimas de 1931. La mayoría están dirigidas a sus parientes, muchas veces con el objetivo de reclamarles su presencia: “Que pidiera el favor a los suyos que están en Santiago que vengan a visitarme todos ellos con sus hijitos y esposos si es posible pues cuando ven que los visitan aquí los consideran a los enfermos y los adulan y miran mejor a los que no los visitan los miran en menos”(sic). Solicitan, además, dinero, enseres y comida de casa: “Luicita: Pescado frito; Un budín de arroz con leche y huevos; de sus manos y, también, con tomates y bastante azúcar y, despues de frio, ardido en Ron o aguardiente; que, bien le vendria por una mano virgen, como la suya” (sic), escribe un segundo interno. El envío de vestuario también es una petición frecuente: “Yo necesito un traje, un abrigo, estilo ruso y también un sombrero, un calzado corriente alto con suela goma…”, solicita otro de los pacientes. Se da el caso, también, de un interno que le escribe a la viuda del presidente Pedro Montt pidiéndole matrimonio. El sonido de fondo de las cartas, en las que se enlaza el delirio con la realidad, la locura con la sabiduría, es de extrema nostalgia por el retorno a la vida anterior, a ser reconocido y reivindicado como un ser normal, deseos que pueden apreciarse en una de las conmovedoras cartas que Aurelio Gutiérrez* enviase a su mujer, Ernestina*, texto que tal cual como fue escrito -no hubo corrección ortográfica por parte de los editores- presentamos a continuación.     Carta de Aurelio Gutiérrez*   Santiago 3 de Enero de 1919 Mi querida Ernestina*: Acostumbrado como estoi ya a sufrir fuertes impresiones, sin que se alteren mis nervios, solo por eso, puedo tomar mi pluma, para dirigirte estas líneas, las que por las consideraciones que paso a exponer, las principio en el convencimiento de que van a ser el último adiós que le doi en este mundo a la esposa que tanto quise, cuanto más, que es madre de mis tiernas niñitas. Hai Tinita de mi alma, no hubiera querido tenerte más bien, para evitar tan hondo dolor. Y tu Bernardita y Laurita, a quienes tampoco olvido un instante. Ayer solamente recibí la encomienda que me mandastes, por lo cual te mandé mis agradecimientos anticipados. Ella venia conforme, pero mas bien Ernestina no hubiera querido encontrarme con las cartas que venían dentro. Qué clase de corazón tienes mujer ingrata, como pudistes escribirme una carta tan fría, después que te impusistes de mis muchos sufrimientos; Acaso no te mandé decir que aquí había sido azotado, calumniado, vituperado y por cuanto puede haber pasado solo Jesucristo, que tu, tan impasible pudistes concretarte a decirme que estabas buena. Si me hubieras dicho que estabas mal y que ya estabas al morir yo habría sufrido menos porque al fin me habría sujerido la idea que sufrías por mí. Y porque además, después de tus acciones, como fué tu desobediencia de irte, sin llevarme ni despedirte siquiera de mí, hoi si no te apiadas en venirme a retirar, mas me valdría que te murieras, porque, al fin, ya no teniendo yo mujer, el Reglamento de este asilo, me permitiría, que saliera solo a la calle, como entré. Figuraté, que sin ningún motivo, de la manera mas arbitraria, me pusieron en el patio N° 7. Por felicidad en este patio encontré un mayordomo, de sentimientos mas humanos, que los otros donde he estado.  No le diré, que los otros dos

Signos vitales | Cerdos libres

Me subí al colectivo a las siete de la mañana. Como estaba primero en la fila me tocó el asiento junto al chofer. Eso me puso contento: no tendría que ir apretujado en la parte trasera. No me sentiría como un animal rumbo al matadero, aunque -en cierto sentido- mi ida diaria al trabajo era algo parecido. La diferencia, me dije, es que uno tiene la posibilidad de regresar diariamente a casa. Cansado, chato, sin energías, retorna al hogar cada oscurecer sin ser asesinado ni trozado ni desangrado, sin ser convertido en prietas, asado parrillero, menudencias o costillares, y, como dice un colega, uno puede descansar, puede comer, puede dormir y “cargar las pilas” para el día siguiente. La casa, en este sentido, no opera solo como un hogar -para algunos un infierno- sino también como una especie de cargador de mano de obra. Tendidos en la cama, sumergidos en el universo del inconsciente, algunos gracias al cansancio, otros gracias a Oniria, la melotonina que hace soñar con angelitos, u otros fármacos, nos llenamos cada noche de la energía que mañana nos hará funcionar como los conejitos idiotas del comercial de Duracell. El interior del auto estaba impregnado de un pesado olor a desodorante ambiental -aroma a jazmín, creo- que se mezclaba con el tufo de los sudores de ayer y anteayer pegados al cuero sintético de los asientos y los perfumes dulzones de los pasajeros. Desde una Sony llena de luces verdes y rojas se escuchaba un programa deportivo de la radio Agricultura. Se analizaba lo mismo de siempre: si hubo o no penal en un partido clave para las aspiraciones de no sé quién. Buenos días, dijo el chofer. Buenos días, respondimos a coro los pasajeros. Uno, el listo de siempre, con voz alta respondió: “buen día”, remarcando la singularidad del saludo. Quise decirle que estábamos conscientes de que los buenos días, desde el punto de vista lógico, estaban errados, aunque no desde la mirada cultural. Pero hubiese sido una lata. Enseguida el auto partió dejando una fila de batucanos y batucanas esperando el próximo móvil. Yendo por avenida España -calle con sólo una pista por lado que hace que uno se pregunte si se trata de una avenida o de un callejón pretencioso- pasamos junto al flaco torrente del canal lleno de musgo, botellas de gaseosas, cajas de vino y residuos varios que lleva a la laguna, por una iglesia evangélica en construcción, por el ex restaurante Colo Colo y por diversos comercios menores hasta llegar al cruce ferroviario.  Puros ladrones, dijo el chofer, frunciendo la boca para indicar las palomas con las caras de los candidatos -bocas sonrientes- que abundaban en los alrededores de la vía férrea. Estábamos en época electoral. Todos estos weones zánganos vienen a llenarse los bolsillos, a hincharse los culiaos y no hacen nada por la gente. Lo que hace falta es poner mano dura. En los tiempos de Pinochet no había delincuencia. Puro orden y progreso. Ahora solamente hay derechos y nada de deberes. Usted está cumpliendo con su deber, yo voy a cumplir con mi deber y los pasajeros que van atrás imagino que también van a trabajar, le dije. Claro, respondió, todavía queda gente buena, pero no se engañe, los malos la están haciendo, los malos tienen el poder. Me contó enseguida el caso de una vecina que había sido asaltada en la puerta de su propia casa. La balearon en una pierna, aquí, dijo, y se tocó el muslo derecho sin dejar de mirar la calzada; a su hija chica, la Naomí, la amarraron a la baranda de la escalera con el alargador de la plancha, enseguida los desgraciados las toquetearon a las dos. A la mamita -continuó diciendo- sangrando y todo la manosearon los desgraciados, eso es más que enfermo ¿no cree? Después se llevaron la tele, el microondas, la bici de la niña y otras cosas en el propio autito de la vecina, un Chery IQ que todavía no paga, y nadie hizo nada. ¿Ni siquiera los pacos? Ni siquiera los pacos, no ve que con esa wea de los derechos humanos los pobres tienen las manos atadas. En la radio Agricultura ahora daban las noticias. Un economista señalaba que un indulto a los presos de la revuelta sería una mala señal para la economía, dado que haría caer la inversión extranjera.  Entramos en la carretera. A estas alturas el chofer estaba proponiendo bárbaras soluciones para combatir la delincuencia: mutilaciones de manos, piernas, ojos, orejas, penes u otros órganos a quienes delinquen, envío de malhechores a islas solitarias, ojalá llenas de hielo o arena, para que aprendan a trabajar los vagos, reposición de la pena de muerte, esta vez con dolor y transmitida por la tele, en horario de adultos -los niños no tiene para qué ver eso- para educar a las masas. Mientras el chofer lanzaba sus planes nazis, yo hojeaba el diario en mi teléfono. Política, deportes, cultura. Una noticia llamó mi atención: en Santiago un camión que llevaba cerdos al matadero fue encontrado abandonado justo a la hora de mayor calor. Los vecinos, conmovidos con los quejidos de los animales, les lanzaron agua e incluso una persona fue al supermercado y les compró lechugas. Cuando el conductor del camión regresó y echó a andar la máquina -luego de que la fuerza pública lo citara ante la justicia por maltrato animal- la parte trasera del vehículo se abrió y dos cerdos escaparon. El par de chanchos fugitivos, finalizaba la nota, la hicieron, se salvaron, pues a petición de los piadosos vecinos fueron adoptados por el municipio local. Final feliz, final tipo Walt Disney, me dije. Recordé luego una película que vi hace años, una donde un cerdito lograba llegar a una isla en las Bahamas donde los porcinos viven libres. Rememoré, también, el recuerdo de unos poemas del mexicano José Emilio Pacheco donde reivindica a estos animales que, indica la ciencia, tienen gran inteligencia y son genéticamente demasiado parecidos a nosotros. En uno de

Testigo ocular | Juan Cristóbal Romero

Poeta y traductor nacido en Santiago de Chile (1974). Ha desarrollado su trabajo poético mediante un variado manejo de recursos y estilos, desde sonetos y décimas hasta el verso libre. En su último libro, “Apuntes para una Historia de la Dictadura Cívico-Militar” (Ediciones Tácitas, 2020), da un giro hacia la realidad, mostrándonos datos precisos y crueles acerca del gobierno autoritario que liderara Augusto Pinochet. Un aporte, sin duda, a la memoria de las futuras generaciones.   APUNTES PARA UNA HISTORIA DE LA DICTADURA CÍVICO-MILITAR (Fragmentos)   Todo lo hicimos bien. Manuel Contreras   Durante su exilio en Buenos Aires, el general Carlos Prats trabajó a jornada completa en una distribuidora de neumáticos.   El asesinato de Orlando Letelier fue el primer atentado terrorista cometido por un Gobierno extranjero en la capital de Estados Unidos.   Siendo niño, Augusto Pinochet sufrió un atropello que casi le cuesta la amputación de su pierna izquierda.   Con profunda y patriótica emoción, tengo el honor de poner en manos de esta honorable Junta mi anillo pastoral con el fin de contribuir modestamente a la obra de reconstrucción de Chile. Escribió el obispo de La Serena, Alfredo Cifuentes.   Rodrigo Rojas fue quemado vivo a los 19 años.   «¿Conoce usted a Bobby Ackermann?» es el título del relato con que Mariana Callejas ganó el primer concurso de cuentos organizado por El Mercurio.   Por qué no había entregado los cuerpos de los ejecutados a sus familiares, le preguntaron a Joaquín Lagos, y el general respondió: Yo quería armarlos, por lo menos dejarlos en una forma humana.   Armando Fernández Larios era adicto a la cocaína.   Kenneth Enyart. Identidad con que Michael Townley viajaba a sus misiones encubiertas. El tío Kenny.   El sacerdote Miguel Woodward murió en las bodegas de la Esmeralda tras doce horas de tortura.   Sergio Melnick le leía el tarot a Lucía Hiriart.   Con la indemnización que obtuvo tras ser despedido de la Dirinco, Tucapel Jiménez compró un taxi Datsun 150Y en cuyo interior fue asesinado un año más tarde.   El verdadero Kenneth Enyart era cliente de un taller de autos en Miami donde Michael Townley trabajaba.   Marcelo Moren Brito ahorcó con un alambre a su propio sobrino.   Matemáticas 3,0 Redacción 4,6 Condiciones de mando 7,0 Calificaciones del subalférez Augusto Pinochet.   La policía argentina olvidó una pierna de la esposa de Carlos Prats entre la chatarra del coche bomba.   Un Fiat 125 gris.   Germán Barriga se suicidó a los 60 años, lanzándose desde el piso dieciocho de su edificio.   El coronel Germán Barriga. Jefe de la Brigada Delfín de la Dina. Quien hasta antes de su muerte se desempeñaba como guardia de seguridad en los supermercados Líder.   No hay mejor manera de librarse de un indeseable que con una gota de estafilococo dorado. Aseguró Eugenio Berríos.   Eduardo Frei Montalva presentó exposición a talio y gas mostaza en los tres meses previos a su fallecimiento. Se lee en el fallo del juez Alejandro Madrid.   Manuel Contreras se graduó de la Academia de Guerra con las mejores calificaciones de su promoción.   Augusto Pinochet logró matricularse en la Escuela Militar tras dos intentos fallidos.   ¿Cuántas puntas tiene una cruz?, preguntó a gritos el oficial de Marina que interrogaba a Miguel Woodward, y el sacerdote respondió: Cuatro. Entonces, cuatro culatazos.      Fernando Léniz fue el primer civil en ser ministro del régimen.   Fernando Léniz. Quien hasta antes del golpe era presidente de El Mercurio   Víctor Jara murió por múltiples heridas de bala, que suman 44 orificios de entrada de proyectil con 32 de salida.   Ronni Moffitt murió por una pequeña esquirla de metal que le rompió la carótida.   Ronni Moffitt. La secretaria de Orlando Letelier.   El padre de Lucía Hiriart fue nombrado ministro del interior por Juan Antonio Ríos. Debió abandonar abruptamente el cargo debido a un incidente protagonizado por su esposa: Lucía Rodríguez se negó a pagar un parte impuesto por un carabinero, invocando el nombre de su marido.   Pablo Neruda murió doce días después del golpe.   Estaban parados en medio del camino de Quilicura, haciendo dedo. Pero nadie paraba. Todos les hacían el quite cuando veían sus caras quemadas como máscaras de monstruo. Dijo un testigo que prestó auxilio a Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana.   Me acerqué, el joven me tomó el brazo y yo lo retiré, porque de sus dedos salía algo como aceite. Agregó el declarante.   El general Contreras y Pinochet se reunían a tomar desayuno todos los días a las 7.30 de la mañana.   Andrés Chadwick fue partidario de Allende.   Tucapel Jiménez fue partidario del golpe.   La delatora de Miguel Enríquez, Marcia Merino, fue torturada por Osvaldo Romo. La Flaca Alejandra.   Eran mis compañeros o yo. Confesó el Fanta.   El general Gustavo Leigh quedó tuerto tras recibir un disparo en el ojo derecho.   A Osvaldo Romo le amputaron la pierna derecha   En los días siguientes al golpe, varios trabajadores de la CMPC fueron asesinados por carabineros. Para trasladar a las víctimas, los uniformados utilizaron un jeep y un bus provistos por la empresa.   Ricardo Claro puso a disposición de la Armada los buques Maipo y Lebu para detención y transporte de prisioneros.   Entre 1976 y 1980, más de dos millones de televisores ingresaron a Chile.   Entre 1973 y 1989 salieron 280.000 exiliados.   Amontonados como sacos en la bodega del buque carguero Maipo, yo abrazaba el dolor de un otro. Dice un poema de Raúl Zurita.   A Salvador, de su compañero de armas, Fidel Castro. Dice la dedicatoria escrita en bronce sobre la empuñadura del fusil con que se disparó Allende.   Fascistas italianos, terroristas croatas, cubanos anticastristas y hasta la policía secreta del Sha de Irán fueron contactados por Contreras para actuar contra los opositores de la Junta en el país en que estuvieran.   El entrenamiento de los primeros reclutas

Trasandino | Peñavisión y los 50 poetxs

Horacio me invitó a recitar a Peñaflor. Un varieté de artistas, algo que será televisado por el canal comunal, me dijo cuando terminaba el segundo encuentro de escritorxs en Melipilla. Le dije que sí por curiosidad. De súbito pensé en la declamación de un fragmento de “Otelo” de Shakespeare que hizo Rodrigo Lira en “Cuánto vale el show” en los 80. Ese gran aporte literario a la televisión chilena en dictadura, citando a Cervantes, a Goethe; el poeta tensionando la frivolidad del espectáculo, trastocando zonas en donde la oralidad y la escucha son como dos fronteras marítimas. Nos subimos al auto. Antes de dar la partida, Horacio le mandó un whatsaap al díler. En el camino me comentó que hace dos años se había cambiado a Melipilla, al sector rural, a Culipran. Lugar acordonado de hermosos cerros que en el último tiempo ha sido golpeado por la ausencia de agua, por las innumerables torres eléctricas y por las malditas motocross que erosionan los suelos y contaminan con el ruido el silencio de la flora y de la fauna. “Es difícil hacerse de amistades literarias”, habló de pronto con un gesto de nostalgia y pesadumbre mirando la ruta. Que a veces cansa hablar tanto con uno mismo. Que durante los inviernos hierven los estados emocionales y uno quiere escribir lo que le pasa, lo que está encarnando, lo que ahoga, lo que brota como mala hierba, lo que interrumpe, lo que satura, lo que trabuca. Que uno no se da ni cuenta que discute tanto con los muertos como con las sombras. Y es ahí cuando se hace ineludible compartir con otros, porque la soledad, como la escritura, tiende a hacer inhalar más silencio del necesario. Bajamos del vehículo bordeando un pequeño malezal que tenía sillones, inodoros, televisores, a unos perros gruñendo, en fin, un pequeño basural que ha creado la gente. Nos inmiscuimos en el páramo de líneas férreas que colindan con la calle Padre Demetrio Bravo. El sol seco de las 4 de la tarde nos sofocó. La escena parecía un western. No había gente por ningún lugar. Sólo la figura del díler era un oasis en medio de esta atmosfera caliente. Se escuchó el sonido del tren. Pero no aparecía ni por izquierda ni derecha. Horacio me hizo un gesto para que me detuviera. Me quedé quieto con la cara incandescente mientras él iba al intercambio. Aproveché de sacar una foto con el celu a una lagartija de tonos verdes y morados que estaba sobre una maciza piedra gris. Pasada media hora y detenidos en el taco de Vicuña Mackenna aprovechamos de armar el pito y fumar. Me comentaba sobre el libro que estaba escribiendo. Se trataba de una ficción autobiográfica. Durante el inicio de la pandemia trabajó de uber y le pareció interesante dar a conocer la vida de un conductor oyente de relatos, de cahuines que se dan y se disuelven dentro del vehículo. Contó que un escritor chileno se hizo famoso en las redes sociales escribiendo relatos así. Pensé en Arjona y su canción “Historia de un taxi”. Reí. Llegué a la conclusión de que a la gente le gusta el chisme. Que la historia de la humanidad y su literatura es un gran chisme. Que Homero, La Ilíada, La Odisea son el gran chisme de los griegos. Pensé que quizás la posibilidad que nos dan las palabras de crear realidades alternas, de contar desde diferentes perspectivas un acontecimiento, nos permite cristalizar historias, mitos, leyendas, guardarlas como únicas e irrepetibles para que no se desvanezcan y nos inunden de vez en vez de impresión, por eso recurrimos al chisme como el único vínculo consanguíneo con las historias de otros tiempos, sin embargo, la posibilidad de crearlos también nos hace caer en el equívoco intento de replicar las sensaciones perdidas, de volver a habitarlas si es posible, como un recién nacido que gimotea desesperado por volver a la placenta porque las manos frías de la realidad ya lo han atado al mundo, ya ha sido etiquetado por el lenguaje, en algún momento aprenderá a contar chismes, entrará en el circuito, y con el tiempo justificara sus actos, su espíritu, la muerte y al misterio a través de aquellas emanaciones.   Llegando a Peñaflor pasamos a buscar a otro poeta. Por el espejo retrovisor yo veía su aire solemne. Su pelo castaño corto, piel blanca, barba de candado y una argolla en la oreja le daban un aire de dramaturgo. Al rato habló reflexivo sólo para preguntar cuántos del grupo iban a estar hoy. Horacio dijo que conmigo éramos 10 mientras buscaba con ágiles movimientos de cuello la numeración de lugar. El poeta sólo llevó su mirada hacia un costado, detrás de él, el crepúsculo tenía el color del hierro caliente. A las 18:00 hs estábamos frente a las puertas altas de una casa antigua en donde funciona Peñavisión. Entramos por un pasillo angosto para luego salir a un patio con luces tenues en donde estaban lxs 50 poetxs, todos apretujados, como animales en matadero a punto de ser faenados. Horacio me comentaba, al mismo tiempo que saludaba a la gente y yo decía hola hola al boleo, que el evento había empezado hace dos horas. Estiró la mano hacia un mesón largo que estaba pegado a la pared y que tenía un popurrí de cosas para saciar la sed y el hambre de esta jauría de declamadores. La mesa estaba dividida con cartelitos: Fundación Odisea de las Artes / Escritores de Peñaflor / Colectivo Poesía y Periferia (a este me habían sumado) / Taller Casa de la Cultura Talagante. De manera precipitada miré hacia adentro, hacia el estudio, y vi como una poeta adolescente recitaba a través del tapaboca a la frialdad de una cámara. “Parece que el evento es sin público” dije, pero Horacio no me escuchó. Nos fuimos a sentar a un sillón. El poeta con aire de dramaturgo se perdió. Yo estaba absorto mirando a estos seres dotados de sensibilidad. Desde ancianos pacientes

Testigo ocular | Juvencio Valle

Juvencio Valle nació en 1900, en Villa Almagro, región de la Araucanía, falleciendo en 1999 en Santiago de Chile. Compañero de liceo de Neruda en Temuco, los límites de la poesía de este “poeta mayor de los bosques chilenos”, como se le ha dado en llamar, pareciesen no extenderse más allá del paisaje sureño, de la naturaleza, de sus situados anclajes y las figuras mitológicas que el poeta inscribe en estos escenarios. Sus versos, sin embargo, recogen también otros sonidos, otras pulsaciones, pues entre el follaje surge la humanidad, la voz del habitante que vive y respira en ese territorio aún pobre y maravilloso. Casi hace cien años, en 1929, Juvencio Valle publicó “La flauta del hombre pan”, su primer poemario. AGUA PROFUNDA Tengo melancolía. Es silenciosa y tibia: de claridad y hondura estoy herido. Pienso en mi padre: es alto como el trigo, fuerte como un David en la colina. Pienso en mi madre: como un rosal es ella (florece en mi corazón su rosalía); cultiva flores y borda en su pañuelo monogramas que tienen mi corazón asido. En mis hermanas pienso. Así me digo: bella rosa del alba, clara luz de este día, susurradora estela, tránsito de mi vida: todas en mi corazón están conmigo. Mis hermanos son libres como el agua. Van por la vida con su ardiente sino; gustan palpar la tierra, oler la hierba, y en vez del oro manejar el lirio. Torno a mi infancia. Veo un campo abierto, un alba en ciernes, un insinuado ritmo. Vuelvo a mi infancia, siento un clima de oro; todo un vívido mundo está conmigo. Hacia adentro me miro: la belleza me duele, que desde raíz a copa sufro y vivo. Todo me toca en pleno, todo viene a golpear en mi corazón: estoy herido. BOSQUE ¿Con qué llave de cábala han de abrirse tus arcas? ¿Con qué piedra de gracias habré de golpearme el pecho para que al fin se me abran como flores tus puertas? ¡Oh majestuoso duende de la barba florida! Aquí estoy de aventura, pero nada he resuelto. Tantos signos me mienten. La centella, la aurora; mis pasiones tan vivas, el diablo del laberinto y esta duda de afuera como piedra y esfinge. Aquí estoy de aventura, pero nada poseo. Ni el caballo que tiene la herradura de vidrio, ni la cota de mallas para cambiar de cara, ni la espada que canta como un lirio en el aire. ¿Cuál será la medida de tu sésamo ábrete? ¿cuál la cisterna húmeda, pura como una polca? Ya, comadre cigüeña, baje del campanario, eche su cuello al viento, baraje como una mula. Calzado con mis virtuosas espuelitas de cobre corta se nos haría la estación de la luna. Y linda princesa mía, cómo estarás llorando porque tu estrella triste se tumbó a la deriva. Mas yo seré el que conquiste tu castillo de naipes, el que te sigue el pecho con su ramo de olivo. Y pobre del dragón verde que está echado en el césped gozándose en la doliente procesión de tus lágrimas. Yo le haré que se oville como un perro de lana hasta lamer el polvo de oro de tus sandalias. Aquí estoy de aventuras, y está todo resuelto. Yo seguiré mi norte, camino de la leyenda, hasta que un sabio golpe de mi hacha de viaje me haga llegar a siete estados bajo la tierra. El CANTARTE HA CONSTITUIDO MI OFICIO VERDADERO     Hace ya tanto tiempo que te describo y tanto que te canto en terrenal y divino; he sido para ti como un músico empecinado, he tocado tus arpas, y medallas y títulos te he prendido a lo ancho de la solapa.      Al evocarte creces más que el humo y eres como una iglesia de muchas torres; tañen en mi memoria tus altos campanarios, a tu arrimo se captan músicas gregorianas. De entre mis viejos amores sólo tú tienes para mi sed ardiente un incentivo mágico.      Te supuse un gigante de turbulenta barba, un monarca poseedor de incontables tesoros o el guardador celoso de un real paraíso. A través de los años siempre significaste el absoluto dueño que barajó a mi vista una sorprendente mitología para mi uso.      Y Pan con su peligrosa flauta incendiaria poblando tus galerías de líricos rumores, y en pos y remolino las múltiples deidades, peplos y cascos juntos, vírgenes y faunos: en una ardiente simbiosis de dientes y uvas, el germinal estremecimiento de la tierra.      Y es que a tu irresistible privilegio, loco desmesurado, agregué el sueño propio: aproximé mis lindes, sumé mi ínfima rama a tus gigantes árboles.                                    Unido a tu resaca no supe ser yo mismo, delimitar mi paso; de tanto irme contigo perdí mi señorío y como quien padece frío y busca el fuego me sumé a tus hogueras para quemarme. MI CHILE HORIZONTAL     MI Chile Horizontal horizontal y maternal, tendido;  hundido en tierra, florecido en pleno.  De largo a largo van tus terremotos,  de piedra en piedra tus ardientes nidos.      Eres duro, mi Chile, como un hueso,  descarnado y desnudo eres, mi Chile.  Te muerde el sol arriba,  el mar como una vaca azul te lame;  te lame las heridas,  la orilla carcomida.  El terrible lanzazo en el costado  con sal universal te lame.      Mi Chile vertebral, de mesa pobre,  cuna de oscuro mimbre,  pan de salobre miga,  abordaje y espada,  dentellada y salmuera;  de sur a norte van tus cabalgatas,  de abismo a cumbre tu delgada harina,  tus arañas colgantes,  tus viejas mordeduras.        El bramido de tus vacas flacas,  tus estrujadas ubres,  tus pesebres nocturnos, tus caballos  que el viento frío aguija;  tu solitaria viga  que el tiempo reverdece  de estación a canción toda la vida.        Por entre duros cúmulos de piedra  el amor te resbala,  te desliza su aceite bien